Paola

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Primera parte. La flor del membrillo » Capítulo III. Madonna Paola

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Después de comprobar que ninguno de ellos llevaba señal alguna que pudiera revelar su identidad, corrí las cortinas de mi litera, y reclinándome en ella, me puse a pensar cómo recibiría a los esbirros de Borgia cuando me alcanzasen. Luego, medité sobre mi situación y sobre la hazaña que había ejecutado; y no me divirtió poco la idea de las proporciones de mi broma. Era una burla que no desdecía de las dotes incomparables de Boccadoro y que constituía un digno remate de su carrera de bufón. Porque, ¿no habla yo jurado que Boccadoro dejaría de existir tan pronto como quedase desempeñada la misión que se me había confiado? Con la ayuda de César Borgia estaba preparándome a…

Una repentina sacudida me trajo de nuevo a la realidad, y advertí que acababa de aumentarse la rapidez de nuestra marcha de un modo considerable.

—¡Jacobo! —grité sacando la cabeza—. ¿Por qué estamos galopando de este modo?

—Vienen detrás —me contestó, con el miedo nuevamente pintado en su rostro—. Los hemos visto un momento al subir a esta colina.

—¿A quiénes habéis visto?

—A los soldados de la casa de Borgia.

—¡Animal! ¿Qué tenemos que ver con ellos? Deben de habernos confundido con otros viajeros a quienes persiguen. Y puesto que no se dirigen contra nosotros, hacedme el favor de poner a esos caballos a un paso más razonable. No queremos tener ni remotamente las trazas de un grupo de fugitivos.

Comprendiendo también ahora, hizo lo que le encargaba. Y así continuamos nuestro camino cosa de media hora. Este fué el tiempo que tardaron los soldados en alcanzarnos, cuando aún estábamos a una legua aproximadamente de Fabriano. Oímos el ruido que hacían las herraduras de los caballos de nuestros perseguidores sobre la nieve, y luego, una voz fuerte e imperiosa nos mandó detenernos. Así lo hicimos en el acto, como quien nada tiene que temer, y ellos llegaron a nuestro lado como un alud, lanzando gritos de triunfo por la rendición de la presa, que ya daban por segura.

Entonces me quité el sombrero, y sacando por la ventanilla mi cabeza cubierta con la caperuza de colorines, hice sonar los cascabeles y pregunté a qué se debía aquel alto. Si fueron los soldados de Borgia que nos rodeaban o los criados de Santafior los que quedaron más sorprendidos por mi aspecto, no sabría decidirlo. Pero entre la multitud de rostros que estaban mirándome no había uno solo que no expresara el asombro más profundo.

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