Pandora

Pandora


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Me desperté. Oí el canto de los pájaros. Calculé que debía de ser mediodía, aunque no estaba segura.

Me dirigí descalza a la habitación contigua y la crucé en dirección al peristilo. Caminé sobre el borde enlosado de la tierra y alcé la vista al cielo. El sol aún no estaba lo bastante alto para observarlo sobre mí.

Descorrí el cerrojo de la puerta y me encaminé hacia la verja. Pregunté al primer hombre que vi, un hombre del desierto que lucía un velo muy largo.

—¿Qué hora es? ¿Mediodía?

—Oh, no, señora —respondió—. Todavía no. ¿Se os han pegado las sábanas? Sois muy afortunada. —El hombre meneó la cabeza y prosiguió su camino.

En el salón ardía una lámpara. Entré en él y vi que la lámpara se hallaba sobre el escritorio que mis sirvientes habían dispuesto para mí.

Había tinta, plumas, y unas hojas en blanco de pergamino.

Me senté y anoté todo cuanto lograba recordar de los sueños, forzando la vista para ver con claridad a la débil luz de la pequeña lámpara en las sombras, demasiado lejos de la luz que iluminaba el frondoso huerto del peristilo.

Me dolía el brazo de tan rápido como escribía sobre el pergamino. Describí detalladamente el último sueño, las antorchas, la sonrisa de la Reina, su expresión cuando me aproximé a ella.

Ya estaba hecho. Mientras escribía iba dejando las hojas en el suelo, a mi alrededor, para que se fueran secando. No había peligro de que el viento se las llevara pues no soplaba la más leve brisa. Cuando hube terminado las recogí del suelo.

Me acerqué deliberadamente al borde del jardín para contemplar el cielo azul, sosteniendo las hojas junto a mi pecho. Un límpido cielo azul.

—¡Y cubres este mundo! —dije—. Y eres inmutable, salvo por una luz que sale y se pone —añadí dirigiéndome al cielo—. ¡Luego cae la noche con sus esquemas ilusorios y seductores!

—¡Señora! —Era Flavius, a mis espaldas, medio dormido—. Apenas habéis descansado. Debéis dormir. Regresad al lecho.

—Tráeme las sandalias. Vamos, date prisa —le ordené.

En cuanto Flavius se hubo marchado, atravesé la verja de la casa y caminé tan rápidamente como pude.

Cuando me hallaba a medio camino del templo de Isis caí en la cuenta de lo desagradable que era andar descalza sobre los sucios adoquines. Me percaté de que llevaba puesta la arrugada túnica de lino con que me había acostado. El pelo me caía desordenadamente sobre los hombros. No aminoré el paso.

Estaba eufórica. No me sentía desvalida como cuando había huido de casa de mi padre. No estaba nerviosa ni corría un gran peligro como cuando Lucius me había acusado la noche anterior ante los soldados romanos.

No estaba aterrorizada como cuando la Reina me había sonreído en mi sueño. Ni tampoco temblaba, como cuando me había despertado.

Seguí avanzando. Me hallaba inmersa en un tremendo drama. No lo abandonaría hasta el último acto.

Pasaron varias personas junto a mí, unos obreros que acudían a sus trabajos matutinos, un viejo apoyado en un cayado. Apenas me fijé en ellos.

Me producía un pequeño placer que la gente se fijara en que llevaba el pelo suelto, libre, y el vestido arrugado. Me pregunté qué se sentiría al aislarse de toda civilización y no volver a preocuparse por el estado de un cierre o una horquilla, dormir sobre la hierba, no temer nada.

¡No temer nada! Ah, qué hermoso me parecía eso.

Llegué al foro. Los puestos del mercado ya estaban muy concurridos; los mendigos se habían echado a la calle. Vi muchas literas cubiertas con cortinas, transportadas en todas direcciones. Los filósofos impartían sus enseñanzas bajo los pórticos. Percibí esos violentos y extraños ruidos que siempre vienen de un puerto, quizás al descargar unas mercancías, no lo sé a ciencia cierta. Aspiré el olor del Orontes. Confié en que el cadáver de Lucius flotara en sus aguas.

Subí por la escalera y penetré en el templo de Isis.

—Deseo ver al sumo sacerdote y a la sacerdotisa —dije—. Es urgente.

Pasé junto a una joven perpleja y con aire decididamente virginal y entré en una cámara adyacente donde me había entrevistado por primera vez con ellos. La mesa había desaparecido. Sólo estaba el diván. Entré en otra habitación del Templo. Una mesa. Unos pergaminos. Oí unos pasos apresurados. Unos momentos después apareció la sacerdotisa. Ya se había aplicado la pintura de rigor en la cara y se había colocado la peluca y los adornos. Al verla no sentí el menor sobresalto.

—Mirad —dije—, he tenido otro sueño. —Señalé los pergaminos que había depositado ordenadamente sobre la mesa—. Lo he anotado todo.

En aquel preciso instante llegó el sacerdote. Se acercó a la mesa y observó los folios.

—Leed cuanto he escrito. Leedlo ahora. Deseo que seáis testigos de ello en caso de que me suceda una desgracia.

El sacerdote y la sacerdotisa se situaron uno a cada lado de mí; el sacerdote levantó cuidadosamente los pergaminos para examinarlos, sin darle la vuelta al montón.

—Soy un alma errante —dije—. La diosa pretende un ajuste de cuentas, o quizá desee un favor de mi parte, no lo sé, sólo sé que está viva. No es una mera estatua.

El sacerdote y la sacerdotisa me miraron.

—¿Bien? ¿No tenéis nada que decir? —pregunté—. Todo el mundo acude a vosotros en busca de consejo.

—Pero señora —repuso el sacerdote—, no podemos leer estos pergaminos.

—¿Qué?

—Están escritos en un tipo de escritura jeroglífica muy antigua y complicada.

Bajé la vista hacia las hojas. Sólo vi mis palabras tal como habían brotado de mi mente, a través de mi mano, a través de mi pluma. No conseguí fijarme en la forma de las letras.

Tomé la última hoja y leí en voz alta:

—«Su sonrisa era astuta. Me llenó de terror.» —Les tendí el pergamino, pero el sacerdote y la sacerdotisa negaron enérgicamente con la cabeza.

De pronto se produjo un pequeño tumulto y Flavius, jadeando y con el rostro arrebolado, entró en la habitación. Llevaba mis sandalias en la mano. Al verme se apoyó contra la pared, visiblemente aliviado.

—Acércate —le dije.

Obedeció.

—Mira esas hojas, léelas. ¿No están escritas en latín?

Aparecieron dos esclavas, que se apresuraron a lavarme los pies y a calzarme las sandalias. Flavius se irguió junto a mí y examinó las hojas.

—Es una antigua escritura egipcia —dijo Flavius—. La más antigua que he visto en mi vida. ¡Esto valdría una fortuna en Atenas!

—¡Pero si lo acabo de escribir! —exclamé. Miré al sacerdote y a la sacerdotisa—. Haced venir a vuestro amigo alto y rubio —dije—. El que adivina el pensamiento, el que sabe leer las antiguas escrituras.

—No podemos hacerlo, señora. —El sacerdote miró desconcertado a la sacerdotisa.

—¿Por qué? ¿Dónde se encuentra? Sólo acude cuando anochece, ¿no es así? —pregunté.

Ambos asintieron con la cabeza.

—Y cuando adquiere libros, todos los libros que versan sobre Egipto, ¿lo hace también a la luz de las lámparas? —inquirí. Pero ya conocía la respuesta.

El sacerdote y la sacerdotisa se miraron desconcertados.

—¿Dónde vive?

—No lo sabemos, señora. Os ruego que no tratéis de dar con él. Vendrá en cuando oscurezca. Anoche nos advirtió que os tenía en gran estima.

—De modo que no sabéis dónde vive… —Me levanté—. Está bien —dije. Recogí los pergaminos, cubiertos con mi espectacular escritura antigua—. Ese ser abrasado —añadí antes de abandonar la habitación—, vuestro amigo que asesina y chupa la sangre a sus víctimas, ¿vino anoche? ¿Dejó una ofrenda?

—Sí —repuso el sacerdote. Parecía sentirse humillado—. Señora Pandora, descansad y comed un poco.

—Sí —intervino mi leal Flavius—, debéis hacerlo.

—Es imposible —contesté. Con las hojas firmemente sujetas, crucé el amplio vestíbulo y me dirigí a la puerta principal. Todos me suplicaron que descansara un rato, pero yo no les presté atención.

Al salir sentí un calor sofocante. Flavius me seguía a corta distancia. El sacerdote y la sacerdotisa nos rogaron que nos quedáramos.

Eché un vistazo alrededor, escrutando el enorme mercado.

Los libreros de más prestigio se hallaban agrupados en el extremo izquierdo del foro. Atravesé la plaza.

Flavius hacía esfuerzos por seguirme.

—Señora, os lo ruego, ¿qué os proponéis? Os habéis vuelto loca.

—No me he vuelto loca, y lo sabes —repliqué—. ¡Tú mismo lo viste anoche!

—Esperadle en el templo, tal como os pidió que hicierais —dijo Flavius.

—¿Por qué? ¿Por qué habría de hacerlo? —pregunté.

Había numerosas librerías, con manuscritos en todas las lenguas.

—¡Egipto! ¡Egipto! —exclamé, en latín y en griego.

En el mercado reinaba una tremenda barahúnda; había un sinfín de compradores y vendedores. Platón y Aristóteles estaban por doquier. Había un montón de libros sobre su vida escritos por César Augusto, que el emperador había completado unos años antes de su muerte.

—¡Egipto! —exclamé.

Los mercaderes señalaron antiguos papiros. Fragmentos.

La brisa agitaba los toldos. Me asomé a una estancia tras otra, observando las hileras de esclavos que se afanaban en copiar textos, unos esclavos que mojaban las plumas en los frascos de tinta, que no se atrevían a alzar la vista de su tarea.

Fuera también había esclavos, sentados a la sombra, escribiendo cartas dictadas por hombres y mujeres de aspecto humilde. Todos estaban muy ajetreados.

Unos hombres transportaban baúles hacia una librería. Salió el dueño, un anciano.

—Vengo de parte de Marius —dije—, un hombre alto y rubio que adquiere libros en vuestro establecimiento sólo por las noches.

El hombre no dijo nada.

Entré en una librería contigua. Todo cuanto contenía era egipcio, no sólo los papiros expuestos en las estanterías, sino los fragmentos de pintura en los muros, los trozos de yeso que mostraban aún el perfil de un rey o una reina, múltiples frasquitos dispuestos en hileras, figuras procedentes de una tumba saqueada hacía mucho tiempo. A los egipcios les encantaba confeccionar esas figurillas de madera.

Allí vi por fin a la persona que buscaba, un auténtico anticuario.

El hombre, de barba canosa, alzó de mala gana la vista del libro que estaba examinando, un códice escrito en egipcio moderno.

—¿No tenéis algo que pueda interesarle a Marius? —pregunté, entrando en la tienda. Tuve que sortear numerosos baúles y pilas de cajas—. Ese romano tan alto, Marius, que estudia manuscritos antiguos y compra los más valiosos. Ya sabéis a quién me refiero. Con los ojos muy azules. Rubio. Viene por las noches, y vos le franqueáis la entrada.

El hombre asintió con la cabeza. Luego miró a Flavius y dijo, enarcando las cejas:

—¡Muy impresionante vuestra pierna de marfil! —Era un griego culto. Excelente—. Griega. Oriental y de una palidez perfecta.

—Vengo de parte de Marius —dije.

—Le reservo todos los libros que pueden interesarle, tal como me ha pedido que haga —repuso el hombre, encogiéndose levemente de hombros—. No vendo nada sin ofrecérselo antes a Marius.

—Estoy segura de ello. Vengo de su parte. —Miré alrededor—. ¿Me permitís sentarme?

—Oh, por favor, disculpadme —contestó el hombre, indicando un sólido baúl.

Flavius estaba perplejo. El hombre volvió a sentarse ante su mesa, cubierta de libros, papiros y otros objetos.

—Ojalá dispusiera de una mesa adecuada. ¿Dónde está mi esclavo? Sé que tengo una frasca de vino en alguna parte. Acabo… Estaba leyendo la historia más asombrosa en este texto.

—¿De veras? —dije—. Echad un vistazo a esto —añadí, entregándole las hojas.

—Dios mío, es una copia bellísima —dijo—. ¡Qué caligrafía tan perfecta! —Leyó en voz baja. Por lo visto comprendía muchas de las palabras que aparecían escritas—. A Marius le interesará enormemente. Trata de las leyendas de Isis, precisamente el tema que él estudia.

Le arrebaté suavemente los papeles.

—Lo he escrito para él.

—¿Lo habéis escrito vos?

—Sí, pero deseo sorprenderle con un regalo. Algo que acabe de llegar, que él no haya visto todavía.

—Hay muchos objetos…

—Dinero, Flavius.

—No llevo dinero encima, señora.

—Eso no es cierto, Flavius; no te creo capaz de salir de casa sin las llaves y un poco de dinero. Dámelo.

—Oh, si es para Marius, os lo vendo a crédito —dijo el anciano—. Hum, esta semana han llegado al mercado varias cosas. Eso se debe a la hambruna que padecen en Egipto. Supongo que mucha gente se ve obligada a vender sus pertenencias. Nunca se sabe de dónde procede un manuscrito egipcio, pero aquí… —El anciano alzó la mano y sacó un frágil papiro de su nicho entre los polvorientos estantes que formaban una especie de nido de abejas.

El librero lo depositó con reverencia sobre la mesa y lo abrió con sumo cuidado. El papiro estaba bien conservado, aunque tenía bordes rotos. Si no se manipulaba con cuidado, se desintegraría.

Me levanté para examinarlo por encima del hombro del librero. De golpe me sentí mareada. Vi un desierto y un poblado lleno de cabañas con el techo de ramas de palmeras. Hice un esfuerzo por abrir los ojos.

—Éste es sin duda el manuscrito más antiguo escrito en egipcio que yo he visto jamás. Cuidado, señora, no vayáis a caeros. Apoyaos en mi hombro. Os acercaré un taburete.

—No, no es necesario —respondí, contemplando las letras. Leí en voz alta—: «A mi señor, Narmer, rey del Alto y Bajo Egipto: ¿Quiénes son esos enemigos míos que afirman que no me comporto de forma honesta? ¿Cuándo me ha visto vuestra majestad comportarme deshonestamente? Es más, siempre procuro hacer más de lo que se me exige. ¿Cuándo no he escuchado cada palabra del acusado para juzgarlo con justicia, como haría vuestra majestad…?»

Me detuve. La cabeza me daba vueltas. Tuve una breve visión. Yo era una niña y todos nos dirigíamos a las montañas que se alzan sobre el desierto para pedir a Osiris, el dios de la sangre, que examinara el corazón del malvado. «Mira», dijeron los que me rodeaban. El dios era un hombre perfecto, de piel bronceada bajo la luna; agarró al condenado y le chupó la sangre lentamente. Una mujer murmuró junto a mí que el dios había hecho justicia y había impartido castigo, y que la maléfica sangre iría a parar ahora a otro ser, depurada y renovada, y no cometería más maldades.

Traté de borrar esa visión, esos agobiantes recuerdos que no me daban tregua. Flavius me miró preocupado y me sujetó por los hombros.

Me hallaba suspendida entre dos mundos. Miré el sol esplendoroso que iluminaba las piedras del foro, y yo vivía en otro lugar, vi a un joven que subía apresuradamente una montaña, declarando mi inocencia. «¡Invocad al dios de la sangre! ¡Él examinará el corazón de mi esposo y comprobará que el hombre miente! ¡Jamás yací con otro hombre!» Ven, dulce oscuridad. Necesitaba que la oscuridad envolviera las montañas como un manto porque el dios de la sangre dormía de día, oculto, no fuera que Re, el dios del sol, diera con él y le destruyera por celos.

—«Porque ella los ha derrotado a todos» —murmuré. Me refería a la Reina Isis—. Sosténme, Flavius.

—Os tengo bien sujeta, señora.

—Sentaos —dijo el anciano, que se había levantado, acercándome su taburete.

La noche que cubría Egipto aparecía cuajada de estrellas. Las vi con tanta nitidez como vi esa tienda en la que me encontraba en Antioquía. El dios gobernaría. «Ven, desciende de esa montaña, amado Osiris, y examina el corazón de mi esposo, y si descubres que he cometido una falta, mi sangre será tuya, te lo juro.» Allí estaba él, tal como yo lo había visto en mi infancia antes de que los sacerdotes de Re prohibieran el antiguo culto. «¡Justicia, justicia, justicia!», clamaba la multitud. El hombre que era mi esposo retrocedió asustado cuando el dios le señaló con el dedo. «Dame esta sangre maligna y la devoraré —dijo el dios—. Luego tráeme mi ofrenda. No os comportéis como cobardes ante un próspero sacerdote. Os halláis ante un dios.» El dios señaló a cada uno de los aldeanos y pronunció sus nombres. Conocía sus oficios. Adivinaba sus pensamientos. De pronto separó los labios y mostró sus colmillos. La visión se disolvió. Miré los objetos corrientes como si poseyeran vida y veneno.

—¡Por todos los dioses! —exclamé, profundamente turbada—. Debo localizar a Marius. ¡Debo verle ahora mismo!

Cuando Marius se enterara de lo sucedido, me haría partícipe de la verdad que él conocía. Debía hacerlo.

—Alquila una litera para tu ama —dijo el librero a Flavius—. Está muy cansada, y el camino hasta la colina es muy largo.

—¿Colina? —pregunté.

Al instante me sentí más animada. ¡Ese hombre sabía dónde vivía Marius! Me apresuré a fingir que estaba mareada de nuevo, agachando la cabeza, y dije con gesto cansino:

—Os lo ruego, decidle a mi administrador cómo llegar a la casa.

—Por supuesto. Conozco dos atajos, uno algo más difícil que el otro. Nosotros le enviamos muchos libros a Marius.

Flavius me miró atónito.

Traté de reprimir una sonrisa. Aquello se estaba poniendo mejor de lo que yo había imaginado. Pero las visiones de Egipto me habían dejado conmocionada. Odiaba el aspecto del desierto, las montañas, la idea de aquellos dioses sanguinarios.

Me puse de pie.

—Es una villa rosa situada en el mismo linde de la ciudad —dijo el anciano—. Está rodeada por muros, y tiene vistas al río. Es la última casa. Antiguamente era una finca rústica, situada fuera de las murallas. Se halla sobre un monumento de piedras. Pero nadie abre la verja de la casa de Marius de día. Todos saben que tiene por costumbre dormir durante el día y estudiar de noche. Entregamos los libros a sus sirvientes.

—A mí me recibirá —declaré.

—Si vos habéis escrito esto, no lo dudo —respondió el anciano.

Flavius y yo nos pusimos en camino. El sol se hallaba en lo alto. La plaza estaba atestada de compradores. Las mujeres llevaban cestos sobre la cabeza. Los templos se hallaban abarrotados. Abrirse camino entre la multitud, avanzando en zigzag, era casi un juego.

—Apresúrate, Flavius —dije.

Resultaba una tortura tener que ceñirme al paso lento de Flavius mientras subíamos por la colina y nos íbamos aproximando a la cima donde se hallaba la casa.

—¡Esto es una locura! —protestó Flavius—. Él no estará despierto a estas horas del día; lo sabéis tan bien como yo. Yo, el incrédulo ateniense, y vos, la cínica romana. ¿Qué estamos haciendo?

Seguimos ascendiendo por la colina, pasando por delante de las suntuosas mansiones. Las verjas estaban cerradas. Oímos los ladridos de los perros guardianes.

—¡Apresúrate! ¿Es que debo escuchar continuamente tus sermones? Mira, querido Flavius. La casa rosa, la última casa. Se nota que Marius vive rodeado de lujo. Fíjate en los muros y en la verja.

Por fin apoyé las manos en los barrotes de hierro. Flavius se tumbó en la hierba al otro lado del pequeño camino. Estaba extenuado.

Hice sonar la campanita. Los árboles extendían unas pesadas ramas sobre la parte superior de los muros. A través de una tupida red formada por hojas distinguí una figura que salió a la terraza del segundo piso.

—¡No podéis pasar! —gritó.

—Tengo que ver a Marius —contesté—. ¡Me está esperando! —grité, ahuecando las manos en torno a la boca—. Me pidió que viniera.

Flavius murmuró una breve oración.

—Oh, señora, espero que conozcáis a ese hombre mejor de lo que conocíais a vuestro hermano.

Me eché a reír.

—No hay comparación. Deja de quejarte.

La figura había desaparecido. Luego oí unos pasos apresurados. Por fin aparecieron dos jóvenes de cabello negro, poco más que unos niños, imberbes, con largos rizos negros y elegantemente vestidos con unas túnicas ribeteadas de oro. Parecían caldeos.

—¡Abrid la verja de inmediato! —exigí.

—No puedo dejaros pasar, señora —respondió uno de los muchachos, el que hacía de portavoz—. No puedo dejar que entre nadie en esta casa hasta que llegue Marius. Ésas son sus órdenes.

—¿De dónde ha de llegar? —pregunté.

—Señora, él aparece cuando le place y recibe a quien desea. Decidme vuestro nombre e informaré a Marius de que habéis venido.

—O abres la verja o saltaré la tapia —dije.

Los muchachos me miraron horrorizados.

—No, señora, no podéis hacer eso.

—Bueno, ¿no vais a gritar pidiendo ayuda? —inquirí.

Los dos esclavos no salían de su asombro. Eran muy lindos, uno ligeramente más alto que el otro. Lucían unos brazaletes exquisitos.

—Tal como supuse —dije—. En la casa no hay nadie aparte de vosotros.

Me volví para comprobar la resistencia de una gruesa enredadera que trepaba sobre los ladrillos estucados. Di un salto y planté el pie derecho lo más alto que pude en la enredadera, y de otro salto logré agarrarme a la parte superior de la tapia.

Flavius se había incorporado y se acercó apresuradamente.

—Señora, os ruego que no lo hagáis —dijo—. Esto está mal. No podéis saltar la tapia de la casa de ese hombre.

Los sirvientes hablaban entre sí frenéticamente. Creo que lo hacían en caldeo.

—¡Temo por vos, señora! —exclamó Flavius—. ¿Cómo puedo protegeros de un hombre como ese Marius?

Permanecí unos momentos tumbada sobre la parte superior de la tapia, boca abajo, tratando de recobrar el resuello. El jardín era vasto y muy hermoso. Ah, qué hermosas fuentes de mármol. Los dos esclavos habían retrocedido y se observaban como si fuera un poderoso monstruo.

—¡Por favor! —me suplicaron simultáneamente—. Nuestro amo se vengará de esto. No lo conocéis. ¡Por favor, señora, aguardad!

—Pásame las hojas de pergamino, Flavius, apresúrate. No admito que me desobedezcas.

Flavius hizo lo que le pedía.

—¡Oh, esto está mal, muy mal! —insistió—. Esto sólo puede conducir a una terrible desgracia.

Comencé a trepar por la tapia, con el denso y brillante follaje haciéndome cosquillas en todo el cuerpo, y apoyé la cabeza sobre las flores y tallos entrelazados. Las abejas no me inspiraban temor. Nunca las he temido. Descansé unos instantes, sujetando con fuerza los pergaminos. Luego me acerqué a la verja para ver a Flavius.

—Deja que yo me ocupe de Marius —dije—. Confío en que no hayas venido aquí sin tu puñal.

—No —respondió Flavius, alzando su capa para mostrármelo—, y con vuestro permiso me gustaría clavármelo ahora mismo en el corazón para estar muerto y bien muerto cuando llegue el amo de esta casa y os encuentre en su jardín.

—Permiso denegado —dije—. No se te ocurra hacer eso. ¿No oíste lo que dijo? No vas a enfrentarte a Marius sino a un pobre diablo con el cuerpo abrasado. ¡Se presentará al anochecer! ¿Qué más da si llega aquí antes que Marius?

—¡Oh, dioses, imploro vuestra ayuda! —exclamó Flavius, cubriéndose la cara con las manos.

—Ponte erguido. Eres un hombre. ¿Cuántas veces voy a tener que recordártelo? A quien vigilas es a un miserable saco de huesos quemados, y muy débil, además. Recuerda lo que dijo Marius. Hiérele en la cabeza. Clávale el puñal entre los ojos, una y otra vez, y avísame y acudiré al instante. Ahora duerme hasta que oscurezca. No se presentará antes, suponiendo que sepa llegar hasta aquí. Además, creo que Marius se presentará antes que él.

Me volví y eché a andar hacia las puertas abiertas de la villa. Los muchachos de pelo largo estaban deshechos en lágrimas.

Durante unos momentos la tranquilidad y el aire fresco y húmedo del jardín aplacaron mis temores; tuve la sensación de estar a salvo, entre objetos que me eran familiares, lejos de templos siniestros, a salvo en la Toscana, en nuestro jardín familiar, tan bello y frondoso como aquél.

—¡Os suplico por última vez que abandonéis el jardín de ese hombre! —gritó Flavius.

Yo no le hice caso.

Todas las puertas de aquella espléndida villa estucada se abrían sobre las terrazas superiores y los porches de la planta baja. Percibí el murmullo de las fuentes. Había limoneros y numerosas estatuas de mármol que representaban a perezosos y sensuales dioses y diosas, alrededor de las cuales crecían flores rojas y azules.

Entre un macizo de azucenas se alzaba una vieja y deteriorada por el paso del tiempo estatua de mármol de Diana, la cazadora. Y allí, un perezoso Ganímedes, semicubierto de musgo, indicaba un sendero cubierto de maleza. A lo lejos vi la figura desnuda e inclinada de Venus, dispuesta a tomar su baño en el borde de un estanque. El agua manaba dentro del estanque. Vi multitud de fuentes a mi alrededor.

Los pequeños lirios blancos crecían salvajes y contemplé los vetustos olivos con unos maravillosos troncos retorcidos, por los que a los niños tanto les gusta trepar.

Una dulzura pastoral impregnaba la atmósfera, pero numerosos elementos ponían freno a la naturaleza. El estuco de los muros había sido aplicado recientemente, y los postigos de las ventanas, abiertas de par en par, parecían nuevos.

Los dos esclavos no cesaban de sollozar.

—El amo se enfurecerá, señora.

—Pero no con vosotros —repuse, entrando en la casa. Había atravesado el césped y apenas había dejado huellas sobre el suelo de mármol—. Dejad de llorar —añadí—. Ni siquiera tendréis que suplicarle que os crea, porque es capaz de adivinar el pensamiento de la gente.

Eso dejó perplejos a los esclavos, que me observaron con recelo.

Me detuve en el umbral. La casa emanaba algo, no lo bastante alto para calificarlo de sonido, pero muy parecido al rítmico precursor de un sonido. Yo había percibido anteriormente ese ritmo carente de sonido. Pero ¿cuándo? ¿En el templo? ¿Cuando entré por primera vez en la habitación donde se encontraba Marius oculto detrás de un biombo?

Avancé por los suelos de mármol, recorriendo una habitación tras otra. La brisa jugueteaba con las lámparas que pendían del techo. Había muchas, al igual que velas. ¡Qué cantidad de velas y de lámparas! Pensé que cuando todas estuvieran encendidas producirían un resplandor semejante a la luz del día.

Poco a poco advertí que toda la planta baja constituía una biblioteca, salvo el inevitable y suntuoso baño romano, y un enorme vestidor lleno de ropa.

Todas las demás estancias estaban repletas de libros. Sólo de libros. Había, por supuesto, divanes para tenderse en ellos y leer cómodamente, y escritorios, pero en cada muro se veían unos montones prodigiosos de papiros y estanterías llenas de libros encuadernados.

Me fijé también en unas puertas muy extrañas que parecían abrirse a unas escaleras misteriosas. Pero no tenían cerraduras y semejaban de granito pulido. Topé con dos de ellas. Y una de las salas del primer piso estaba totalmente circundada de piedra y cerrada también por unas puertas impenetrables.

Mientras los esclavos temblaban y sollozaban salí al vestíbulo y subí por la escalera hasta la segunda planta. Estaba desierta. Todas las habitaciones se hallaban vacías, excepto la que pertenecía a los dos esclavos. Vi sus lechos, y sus pequeños altares y sus dioses persas, y unas suntuosas alfombras y cojines con borlas y el habitual diseño oriental.

Bajé de nuevo.

Los muchachos estaban sentados junto a la puerta principal, como unas estatuas de mármol, con las rodillas encogidas, la cabeza gacha, sollozando débilmente, quizás un poco cansados.

—¿Dónde están los dormitorios de la casa? ¿Dónde está el dormitorio de Marius? ¿Dónde está la cocina? ¿Dónde está el santuario de la casa?

Uno de los chicos lanzó un suave gemido entrecortado.

—No hay dormitorios.

—Claro.

—Nos traen la comida —gimió el otro—. Ya cocinada, y deliciosa; pero temo, que, sin saberlo, hemos disfrutado de nuestra última comida.

—Tranquilizaos. ¿Cómo voy reprocharos lo que habéis hecho? Sois poco más que niños y él es una persona muy amable, ¿no es cierto? Tomad, dejad estos pergaminos sobre su escritorio y colocad sobre ellos un peso para que el viento no se los lleve.

—Sí, el amo es muy amable —respondió uno de los muchachos—; pero muy maniático.

Cerré los ojos. Percibí de nuevo el misterioso sonido que emanaba de la casa. ¿Deseaba acaso que le oyera? Yo no podía adivinarlo. Era un sonido impersonal, como el latido de un corazón que duerme y el fluir del agua en la fuente.

Me dirigí hacia un magnífico diván, tapizado con fina seda persa. Era muy amplio y, pese a haber sido alisado, presentaba la huella de la forma de un hombre. Sobre el diván había un almohadón, limpio y esponjoso, pero vi en él la huella de la cabeza, donde se tumbaba Marius.

—¿Se acuesta él aquí? —pregunté.

Los muchachos se levantaron de un salto, agitando sus largos bucles.

—Sí, señora, éste es el diván donde él duerme —respondió el que hacía de portavoz—. Os lo ruego, no lo toquéis. El amo se tiende aquí durante horas, leyendo. ¡Oh, señora, nos tiene prohibido que nos acostemos en él durante su ausencia, pero por lo demás nos deja hacer lo que queramos!

—El amo se dará cuenta si lo tocáis siquiera —intervino el otro muchacho, hablando por primera vez.

—Voy a acostarme en él y dormir un rato —dije. Me tendí y cerré los ojos. Luego me volví de lado y encogí las rodillas—. Estoy cansada. Quiero dormir. Por primera vez en mucho tiempo me siento a salvo.

—¿Ah, sí? —preguntó uno de los muchachos.

—Venid, tumbaos a mi lado. Traed unos almohadones para apoyar la cabeza en ellos, para que él me vea antes de reparar en vosotros. Él me conoce bien. Esas hojas que he traído… ¿dónde están? Ah, sí, sobre el escritorio. Cuando las lea comprenderá el motivo por el que estoy aquí. La situación ha cambiado. Alguien desea algo de mí. No tengo elección. No puedo regresar a casa. Marius lo comprenderá. Me he aproximado a él en busca de protección.

Me tumbé sobre el almohadón, sobre la huella que él había dejado, y respiré hondo.

—La brisa en este lugar parece música —musité—. ¿Podéis oírla?

Agotada, me sumí en un profundo sueño, que había postergado durante varias horas de la noche y del día.

Posiblemente transcurrieron muchas horas.

Desperté sobresaltada. El cielo aparecía teñido de violeta. Los esclavos estaban tumbados junto al diván, a mis pies, como animalitos aterrorizados.

Percibí de nuevo aquel sonido con toda claridad; recordaba el de unas pulsaciones. Curiosamente, pensé en algo que solía hacer de niña. Aplicaba el oído al pecho de mi padre y cuando oía su corazón, lo besaba. Era un gesto que le hacía muy feliz.

Me levanté, dándome cuenta de que no estaba despierta del todo pero convencida de que eso no era un sueño. Me hallaba en la hermosa villa de Marius en Antioquía. Las habitaciones de mármol comunicaban entre sí.

Entré en la última habitación, la que estaba circundada de piedra. La puerta de doble hoja era muy pesada, pero se abrió de golpe, silenciosamente, como si alguien hubiera tirado de ella desde dentro.

Penetré en una estancia enorme. Vi frente a mí otra puerta de doble hoja. También era de piedra. Supuse que daría acceso a una escalera, puesto que era la última habitación de la casa.

La puerta se abrió también súbitamente, como accionada por un resorte.

Abajo había luz.

Desde el umbral de la puerta arrancaba una escalera de mármol blanco, recién construida; en ella no se apreciaban huellas de pies. Cada peldaño estaba perfectamente limpio.

Más abajo ardían unas tenues llamas, que proyectaban sus sombras por el hueco de la escalera.

El sonido había aumentado de volumen. Cerré los ojos. «¡Ojalá que todo el mundo fuera como estas magníficas estancias y que todo cuanto existe tuviera su explicación en ellas!», pensé.

De pronto oí un grito.

—¡Señora Pandora!

Me volví.

—¡Ha saltado la tapia, Pandora!

Los chicos cruzaron la casa chillando, repitiendo el grito de advertencia de Flavius:

—¡Señora Pandora!

Ante mis ojos vi una inmensa forma negra que se precipitó sobre mí, apartando de un empellón a los desdichados muchachos. El impacto casi me arrojó por el hueco de la escalera.

Entonces comprendí que había caído en las garras de aquel monstruo abrasado. Al bajar la vista vi su brazo negro y arrugado, como cuero viejo, sosteniéndome con fuerza. Percibí un intenso olor a especias. Vi una pierna grotesca y esquelética con un pie calcinado, semicubiertos por los pliegues de una túnica limpia.

—¡Id en busca de las lámparas y prendedle fuego! —ordené a los esclavos. Me debatí ferozmente, tratando de alejarme del hueco de la escalera, pero no conseguí liberarme de aquel monstruo—. ¡Id en busca de las lámparas que hay abajo!

Los muchachos se abrazaron, muertos de miedo.

—¡Ya te tengo! —murmuró a mi oído el monstruo con ternura.

—¡No! —grité, asestándole un codazo. El monstruo perdió el equilibrio y a punto estuvo de caer, pero no me soltó. La blancura de su túnica relucía en la sombra, y volvió a sujetarme por los brazos, inmovilizándome.

—¡Abajo hay unas lámparas llenas de aceite! —grité—. ¡Flavius!

El monstruo me abrazó como si fuera una serpiente gigante. Yo apenas podía respirar.

—¡No podemos bajar! —gritó uno de los muchachos.

—El amo no nos lo permite —dijo el otro.

El monstruo soltó una carcajada estentórea y profunda en mi oído.

—No todos son tan rebeldes como tú, hermosa mujer, que lograste dejar en ridículo a tu hermano al pie de la escalera del templo.

Era horrible oír aquella voz nítida y educada surgida de un cuerpo abrasado más allá de toda esperanza de vida. Observé los calcinados dedos moverse sobre los míos. Noté el tacto de algo frío en el cuello. Entonces sentí dolor. Me había clavado los colmillos.

—¡No! —grité, tratando desesperadamente de soltarme. Luego arrojé todo mi peso sobre él y casi conseguí derribarlo, pero no llegó a caer.

—Deténte, bruja, o te mataré aquí mismo.

—¿Por qué no lo haces? —le espeté.

Me volví para ver su rostro. Parecía el de un cadáver que llevara mucho tiempo muerto en el desierto. Era negro, estaba seco, tenía una espina en lugar de nariz y unos labios que parecían no poder cerrarse sobre unos dientes y colmillos blancos que permanecían al descubierto mientras me observaba fijamente.

Tenía los ojos inyectados en sangre, como Marius, y una espléndida cabellera negra, muy espesa y limpia, como si acabara de brotar de su cuerpo, renovada como por arte de magia.

—Sí —afirmó el monstruo—. Eso es justamente lo que ocurrió. Y muy pronto beberé la sangre que necesito para renovarme por completo. Dejaré de ser esta horrenda criatura que tienes ante ti. Me transformaré en lo que era antes de que aquellos estúpidos egipcios me expusieran al sol.

—Hum, de modo que ella cumplió su promesa —dije—. Se encaminó hacia los rayos de Amón Re para que todos murierais abrasados.

—¿Qué sabes tú? Ella no se ha movido ni ha pronunciado palabra alguna desde hace mil años. Yo era muy joven cuando retiraron las piedras bajo las cuales estaba sepultada. No pudo haberse encaminado hacia el sol. Constituye un gigantesco y sagrado vial de sangre, una fuente entronizada de poder, eso es todo, y yo beberé su sangre, que tu Marius sustrajo de Egipto.

Me devané los sesos, buscando desesperadamente el medio de huir.

—Has sido un regalo para mí —dijo el monstruo—. Eras cuanto precisaba para atrapar a Marius, que exhibe su afecto y su debilidad por ti como una hermosa túnica de seda.

—Comprendo —repuse.

—¡No, no lo comprendes! —exclamó él, tirándome del pelo. Solté un grito, enojada.

Sus afilados dientes se clavaron en mi cuello. Una potente descarga eléctrica me recorrió el cuerpo.

Me sentí desfallecer, presa de una sensación de éxtasis que me impedía moverme. Traté de resistirme, pero tuve una visión. Lo vi en toda su gloria, un hombre dorado procedente de una tierra oriental, en un templo sembrado de calaveras. Lucía unos calzones de seda verde y una banda decorada en torno a la frente. Tenía una boca y una nariz delicadas. Luego lo vi, sin más explicaciones, estallar en llamas, haciendo huir despavoridos a sus esclavos. Lo vi revolverse entre esas llamas, sin llegar a morir pero sufriendo un tormento exquisito.

La cabeza me daba vueltas, y sentí que las fuerzas me habían abandonado. Mi sangre fluía de cada poro de mi cuerpo hacia él. Pensé en mi padre, en sus palabras: «¡Vive, Lydia!» Logré apartar el cuello de sus colmillos y, volviéndome, lo golpeé violentamente con el hombro; luego lo empujé con las dos manos, y le hice resbalar hacia atrás sobre el suelo. Levanté una pierna y le propiné un rodillazo en la ingle, pero no conseguí librarme de él.

Pensé en sacar el puñal, pero estaba demasiado mareada, y además lo había olvidado en casa. Mi única posibilidad de salvarme residía en las lámparas de aceite que ardían al pie de la escalera. Me volví, dando un traspié, pero el monstruo me agarró del pelo con ambas manos y tiró de mí hacia atrás.

—¡Demonio! —me espetó. Su fuerza me había agotado. Fue aumentando la presión lentamente, y comprendí que no tardaría en quebrarme los brazos.

—Ah —dijo, apartándose un poco para evitar que lo golpeara, sin soltarme—. He conseguido mi propósito.

De golpe estalló en la escalera una luz muy potente.

Distinguí la llama de una antorcha al pie de los escalones. Unos instantes después apareció Marius.

Sin perder la calma, sin reparar siquiera en mí, clavó los ojos en los de mi apresador.

—¿Qué te propones hacer ahora, Akbar? —preguntó Marius—. Si le haces daño, si vuelves a violarla, te mataré. Si la matas, padecerás una muerte atroz. Suéltala y dejaré que huyas.

Marius subió lentamente por la escalera, peldaño a peldaño.

—Me subestimas —dijo aquella criatura horripilante—, no eres más que un romano torpe y arrogante, ¿crees que ignoro que tienes a la Reina y al Rey en tu poder, que los sustrajiste de Egipto? Todo el mundo lo sabe. La noticia se ha propagado por los bosques septentrionales, a través de tierras salvajes, a través de tierras sobre las que tú no sabes nada. ¡Tú mataste al Mayor que custodiaba al Rey y a la Reina y los robaste! El Rey y la Reina no se han movido ni han hablado desde hace mil años. Tú te llevaste a nuestra Reina de Egipto. ¿Te crees un emperador romano? ¿Crees que ella es una Reina que puedes capturar como si fuera Cleopatra? Cleopatra era una ramera griega. ¡Ésta es nuestra Isis, nuestra Akasha! ¡Blasfemo ignorante! Condúceme a la presencia de Akasha. Si te enfrentas a mí, esta mujer, el único ser mortal al que amas, morirá.

Marius siguió avanzando lentamente hacia nosotros.

—¿No te han dicho tus informadores, Akbar, que fue el Mayor en Egipto, el guardia que los custodiaba, quien expuso a la pareja real a los rayos del sol? —inquirió, subiendo otro peldaño—. ¿No te han informado que fue el Mayor quien hizo que el sol derramara sus rayos sobre ellos, el fuego que nos destruyó a centenares de nosotros, que respetó la vida del más anciano sólo para que vivieran atormentados como vives tú?

Marius hizo un gesto apresurado. Yo sentí que sus colmillos se clavaban en mi cuello. No podía liberarme. Vi de nuevo a esa criatura en su antiguo esplendor, burlándose de mí con su belleza, sus pies cubiertos de joyas mientras bailaba, rodeado por mujeres pintarrajeadas.

Oí a Marius junto a mí, pero no pude entender lo que decía.

En aquellos momentos comprendí lo desatinado de aquella situación. Yo había conducido al monstruo hasta Marius, pero ¿era eso lo que pretendía la Madre? Akasha, ése era el nombre antiguo que aparecía escrito sobre los cadáveres que el monstruo abandonaba en la escalera del Templo. Yo conocía su nombre. Lo había visto en mis pesadillas. Noté que empezaba a perder el conocimiento.

—Marius —dije con las escasas fuerzas que me restaban.

Mi cabeza cayó hacia delante cuando conseguí liberarme de los colmillos del monstruo. Luché contra la debilidad que me aprisionaba. Traté de imaginar al emperador Augusto recibiéndonos en su lecho de muerte.

—No asistiré al fin de esta comedia —musité.

—Oh, sí —repuso Marius con calma, a nuestro lado. Abrí los ojos—. No vuelvas a intentarlo, Akbar, ya has demostrado tu determinación.

—No vuelvas a sujetarme, Marius —repuso el monstruo—. Mis dientes le acarician el cuello. Pero si saco más sangre de su corazón dejará de latir.

Las densas sombras de la noche ponían de relieve el resplandor de la antorcha que ardía abajo. Era cuanto atinaba a ver. La antorcha.

—Akasha —murmuré.

El monstruo respiró hondo; sentí el movimiento de su pecho junto al mío.

—Su sangre es muy hermosa —dijo besándome la mejilla con sus labios quemados y resecos.

Apenas podía respirar. Ni siquiera podía abrir los ojos.

El monstruo continuó hablando.

—No temo llevármela a la muerte conmigo, Marius, pues si vas a asesinarme, ¿por qué no morir con ella como mi consorte?

Percibí esas palabras vagamente, como un eco lejano.

—Tómala en brazos —dijo Marius. Estaba muy cerca de nosotros—. Llévala con cuidado, como si fuera tu única y amada hija, y sígueme hasta el santuario. Ven a ver a la Madre. ¡Arrodíllate ante Akasha y comprueba lo que está dispuesta a consentir!

Me pareció que iba a desmayarme de nuevo, pero oí reírse al monstruo. Al alzarme en brazos, sujetándome debajo de las rodillas, la cabeza me cayó hacia atrás. Descendimos la escalera.

—Este ser es débil, Marius —dije—, puedes matarlo sin ninguna dificultad. —Mientras bajábamos por la escalera mi rostro rozó el pecho de aquella criatura abrasada. Sentí sus costillas—. Es muy débil —añadí—, apenas es capaz de conservar el conocimiento. Akasha, sí, ése era su verdadero nombre.

—Cuidado, amigo mío —dijo Marius—. Si ella muere, te destruiré. No te extralimites. Con cada estertor de ella disminuyen tus posibilidades de salvarte. Guarda silencio, Pandora, te lo ruego. Akbar es un gran bebedor de sangre, un gran dios.

Sentí que una mano gélida aferraba la mía.

Habíamos alcanzado la planta baja. Traté de alzar la cabeza. Vi unas lámparas dispuestas en hileras, unos espléndidos murales decorados con oro, un techo cubierto de oro.

Se abrió una inmensa puerta de doble hoja. Más allá vi una capilla, una capilla inundada por una densa y oscilante luz devocional y el penetrante perfume de los lirios.

—¡Madre Isis! —exclamó asombrado y en tono implorante el bebedor de sangre que me sostenía en sus brazos.

Luego me depositó en el suelo. Marius se apresuró a sujetarme mientras el monstruoso ser corría hacia el altar.

Contemplé estupefacta la escena. Pero me moría. Me faltaba el aliento. Me deslicé hacia el suelo. Cada vez me costaba más respirar. No lograba sostenerme en pie sin ayuda de Marius.

Ay, abandonar la tierra y todas sus miserias con esa visión.

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