Paula

Paula


Primera Parte

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Tantas veces oí decir que en Chile vivíamos en un matriarcado, que casi lo creo; hasta mi abuelo y mi padrastro, señores autoritarios de estilo feudal, lo afirmaban sin sonrojarse. No sé quién inventó el mito del matriarcado ni cómo se ha perpetuado por más de cien años; tal vez un visitante de otras épocas, uno de esos geógrafos daneses o comerciantes de Liverpool de paso por nuestras costas advirtió que las chilenas son más fuertes y organizadas que la mayoría de los hombres, concluyó frívolamente que tienen el mando, y de tanto repetir aquella falacia, acabó convertida en dogma.

Ellas sólo reinan a veces entre las paredes de su casa. Los varones controlan el poder político y económico, la cultura y las costumbres, proclaman las leyes y las aplican a su antojo y cuando las presiones sociales y el aparato legal no bastan para someter a las mujeres más alzadas, interviene la religión con su innegable sello patriarcal. Lo imperdonable es que son las madres quienes se encargan de perpetuar y reforzar el sistema, criando hijos arrogantes e hijas serviciales; si se pusieran de acuerdo para hacerlo de otro modo podrían terminar con el machismo en una generación. Por siglos la pobreza ha obligado a los hombres a recorrer el delgado territorio nacional de una punta a otra en busca de sustento, no es raro que el mismo que en invierno escarba en las entrañas de las minas del norte, se encuentra en verano en el valle central cosechando fruta o en el sur en un bote pesquero.

Los hombres pasan y se van, pero las mujeres no se mueven, son árboles anclados en el suelo firme. En torno a ellas giran los hijos propios y otros allegados, se hacen cargo de los viejos, los enfermos, los desamparados, son el eje de la comunidad. En todas las clases sociales, menos las privilegiadas por el dinero, la abnegación y el trabajo se consideran las máximas virtudes femeninas; el espíritu de sacrificio es una cuestión de honor, mientras más sufren por la familia, más orgullosas se sienten. Se acostumbran desde temprano a considerar al compañero como un hijo bobalicón, a quien perdonan graves defectos, desde ebriedad hasta violencia doméstica,

porque es hombre. En los años sesenta un reducido grupo de mujeres jóvenes, que habían tenido la buena fortuna de divisar el mundo más allá de la cordillera de los Andes, se atrevieron a plantear un desafío. Mientras se trataba de quejas vagas nadie le dio importancia, pero en 1967 apareció la primera publicación feminista sacudiendo el estupor provinciano en el cual vegetábamos. Nació como otro capricho del dueño de la más poderosa editorial del país, un millonario errático cuyo propósito no era despertar conciencia ni nada que se le parezca, sino fotografiar adolescentes andróginas para las páginas de moda. Se reservó el trato exclusivo con las hermosas modelos, buscó dentro de su medio social quien hiciera el resto del trabajo y la elección cayó en Delia Vergara, una periodista recién graduada cuyo aspecto aristocrático ocultaba voluntad de acero e intelecto subversivo. Esta mujer produjo una elegante revista con el mismo aspecto glamoroso y las frivolidades de tantas otras publicaciones de entonces y de ahora, pero destinó parte de ella a la divulgación de sus ideas feministas. Se rodeó de un par de audaces colegas y crearon un estilo y un lenguaje que hasta entonces no se habían visto en letras de molde en el país. Desde el primer número la revista provocó acaloradas polémicas; los jóvenes la recibieron con entusiasmo y los grupos más conservadores se alzaron en defensa de la moral, la patria y la tradición, que seguramente peligraban con el asunto de la igualdad entre los sexos. Por una de esas extrañas vueltas de la suerte, Delia había leído en Ginebra una carta mía, que mi madre le mostró, y así se enteró de mi existencia. Le llamó la atención el tono de algunos párrafos y cuando volvió a Chile me buscó para que participara en su proyecto. Cuando me conoció yo no tenía trabajo, estaba a punto de dar a luz y mi falta de credenciales era bochornosa, no había pasado por la Universidad, tenía el cerebro lleno de fantasías y, producto de mi escolaridad trashumante, escribía con gruesas faltas gramaticales, pero igual me ofreció una página sin poner más condiciones que un toque irónico, porque en medio de tantos artículos combativos hacía falta algo liviano. Acepté sin saber cuán difícil es escribir en broma por encargo. En privado los chilenos tenemos la risa pronta y el chiste fácil, pero en público somos un pueblo de tontos graves paralizados por el temor de hacer el ridículo, eso me ayudó porque me enfrenté con escasa competencia. En mi columna trataba a los varones de trogloditas y supongo que si cualquier hombre se atreviera a escribir con esa insolencia sobre el sexo opuesto, sería linchado en una plaza pública por una turba de mujeres enfurecidas, pero a mí nadie me tomaba en serio. Cuando se publicaron los primeros números de la revista con reportajes sobre anticonceptivos, divorcio, aborto, suicidio y otros temas impronunciables, se armó un lío. Los nombres de quienes trabajábamos en la revista andaban de boca en boca, a veces con admiración, pero en general acompañados de una mueca. Soportamos muchas agresiones y en los años siguientes todas menos yo, que estaba casada con un híbrido inglés, terminaron separadas de sus maridos criollos, incapaces de tolerar la combativa celebridad de sus esposas.

Tuve un primer atisbo de la desventaja de mi sexo cuando era una mocosa de cinco años y mi madre me enseñaba a tejer en el corredor de la casa de mi abuelo, mientras mis hermanos jugaban en el álamo del jardín. Mis dedos torpes intentaban anudar la lana con los palillos, se me iban los puntos, se me enredaba la madeja, transpiraba por el esfuerzo de concentración, y en eso mi madre me dijo: siéntate con las piernas juntas como una señorita. Lancé el tejido lejos y en ese momento decidí que iba a ser hombre; me mantuve firme en ese propósito hasta los once años, cuando me traicionaron las hormonas a la vista de las orejas monumentales de mi primer amor y empezó inexorablemente a cambiar mi cuerpo.

Habrían de pasar cuarenta años para aceptar mi condición y comprender que, con el doble de esfuerzo y la mitad de reconocimiento, había logrado lo mismo que a veces consiguen algunos hombres. Hoy no me cambiaría por ninguno, pero en mi juventud las injusticias cotidianas me amargaban la existencia. No se trataba de envidia freudiana, no hay razón para codiciar ese pequeño y caprichoso apéndice masculino, si tuviera uno no sabría qué hacer con él. Delia me prestó un alto de libros de autoras norteamericanas y europeas y me mandó leerlos por orden alfabético, a ver si despejaba las brumas románticas de mi cerebro envenenado por exceso de literatura de ficción, y así fui descubriendo de a poco una manera articulada de expresar la rabia sorda que me había acompañado siempre. Me convertí en una formidable antagonista para el tío Ramón, que debió recurrir a sus peores trampas de oratoria para hacerme frente; ahora era yo quien redactaba documentos con tres copias en papel sellado y él quien se negaba a firmarlos.

Cierta noche fuimos invitados con Michael a cenar en casa de un conocido político socialista, que había hecho una carrera luchando por justicia e igualdad para el pueblo. A sus ojos el pueblo se componía sólo de hombres, no se le había ocurrido que las mujeres también estaban incluidas. Su esposa tenía un cargo directivo en una gran corporación y solía aparecer en la prensa como uno de los escasos ejemplos de mujer emancipada; no sé por qué estaba casada con aquel protomacho. Los demás invitados eran también personajes de la política o la cultura y nosotros, diez años menores, para nada calzábamos en aquel sofisticado grupo. En la mesa alguien celebró mis artículos de humor, me preguntó si no pensaba escribir en serio y en un rapto de inspiración repliqué que me gustaría entrevistar a una mujer infiel. Un silencio gélido cayó en el comedor, los comensales conturbados fijaron la vista en sus platos y nadie dijo palabra por un buen rato. Finalmente la dueña de casa se puso de pie, partió rumbo a la cocina a preparar café y yo la seguí con el pretexto de ayudarla. Mientras colocábamos las tazas sobre una bandeja me dijo que si prometía guardar el secreto y no revelar jamás su identidad, estaba dispuesta a concederme la entrevista. Al día siguiente me presenté con una grabadora en su oficina, una sala luminosa en un edificio de vidrio y acero en pleno centro de la ciudad, donde ella reinaba sin rivales femeninas en un puesto de mando entre una multitud de tecnócratas de traje gris y corbata a rayas. Me recibió sin muestras de ansiedad, delgada, elegante, con la falda corta y la sonrisa ancha, vestida con un traje Chanel y varias vueltas de cadenas doradas al cuello, dispuesta a contar su historia sin escrúpulos de conciencia. En noviembre de ese año la revista publicó diez líneas sobre el asesinato del Che Guevara que había convulsionado al mundo, y cuatro páginas con mi entrevista a esa mujer infiel que estremeció a la pacata sociedad chilena. En una semana se duplicaron las ventas y me contrataron como parte del personal de planta. Llegaron miles de cartas a la oficina, muchas de organizaciones religiosas y de conocidos jerarcas de la derecha política espantados por el mal ejemplo público de aquella sinvergüenza, pero también recibimos otras de lectoras confesando sus propias aventuras. Cuesta imaginar hoy día que algo tan banal provocara semejante reacción, después de todo la infidelidad es tan antigua como la institución del matrimonio. Nadie perdonó que la protagonista del reportaje tuviera las mismas motivaciones para el adulterio que un hombre: oportunidad, aburrimiento, despecho, coquetería, desafío, curiosidad. La señora de mi entrevista no estaba casada con un borracho brutal ni con un inválido en silla de ruedas, tampoco padecía el tormento de un amor imposible; en su vida no había tragedia, simplemente carecía de buenas razones para guardar lealtad a un marido que a su vez la traicionaba. Muchos se horrorizaron ante su organización perfecta, alquilaba un apartamento discreto con dos amigas, lo mantenían impecable y se lo turnaban en la semana para llevar a sus amantes, así no pasaban el mal rato de frecuentar hoteles donde podían ser reconocidas. A nadie se le había ocurrido que las mujeres podían disfrutar de tal comodidad, un apartamento propio para citas de amor era privilegio sólo de varones, incluso había un nombre francés para llamarlo:

garçonnière. En la generación de mi abuelo eran de uso común entre los señorones, pero ya muy pocos podían darse ese lujo y en general cada cual fornicaba como y donde mejor podía de acuerdo a su presupuesto. En todo caso, no faltaban habitaciones de alquiler para amores furtivos y todo el mundo sabía exactamente el precio y dónde estaban localizadas.

Veinte años más tarde, en una vuelta de mi largo periplo, me encontré en otro rincón del mundo, muy lejos de Chile, con el marido de la señora del traje Chanel. El hombre había sufrido prisión y tortura durante los primeros años de la dictadura militar y llevaba el cuerpo y el alma marcados de cicatrices.

Entonces vivía en exilio, separado de su familia, y le fallaba la salud, porque el frío de la cárcel se le había metido por dentro y le estaba devorando los huesos, sin embargo no había perdido su encanto ni su tremenda vanidad. Apenas se acordaba de mí, sólo me distinguía en su memoria por aquella entrevista, que había leído fascinado.

—Siempre quise saber quién era esa mujer infiel —me dijo en tono confidencial—. Comenté el caso con todos mis amigos. En Santiago no se hablaba de otra cosa en esos días. Me habría encantado hacer una visita a ese apartamento, ojalá con sus dos amigas también.

Perdona la falta de modestia, Isabel, pero creo que esas tres tipas merecían encontrarse con un macho bien plantado.

—Para serte franca, creo que eso nunca les faltó.

—Ha pasado mucho tiempo ¿no vas a decirme quién era ella?

—No.

—¡Dime al menos si la conozco!

—Sí… bíblicamente.

El trabajo en la revista y más tarde en televisión fue una válvula de escape a la chifladura heredada de mis antepasados; sin eso la presión acumulada habría estallado enviándome directo a una casa de orates. El ambiente prudente y moralista, la mentalidad pueblerina y la rigidez de las normas sociales de esos tiempos en Chile eran agobiadores. Pronto mi abuelo se acostumbró a mi vida pública y dejó de lanzar mis artículos a la basura, no los comentaba, pero de vez en cuando me preguntaba qué opinaba Michael y me recordaba que debía sentirme muy agradecida por tener un marido tan tolerante. No le gustaba mi reputación de feminista, ni mis vestidos largos y sombreros antiguos, y mucho menos mi viejo Citroën pintado como una cortina de baño, pero me perdonaba las extravagancias porque en la vida real yo cumplía el papel de madre, esposa y ama de casa. Por el placer de escandalizar al prójimo era capaz de desfilar por la calle con un sostén ensartado en un palo de escoba —sola, por supuesto, nadie estaba dispuesto a acompañarme— pero en la vida privada había interiorizado las fórmulas para la eterna felicidad doméstica. Por las mañanas le servía desayuno en cama a mi marido, por las tardes lo esperaba de punta en blanco y con la aceituna de su martíni entre los dientes, por las noches le dejaba sobre una silla el traje y la camisa que se pondría al día siguiente, le lustraba los zapatos, le cortaba el pelo y las uñas y le compraba la ropa sin que tuviera la molestia de probársela, tal como hacía con mis hijos. No era tan sólo estupidez de mi parte, sino exceso de energía.

De los

hippies cultivaba el aspecto exterior, en realidad vivía como una hormiga obrera trabajando doce horas diarias para pagar las cuentas.

La única vez que probé mariguana, que un verdadero

hippie me ofreció, comprendí que no era para mí. Fumé seis pitos seguidos y no me invadió la euforia alucinante de la que tanto había oído hablar, sólo dolor de cabeza; mis pragmáticos genes vascos son inmunes a la dicha fácil de las drogas. Volví a la televisión, esta vez con un programa feminista de humor, y colaboraba en la única revista infantil del país, que acabé dirigiendo cuando su fundador murió de un mal fulminante. Por años me divertí entrevistando asesinos, videntes, prostitutas, necrofílicos, saltimbanquis, santones de confusos milagros, psiquiatras dementes y mendigas con falsos muñones que alquilaban recién nacidos para conmover a las almas caritativas. Escribía recetas de cocina inventadas en la inspiración de un instante y de vez en cuando improvisaba el horóscopo guiándome por los cumpleaños de mis amistades. La astróloga vivía en el Perú y el correo solía atrasarse o bien sus envíos se perdían en los vericuetos del destino. Cierta vez la llamé para anunciarle que disponíamos del horóscopo de marzo, pero nos faltaba el de febrero, y me contestó que publicara el que teníamos, cuál era el problema, el orden no altera el producto; desde entonces empecé a fabricarlos con el mismo porcentaje de aciertos. La tarea más ardua era el Correo del Amor, que firmaba con el seudónimo de Francisca Román. A falta de experiencia personal recurría a la intuición heredada de la Memé y los consejos de la Abuela Hilda, que veía todas las telenovelas de moda y era una verdadera experta en asuntos del corazón. El archivo de cartas de Francisca Román me serviría hoy para escribir varios volúmenes de cuentos ¿dónde habrán ido a parar esos cajones repletos de epístolas melodramáticas? No me explico cómo me alcanzaba el tiempo para la casa, los niños y el marido, pero de algún modo me las arreglaba. En los ratos libres cosía mis vestidos, escribía cuentos infantiles y obras de teatro y mantenía con mi madre un continuo torrente de cartas. Entretanto Michael permanecía siempre al alcance de la mano, celebrando esa dicha sin conflictos en la cual nos habíamos instalado con la ingenua certeza de que si cumplíamos con las normas, todo resultaría bien para siempre. Parecía enamorado y yo ciertamente lo estaba. Era un padre permisivo y algo ausente; de todos modos los castigos y las recompensas corrían por mi cuenta, se suponía que a los hijos los criaban las madres. El feminismo no me alcanzó para repartir las tareas domésticas, en verdad esa idea no me pasó por la cabeza, creía que la liberación consistía en salir al mundo y echarme encima los deberes masculinos, pero no pensé que también se trataba de delegar parte de mi carga. El resultado fue mucho cansancio, como le pasó a millones de mujeres de mi generación que hoy cuestionan los movimientos feministas.

Los muebles de la casa solían desaparecer y en su lugar surgían dudosas antigüedades del Mercado Persa, donde un comerciante sirio cambiaba trastos viejos por trajes de caballero; en la medida en que Michael se quedaba sin ropa, la casa se llenaba de bacinillas desportilladas, máquinas de coser a pedal, ruedas de carreta y faroles a gas. Mis suegros, atemorizados por ciertos personajes que desfilaban por nuestro hogar, hacían lo posible por proteger a sus nietos de peligros potenciales. Mi cara en la televisión y mi nombre en la revista eran invitaciones abiertas para algunos seres estrafalarios, como un empleado del Correo que mantenía correspondencia con los marcianos, o una muchacha que abandonó a su hija recién nacida sobre el escritorio de mi oficina. Tuvimos a la niña con nosotros por un tiempo y ya habíamos decidido adoptarla, cuando al regresar una tarde a casa descubrimos que sus abuelos legítimos se la habían llevado bajo protección policial.

Un minero del Norte, vidente de oficio, quien de tanto pronosticar catástrofes había perdido la cordura, durmió sobre el sofá de nuestra sala por dos semanas, hasta que se resolvió un paro del Servicio Nacional de Salud. El infeliz llegó a la capital para ser atendido en el Hospital Psiquiátrico justo el día que se declaró la huelga. Escaso de dinero y sin conocer a nadie, pero con su facultad profética intacta, fue capaz de ubicar a una de las pocas personas dispuestas a ampararlo en esa ciudad hostil. A este hombre le falta un tornillo, puede sacar una navaja y degollarlos a todos, me advirtió la Granny muy nerviosa. Cogió a sus dos nietos y se los llevó a dormir con ella mientras duró la visita del vidente, quien por lo demás resultó completamente inofensivo y hasta puede ser que nos salvara la vida. Predijo que en un temblor fuerte se caerían algunas paredes de la casa, Michael hizo una inspección completa, reforzó algunos puntos y cuando vino el remezón sólo se desplomó el muro del patio, aplastando las dalias y el conejo del vecino.

La Granny y la Abuela Hilda ayudaron a cuidar a los niños, Michael les dio estabilidad y decencia, el colegio los educó y el resto lo adquirieron por viveza y talento naturales. Yo traté simplemente de entretenerlos. Tú eras una niña sabia, Paula. Desde pequeña tenías vocación pedagógica, a tu hermano, los perros y las muñecas les tocó cumplir el papel de alumnos. El tiempo libre que te dejaban tus actividades docentes se repartía entre juegos con la Granny, visitas a una residencia de ancianos del vecindario y sesiones de costura con la Abuela Hilda. A pesar de los primorosos vestidos de batista bordada que mi madre te compraba en Suiza, lucías como huérfana con trapos mal cosidos por ti. Mientras mi suegro gastaba sus años de jubilado tratando de resolver la cuadratura del círculo y otros interminables problemas de matemáticas, la Granny gozaba a sus nietos en una verdadera orgía de abuela, subían al desván para jugar a los bandidos, se introducían clandestinamente al club para bañarse en la piscina y organizaban bochornosas representaciones teatrales ataviados con mis camisas de dormir. Con esa adorable mujer pasabas el verano horneando galletas y el invierno tejiendo bufandas a rayas para tus amigos de la residencia geriátrica; más tarde, cuando salimos de Chile, les escribías cartas a cada uno hasta que el último de esos bisabuelos ajenos murió de soledad. Esos años fueron los más felices y los más seguros en nuestras vidas. Nicolás y tú atesoran recuerdos dichosos que los sostuvieron en los tiempos duros, cuando pedían llorando que volviéramos a Chile; pero entonces no había retorno posible, la Granny yacía bajo una mata de jazmín, su marido se había extraviado en los laberintos de la demencia senil, los amigos habían muerto o estaban dispersos por el mundo y nosotros no teníamos lugar en ese país. Sólo quedaba la casa.

Todavía está allí, intacta. No hace mucho fui a visitarla y me sorprendió su tamaño, parece una casita de muñecas con una peluca medio calva en el techo.

Michael tuvo loable paciencia conmigo, no lo apabullaron los chismes ni las críticas que yo provocaba, no interfería en mis proyectos por descabellados que fueran y me respaldó con lealtad aún en los errores, sin embargo nuestros caminos se fueron separando más y más. Mientras yo me movía entre feministas, bohemios, artistas e intelectuales, él se dedicaba a sus planos, sus cálculos, sus edificios en construcción, sus partidas de ajedrez y juegos de

bridge. Se quedaba en la oficina hasta muy tarde, porque entre los profesionales chilenos es de buen tono trabajar de sol a sol y no tomar vacaciones, lo contrario se considera indicio de mentalidad de burócrata y lleva a un fracaso seguro en la empresa privada. Era buen amigo y buen amante, pero no guardo muchos recuerdos de él, se me ha desdibujado como una fotografía fuera de foco. Nos educaron en la tradición de que el marido provee para la familia y la mujer se hace cargo del hogar y los hijos, pero en nuestro caso no fue del todo así; empecé a trabajar antes que él y corría con gran parte de nuestros gastos, su sueldo se destinaba a pagar la deuda de la casa y hacer inversiones, el mío se esfumaba en lo cotidiano. En todo caso él permaneció fiel a sí mismo, ha cambiado poco a lo largo de su vida, pero yo le daba demasiadas sorpresas, ardía de inquietud, veía injusticias por todas partes, pretendía transformar el mundo y abrazaba tantas causas distintas que yo misma perdía la cuenta y mis hijos vivían en permanente estado de desconcierto. Diez años más tarde, cuando estábamos instalados en Venezuela y mis ideales estaban bastante estropeados por las vicisitudes del exilio, les pregunté a esos niños —formados en la era de los

hippies y los sueños socialistas— cómo les gustaría vivir, y los dos respondieron al unísono y sin ponerse de acuerdo: como burgueses acomodados.

El tío Ramón y mi madre regresaron de Suiza el mismo año de la muerte de mi padre. Mi padrastro había escalado los lentos peldaños de la carrera diplomática y alcanzado un puesto importante en la Cancillería. Llevaba a los nietos al palacio de Gobierno, diciéndoles que era su residencia particular, y los instalaba en el largo comedor de los Embajadores, entre cortinajes de felpa y retratos de próceres de la Patria, donde mozos con guantes blancos les servían jugo de naranja. A los siete años te tocó hacer una composición en el colegio, cuyo tema era la familia y escribiste que tu único pariente interesante era el tío Ramón, príncipe y descendiente directo de Jesucristo, dueño de un palacio con criados en uniforme y guardias armados. La profesora me dio el nombre de un psiquiatra infantil, pero tu reputación quedó a salvo poco después, un día que debía llevarte al dentista, lo olvidé y te quedaste esperando durante horas en la puerta del colegio. La maestra intentó sin éxito ubicar a tu padre o a mí y por último llamó al tío Ramón. Dígale a Paula que no se mueva, iré a buscarla de inmediato, replicó él, y en efecto, media hora más tarde apareció una limusina presidencial embanderada y con una escolta de dos policías en moto, se bajó un chofer con la gorra en la mano, abrió la puerta de atrás y descendió tu abuelo con el pecho cubierto de condecoraciones y la capa negra de las grandes ceremonias, que había pasado a buscar a su casa en un rapto de inspiración poética. No recuerdas el tremendo plantón, hija, sólo aquella comitiva imperial y la cara de tu maestra, tan desconcertada que se inclinó en una profunda reverencia para saludar al tío Ramón.

Mi padre murió de un ataque fulminante, no tuvo tiempo de sacar la cuenta de sus grandezas ni de sus miserias porque una ola de sangre le inundó las cavidades más profundas del corazón y quedó tirado en la calle como un indigente. Fue recogido por la Asistencia Pública y trasladado a la morgue, donde una autopsia determinó el motivo de su muerte. Al revisar los bolsillos de su ropa encontraron algunos papeles, relacionaron el apellido y se pusieron en contacto conmigo para que identificara el cadáver. Al oír el nombre no imaginé que se tratara de mi padre, porque no había pensado en él desde hacía muchos años y no quedaban vestigios de su paso por mi vida, ni siquiera el rencor de su abandono, sino en mi hermano, cuyo segundo nombre es Tomás y que en esa época todavía andaba perdido en aquella secta misteriosa del Mesías argentino. Llevábamos meses sin noticias suyas y por ese sentido trágico propio de mi familia, suponíamos lo peor. Mi madre había agotado los recursos para ubicarlo, sin el menor resultado, y se inclinaba a creer los rumores de que su hijo se había enganchado con los revolucionarios cubanos, porque la idea de que anduviera tras las huellas del difunto Che Guevara le resultaba más llevadera que saberlo hipnotizado por un santón.

Antes de partir a la morgue llamé al tío Ramón a su oficina para comunicarle tartamudeando que mi hermano había muerto. Llegué antes que él al siniestro edificio, me presenté ante un funcionario impasible quien me condujo a una sala fría donde había una camilla con un bulto cubierto por una sábana. Levantaron la tela y apareció un hombre gordo, lívido y desnudo, con un costurón de colchonero desde el cuello hasta el sexo, con quien no sentí ni la más remota conexión. Instantes después llegó el tío Ramón, le echó una mirada breve y anunció que era mi padre. Me acerqué otra vez y observé sus facciones con cuidado porque no tendría oportunidad de verlo nunca más.

Ese día me enteré de la existencia de un medio hermano mayor, hijo de mi padre y de otro amor, notablemente parecido al muchacho de quien me enamoré en una clase de matemáticas cuando tenía quince años. También supe de tres niños menores que tuvo con una tercera mujer, a quienes irónicamente les dio nuestros nombres. El tío Ramón se encargó del funeral y de redactar un documento en el cual renunciábamos a cualquier herencia en favor de esa otra familia; Juan y yo estampamos nuestros nombres de inmediato y enseguida falsificamos la firma de Pancho para evitar dilaciones engorrosas.

Al día siguiente caminamos tras el ataúd de ese desconocido por un sendero del Cementerio General, nadie más se presentó a ese modesto entierro, mi padre dejó en este mundo muy pocos amigos. No he vuelto a tener contacto con mis medios hermanos. Cuando pienso en mi padre sólo puedo visualizarlo inerte en la soledad abismante de esa helada sala de la morgue.

El cadáver de mi padre no fue el primero que había visto de cerca.

De lejos había divisado algunos cuerpos tirados en la calle en la batahola de la guerra que sacudió al Líbano y en un amago de revolución en Bolivia, pero más parecían marionetas que personas, a la Memé sólo puedo recordarla viva y del tío Pablo no quedaron rastros. El único muerto real y presente de mi niñez me tocó cuando tenía ocho años y las circunstancias lo hicieron inolvidable.

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