Paula

Paula


Segunda Parte

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SEGUNDA PARTE

Mayo-Diciembre 1992

Ya no escribo para que cuando mi hija despierte no esté tan perdida, porque no despertará. Estas páginas no tienen destinatario, Paula nunca podrá leerlas…

¡No! ¿Por qué repito lo que otros dicen si en verdad no lo creo?

La han descartado entre los irrecuperables. Daño cerebral, me dijeron… Después de ver los últimos exámenes, el neurólogo me llevó a su oficina y con toda la suavidad posible me mostró las placas contra la luz, dos grandes rectángulos negros donde la excepcional inteligencia de mi hija queda reducida a una inservible mancha oscura. Su lápiz me señaló los caminos enmarañados del cerebro mientras explicaba las consecuencias terribles de esas sombras y esas líneas.

—Paula tiene daño severo, no hay nada que hacer, su mente está destruida. No sabemos cuándo ni cómo se produjo, puede haber sido causado por pérdida de sodio, falta de oxígeno o exceso de drogas, pero también se puede atribuir al proceso devastador de la enfermedad.

—¿Quiere decir que puede quedar mentalmente retardada?

—El pronóstico es muy malo, en el mejor de los casos alcanzaría un nivel de desarrollo infantil.

—¿Qué significa eso?

—No puedo decirlo en esta etapa, cada caso es diferente.

—¿Podrá hablar?

—No lo creo. Lo más probable es que tampoco pueda caminar. Será siempre una inválida —añadió mirándome con tristeza por encima de los lentes.

—Aquí hay un error. ¡Tiene que repetir esos exámenes!

—Me temo que esta es la realidad, Isabel.

—¡Usted no sabe lo que está diciendo! ¡Nunca vio a Paula sana, no sospecha cómo es mi hija! Es brillante, la más inteligente de la familia, siempre la primera en todo lo que emprende. Su espíritu es indomable. ¿Usted cree que se dará por vencida? ¡Jamás!

—Lo lamento mucho… —murmuró tomándome las manos, pero ya no lo oía. Su voz me llegaba desde muy lejos mientras el pasado completo de Paula surgía ante mí en rápidas imágenes. La vi en todas sus edades: recién nacida, desnuda y con los ojos abiertos, mirándome con la misma expresión alerta que tuvo hasta el último instante de su vida consciente; dando sus primeros pasos con la seriedad de una pequeña maestra; escondiendo sigilosa las botellas tristes de su abuela; a los diez años, bailando como una marioneta enloquecida los ritmos de la televisión, y a los quince, recibiéndome con un abrazo forzado y ojos duros cuando volví a casa, después de la aventura fracasada con un amante cuyo nombre no puedo recordar; con el pelo hasta la cintura en la última fiesta del colegio y después con toga y birrete de graduación. La vi como un hada envuelta en los encajes albos de su traje de novia, y con su blusa verde de algodón y sus gastadas zapatillas de piel de conejo, doblada de dolor, con la cabeza en mis rodillas, cuando la enfermedad ya la había golpeado. Esa tarde, hace exactamente cuatro meses y veintiún días, todavía hablábamos de una gripe y discutíamos con Ernesto la tendencia de Paula a exagerar sus males para llamar nuestra atención. Y la vi en esa madrugada fatídica, cuando empezó a morirse en mis brazos vomitando sangre. Aparecieron esas visiones como fotografías desordenadas y sobrepuestas en un tiempo muy lento e inexorable en el cual todos nos movíamos pesadamente, como si estuviéramos en el fondo del mar, incapaces de dar un salto de tigre para detener en seco la rueda del destino que giraba rápida hacia la fatalidad.

Durante casi cincuenta años he toreado la violencia y el dolor, confiada en la protección que me otorga el sol de la buena suerte que llevo en la espalda, pero en el fondo siempre sospeché que tarde o temprano me caería encima el zarpazo de la desgracia.

Nunca imaginé, sin embargo, que el golpe sería en uno de mis hijos. Oí de nuevo la voz del neurólogo.

—Ella no se da cuenta de nada, créamelo, su hija no sufre.

—Sí sufre y está asustada. Me la llevaré a mi casa en California lo antes posible.

—Aquí está cubierta por la Seguridad Social, en Estados Unidos la medicina es un robo. Además el viaje es muy arriesgado, Paula aún no retiene bien el sodio, no controla presión y temperatura, tiene dificultad respiratoria; no es conveniente moverla en esta etapa, tal vez no resista el viaje. En España hay un par de instituciones donde pueden cuidarla bien, ella no echará de menos a nadie, no reconoce, ni siquiera sabe dónde está.

—¿No entiende que nunca la dejaré? Ayúdeme, doctor, cueste lo que cueste, tengo que llevármela…

Cuando miro hacia atrás el largo trayecto de mi vida, creo que el Golpe Militar de Chile fue una de esas encrucijadas dramáticas que cambiaron mi rumbo. En unos años más tal vez recordaré el día de ayer como otra tragedia que marcó mi existencia. Nada volverá a ser como antes para mí. Me aseguran que no hay remedio para Paula, pero no lo creo, la trasladaré a los Estados Unidos, allá podrán ayudarnos. Willie consiguió lugar para ella en una clínica, lo único que falta es convencer a Ernesto que la deje ir, él no puede cuidarla y jamás la pondremos en un asilo; encontraré la forma de viajar con Paula, no es el primer enfermo grave que se transporta; me la llevaré, aunque tenga que robarme un avión.

§ § §

Nunca había estado tan bella la bahía de San Francisco, con un millar de botes navegando con sus velas multicolores desplegadas para celebrar el inicio de la primavera, la gente en pantalones cortos trotando por el puente del Golden Gate y las montañas verdes porque ha llovido al fin después de seis años de sequía. No se habían visto árboles tan frondosos ni cielos tan azules en mucho tiempo, el paisaje nos recibió vestido de fiesta, como un saludo. Terminó el largo invierno de Madrid. Antes de partir llevé a Paula a la capilla, que estaba en penumbra y solitaria, como casi siempre lo está, pero llena de lirios para la Virgen por el Día de la Madre. Coloqué la silla de ruedas frente a esa estatua de madera ante la cual mi madre tanto llanto derramó durante los cien días de su pesadumbre, y encendí una vela en celebración a la vida. Mi madre le pedía a la Virgen que envolviera a Paula en su manto y la protegiera del dolor y de la angustia, que si pensaba llevársela por lo menos no la hiciera sufrir más. Yo le pedí a la Diosa que nos ayudara a llegar a California sanos y salvos, que nos ampare en la segunda etapa que comienza y nos dé fortaleza para recorrerla. Paula, con la cabeza inclinada y los ojos fijos en el suelo, totalmente espástica, comenzó a llorar y sus lágrimas caían una a una, como las notas de un ejercicio de piano. ¿Qué entenderá mi hija? A veces pienso que quiere decirme algo, creo que quiere decirme adiós…

Fuimos con Ernesto a preparar su maleta. Entré a ese pequeño apartamento limpio, ordenado, preciso, donde fueron tan felices por tan corto tiempo, y como siempre me impactó la sencillez franciscana en que vivían. En sus veintiocho años en este mundo Paula alcanzó una madurez que otros nunca logran, comprendió cuán efímera es la existencia y se desprendió de casi todo lo material, más preocupada por las inquietudes del alma. A la tumba iremos envueltas en una sábana ¿para qué te afanas tanto?, me dijo una vez en una tienda de ropa, cuando quise comprarle tres blusas. Fue lanzando por la borda hasta las últimas hilachas de vanidad, no quería adornos, nada innecesario o superfluo; en su mente clara sólo había espacio y paciencia para lo esencial. Ando buscando a Dios y no lo encuentro, me dijo poco antes de caer en coma.

Ernesto puso en un bolso algo de ropa, unas cuantas fotografías de su luna de miel en Escocia, sus viejas zapatillas de piel de conejo, el azucarero de plata que heredó de la Granny, y la muñeca de trapo —ya sin lanas en la peluca y medio tuerta— que le hice cuando nació y que ella siempre llevaba consigo como una apolillada reliquia. En un canasto quedaron las cartas que le he escrito en estos años y que, como mi madre, ella guardaba ordenadas por fechas. Sugerí eliminarlas de una vez, pero mi yerno dijo que un día ella se las pediría. El apartamento quedó barrido por un viento desolado; el 6 de diciembre Paula salió de allí rumbo al hospital y no regresó más. Su espíritu vigilante estaba presente cuando disponíamos de sus pocas cosas y metíamos mano en su intimidad. De pronto Ernesto cayó de rodillas, abrazado a mi cintura, sacudido por los sollozos que había reprimido en esos largos meses. Creo que en ese momento asumió por completo su tragedia y comprendió que su mujer no volvería nunca más a ese piso de Madrid, partió a otra dimensión, dejándole sólo el recuerdo de la belleza y la gracia que lo enamoraron.

—¿Será que nos hemos amado demasiado, que Paula y yo consumimos como glotones toda la felicidad a que teníamos derecho? ¿Es que nos tragamos la vida? Tengo reservado un amor incondicional para ella, pero parece que ya no lo necesita —me dijo.

—Lo necesita más que nunca, Ernesto, pero ahora más me necesita a mí porque tú no puedes cuidarla.

—No es justo que tú cargues sola con esta tremenda responsabilidad. Ella es mi mujer…

—No estaré sola, cuento con una familia. Además tú puedes venir también, mi casa es tuya.

—¿Qué pasará si no logro conseguir trabajo en California? No puedo vivir allegado bajo tu ala. Tampoco quiero separarme de ella…

—En una carta Paula me contó que cuando apareciste en su vida todo cambió, se sintió completa. Me dijo que a veces, cuando ustedes estaban con otra gente, medio aturdidos por el ruido de las conversaciones cruzadas, les bastaba una mirada para decirse cuánto se querían. El tiempo se congelaba y se establecía un espacio mágico en el cual sólo ella y tú existían. Tal vez así será de ahora en adelante, a pesar de la distancia el amor de ustedes vivirá intacto en un compartimiento separado, más allá de la vida y la muerte.

En el último momento, antes de cerrar definitivamente la puerta, me entregó un sobre sellado con cera. Escrito con la inconfundible letra de mi hija decía: Para ser abierto cuando yo muera.

—Hace algunos meses, en plena luna de miel, Paula despertó una noche gritando —me contó—. No sé lo que soñaba, pero debe haber sido algo muy inquietante porque no pudo volver a dormir, escribió esta carta y me la entregó. ¿Crees que debemos abrirla?

—Paula no ha muerto, Ernesto…

—Entonces guárdala tú. Cada vez que veo este sobre siento una garra aquí en el pecho.

Adiós Madrid… Atrás quedó el corredor de los pasos perdidos donde di varias veces la vuelta al mundo, el cuarto de hotel y las sopas de lentejas. Abracé por última vez a Elvira, Aurelia y los demás amigos del hospital que lloraban al despedirse, a las monjas, que me dieron un rosario bendito por el Papa, a los sanadores que acudieron por última vez a aplicar su arte de campanas tibetanas y al neurólogo, único médico que estuvo a mi lado hasta el final, preparando a Paula y consiguiendo firmas y permisos para que la línea aérea aceptara trasladarla. Tomé varios asientos de primera clase, instalé una camilla, oxígeno y los aparatos necesarios, contraté una enfermera especializada y llevé a mi hija en una ambulancia hasta el aeropuerto, donde la esperaban para conducirnos directamente al avión. Iba dormida con unas gotas que el doctor me dio en el último instante. La peiné con media cola atada con un pañuelo, como a ella le gustaba, y con Ernesto la vestimos por primera vez en esos largos meses, le pusimos una falda mía y un chaleco de él porque al buscar en su closet apenas había dos bluyines, unas cuantas blusas y un chaquetón imposibles de colocar en su cuerpo rígido.

El viaje entre Madrid y San Francisco fue un safari de más de veinte horas, alimentando a la enferma gota a gota, controlando sus signos vitales y sumiéndola en un sopor piadoso con las gotas prodigiosas cuando se inquietaba. Sucedió hace menos de una semana, pero ya he olvidado los detalles, apenas recuerdo que estuvimos un par de horas en Washington, donde nos aguardaba un funcionario de la Embajada de Chile para agilizar la entrada a los Estados Unidos. La enfermera y Ernesto se ocuparon de Paula, mientras yo corría por el aeropuerto con el equipaje, los pasaportes y los permisos, que los funcionarios timbraron sin hacer preguntas a la vista de esa pálida muchacha desmayada en una camilla. En San Francisco nos recogió Willie en una ambulancia y una hora después llegamos a la Clínica de Rehabilitación, donde un equipo de médicos recibió a Paula, que venía con la tensión muy baja, mojada de sudor frío. Celia, Nicolás y mi nieto nos esperaban en la puerta; Alejandro corrió a saludarme trastabillando en sus piernecitas torpes y con los brazos extendidos, pero debe haber percibido la tremenda calamidad en el aire, porque se detuvo a medio camino y retrocedió asustado.

Nicolás había seguido los detalles de la enfermedad día a día a través del teléfono, pero no estaba preparado para lo que vio. Se inclinó sobre su hermana y la besó en la frente, ella abrió los ojos y por un momento pareció fijarle la mirada. ¡Paula, Paula!, murmuró mientras le corrían lágrimas por la cara. Celia, muda y aterrada, protegiendo con los brazos al bebé en su barriga, desapareció detrás de una columna, en el rincón menos iluminado de la sala.

Esa noche Ernesto se quedó en la clínica y yo partí a la casa con Willie. No había estado allí en muchos meses y me sentí extranjera, como si nunca antes hubiera cruzado ese umbral ni visto esos muebles o esos objetos que alguna vez compré con entusiasmo. Todo estaba impecable y mi marido había cortado sus mejores rosas para llenar los jarrones. Vi nuestra cama con el baldaquín de batista blanca y los grandes cojines bordados, los cuadros que me han acompañado por años, mi ropa ordenada por colores en el closet, y me pareció todo muy bonito, pero completamente ajeno, mi hogar era todavía la sala común del hospital, el cuarto del hotel, el pequeño apartamento desnudo de Paula. Sentí que nunca había estado en esa casa, que mi alma había quedado olvidada en el corredor de los pasos perdidos y tardaría un buen tiempo en encontrarla. Pero entonces Willie me abrazó apretadamente y me llegaron su calor y su olor a través de la tela de la camisa, me envolvió la inconfundible fuerza de su lealtad y presentí que lo peor había pasado, de ahora en adelante no estaba sola, a su lado tendría valor para soportar las peores sorpresas.

Ernesto pudo quedarse en California sólo por cuatro días y debió volar de vuelta a su trabajo. Está negociando un traslado a los Estados Unidos para permanecer cerca de su mujer.

—Espérame, amor, regresaré pronto y ya no volveremos a separarnos, te lo prometo. Animo, no te des por vencida —le dijo besándola antes de partir.

Por las mañanas a Paula le hacen ejercicios y la someten a complicadas pruebas, pero por las tardes hay tiempo libre para estar con ella. Los médicos parecen sorprendidos por la excelente condición de su cuerpo, su piel está sana, no se ha deformado ni ha perdido flexibilidad en las articulaciones, a pesar de la parálisis. Los improvisados movimientos que yo le hacía son los mismos que ellos practican, mis férulas con libros y vendas elásticas son parecidas a las que aquí le han fabricado a medida, los golpes en la espalda para ayudarla a toser y las gotas de agua para humedecer la traqueotomía tienen el mismo efecto que estas sofisticadas máquinas respiratorias. Paula ocupa una pieza individual llena de luz, con una ventana que da a un patio de geranios; hemos puesto fotografías de la familia en las paredes y música suave, tiene un televisor donde le mostramos plácidas imágenes de agua y bosque. Mis amigas trajeron lociones aromáticas y la frotamos con aceite de romero por la mañana para estimularla, de lavanda por la noche para adormecerla, de rosas y camomila para refrescarla. Viene a diario un hombre con largas manos de ilusionista a darle masajes japoneses y se turnan para atenderla media docena de terapeutas, unos trabajan con ella en el gimnasio y otros intentan comunicarse mostrándole cartones con letras y dibujos, tocando instrumentos y hasta poniéndole limón o miel en la boca, por si reacciona con los sabores. Acudió también un especialista en porfiria, de los pocos que existen, esta rara condición a nadie interesa; algunos la conocen de referencia porque dicen que en Inglaterra hubo un rey con fama de loco que en realidad era porfírico. Leyó los informes del hospital de España, la examinó y determinó que el daño cerebral no es producto de la enfermedad, posiblemente hubo un accidente o un error en el tratamiento.

Hoy sentamos a Paula en una silla de ruedas, sostenida por almohadones en la espalda, y la sacamos a pasear por los jardines de la clínica. Hay un sendero ondulante entre matas de jazmines salvajes cuyo olor es tan penetrante como el de sus lociones. Esas flores me traen la presencia de la Granny, es mucha casualidad que Paula esté rodeada de ellas. Le pusimos un sombrero de alas anchas y anteojos oscuros para protegerla del sol y así ataviada parecía casi normal. Nicolás empujaba la silla, mientras Celia, que ya está muy pesada, y yo, con Alejandro en brazos, los observábamos desde lejos. Nicolás había cortado unos jazmines, se los había puesto a su hermana en la mano y le hablaba como si ella pudiera contestarle. ¿Qué le diría? También yo le hablo todo el tiempo, por si tuviera instantes de lucidez y en uno de esos destellos lográramos comunicarnos, cada amanecer le repito que está en el verano de California junto a su familia y le digo la fecha para que no flote a la deriva fuera del tiempo y del espacio; por las noches le cuento que ha terminado otro día, que es hora de soñar y le soplo al oído una de esas dulces oraciones en inglés de la Granny, con las cuales se crio. Le explico lo que le pasó, que soy su madre, que no tenga miedo porque de esta prueba saldrá fortalecida, que en los momentos más desesperados, cuando todas las puertas se cierran y nos sentimos atrapados en un callejón sin salida, siempre se abre un resquicio inesperado por donde podemos asomarnos. Le recuerdo las épocas más difíciles de terror en Chile y de soledad en el exilio, que fueron también los tiempos más importantes de nuestras vidas, porque nos dieron impulso y fuerza.

A menudo me he preguntado, como miles de otros chilenos, si hice bien en escapar de mi país durante la dictadura, si tenía derecho a desarraigar a mis hijos y arrastrar a mi marido a un futuro incierto en un país extranjero, o si hubiera sido preferible quedarnos tratando de pasar desapercibidos, pero esas preguntas no tienen respuesta. Las cosas se dieron inexorablemente, como en las tragedias griegas; la fatalidad estaba ante mis ojos, pero no pude evitar los pasos que conducían a ella.

El 23 de septiembre de 1973, doce días después del Golpe Militar, murió Pablo Neruda. Estaba enfermo y los tristes acontecimientos de esos días acabaron con sus ganas de vivir. Agonizó en su cama de Isla Negra mirando sin ver el mar que se estrellaba contra las rocas bajo su ventana. Matilde, su esposa, había establecido un círculo hermético a su alrededor para que no entraran noticias de lo que estaba sucediendo en el país, pero de alguna manera el poeta se enteró de los millares de presos, supliciados y muertos.

Le destrozaron las manos a Víctor Jara, fue como matar a un ruiseñor, y dicen que él cantaba y cantaba y eso los enardecía aún más; qué es lo que pasa, se han vuelto todos locos, murmuraba con la vista extraviada. Comenzó a ahogarse y se lo llevaron en una ambulancia a una clínica de Santiago, mientras llegaban cientos de telegramas de varios Gobiernos del mundo ofreciendo asilo político para el poeta del Premio Nobel; algunos embajadores fueron personalmente a convencerlo de partir, pero él no quería estar lejos de su tierra en esos tiempos de cataclismo. No puedo abandonar a mi pueblo, no puedo huir, prométame que usted tampoco se irá, le pidió a su mujer y ella se lo prometió. Las últimas palabras de ese hombre que le cantó a la vida fueron: los van a fusilar, los van a fusilar. La enfermera le colocó un calmante, se durmió profundamente y no volvió a despertar. La muerte le dejó en los labios la sonrisa irónica de sus mejores días, cuando se disfrazaba para divertir a los amigos. En ese mismo instante en una celda del Estadio Nacional torturaban salvajemente a su chofer para arrancarle quién sabe qué inútil confesión sobre ese viejo y pacífico poeta. Lo velaron en su casa azul del Cerro San Cristóbal, allanada por la tropa que la dejó en ruinas; esparcidos por todas partes quedaron pedazos de sus figuras de cerámica, sus botellas, sus muñecas, sus relojes, sus cuadros, lo que no pudieron llevarse lo rompieron y lo quemaron. Corría agua y barro por el suelo cubierto de vidrios rotos, que al pisarlos producían un sonido de cloquear de huesos. Matilde pasó la noche en medio del estropicio sentada en una silla junto al ataúd del hombre que compuso para ella los más hermosos versos de amor, acompañada por los pocos amigos que se atrevieron a cruzar el cerco policial en torno a la casa y desafiar el toque de queda. Lo enterraron al día siguiente en una tumba prestada, en un funeral erizado de ametralladoras bordeando las calles por donde pasó el magro cortejo. Pocos pudieron estar con él en su último trayecto, sus amigos estaban presos o escondidos y otros temían las represalias.

Con mis compañeras de la revista desfilamos lentamente con claveles rojos en las manos gritando «¡Pablo Neruda! ¡Presente ahora y siempre!», ante las miradas enardecidas de los soldados, todos iguales bajo sus cascos de guerra, las caras pintadas para no ser reconocidos y las armas temblando en sus manos. A medio camino alguien gritó «¡Compañero Salvador Allende!» y todos contestamos en una sola voz «¡Presente, ahora y siempre!». Así el entierro del poeta sirvió también para honrar la muerte del Presidente, cuyo cuerpo yacía en una tumba anónima en un cementerio de otra ciudad. Los muertos no descansan en sepulcros sin nombre, me dijo un viejo que marchaba a mi lado. Al volver a casa escribí la carta diaria a mi madre describiendo el funeral; permaneció guardada junto a otras y ocho años más tarde me la entregó y pude incluirla casi textualmente en mi primera novela.

También se lo conté a mi abuelo, quien me escuchó con los dientes apretados hasta el final y luego, cogiéndome por los brazos con sus zarpas de hierro, me gritó que para qué diablos había ido al cementerio, si no me daba cuenta de lo que estaba pasando en Chile, y por amor a mis hijos y por respeto a él, que ya no estaba para pasar esas angustias, me cuidara. ¿No era suficiente, aparecer en televisión con mi apellido? ¿Para qué me exponía? Esas no eran cosas de mi incumbencia.

—Se ha desatado el mal, Tata.

—¡De qué mal me habla! Son cosas de su imaginación, el mundo siempre ha sido igual.

—¿Será que negamos la existencia del mal porque no creemos en el poder del bien?

—¡Prométame que se va a quedar callada en su casa! —me exigió.

—No puedo prometer eso, Tata.

Y en verdad no podía, ya era tarde para tales promesas. Dos días después del Golpe Militar, apenas se levantó el toque de queda de las primeras horas, me vi atrapada sin saber cómo en esa red que se formó de inmediato para ayudar a los perseguidos. Supe de un joven extremista de izquierda a quien era necesario esconder; había escapado de una emboscada con un tiro en una pierna y sus perseguidores pisándole los talones. Logró refugiarse en el garaje de un amigo, donde a medianoche un médico de buena voluntad le extrajo la bala y le hizo las primeras curaciones. Se volaba de fiebre a pesar de los antibióticos, no era posible mantenerlo más tiempo en ese lugar y tampoco se podía pensar en llevarlo a un hospital, donde sin duda lo habrían detenido. En esas condiciones no resistiría un viaje de esfuerzo para cruzar la frontera por los pasos cordilleranos del sur, como hacían algunos, su única posibilidad era asilarse, pero sólo la gente bien relacionada —personajes de la política, periodistas, intelectuales y artistas conocidos— podía entrar a las embajadas por la puerta ancha, los pobres diablos, como él y miles de otros, estaban desamparados. Yo no sabía muy bien qué significaba asilo, sólo había escuchado esa palabra en el himno nacional, que ahora sonaba irónico: o la patria será de los libres, o el asilo contra la opresión, pero el caso me pareció de novela y sin pensarlo dos veces me ofrecí para ayudarlo sin medir el riesgo, porque en ese momento nadie sabía cómo opera el terror, todavía nos regíamos por los principios de la normalidad. Decidí evitar rodeos y me dirigí a la Embajada de Argentina, estacioné mi automóvil lo más cerca posible y caminé hacia la entrada con el corazón arrebatado, pero el paso firme. A través de la reja se veían las ventanas del edificio con ropa colgada y gente asomada gritando. La calle era un hervidero de soldados, había una tanqueta frente a la puerta y nidos de ametralladoras.

Apenas me aproximé me encañonaron dos fusiles.

¿Qué hay que hacer para asilarse aquí?, pregunté. ¡Sus documentos!, ladraron los soldados al unísono. Entregué mi carnet de identidad, me cogieron por los brazos y me condujeron a una caseta de guardia junto a la puerta, donde había un oficial a quien le repetí la pregunta procurando disimular el temblor de la voz. El hombre me miró con tal expresión de sorpresa, que los dos nos sonreímos.

Estoy aquí justamente para evitar que se asilen, replicó, estudiando el apellido en mis documentos. Después de una pausa eterna dio orden de retirarse a los otros y quedamos solos en el pequeño espacio de la caseta. A usted la he visto en televisión… seguro que esto es un reportaje, dijo. Fue amable, pero terminante: mientras él estuviera a cargo nadie se asilaría en esa Embajada, no como en la de México, allí la gente se metía cuando le daba la gana, todo era cuestión de hablar con el mayordomo.

Entendí. Me devolvió mis papeles, nos despedimos con un apretón de manos, me advirtió que no me metiera en líos, y me fui directamente a la Embajada de México, donde ya había cientos de asilados, pero la hospitalidad azteca alcanzaba para uno más.

Pronto me enteré que algunas poblaciones marginales estaban cercadas por el ejército, en otras el toque de queda regía la mitad del día; había mucha gente pasando hambre. Los soldados entraban con tanques, rodeaban las casas y obligaban a salir a todo el mundo; a los hombres de catorce años para arriba los conducían al patio de la escuela o a la cancha de fútbol, que por lo general era sólo un sitio vacío con unas rayas de tiza, y después de golpearlos metódicamente a la vista de las mujeres y los niños, sorteaban a varios y se los llevaban. Unos cuantos regresaban contando pesadillas y mostrando huellas de tortura; los cuerpos destrozados de otros eran arrojados de noche en los basurales, para que los demás conocieran la suerte de los subversivos. En ciertos vecindarios había desaparecido la mayoría de los hombres, las familias estaban desamparadas. Me tocó juntar alimentos y dinero para ollas comunes organizadas por la Iglesia para dar un plato caliente a los niños más pequeños. El espectáculo de los hermanos mayores aguardando en la calle con el estómago vacío, en la esperanza de que sobraran unos panes, lo tengo para siempre grabado en la memoria. Adquirí audacia para pedir; mis amistades se negaban en el teléfono y creo que se escondían apenas me veían aparecer. Calladamente, mi abuelo me daba cuanto podía, pero no deseaba saber qué hacía yo con su dinero. Asustado, se atrincheró frente al televisor entre las paredes de su casa, pero las malas nuevas entraban por las ventanas, brotaban como musgo por los rincones, era imposible evitarlas. No sé si el Tata tenía tanto miedo porque sabía más de lo que confesaba o porque sus ochenta años de experiencia le habían enseñado las infinitas posibilidades de la maldad humana.

Para mí fue una sorpresa descubrir que el mundo es violento y predatorio, regido por la ley implacable de los más fuertes. La selección de la especie no ha servido para que florezca la inteligencia o evolucione el espíritu, a la primera oportunidad nos destrozamos unos a otros como ratas prisioneras en una caja demasiado estrecha.

Me puse en contacto con un sector de la Iglesia Católica que en cierta forma me reconcilió con la religión, de la cual me había alejado por completo hacía quince años. Hasta entonces sabía de dogmas, ritos, culpa y pecados, del Vaticano que regía los destinos de millones de fieles en el mundo, y de la Iglesia oficial, siempre partidaria de los poderosos, a pesar de sus encíclicas sociales. Había oído vagamente de la Teología de la Liberación y movimientos de curas obreros, pero no conocía la Iglesia militante, los miles y miles de cristianos dedicados a servir a los más necesitados en la humildad y el anonimato. Ellos constituyeron la única organización capaz de ayudar a los perseguidos a través de la Vicaría de la Solidaridad, creada para ese fin por el Cardenal en los primeros días de la dictadura. Un grupo numeroso de sacerdotes y monjas habrían de arriesgar sus vidas durante diecisiete años para salvar las de otros y denunciar los crímenes. Fue un cura quien me indicó los caminos más seguros para el asilo político. Algunas de las personas que ayudé a saltar un muro terminaron en Francia, Alemania, Suecia, Canadá o los países escandinavos, que recibieron centenares de refugiados chilenos. Una vez lanzada en esa dirección fue imposible retroceder, porque un caso llevaba a otro y a otro más, y así me comprometí en actividades clandestinas, escondiendo o transportando gente, pasando información que otros conseguían sobre los torturados o los desaparecidos y cuyo destino final era Alemania, donde se publicaba, y grabando entrevistas con víctimas para llevar un registro de lo que sucedía en Chile, tarea que varios periodistas asumieron en esos tiempos. No sospechaba entonces que ocho años más tarde usaría ese material para escribir dos novelas. Al principio no medí el peligro y actuaba en pleno día, en el bullicio del centro de Santiago, en un verano caliente y un otoño dorado; no fue hasta mediados de 1974 cuando me di cuenta de los riesgos. Sabía tan poco sobre los mecanismos del terror, que tardé mucho en percibir los signos premonitorios; nada indicaba que existiera un mundo paralelo en las sombras, una cruel dimensión de la realidad. Me sentía invulnerable. Mis motivaciones no eran heroicas, ni mucho menos, sólo compasión por esa gente desesperada y, debo admitirlo, una atracción irresistible por la aventura. En los momentos de mayor peligro recordaba el consejo del tío Ramón en la noche de mi primera fiesta: acuérdate que los demás tienen más miedo que tú…

En esa época de incertidumbre se reveló el verdadero rostro de las personas; los dirigentes políticos más combativos fueron los primeros en sumirse en el silencio o escapar del país, en cambio otra gente que había llevado existencias sin bulla, demostraron un extraordinario valor. Tenía un buen amigo, psicólogo sin trabajo que se ganaba la vida como fotógrafo en la revista, un hombre suave y algo ingenuo con quien compartíamos domingos familiares con los niños y a quien jamás antes había oído hablar de política.

Yo lo llamaba Francisco, aunque su nombre era otro, y nueve años después me sirvió de modelo para el protagonista de De amor y de sombra. Estaba relacionado con grupos religiosos porque su hermano era sacerdote-obrero y a través de él se enteró de las atrocidades que se cometían en el país; varias veces se expuso por ayudar a otros. En paseos secretos al Cerro San Cristóbal, donde pensábamos que nadie podía oírnos, me contaba las noticias. En algunas ocasiones colaboré con él y en otras debí actuar sola. Había diseñado un sistema bastante torpe para el primer encuentro, que por lo general era el único: nos poníamos de acuerdo en la hora, yo pasaba muy lentamente en torno a la Plaza Italia en mi inconfundible vehículo, captaba una breve seña, me detenía un instante y alguien subía rápidamente al automóvil. Nunca supe los nombres ni las historias que ocultaban esos pálidos semblantes y esas manos temblorosas, porque la consigna era intercambiar el mínimo de palabras, me quedaba con un beso en la mejilla y las gracias murmuradas a media voz y no volvía a saber más de esa persona. Cuando había niños era más difícil. Supe de un bebé que introdujeron a una Embajada a reunirse con sus padres, dopado con un somnífero y escondido al fondo de un canasto con lechugas para burlar la vigilancia de la puerta.

Michael conocía mis actividades y nunca se opuso, aunque se tratara de ocultar a alguien en la casa. Serenamente me advertía los riesgos, algo extrañado porque a mí me caían tantos casos en las manos, mientras que él rara vez se enteraba de algo. No lo sé, supongo que mi condición de periodista tuvo que ver con eso, andaba en la calle hablando con la gente, en cambio él circulaba entre empresarios, la casta que más se benefició durante la dictadura. Me presenté una vez al restaurante donde él almorzaba a diario con los socios de la compañía constructora, a explicarles que gastaban en una sola comida lo suficiente para alimentar veinte niños del comedor de los curas durante un mes, y les pedí que un día a la semana comieran un sandwich en la oficina y me dieran el dinero ahorrado. Un asombro glacial acogió mis palabras hasta el mozo se detuvo petrificado con la bandeja en la mano, y todos los ojos se volvieron hacia Michael, supongo que se preguntaban qué clase de hombre era ese, incapaz de controlar la insolencia de su mujer. El director de la empresa se quitó los lentes, los limpió lentamente con su pañuelo y luego me escribió un cheque por diez veces la cantidad que le había pedido. Michael no volvió a almorzar con ellos y con ese gesto dejó clara su posición. Para él, criado en la rigidez de los sentimientos más nobles, resultaba difícil creer las historias de espanto que yo le contaba o imaginar que podíamos perecer todos, incluso los niños, si cualquiera de esos infelices que pasaban por nuestras vidas era detenido y confesaba en la tortura haber estado bajo nuestro techo. Nos llegaban rumores espeluznantes, pero mediante un misterioso mecanismo de la mente, que a veces se niega a ver lo obvio los descartábamos como exageraciones, hasta que ya no fue posible seguir negándolos. Por las noches solíamos despertar sudando porque un carro se detenía en la calle durante el toque de queda, o porque sonaba el teléfono y nadie replicaba, pero a la mañana siguiente salía el sol, venían los niños y el perro a nuestra cama, preparábamos café y la vida empezaba de nuevo como si todo fuera normal. Pasaron meses antes que las evidencias fueran irrefutables y el miedo terminara por paralizarnos. ¿Cómo pudo cambiar todo tan súbita y totalmente? ¿Cómo se distorsionó la realidad de esa manera? Todos fuimos cómplices, la sociedad entera enloqueció. El Diablo en el espejo… A veces, cuando estaba sola en algún lugar secreto del Cerro San Cristóbal con algo de tiempo para pensar, volvía a ver el agua negra de los espejos de mi niñez donde Satanás aparecía de noche, y al inclinarme sobre el cristal comprobaba aterrada que el Mal tenía mi propio rostro.

No estaba limpia, nadie lo estaba, dentro de cada uno de nosotros había un monstruo agazapado, todos teníamos un lado oscuro malvado. Dadas las condiciones ¿podría yo también torturar y matar? Digamos, por ejemplo, que alguien le hiciera daño a mis hijos… ¿de cuánta crueldad sería capaz en ese caso? Los demonios habían escapado de los espejos y andaban sueltos por el mundo.

A finales del año siguiente, cuando el país estaba completamente sometido, se puso en práctica un sistema de capitalismo puro que principalmente favorecía a los empresarios, porque los trabajadores habían perdido sus derechos, y que sólo pudo implantarse mediante el empleo de la fuerza. No se trataba de la ley de oferta y demanda, como decían los jóvenes ideólogos de derecha, puesto que la fuerza laboral estaba reprimida y a merced de los patrones. Se terminaron las previsiones sociales que el pueblo había conseguido décadas antes, se abolió el derecho a reunión y a huelga, los dirigentes obreros desaparecían o eran asesinados. Las empresas, lanzadas en una carrera de competencia despiadada, exigían de sus trabajadores el máximo rendimiento por el mínimo de sueldo. Había tanta gente cesante haciendo cola frente a las puertas de las industrias para solicitar empleo, que se conseguía mano de obra a niveles de esclavitud. Nadie se atrevía a protestar porque en el mejor de los casos perdía el puesto, pero también podía ser acusado de comunista o de subversivo y terminar en una celda de tortura de la policía política. Se creó un aparente milagro económico a un gran costo social, no se había visto en Chile tanta exhibición desvergonzada de riqueza, ni tanta gente sobreviviendo en extrema pobreza.

Michael, como gerente administrativo, tuvo que despedir a cientos de obreros, los llamaba a su oficina por lista para anunciarles que a partir del día siguiente no se presentaran al trabajo y explicarles que, de acuerdo a los nuevos reglamentos, habían perdido el derecho de cobrar desahucio. Sabía que cada uno de esos hombres tenía familia y le sería imposible conseguir otro empleo, ese despido equivalía a una sentencia irrevocable de miseria.

Volvía a casa desmoralizado y triste, en pocos meses se encogió de hombros y se le llenó la cabeza de canas. Un día reunió a los socios de la empresa para decirles que las cosas estaban llegando a límites obscenos, que sus capataces ganaban el equivalente a tres litros de leche al día. Le contestaron con una risotada que no importaba porque «de todos modos esa gente no toma leche». Para entonces yo había perdido mi puesto en las dos revistas y grababa mi programa vigilada por un guardia con ametralladora en el estudio. No sólo la censura me impedía trabajar, pronto caí en cuenta que a la dictadura le convenía que alguien de la familia Allende hiciera humor por televisión, qué mejor prueba de normalidad en el país. Renuncié. Me sentía observada, el miedo me hacía pasar las noches en blanco, se me cubrió la piel de ronchas que rascaba hasta sangrar. Muchos de mis amigos partieron al extranjero, algunos desaparecieron y nadie volvió a mencionarlos, como si nunca hubieran existido. Una tarde me visitó un dibujante, a quien no había visto en meses, y a solas conmigo se quitó la camisa para mostrarme las cicatrices aún frescas. Le habían tallado a cuchillo en la espalda la A de Allende. Desde Argentina mi madre me imploraba que tuviera cuidado y no hiciera bulla para no provocar una desgracia. No podía olvidar las profecías de María Teresa Juárez, la vidente, y pensaba que tal como había ocurrido el baño de sangre anunciado por ella, también podía cumplirse esa condena de inmovilidad o parálisis que me había pronosticado. ¿No se trataría de años en prisión? Empecé a contemplar la posibilidad de irme de Chile, pero no me atreví a manifestarla en alta voz, porque me parecía que al ponerla en palabras podía echar a andar los engranajes de una máquina implacable de muerte y destrucción.

Iba a menudo a vagar por los senderos del Cerro San Cristóbal, los mismos que muchos años antes recorría en los picnics familiares, me escondía entre los árboles para gritar con un dolor de lanzazo en el pecho; otras veces ponía una merienda y una botella de vino en un canasto y partía cerro arriba con Francisco, quien trataba inútilmente de ayudarme con sus conocimientos de psicólogo. Sólo con él podía hablar de mis actividades clandestinas, mis temores y los deseos inconfesables de escapar. Estás loca, replicaba, cualquier cosa es mejor que el exilio ¿cómo vas a dejar tu casa, tus amigos, tu patria?

Mis hijos y la Granny fueron los primeros en darse cuenta de mi estado de ánimo. Paula, quien entonces era una niña sabia de once años, y Nicolás, que tenía tres menos, comprendieron que a su alrededor cundía el miedo y la pobreza como un reguero incontenible. Se tornaron silenciosos y prudentes. Se enteraron que el marido de una maestra del colegio, un escultor que antes del Golpe Militar hizo un busto de Salvador Allende, fue detenido por tres hombres sin identificación que entraron a su taller a rompe y raja y se lo llevaron. Se desconocía su paradero y su mujer no se atrevía a mencionar aquella desgracia para no perder su empleo, era la época en que todavía se pensaba que si una persona desaparecía seguro era culpable. No sé cómo lo supieron mis hijos y esa noche hablaron conmigo. Habían ido a visitar a la maestra, que vivía a pocas cuadras de nuestra casa, y la encontraron arropada en chales y a oscuras, porque no podía pagar las cuentas de electricidad ni comprar parafina para las estufas, apenas le alcanzaba el sueldo para alimentar a sus tres hijos y había tenido que retirarlos de la escuela. Queremos darles nuestras bicicletas porque no tienen plata para el bus, me notificó Paula. Así lo hicieron y desde ese día sus tráficos misteriosos aumentaron, ya no sólo escondía botellas de su abuela y llevaba regalos a los ancianos de la residencia geriátrica, también acarreaba en su bolsón tarros de conserva y paquetes de arroz para la maestra. Meses más tarde, cuando el escultor regresó a su casa después de sobrevivir tortura y prisión, fabricó en hierro y bronce un Cristo en la Cruz y se lo regaló a los niños.

Desde entonces Nicolás lo tiene siempre colgado en la pared junto a su cama.

Mis hijos nada repetían de lo que se hablaba en familia, tampoco mencionaban los desconocidos que a veces pasaban por la casa.

Nicolás comenzó a mojar la cama por la noche, despertaba avergonzado, venía cabizbajo a mi pieza y me abrazaba, temblando.

Debíamos prodigarle más cariño que nunca, pero Michael andaba agobiado por los problemas de sus obreros y yo vivía corriendo de un trabajo a otro, visitando poblaciones de pobres, escondiendo gente y con los nervios en ascuas; creo que ninguno de los dos pudimos ofrecer a los niños la seguridad o el consuelo que necesitaban. Entretanto a la Granny la desgarraban fuerzas opuestas, por un lado su marido celebraba la fanfarria de la dictadura y por otro nosotros le contábamos de la represión, su inquietud se transformó en pánico, su pequeño mundo estaba amenazado por fuerzas de huracán. Ten cuidado, me decía a cada rato sin saber ni ella misma a qué se refería, porque su mente se negaba a aceptar los peligros que su corazón de abuela le advertía. Su existencia entera giraba en torno a esos dos nietos.

Mentiras, son todas mentiras del comunismo soviético para desprestigiar a Chile, le decía mi suegro cuando ella se refería a los funestos rumores que infectaban el aire. Tal como hicieron mis hijos, se acostumbró a callar sus dudas y evitar comentarios que pudieran atraer la desgracia.

Un año después del Golpe la Junta Militar hizo asesinar en Buenos Aires al General Prats porque creyó que desde allá el antiguo Jefe de las Fuerzas Armadas podía encabezar una rebelión de militares democráticos. También se temía que Prats publicara sus memorias revelando la traición de los generales; para entonces se había difundido la versión oficial de los acontecimientos del 11 de septiembre, justificando los hechos y exaltando hasta el heroísmo la imagen de Pinochet. Mensajes por teléfono y notas anónimas le habían advertido al General Prats que su vida estaba en peligro.

El tío Ramón, de quien se sospechaba que guardaba copia de las memorias del General, también fue amenazado en los mismos días, pero en el fondo no lo creyó. Prats, en cambio, conocía bien los métodos de sus colegas y sabía que en Argentina empezaban a actuar los escuadrones de la muerte, que mantenían con la dictadura chilena un horrendo tráfico de cuerpos, prisioneros y documentos de identidad de los desaparecidos. Trató en vano de conseguir un pasaporte para abandonar ese país e irse. A Europa; el tío Ramón habló con el Embajador de Chile, antiguo funcionario que había sido su amigo por muchos años, para rogarle que ayudara al General desterrado, pero lo enredaron en promesas que nunca se cumplieron.

Poco antes de la medianoche del 29 de septiembre de 1974 explotó una bomba en el automóvil de los Prats al llegar a su casa después de cenar con mis padres. La fuerza de la explosión lanzó trozos de metal ardiente a cien metros de distancia, desmembró al General y mató a su esposa en una hoguera de infierno. Minutos después se congregaron en el sitio de la tragedia periodistas chilenos que acudieron antes que la policía argentina, como si hubieran estado esperando el atentado a la vuelta de la esquina.

El tío Ramón me llamó a las dos de la madrugada para pedirme que avisara a las hijas de los Prats y anunciarme que había salido de su casa con mi madre y estaban escondidos en un lugar secreto. Al día siguiente tomé un avión rumbo a Buenos Aires en una extraña misión a ciegas, porque no sabía siquiera dónde ubicarlos. En el aeropuerto me salió al encuentro un hombre muy alto, me tomó de un brazo y me llevó casi a la rastra hacia un coche negro que aguardaba en la puerta. No temas, soy un amigo, me dijo en un español con fuerte acento alemán, y había tanta bondad en sus ojos azules, que le creí. Era un checoslovaco, representante de las Naciones Unidas, que estaba gestionando la forma de conducir a mis padres a terreno más seguro, donde el largo brazo del terror no los alcanzara. Me llevó a verlos a un apartamento del centro de la ciudad, donde los encontré serenos organizándose para escapar.

Mira de lo que son capaces esos asesinos, hija, tienes que salir de Chile, me rogó una vez más mi madre. No tuvimos mucho tiempo para estar juntos, apenas alcanzaron a contarme lo ocurrido y darme sus disposiciones, ese mismo día el amigo checo logró sacarlos del país. Nos despedimos con un abrazo desesperado, sin saber si nos volveríamos a ver. Sigue escribiéndome todos los días y guarda las cartas hasta que exista una dirección donde enviármelas, dijo mi madre en el último instante. Protegida por el hombre alto de los ojos compasivos permanecí en esa ciudad para embalar muebles, pagar cuentas, devolver el apartamento que mis padres habían alquilado y obtener permisos para llevarme la perra suiza, a quien la bomba que estalló en la Embajada había dejado medio lunática. Ese animal acabó convertido en la única compañía de la Granny, cuando todos los demás tuvimos que abandonarla.

Pocos días más tarde en Santiago, en la residencia del Comandante en Jefe donde vivieron los Prats hasta que debieron renunciar al cargo, la mujer de Pinochet vio al General Prats a plena luz de día sentado a la mesa en el comedor, de espaldas a la ventana, iluminado por un sol tímido de primavera. Pasado el primer sobresalto, comprendió que era una visión de la mala conciencia y no le dio mayor importancia, pero en las semanas siguientes el fantasma del amigo traicionado volvió muchas veces, aparecía de cuerpo entero en los salones, bajaba pisando fuerte por la escalera y se asomaba por las puertas, hasta que su obstinada presencia se hizo intolerable. Pinochet hizo construir un gigantesco búnker rodeado por un muro de fortaleza capaz de protegerlo de sus enemigos vivos y muertos, pero los encargados de su seguridad descubrieron que era un blanco fácil para bombardearlo desde el aire. Entonces hizo reforzar los muros y blindar las ventanas de la casa embrujada, duplicó los guardias armados, instaló nidos de ametralladora a su alrededor y cerró la calle para que nadie pudiera acercarse. No sé cómo se las arregla el General Prats para burlar tanta vigilancia…

A mediados de 1975 la represión se había perfeccionado y yo caí víctima de mi propio terror. Temía usar el teléfono, censuraba las cartas a mi madre por si las abrían en el correo y medía mis comentarios incluso en el seno de la familia. Amigos relacionados con los militares me habían advertido que mi nombre figuraba en las listas negras y poco después recibimos dos amenazas de muerte por teléfono. Sabía de gente dedicada a molestar por el gusto de sembrar pánico y tal vez no habría prestado oídos a esas voces anónimas, pero después de lo ocurrido a los Prats y la milagrosa escapada de mis padres, no me sentía segura. Una tarde de invierno fuimos con Michael y los niños al aeropuerto a despedir a unos amigos que, como tantos otros, habían optado por partir. Se habían enterado que en Australia ofrecían terrenos a los nuevos inmigrantes y decidieron tentar suerte como granjeros. Mirábamos el avión que partía, cuando una mujer desconocida se me acercó preguntando si yo era la de la televisión; insistía que la acompañara porque tenía algo que decirme en privado. Sin darme tiempo de reaccionar me jaló del brazo en dirección al baño y una vez a solas extrajo de su cartera un sobre y me lo puso en las manos.

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