Paula

Paula


Primera Parte

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Por el suelo cubierto de hojas podridas y agujas de pinos, corrían lagartijas verdes; esas patitas sigilosas, algún grito de pájaro y el rumor de las ramas agitadas por la brisa, eran los únicos sonidos perceptibles. Me tomó de la mano y me condujo bosque adentro, avanzamos rodeados de vegetación, no podía orientarme, no escuchaba el mar y me sentí perdida. Ya nadie nos veía. Tenía tanto miedo que no podía hablar, no me atrevía a soltarme de esa mano y echar a correr, sabía que él era mucho más fuerte y más rápido. No hables con desconocidos, no dejes que te toquen, si te tocan entre las piernas es pecado mortal y además quedas embarazada, te crece la barriga como un globo, más y más, hasta que explota y te mueres, la voz de Margara me machacaba horrendas advertencias. Sabía que estaba haciendo algo prohibido, pero no podía retroceder ni escapar, atrapada en mi propia curiosidad, una fascinación más poderosa que el terror. He sentido ese mismo vértigo mortal ante el peligro otras veces en mi vida y a menudo he cedido, porque no puedo resistir la urgencia de la aventura. En algunas ocasiones esa tentación me arruinó la vida, como en tiempos de la dictadura militar, y en otras me la enriqueció, como cuando conocí a Willie y el gusto por el riesgo me impulsó a seguirlo. Finalmente el pescador se detuvo. Aquí estamos bien, dijo, acomodando unas ramas para formar un lecho, tiéndete aquí, pon la cabeza en mi brazo para que no se te llene el pelo de hojas, así, quédate quieta, vamos a jugar a la mamá y al papá, dijo, con la respiración entrecortada, acezando, mientras su mano áspera me palpaba la cara y el cuello, bajaba por la pechera del delantal buscando los pezones infantiles, que al contacto se recogieron, acariciándome como nadie lo había hecho jamás, en mi familia nadie se toca. Sentía un sopor caliente disolviéndome los huesos y la voluntad, me invadió un pánico visceral y empecé a llorar. ¿Qué te pasa chiquilla tonta? No te voy a hacer nada malo, y la mano del hombre abandonó el escote y descendió a mis piernas, tanteando lentamente, separándolas con firmeza, pero sin violencia, subiendo y subiendo, hasta el centro mismo. No llores, déjame, sólo voy a tocarte con el dedo bien suave, eso no tiene nada de malo, abre las piernas, suéltate, no tengas miedo, no te lo voy a meter, no soy imbécil, si te hago cualquier cosa tu abuelo me mata, no pienso joderte, sólo vamos a jugar un poco. Me desabrochó el delantal y me lo quitó, pero me dejó puestas las bragas, supongo que sentía el aliento amenazante del Tata en su cuello. Su voz se había vuelto ronca, musitaba sin parar una mezcla de obscenidades y palabras cariñosas y me besaba la cara con la camisa empapada, medio asfixiado, respirando a bocanadas, apretándose contra mí. Creí morir aplastada, baboseada, machucada por sus huesos y su peso, atragantada por su olor a sudor y mar, por su aliento de vino y ajo, mientras sus dedos fuertes y calientes, se movían como langostas entre mis piernas presionando, refregando, su mano envolviendo esa parte secreta que nadie debía tocar. No pude resistirlo, sentí que algo en el fondo de mí se abría, se resquebrajaba y explotaba en mil fragmentos, mientras él se frotaba contra mí más y más de prisa, en un incomprensible paroxismo de gemidos y un desafuero de estertores, hasta que por fin se desplomó a mi lado con un grito sordo, que no salió de él, sino del fondo mismo de la tierra. No supe bien lo que había sucedido, ni cuánto tiempo pasé junto a ese hombre, sin más ropa que mis bragas de algodón celestes, intactas. Busqué el delantal y me lo puse torpemente, me temblaban las manos. El pescador me abrochó los botones en la espalda y me acarició el pelo, no llores, no te pasó nada, dijo, y enseguida se puso de pie, me tomó de la mano y me llevó corriendo cerro abajo, hacia la luz. Mañana te espero a la misma hora, no se te ocurra dejarme plantado, y no digas ni una sola palabra de esto a nadie. Si tu abuelo lo sabe, me mata, me advirtió al despedirse. Pero al día siguiente él no acudió a la cita.

Imagino que esta experiencia me dejó una cicatriz en alguna parte, porque en todos mis libros figuran niños seducidos o seductores, casi siempre sin maldad, excepto en el caso de la niña negra que dos tipos atrapan violentamente en El plan infinito. Al revivir el recuerdo del pescador no siento repugnancia o terror, por el contrario, siento una vaga ternura por la niña que fui y por el hombre que no me violó. Por años mantuve el secreto tan escondido en un compartimiento separado de la mente, que no lo relacioné con el despertar a la sexualidad cuando me enamoré de Michael.

Acordamos con el neurólogo sacarte del respirador por un minuto, Paula, pero no se lo anunciamos al resto de la familia porque todavía no se reponen de ese lunes fatídico en que estuviste a punto de irte a otro mundo. Mi madre no logra mencionarlo sin echarse a llorar despierta por las noches con la visión de la muerte inclinada sobre tu cama. Creo que, como Ernesto, ella ya no reza para que sanes, sino para que no sufras más, pero yo no he perdido las ganas de seguir peleando por ti. El doctor es un hombre gentil, con lentes montados en la punta de la nariz y un delantal arrugado que le dan un aire vulnerable, como si acabara de levantarse de la siesta. Es el único médico por estos lados que no parece insensible a la angustia de quienes pasamos el día en el corredor de los pasos perdidos. En cambio el especialista en porfiria, más interesado en los tubos de su laboratorio donde a diario analiza tu sangre, te visita poco. Hoy en la mañana te desconectamos por primera vez. El neurólogo revisó tus signos vitales y leyó el informe de la noche, mientras yo invocaba a mi abuela y a la tuya, esa Granny encantadora que se fue hace ya catorce años, para que vinieran en nuestra ayuda. ¿Lista?, me preguntó, mirándome por encima de sus lentes, y respondí con una inclinación de cabeza, porque no me salía la voz. Movió un interruptor y cesó de súbito el ronroneo líquido del aire en la manguera transparente en tu cuello. Dejé de respirar también, mientras reloj en mano contaba los segundos suplicándote, exigiéndote que respiraras, Paula por favor. Cada instante se me marcó como un latigazo, treinta, cuarenta segundos, nada, cinco segundos más y pareció que se movía un poco tu pecho, pero tan levemente que pudo ser una ilusión, cincuenta segundos… y ya no se pudo esperar más, estabas exangüe y yo misma me estaba ahogando. La máquina volvió a funcionar y pronto algo de color te volvió a la cara. Guardé el reloj temblando, me ardía la piel, estaba empapada de transpiración. El médico me pasó una gasa.

—Límpiese, tiene sangre en los labios —dijo.

—En la tarde intentaremos de nuevo y mañana otra vez, y así poco a poco hasta que respire sola —decidí apenas pude hablar.

—Tal vez Paula no pueda hacerlo…

—Sí lo hará, doctor. La sacaré de este lugar y más vale que ella me ayude.

—Supongo que las madres siempre saben más que uno. Le bajaremos paulatinamente la intensidad al respirador para obligarla a ejercitar los músculos. No se preocupe, no le faltará oxígeno —sonrió dándome un golpecito cariñoso en el hombro.

Salí con los ojos empañados a reunirme con mi madre, supongo que la Memé y la Granny se quedaron contigo.

§ § §

Willie llegó apenas supo de la nueva crisis y esta vez pudo dejar su oficina por cinco días, cinco días completos con él… ¡cuánto los necesitaba! Estas largas separaciones son peligrosas, el amor resbala por arenas inciertas. Temo perderte, me dice, siento que te alejas cada vez más y no sé cómo retenerte, acuérdate que eres mi mujer, mi alma. No lo he olvidado, pero es verdad que me voy distanciando, el dolor es un camino solitario. Este hombre me trae una ventolera de aire fresco, las adversidades le han templado el carácter, nada lo apabulla, tiene inagotable fortaleza para las luchas cotidianas, es inquieto y apresurado, pero lo invade una calma budista cuando se trata de soportar infortunios, por lo mismo resulta buen compañero en las dificultades. Ocupa por completo el territorio diminuto de nuestro apartamento en el hotel, alterando las delicadas rutinas que hemos establecido con mi madre, moviéndonos como dos bailarinas en una estrecha coreografía. Alguien del tamaño y las características de Willie no pasa desapercibido, cuando él viene hay desorden y ruido y la cocinilla no descansa, el edificio entero huele a sus sabrosos guisos. Alquilamos otro cuarto y nos turnamos con mi madre para ir al hospital, así puedo estar algunas horas a solas con él. Por las mañanas él prepara desayuno y luego llama a su suegra, que aparece en camisa de dormir, con calcetas de lana, envuelta en sus chales y con las marcas de la almohada en las mejillas, como una dulce abuela de cuento, se instala en nuestra cama y empezamos el día con tostadas y tazones de aromático café traído de San Francisco.

Willie no supo lo que era una familia hasta los cincuenta años, pero se habituó rápidamente a compartir su espacio con la mía y no le parece extraño amanecer de a tres en la cama. Anoche salimos a cenar a un restaurante de la Plaza Mayor, donde nos dejamos tentar por unos bulliciosos mesoneros disfrazados de contrabandistas de ópera, que nos atendieron en una sala de piedra con techos abovedados. Todo el mundo fumaba y no había una sola ventana abierta, estábamos muy lejos de la obsesión norteamericana por la buena salud. Nos atosigamos de manjares mortales: calamares fritos y setas al ajillo, cordero asado en una fuente de barro, dorado, crujiente, chorreando grasa, fragante a hierbas tradicionales y una jarra de sangría, ese deleite de vino con fruta que se bebe como agua, pero después, cuando uno intenta ponerse de pie, golpea como mazazo en la nuca. No había comido así en semanas, con mi madre a menudo engañamos el día con tazas de chocolate. Pasé una noche lamentable con visiones pavorosas de cerdos despellejados llorando su suerte y calamares vivos trepándome por las piernas, y hoy al amanecer juré convertirme en vegetariana como mi hermano Juan. No más pecados de gula. Estos días con Willie me renuevan, siento otra vez mi propio cuerpo, olvidado por semanas, me palpo los pechos, las costillas, que ahora se me marcan en la piel, la cintura, los muslos gruesos, reconociéndome. Esta soy yo, soy una mujer, tengo un nombre, me llamo Isabel, no me estoy convirtiendo en humo, no he desaparecido. Me observo en el espejo de plata de mi abuela: esta persona de ojos desolados soy yo, he vivido casi medio siglo, mi hija se está muriendo, y sin embargo todavía quiero hacer el amor. Pienso en la sólida presencia de Willie, siento que se me eriza la piel y no puedo menos que sonreír ante el abismal poder del deseo, que me estremece a pesar de la tristeza, y es capaz de hacer retroceder a la muerte. Cierro por un instante los ojos y recuerdo con nitidez la primera vez que dormimos juntos, el primer beso, el primer abrazo, el descubrimiento asombroso de un amor surgido cuando menos lo buscábamos, de la ternura que nos tomó por asalto cuando nos creíamos a salvo en una aventura de una sola noche, de la profunda intimidad creada desde el comienzo, como si durante todas nuestras vidas nos hubiéramos preparado para ese encuentro, de la facilidad, la calma y la confianza con que nos amamos, como las de una vieja pareja que ha compartido mil y una noches. Y cada vez después de la pasión satisfecha y del amor renovado nos dormimos muy juntos sin importarnos dónde empieza uno ni termina el otro, ni de quién son estas manos o estos pies, en tan perfecta complicidad que nos encontramos en los sueños y al otro día no sabemos quién soñó a quién, y cuando uno se mueve entre las sábanas el otro se acomoda en los ángulos y curvas, y cuando uno suspira el otro suspira y cuando uno despierta el otro despierta también. Ven, me llama Willie, y me acerco a ese hombre que me espera en la cama, y tiritando por el frío del hospital y de la calle y de los sollozos contenidos, que se convierten en escarcha en las venas, me quito la camisa y me arropo contra su cuerpo grande, envuelta por su abrazo hasta que entro en calor. Poco a poco los dos tomamos conciencia de la respiración jadeante del otro y las caricias se hacen cada vez más intensas y lentas a medida que nos rendimos al placer. Me besa y vuelve a sorprenderme, como cada vez en estos cuatro años, la suavidad y la frescura de su boca; me aferro a sus hombros y su cuello firmes, acaricio su espalda, beso la cavidad de sus orejas, la horrible calavera tatuada en su brazo derecho, la línea de vellos de su vientre, y aspiro su olor sano, ese olor que siempre me excita, entregada al amor y agradecida, mientras por las mejillas me corre un río de lágrimas inevitables, que cae sobre su pecho. Lloro de lástima por ti, hija, pero supongo que también lloro de felicidad por este amor tardío que ha venido a cambiarme la vida. ¿Cómo era mi vida antes de Willie? Era una buena vida también, plena de emociones fuertes. He vivido en los extremos, pocas cosas han sido fáciles o suaves para mí, tal vez por eso mi primer matrimonio duró tantos años, era un oasis tranquilo, una zona sin conflicto en medio de las batallas. Lo demás era sólo esfuerzo, conquistar cada bastión con una espada en la mano, ni un instante de tregua o de aburrimiento, grandes éxitos y tremendos fracasos, pasiones y amores, también soledad, trabajo, pérdidas y abandonos. Hasta el día del Golpe Militar pensaba que la juventud me duraría para siempre, el mundo me parecía un lugar espléndido y la gente esencialmente buena, creía que la maldad era una especie de accidente, un error de la naturaleza. Todo eso terminó de súbito el 11 de septiembre de 1973 cuando desperté a la brutalidad de la existencia, pero no he llegado todavía a ese punto en estas páginas, para qué te voy a confundir con saltos de la memoria, Paula. No me quedé solterona, como predije en aquellos documentos dramáticos que yacen en la caja fuerte del tío Ramón, al contrario, me casé demasiado pronto. A pesar de la promesa hecha por Michael a su padre, decidimos casarnos antes de que él terminara sus estudios de ingeniería porque la alternativa era que yo partiera con mis padres a Suiza, donde habían sido nombrados representantes de Chile ante las Naciones Unidas. Mi trabajo me permitía alquilar un cuarto y sobrevivir con dificultad, pero en el Santiago de esa época la idea de que una muchacha optara por independizarse a los diecinueve años, con novio y sin vigilancia, resultaba inaceptable. Por unas semanas me debatí en la duda, hasta que mi madre tomó la iniciativa de hablar con Michael y ponerlo entre la espada y el matrimonio, tal como veintiséis años más tarde lo hizo con mi segundo marido. Sacamos cuentas con papel y lápiz y llegamos a la conclusión de que dos personas apenas podían sobrevivir con mi sueldo, pero valía la pena intentarlo. Mi madre se entusiasmó de inmediato con los preparativos; como primera medida vendió la gran alfombra persa del comedor y enseguida anunció que una boda era ocasión para tirar la casa por la ventana y la mía sería espléndida. Sigilosamente comenzó a almacenar provisiones en un cuarto secreto, para evitar al menos que pasáramos hambre, llenó baúles de mantelerías, toallas y aparatos de cocina y averiguó cómo podíamos conseguir un préstamo para construirnos una casa. Cuando nos puso los documentos por delante y vimos el tamaño de la deuda, a Michael le dio fatiga. No tenía trabajo y su padre, molesto por esa decisión precipitada, no estaba dispuesto a ayudarlo, pero el poder de convicción de mi madre es apabullante y al final firmamos los papeles. El casamiento civil se llevó a cabo en la hermosa propiedad colonial de mis padres un día de primavera, en una reunión íntima a la cual asistieron sólo las dos familias, es decir, casi cien personas. El tío Ramón insinuó que invitáramos a mi padre, le parecía que no debía estar ausente en ese momento tan importante de mi vida, pero me negué y en representación de mi familia paterna acudió Salvador Allende, a quien le tocó firmar en el libro del registro civil como mi testigo de boda. Poco antes de aparecer el juez, mi abuelo me cogió de un brazo, me llevó aparte y repitió las mismas palabras que veinte años antes le dijo a mi madre: Todavía es tiempo de arrepentirse, no se case por favor, piénselo mejor.

Hágame una señal y yo me encargo de deshacer esta pelotera de gente ¿qué le parece? Consideraba el matrimonio como un pésimo negocio para las mujeres, en cambio lo recomendaba sin reservas a su descendencia masculina. Una semana más tarde nos casamos en el rito católico a pesar de que yo no practicaba esa religión y Michael era anglicano, porque el peso de la Iglesia en el medio en que nací es como una piedra de molino. Entré orgullosa del brazo del tío Ramón, quien no volvió a sugerir iniciativas con respecto a mi padre hasta mucho después, cuando nos tocó enterrarlo. En las fotos de ese día los novios parecemos niños disfrazados, él con un frac hecho a medida y yo envuelta en metros y metros de la tela adquirida en el zoco de Damasco. De acuerdo a la tradición inglesa, mi suegra me regaló una liga celeste para la suerte.

Debajo del vestido llevaba tanto relleno de espuma plástica en el busto, que en el primer abrazo de felicitaciones, todavía ante el altar, me aplastaron por delante y me quedaron los pechos cóncavos. Se me cayó la liga de la pierna y quedó tirada en la nave de la iglesia, como frívolo testigo de la ceremonia; también se pinchó un caucho del coche que nos conducía a la fiesta, y Michael tuvo que quitarse el vestón de colas y ayudar al chofer a cambiar la rueda, pero no creo que estos detalles fueran presagios de mal agüero.

Mis padres partieron a Ginebra y nosotros comenzamos nuestra vida de pareja en esa enorme casa, con seis meses de renta pagados por el tío Ramón y la despensa que mi madre había almacenado como una generosa urraca, suficientes sacos de granos, tarros de conserva y hasta botellas de vino, como para resistir un cataclismo de fin de mundo. De todos modos, era una solución poco práctica porque no teníamos muebles para decorar tantos cuartos ni dinero para calefacción, limpieza y jardín y además la propiedad quedaba abandonada cuando ambos partíamos al amanecer rumbo a la oficina y la universidad. Se robaron la vaca, el cerdo, las gallinas y la fruta de los árboles, después rompieron las ventanas y nos desvalijaron de los regalos de matrimonio y la ropa, finalmente descubrieron la entrada a la cueva secreta de la despensa y se llevaron su contenido, dejando una nota de agradecimiento en la puerta como última ironía. Así comenzó el rosario de robos que tanto sabor le ha dado a nuestra existencia, calculo que los ladrones han entrado a las diferentes casas que hemos habitado más de diecisiete veces y nos han quitado casi todo, incluyendo tres automóviles. Por milagro el espejo de plata de mi abuela nunca fue tocado. Entre hurtos, exilio, divorcio y viajes he perdido tantas cosas, que ahora apenas compro algo empiezo a despedirme, porque sé cuán poco durará en mis manos. Cuando desaparecieron el jabón del baño y el pan de la cocina decidimos salir de aquella mansión decrépita y vacía donde las arañas tejían encajes en los techos y se paseaban arrogantes los ratones. Entretanto mi abuelo había dejado de trabajar, despidiéndose para siempre de sus ovejas y se había trasladado a la destartalada casona de la playa a pasar el resto de su vejez lejos del ruido de la capital, aguardando la muerte en paz con sus recuerdos, sin sospechar que aún debería permanecer en este mundo veinte años más. Nos cedió su casa en Santiago, donde nos instalamos entre muebles solemnes, cuadros decimonónicos, la estatua de mármol de la muchacha pensativa y la mesa ovalada del comedor sobre la cual se deslizaba por encantamiento el azucarero de la Memé. No fue por mucho tiempo, porque en los meses siguientes construimos a punta de audacia y crédito la casita donde nacieron mis hijos.

Al mes de casada me atacaron unos dolores agudos en el bajo vientre y de puro ignorante y atolondrada los atribuí a una enfermedad venérea. No sabía muy bien de qué se trataba, pero suponía que estaba relacionado con el sexo y por lo tanto con el matrimonio. No me atreví a hablarlo con Michael porque había aprendido en mi familia y en el colegio inglés que los temas relacionados con el cuerpo son de mal gusto; mucho menos podía acudir donde mi suegra en busca de consejo y mi madre estaba demasiado lejos, de modo que aguanté sin chistar hasta que apenas podía caminar. Un día, mientras empujaba con dificultad el carrito de las compras en el mercado, me encontré con la madre de la antigua novia de mi hermano, una señora suave y discreta a quien apenas conocía. Pancho andaba todavía tras las huellas del nuevo Mesías y su relación amorosa con la muchacha había sido temporalmente interrumpida, años después se casaría con ella dos veces y se divorciaría otras tantas. La buena señora me preguntó amablemente cómo estaba y antes que terminara de formular la frase me colgué de su cuello y le zampé sin preámbulos que me estaba muriendo de sífilis. Con una calma admirable me tomó del brazo, me condujo a una confitería cercana, pidió café con pasteles y luego me interrogó sobre los detalles de mi explosiva confesión. Dimos cuenta del último pedazo de torta y me llevó enseguida donde un médico amigo suyo, quien diagnosticó una infección en las vías urinarias, posiblemente provocada por las corrientes heladas de la casa colonial, me recetó cama y antibióticos y me despidió con una sonrisa burlona: la próxima vez que le dé sífilis no espere tanto, venga a verme antes, dijo. Ese fue el comienzo de una amistad incondicional con esa señora. Nos adoptamos mutuamente porque yo necesitaba otra madre y ella tenía espacio libre en el corazón, pasó a llamarse Abuela Hilda y desde entonces ha cumplido su papel con lealtad.

Los hijos condicionaron mi existencia, desde que nacieron no he vuelto a pensar en términos individuales, soy parte de un trío inseparable. En una oportunidad, hace varios años, quise darle prioridad a un amante, pero no me resultó y al final renuncié a él para volver a mi familia. Este es un tema que debemos hablar más adelante, Paula, ya está bueno de mantenerlo en silencio. Nunca se me ocurrió que la maternidad fuera optativa, la consideraba inevitable, como las estaciones. Supe de mis embarazos antes que fueran confirmados por la ciencia, apareciste en un sueño, tal como después se me reveló tu hermano Nicolás. No he perdido esa habilidad y ahora puedo adivinar los hijos de mi nuera, soñé a mi nieto Alejandro antes que sus padres sospecharan que lo habían engendrado y sé que la criatura que nacerá en primavera será una niña y se llamará Andrea, pero Nicolás y Celia todavía no me creen y están planeando un ecosonograma y haciendo listas de nombres. En el primer sueño tenías dos años y te llamabas Paula, eras una chiquilla delgada, de pelo oscuro, grandes ojos negros y una mirada lánguida, como la de los mártires en los vitrales medievales de algunas iglesias. Vestías un abrigo y un sombrero a cuadros, parecidos al clásico atuendo de Sherlock Holmes. En los meses siguientes engordé tanto, que una mañana me agaché a ponerme los zapatos y me fui de cabeza con los pies en el aire, la sandía en la barriga había rodado hacia mi garganta desviando el centro de gravedad que nunca más regresó a su posición original porque todavía ando a tropezones en el mundo. Ese tiempo que estuviste dentro de mí fue de felicidad perfecta, no he vuelto a sentirme tan bien acompañada. Aprendimos a comunicarnos en un lenguaje cifrado, supe cómo serías a lo largo de tu vida, te vi de siete, quince y veinte años, te vi con el pelo largo y la risa alegre y también vestida de bluyines y con traje de novia, pero nunca te soñé como estás ahora, respirando por un tubo en el cuello, inerte y sin conciencia. Pasaron más de nueve meses y como no tenías intención de abandonar la caverna tranquila donde estabas instalada, el médico decidió tomar medidas drásticas y me abrió la panza para traerte a la vida un 22 de octubre de 1963. La Abuela Hilda fue la única que estuvo a mi lado durante aquel trance, porque Michael cayó en cama afiebrado de nervios, mi mamá estaba en Suiza y no quise avisar a mis suegros hasta que todo hubiera pasado. Eras un bebé peludo con un cierto aire de armadillo, pero yo no te habría cambiado por ningún otro, por lo demás el vello se cayó pronto, dando paso a una niña delicada y hermosa, adornada con dos flamantes perlas en las orejas que mi madre insistió en regalarte, de acuerdo a una larga tradición familiar. Volví pronto al trabajo, pero nada volvió a ser como antes, la mitad de mi tiempo, mi atención y mi energía estaban siempre pendientes de ti, desarrollé antenas para adivinar tus necesidades aun a la distancia, iba a la oficina arrastrando los pies y buscaba pretextos para escapar, llegaba tarde, me iba temprano y me declaraba enferma para quedarme en casa. Verte crecer y descubrir el mundo me parecía mil veces más interesante que las Naciones Unidas y sus ambiciosos programas para mejorar la suerte del planeta; no veía las horas que Michael obtuviera su título de ingeniero y pudiera mantener a la familia, para quedarme contigo.

Entretanto mis suegros se habían trasladado a una casa amplia a una cuadra de la que estábamos construyendo nosotros, y se preparaban para dedicar el resto de sus días a mimarte. Tenían una idea ingenua de la vida porque no habían salido jamás del pequeño círculo donde permanecieron protegidos de las inclemencias, para ellos el futuro se presentaba benigno, tal como lo era para nosotros. Nada malo podía sucedernos si nada malo cometíamos. Yo estaba dispuesta a convertirme en esposa y madre ejemplar, aunque no sabía muy bien cómo. Michael planeaba encontrar un buen trabajo en su profesión, vivir con comodidad, viajar un poco y mucho más tarde heredar la casa grande de sus padres, donde transcurriría su vejez rodeado de nietos, jugando al bridge y al golf con sus mismos amigos de siempre.

El Tata no soportó mucho tiempo el fastidio y la soledad de la playa. Debió renunciar a los baños de mar porque la temperatura glacial de la corriente de Humboldt le fosilizó los huesos, y a sus salidas a pescar, porque la refinería de petróleo liquidó los peces tanto de agua dulce como salada. Estaba cada vez más cojo y achacoso, pero permaneció fiel a su teoría de que las enfermedades son castigos naturales de la humanidad y los dolores se sienten menos si uno los ignora. Se mantenía en pie a punta de ginebra y aspirinas, que reemplazaron sus pastillas homeopáticas cuando dejaron de hacerle efecto. No era raro que así fuera, porque siendo niños mis hermanos y yo no podíamos resistir la tentación de ese antiguo botiquín de madera repleto de frasquitos misteriosos y no sólo nos comíamos sus homeopatías a puñados, sino que también las mezclábamos en los envases. El viejo dispuso de muchos meses de silencio para repasar sus recuerdos y concluyó que la vida es una buena vaina, y no hay que tener tanto miedo de dejarla. Nos olvidamos que de todos modos caminamos hacia la muerte, decía a menudo. El fantasma de la Memé se perdía en los vericuetos gélidos de esa casa construida para los placeres del verano, pero jamás para la ventolera y la lluvia del invierno.

Para colmo el loro cogió un mal catarro y no sirvieron las homeopatías ni las aspirinas disueltas en ginebra que su dueño le metía por el pico con un gotario, un lunes amaneció tieso a los pies de la percha donde pasó tantos años insultándonos. El Tata lo mandó envuelto en hielo a un taxidermista en Santiago, quien se lo devolvió poco después embalsamado, con plumaje nuevo y una expresión de inteligencia que nunca tuvo en vida. Cuando mi abuelo terminó de componer los últimos desperfectos de la casa y se cansó de luchar contra la erosión inevitable del cerro y las plagas de hormigas, cucarachas y ratones, ya había pasado un año y la soledad le había agriado el carácter. Comenzó a ver las novelas de televisión como última medida desesperada contra el aburrimiento, pero sin darse cuenta lo fue atrapando el vicio y al poco tiempo la suerte de esos acartonados personajes llegó a ser más importante para él que la de sus propios familiares. Seguía varias teleseries simultáneamente, se le confundían las historias y acabó perdido en un laberinto de pasiones ajenas, entonces comprendió que había llegado el momento de regresar a la civilización, antes que la vejez le diera el último garrotazo y lo dejara convertido en un anciano medio chiflado. Volvió a la capital cuando nosotros estábamos listos para trasladarnos a nuestra nueva casa, una cabaña prefabricada construida a burdos martillazos por media docena de obreros y coronada por una peluca de paja en el techo, que le daba un aire africano. Retomé la antigua costumbre de visitar a mi abuelo por las tardes después de mi trabajo. Había aprendido a manejar y me turnaba el automóvil con Michael, un vehículo de plástico muy primitivo, con una sola puerta al frente de modo que al abrirla se desprendían los comandos y el volante; no soy buena conductora y sortear el tráfico en ese huevo mecánico era una acción suicida. Las visitas diarias donde el Tata me dieron material suficiente para todos los libros que he escrito y posiblemente los que escribiré; era un narrador virtuoso, provisto de humor pérfido, capaz de contar las historias más espeluznantes a carcajadas. Me entregó sin reservas las anécdotas acumuladas en sus muchos años de existencia, los principales eventos históricos del siglo, las extravagancias de mi familia y los infinitos conocimientos adquiridos en sus lecturas. Los únicos temas vedados en su presencia eran religión y enfermedades; consideraba que Dios no es materia de discusión y todo lo relacionado con el cuerpo y sus funciones era muy privado, hasta mirarse en el espejo le parecía una vanidad ridícula, se afeitaba de memoria. A pesar de su carácter autoritario, no era inflexible. Cuando empecé a trabajar como periodista y encontré por fin un lenguaje articulado para expresar mis frustraciones de mujer en esa cultura machista, en un comienzo no quiso oír mis argumentos, que a sus ojos eran un disparate, un atentado contra los fundamentos de la familia y la sociedad, pero cuando percibió el silencio instalado entre los dos durante nuestras meriendas de té con bollos, comenzó a interrogarme con disimulo.

Un día lo sorprendí hojeando un libro cuya tapa me pareció reconocer y con el tiempo llegó a aceptar la liberación femenina como un asunto de justicia elemental, pero la largueza no le alcanzó para cambios sociales, en política era individualista y conservador, tal como lo era en materia religiosa. En cierta ocasión me exigió que lo ayudara a morir, porque la muerte suele ser lenta y torpe.

—¿Cómo lo haremos? —le pregunté divertida, creyendo que bromeaba.

—Ya lo veremos cuando llegue el momento. Por ahora quiero que me lo prometa.

—Eso es ilegal, Tata.

—No se preocupe, yo asumo toda la responsabilidad.

—Usted estará en el ataúd y a mí me mandarán derecho al patíbulo. Además debe ser pecado. ¿Usted es cristiano o no?

—¡Cómo se atreve a preguntarme algo tan personal!

—Mucho más personal es que lo mate por encargo ¿no le parece?

—Si no lo hace usted, que es mi nieta mayor y la única que podría ayudarme ¿quién lo hará? ¡Un hombre tiene derecho a morir con dignidad!

Comprendí que hablaba en serio. Se lo prometí finalmente porque lo vi tan sano y fuerte, a pesar de sus ochenta años, que di por hecho que nunca me tocaría cumplir mi palabra. Dos meses más tarde comenzó a toser, una tos seca de perro enfermo. Furioso, se amarró una cincha de caballo en el torso y cuando la tos lo ahogaba se daba un apretón brutal para sujetarse los pulmones, como me explicó. Se negó a echarse a la cama, convencido de que ese era el principio del fin —de la cama a la tumba, decía— y mucho menos aceptó ver médicos porque Benjamín Viel andaba en los Estados Unidos embolinado en el asunto de los anticonceptivos, los de su generación ya estaban muertos o patulecos y según él los jóvenes eran una manga de charlatanes inflados de teorías modernas. Sólo confiaba en un viejo ciego que le acomodaba los huesos a tirones y en su caja de caprichosas píldoras homeopáticas que administraba con más esperanza que conocimiento. Pronto ardía de fiebre y trató de curarse con grandes vasos de ginebra y duchas heladas, pero un par de noches más tarde sintió que un rayo le partía la cabeza y un ruido de terremoto lo dejaba sordo. Cuando recuperó la respiración no podía moverse, medio cuerpo se le había convertido en granito. Nadie se atrevió a recurrir a una ambulancia, porque con la media boca que aún funcionaba murmuró entre dientes que al primero que lo moviera de su casa lo desheredaba, sin embargo no se libró del médico. Alguien llamó a un servicio de emergencia y ante el asombro de los presentes apareció una señora vestida de seda y con tres vueltas de perlas en el cuello. Lo siento, salía para una fiesta, se disculpó, quitándose los guantes de gamuza para examinar al paciente. Mi abuelo pensó que además de quedarse paralítico estaba alucinando y trató de atajar a esa dama, quien con inexplicable familiaridad pretendía desabrocharle la ropa y toquetearlo por donde nadie en su sano juicio se habría aventurado; se defendió con las pocas fuerzas que le quedaban, gruñendo desesperado, pero al cabo de algunos minutos de tira y afloja ella lo derrotó con una sonrisa de labios pintados. Al examinarlo descubrió que además del derrame cerebral, ese anciano testarudo sufría de pulmonía y de varias costillas rotas, se las había quebrado con los apretones de la cincha de caballo. El pronóstico no es bueno, susurró a los familiares reunidos a los pies de la cama, sin calcular que el paciente estaba oyendo. Ya veremos, replicó el Tata con un hilo de voz, dispuesto a demostrar a esa señora qué clase de hombre era él. Gracias a eso me liberé de cumplir una promesa hecha a la ligera. Pasé los días críticos de la enfermedad junto a su cama. De espaldas entre las sábanas blancas, sin almohada, pálido, inmóvil, con los huesos marcados a cincel y su perfil ascético, parecía la figura de un rey celta esculpida en el mármol de un sarcófago. Atenta a cada uno de sus gestos, le rogaba en silencio para que siguiera luchando y no se acordara de la idea de morir. Durante esas largas vigilias me pregunté a menudo cómo lo haría, en caso que me lo pidiera, y concluí que jamás sería capaz de apurar su muerte. En esas semanas comprendí cuán resistente es el cuerpo y cuánto se aferra a la vida, aun demolido por la enfermedad y la vejez.

Al poco tiempo mi abuelo podía hablar bastante bien, se vestía sin ayuda y se arrastraba a duras penas hasta su sillón en la sala, donde se instalaba con una pelota de goma a ejercitar los músculos de las manos, mientras releía la Enciclopedia, colocada sobre un atril, y bebía lentamente grandes vasos de agua. Más tarde descubrí que no era agua, sino ginebra, enfáticamente prohibida por la doctora, pero como con eso parecía ir sanando, yo misma me encargué de traérsela. La compraba en una licorería de la esquina cuya dueña solía perturbar el sueño de aquel patriarca concupiscente; era una viuda madura con pecho enérgico de soprano y trasero heroico, que lo atendía con consideraciones de cliente favorito y le ponía el licor en botellas de agua mineral para evitar problemas con el resto de la familia. Una tarde el viejo habló de la muerte de mi abuela, tema que hasta entonces jamás había mencionado.

—Ella sigue viva —dijo— porque yo no la he olvidado ni por un solo momento. Suele venir a verme.

—¿Quiere decir que se le aparece, como un fantasma?

—Me habla, siento su aliento en la nuca, su presencia en mi pieza. Cuando estaba enfermo me tomaba la mano.

—Esa era yo, Tata…

—No crea que estoy chocho, sé que a veces era usted. Pero otras veces era ella.

—Usted tampoco morirá porque yo lo recordaré siempre. No he olvidado nada de lo que me ha dicho a lo largo de estos años.

—No puedo confiar en usted, porque todo lo cambia. Cuando yo me muera no habrá quien le ponga freno y seguro irá por allí contando mentiras de mí —y se rio tapándose la boca con el pañuelo, porque todavía no controlaba bien los gestos de la cara.

Durante los meses siguientes se ejercitó con tesón hasta que pudo volver a moverse, se recuperó por completo y vivió casi veinte años más, dándose tiempo para conocerte, Paula. Eras la única que distinguía en el montón de nietos y bisnietos, no era hombre de ternuras, pero le brillaban los ojos cuando te veía, esta chiquilla tiene un destino especial, decía. ¿Qué haría él si te viera como estás ahora? Creo que espantaría a bastonazos a doctores y enfermeras y con sus propias manos te arrancaría los tubos y las sondas para ayudarte a morir. Si no estuviera segura que te recuperarás, tal vez yo haría lo mismo.

Hoy murió don Manuel. Sacaron su cuerpo en una camilla por la puerta de atrás y la familia se lo llevó para darle sepultura en su aldea. Su mujer y su hijo han compartido con nosotros en el corredor de los pasos perdidos el peor tiempo de sus vidas, la angustia de cada visita a Cuidados Intensivos, la larga paciencia de las horas, días y semanas de agonía. En cierta forma nos hemos convertido en una familia. Ella trae quesos y panes del campo, que reparte entre mi madre y yo; a veces se duerme, agotada, con la cabeza en mis rodillas, tendida sobre la hilera de sillas de la sala de espera, mientras yo le acaricio discretamente la frente.

Es una mujer pequeña, compacta y morena, con la cara surcada de arrugas festivas, siempre vestida de negro. Al llegar al hospital se quita los zapatos y se coloca unas chancletas. En la sesentena de su vida don Manuel era fuerte como un caballo, pero después de tres operaciones al estómago se cansó de soportar humillaciones y dejó de luchar. Lo vimos apagarse poco a poco. En los últimos días se volvió hacia la pared negándose a recibir consuelos del capellán, que pasa a menudo por la sala. Murió de la mano de los suyos y también yo alcancé a despedirme, acuérdese de pedir por Paula al otro lado, le recordé calladamente antes que escapara del cuerpo. Cuando su niña mejore vendrán a visitarnos al campo, tenemos un pedazo de tierra muy bonito, el aire sano y la comida contundente le harán bien a Paula, me dijo la viuda. Se fueron en un taxi, siguiendo al coche fúnebre. Ella parecía haberse achicado, iba sin lágrimas, con sus chancletas en la mano.

Durante varios días te hemos desconectado del respirador, cada vez por un momento más largo, y ya resistes hasta diez minutos con el poco aire que logras meter en tu cuerpo. Es una respiración lenta y corta, los músculos de tu pecho luchan contra la parálisis y ya empiezan a moverse suavemente. En una semana tal vez podamos sacarte de la Unidad de Cuidados Intensivos y colocarte en una sala normal. No hay piezas individuales, salvo el cuarto cero donde van a parar los moribundos; quisiera llevarte a una habitación asoleada y silenciosa, con una ventana por donde asomen pájaros y flores como a ti te gustaría, pero me temo que sólo dispondremos de una cama en la sala común. Espero que mi madre aguante hasta entonces, me parece que está a punto de quebrarse.

Los peores presagios me asaltan de noche, cuando siento pasar las horas una a una hasta que empiezan los ruidos del amanecer mucho antes del primer atisbo de luz y recién entonces me duermo tan profundamente como si hubiera muerto, envuelta en el chaleco gris de cachemira de Willie. Me lo trajo en su primera visita, como si hubiera sabido que pasaríamos mucho tiempo separados. Esta prenda cargada de recuerdos simboliza para mí los aspectos mágicos de nuestro encuentro. Las primeras semanas tomaba unas pastillas azules, otro de los muchos remedios misteriosos que mi madre receta a su criterio y extrae generosamente de una gran bolsa, donde acumula medicamentos desde tiempos inmemoriales. Una vez me inyectó una dosis doble de un reconstituyente para casos extremos de debilidad, que había conseguido en Turquía diecinueve años antes, y estuvo a punto de matarme. Las píldoras azules me sumían en un sopor confuso, despertaba con los ojos cruzados, y tardaba media mañana en adquirir cierta lucidez. Después descubrí en una callejuela cercana, una farmacia del tamaño de un armario atendida por una boticaria larga y seca, toda vestida de negro y abotonada hasta la barbilla, a quien le conté mis pesares. Me vendió valeriana en un frasco de vidrio oscuro y ahora sueño siempre lo mismo, con pocas variaciones. Sueño que soy tú, Paula, tengo tu pelo largo y tus grandes ojos, las manos de dedos finos y tu anillo de casada, que uso desde que me lo entregaron en el hospital, cuando caíste enferma. Me lo coloqué para no perderlo en la prisa de esos momentos y después ya no quise quitármelo. Cuando recuperes la consciencia se lo devolveré a Ernesto para que él te lo ponga, como hizo el día del matrimonio, hace poco más de un año. ¿No te parece un lío casarse por la iglesia?, sugerí en esa oportunidad. Me lanzaste una mirada severa y, con ese tono admonitorio que nunca empleas con tus alumnos, pero a veces usas conmigo, replicaste que Ernesto y tú eran creyentes y querían consagrar su unión en público, porque en privado ya se habían casado ante Dios el primer día que durmieron juntos. En la ceremonia tenías el aspecto de un hada campesina. La familia llegó desde puntos muy lejanos para celebrar el acontecimiento en Caracas y yo viajé de California con tu traje de novia en brazos, medio sofocada bajo una montaña de tela blanca. Te vestiste en casa de mi amigo Ildemaro, que estaba tan orgulloso como tu padre, y quisiste que él te condujera a la iglesia en su viejo automóvil, bien lavado y pulido para la ocasión. Cuando pienso en Paula siempre la veo vestida de novia y coronada de flores, me dijo Ildemaro conmovido cuando vino a verte a Madrid en los primeros días de tu enfermedad.

Desde hace cinco días hay huelga de trabajadores de la limpieza en el hospital, el edificio parece una plaza de mercado en plena Edad Media, pronto habrá cucarachas y ratas repartiendo pestes entre los humanos. En la entrada del edificio se reúnen los huelguistas rodeados de guardias de seguridad, sonriendo ante las cámaras de televisión. Médicos, enfermeras, pacientes en pijama y zapatillas y otros en sillas de rueda, aprovechan la ocasión para distraerse, charlan, fuman, beben café de las máquinas y nadie se da prisa por resolver el problema, mientras la basura sube como espuma. Por el suelo se ven guantes de goma usados, vasos de papel, montañas de colillas de cigarros, manchas asquerosas. Los familiares de los enfermos limpian las salas como pueden, los desperdicios aterrizan en los pasillos, donde son arrastrados por los pies de vuelta a las mismas habitaciones. Los depósitos de basura rebosan, por los rincones se acumulan grandes bolsas de plástico llenas a reventar, los baños repugnantes ya no pueden usarse y la mayoría han sido clausurados, el aire hiede a establo. He tratado de averiguar si podemos llevarte a una clínica privada; dicen que el riesgo de moverte es muy grande, pero se me ocurre que el peligro de otra infección debe ser peor.

—Calma —me aconsejó imperturbable el neurólogo—. Paula está en el único sitio limpio del edificio.

—¡Pero la gente arrastra la contaminación con los zapatos!

¡Entran y salen a través de pasillos inmundos!

Mi madre me cogió de un brazo, me llevó aparte y me recordó la virtud de la paciencia: este es un hospital público, el Estado no tiene presupuesto para resolver la huelga, nada sacamos con ponernos nerviosas, por lo demás Paula se crio con el agua de Chile y puede resistir perfectamente unos míseros gérmenes madrileños, dijo. En eso la enfermera abrió la puerta para autorizar las visitas y por una vez llamó tu nombre primero.

Veintiún pasos con el delantal de lienzo y los forros de plástico en los zapatos, que el personal no usa sino que trafica impunemente por encima de los desperdicios, pero debo admitir que al otro lado todo parecía recién enjabonado. Llegué hasta tu cama agitada, con el corazón al galope como siempre me ocurre en el momento de acercarme a ti, y todavía furiosa por la huelga. Salió a mi encuentro la enfermera de la mañana, esa que llora cuando ve a Ernesto hablarte de amor.

—¡Buenas noticias! ¡Paula respira sola! —me saludó—. Ya no tiene fiebre y está más reactiva. Háblale, mujer, creo que escucha…

Te cogí en brazos, tomé tu cara a dos manos y te besé en la frente, las mejillas, los párpados, te sacudí por los hombros llamándote, Paula, Paula. Y entonces, hija por Dios… ¡entonces abriste los ojos y me miraste!

—Ha reaccionado bien al antibiótico. Ya no pierde tanto sodio. Con suerte en unos días más podremos sacarla de aquí —me notificó escuetamente el médico de turno.

—¡Abrió los ojos!

—Eso nada significa, no se haga ilusiones. El nivel de consciencia es nulo, tal vez oye un poco, pero no entiende ni reconoce. No creo que sufra.

—Vamos a tomarnos un chocolate con churros, para celebrar esta mañana espléndida —dijo mi madre y salimos alegres, sorteando la porquería.

§ § §

Saliste de Cuidados Intensivos el mismo día que concluyó la huelga de empleados de la limpieza. Mientras un equipo de gente con botas y guantes de goma cepillaba los suelos con desinfectante, tú viajabas en una camilla de la mano de tu marido rumbo a una sala del Departamento de Neurología. Aquí hay seis camas, todas ocupadas, un lavatorio y dos ventanas grandes por donde se vislumbra el fin del invierno, este será tu hogar hasta que podamos llevarte a casa. Ahora puedo quedarme contigo todo el tiempo, pero a las cuarenta y ocho horas sin moverme de tu lado comprendí que a este ritmo no me alcanzarían las fuerzas y más valía contratar ayuda. Mi madre y las monjas consiguieron un par de enfermeras para atenderte, la del día es una chica joven, rechoncha y sonriente que canta sin cesar, y la de la noche es una señora taciturna y eficiente de uniforme almidonado. Tu mente anda todavía en el limbo, abres los ojos y miras asustada, como si vieras fantasmas. El neurólogo está preocupado, después de las vacaciones de Semana Santa te hará varias pruebas para investigar el estado de tu cerebro, existen máquinas prodigiosas capaces de fotografiar hasta los más antiguos recuerdos. Trato de no pensar en el mañana; el futuro no existe, dicen los indios del altiplano, sólo contamos con el pasado para extraer experiencia y conocimiento, y el presente, que es apenas un chispazo, puesto que en el mismo instante se convierte en ayer. No controlas el cuerpo, no puedes moverte y sufres espasmos violentos como corrientazos, por una parte agradezco tu estado de completa inocencia, sería mucho peor si comprendieras lo mal que estás. De error en error voy aprendiendo a cuidarte, al principio el hueco en tu garganta, los tubos y sondas me producían horror, pero ya me he acostumbrado, puedo asearte y cambiar la ropa de la cama sin ayuda. Me compré delantal y zuecos blancos para diluirme entre el personal y ahorrar explicaciones. Nadie ha oído hablar de porfiria por estos lados, no creen que puedas sanar. Qué guapa es su niña, pobrecita, ruegue a Dios para que se la lleve pronto, me dicen los pacientes que aún pueden hablar. El ambiente de la sala es deprimente, parece un depósito de locos; hay una mujer convertida en caracol aullando en su cama, empezó a reducirse y enrollarse sobre sí misma hace un par de años y desde entonces su metamorfosis avanza despiadada. Su marido viene por las tardes después del trabajo, la lava con un trapo húmedo, la peina, revisa las amarras que la sostienen en la cama y luego se sienta a su lado a observarla sin hablar con nadie. En el otro extremo, cerca de la ventana, patalea Elvira, una sólida campesina de mi edad, totalmente lúcida, a quien se le confundió el significado de las palabras y se le desordenaron los movimientos. Tiene las ideas claras, pero no puede expresarlas, quiere pedir agua y sus labios forman la palabra tren, tampoco le obedecen las manos y las piernas, se debate como una marioneta con las cuerdas enredadas.

Cuenta el marido que al volver un día a su casa después del trabajo, la encontró desmoronada sobre una silla balbuceando incoherencias. Creyó que fingía una borrachera para divertir a los nietos, pero cuando pasaron las horas y los niños lloraban asustados, decidió traerla a Madrid. Desde entonces nadie logra ponerle nombre a su enfermedad. Por las mañanas pasan profesores y estudiantes de medicina y la examinan como a un animal, la pinchan con agujas, le hacen preguntas que no puede contestar y luego parten encogiéndose de hombros. Sus hijas y una muchedumbre de amigos y vecinos desfilan a visitarla los fines de semana, era el alma del pueblo. El marido no se mueve de la silla junto a su cama, allí pasa el día y duerme por la noche, la atiende sin flaquear, mientras la increpa: vamos, coño, traga la sopa o te la lanzo por la cabeza, hostias, esta mujer me da en los cachos.

Acompaña ese lenguaje con gestos solícitos y la mirada más tierna.

Me confesó sonrojándose que Elvira es la luz de su vida, sin ella nada le importa. ¿Percibes lo que te rodea, Paula? No sé si oyes, si ves, si entiendes algo de lo que sucede en esta habitación demencial, o si acaso me conoces. Sólo miras hacia la derecha, con los ojos abiertos y las pupilas dilatadas fijas en la ventana donde a veces se asoman las palomas. El pesimismo de los médicos y la sordidez de la sala común me están haciendo huecos en el alma.

También Ernesto se ve muy cansado, pero quien está peor es mi madre.

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