Pandora

Pandora


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Allí aparecían sentados la gran diosa Isis y el rey Osiris, o así me lo pareció, con la piel de bronce, no como la desdichada Reina cautiva de mis sueños, sino perfectamente ataviados con unos ropajes de oro plisados y cosidos al estilo egipcio.

Tenían el pelo negro, largo y trenzado, auténtico. La pintura que adornaba sus rostros había sido aplicada hacía poco, el khol negro que subrayaba sus ojos y la máscara de las pestañas; los labios rojos.

La diosa no lucía una corona con unos cuernos y un disco semejante al sol. Su collar de oro y gemas era soberbio, deslumbrante.

—¡Debo conseguir la corona, es preciso que la recupere! —dije en voz alta, percibiendo esta voz que brotaba de mi interior como si se hubiera originado en otro lugar para indicarme lo que debía hacer. Se me cerraron los ojos.

Aquel ser abrasado y negro se postró de rodillas ante la Reina.

Yo no podía ver con claridad. Me sostenían los brazos de Marius, y de pronto noté que se me llenaba la boca de sangre caliente.

—¡No, Marius, debes protegerla a ella! —traté de decir. Pero mis palabras quedaron sofocadas por esa infusión de sangre—. ¡Protege a la Madre! —Pero la boca se me llenó de sangre nuevamente y me apresuré a tragarla. Inmediatamente sentí la fuerza, la potencia de esa sangre, infinitamente más poderosa que la fuerza física de Akbar. La sangre fluía a través de mi cuerpo como un sinfín de ríos discurriendo hacia el mar. Era un torrente imparable. Sentí que me invadía otra oleada de sangre, como si una gigantesca tormenta impulsara al río apresuradamente hacia su delta, mientras sus aguas discurrían precipitadamente en busca de cada resquicio de mi cuerpo.

Ante mí se abría un mundo inmenso y prodigioso dispuesto a acogerme, un denso bosque invadido por la luz del sol, pero no quise contemplarlo y huí de él.

—¡Salva a la Reina de este monstruo! —murmuré. ¿Caían unas gotas de sangre de mis labios? No, yo había ingerido toda la sangre.

Marius no me prestó atención. Oprimió otra herida sangrante contra mis labios, y la sangre penetró rápidamente en mi cuerpo. Sentí que mis pulmones se llenaban de aire. Sentí mi cuerpo, fuerte, sosteniéndose por sus propios medios. La sangre resplandecía en mi interior como una luz, como si hubiera inflamado mi corazón. Abrí los ojos. Yo era un pilar. Vi el rostro de Marius, sus pestañas doradas, sus ojos de un azul intenso. Su largo cabello peinado con raya en medio le caía sobre los hombros. Era un ser intemporal, un dios.

—¡Protégela! —grité, volviéndome y señalando a la Reina.

De pronto se alzó el velo que durante toda mi vida se había interpuesto entre mí y las cosas que me rodeaban; ahora, bajo sus colores y formas auténticas, mostraban su auténtico propósito e identidad: la Reina, con la vista clavada al frente, permanecía inmóvil como el Rey. La vida no podía haber imitado ese serenidad, esa absoluta parálisis. Oí que caían unas gotas de agua de las flores, unas minúsculas gotas que daban sobre el suelo de mármol; oí también la caída de una hoja. Al volverme vi la minúscula hoja, rizada, meciéndose sobre las losas. Oí la brisa deslizarse debajo del dorado techo abovedado. Las llamas de las lámparas entonaban una canción.

El mundo se componía de canciones entretejidas, era un tapiz formado por canciones. Los mosaicos multicolores refulgían, luego perdían su forma y dibujo. Los muros se disolvían en una bruma coloreada que nos envolvía, a través de la cual podían vagar eternamente.

Contemplé a la Reina del cielo, reinando soberana sobre aquella infinita quietud.

Todos los anhelos de mi corazón infantil se vieron colmados.

—¡Ella vive, es real, reina sobre la tierra y el cielo!

El Rey y la Reina. Inmóviles. Sus ojos no contemplaban nada. No nos miraban, ni miraban a aquel monstruoso ser abrasado que se aproximaba a sus tronos.

Los brazos de la pareja real estaban cubiertos con muchas pulseras que ostentaban complejas inscripciones y motivos ornamentales. Sus manos reposaban sobre sus muslos, a la manera de muchas estatuas egipcias, pero jamás ha existido una estatua semejante a ellos.

—La corona —dije—, la Reina desea que le restituyamos la corona. —Eché a andar hacia ella con insólita energía.

Marius me agarró de la mano mientras observaba atentamente los movimientos del monstruo.

—Ella existe desde mucho antes que todas las coronas —repuso Marius—, no significan nada para ella.

El pensamiento estalló sobre mi lengua con la dulzura de la uva. Por supuesto que ella existía desde mucho antes. En mis sueños no lucía una corona. Estaba a salvo. Marius la protegía.

—Mi Señora —dijo Marius detrás de mí—, tenéis ante vos a un suplicante, Akbar, venido de Oriente. Desea beber vuestra sangre real. ¿Cuál es vuestra voluntad, Madre?

¡Con qué serenidad se expresaba Marius! Nada le inspiraba temor.

—¡Madre Isis, permitid que beba vuestra sangre! —exclamó el monstruo. Tras incorporarse alzó los brazos, creando otra visión danzante de su antiguo ser. Exhibía unas calaveras humanas colgadas del cinto, un collar de dedos humanos calcinados, y otro formado por orejas humanas ennegrecidas. Era un espectáculo macabro y repugnante, pero a él debía de parecerle seductor e impactante.

La imagen se desvaneció de golpe. El dios procedente de tierras lejanas se arrodilló.

—Soy vuestro siervo y siempre lo he sido. Sólo maté a los malvados, tal como me ordenasteis. Jamás abandoné vuestro culto verdadero.

Qué frágil e insignificante parecía aquel monstruo suplicando de rodillas. Qué repulsivo, qué fácil de liquidar y apartar de la presencia de la diosa. Miré al rey Osiris, tan remoto e indiferente como la Reina.

—Marius —dije—, el maíz es para Osiris; ¿es que no quiere el maíz? Es el dios del maíz. —Yo estaba llena de visiones de nuestras procesiones en Roma, de gente cantando y portando ofrendas.

—No, no quiere el maíz —respondió Marius apoyando una mano sobre mi hombro.

—¡Son auténticos, son reales! —exclamé—. Todo es real. Todo ha cambiado. Todo ha quedado redimido.

El monstruo se volvió, enfurecido, pero yo estaba más allá de toda razón.

Entonces miró de nuevo a la Reina y extendió la mano para asirle el pie.

¡Cómo resplandecían las uñas de sus pies bajo la luz, y su piel dorada!

Pero la Reina permaneció inmóvil como una piedra, al igual que nuestro Rey desprovisto de corona, desprovisto al parecer de juicio y poder.

Súbitamente el monstruo dio un salto y trató de aferrar a la Reina por el cuello.

—¡Es vergonzoso, despreciable! —grité.

La Reina alzó de inmediato el brazo derecho, aferró el cráneo del monstruo y lo estrujó. Mientras la sangre se deslizaba por el brazo de la diosa, el monstruo soltó un último y entrecortado grito implorando misericordia. La Reina agarró su cadáver cuando cayó sobre su cintura. Lo lanzó al aire, haciendo que sus miembros se desprendieran del tronco y cayeran al suelo como trozos de leña.

Una violenta ráfaga de viento arrastró los restos del monstruo apilándolos en un montón, al tiempo que una lámpara caía de su trípode y derramaba su aceite ardiente sobre los restos.

—¡Mira, su corazón! —dije—. Puedo ver su corazón. Está latiendo.

Pero las llamas no tardaron en devorar el corazón y los dedos de las manos y de los pies, que no cesaban de contraerse. Se avivó el fuego y los huesos comenzaron a danzar y girar; luego se tornaron negros, quebradizos, y se partieron en mil pedazos, en minúsculos fragmentos. Los restos del monstruo quedaron reducidos a un montón de cenizas que chisporroteaban y se esparcían por el suelo.

Entonces penetró de nuevo una ráfaga de aire, impregnada de los aromas del jardín, y se llevó las cenizas, como si se tratara de unos frágiles y minúsculos insectos negros, hacia la sombra de la antecámara.

Yo estaba fascinada.

La Reina continuaba impávida, su mano apoyada de nuevo sobre el muslo. Ella y el Rey no miraban nada, como si nada hubiera sucedido. Sólo la siniestra mancha de sangre sobre el vestido de aquélla atestiguaba lo ocurrido.

Ni el Rey ni la Reina fijaron sus ojos en Marius o en mí.

En la capilla reinaba el silencio. Sólo un silencio dulce y fragante. Una luz dorada. Respiré hondo. Percibí el sonido de las llamas en las lámparas. Los mosaicos aparecían poblados de fieles exquisitamente dibujados. Observé el lento y casi imperceptible deterioro de algunas flores, que parecía otra estrofa de la misma canción que expresaba su florecimiento, sus bordes de color pardo, un color que sin embargo no contradecía sus brillantes tonalidades.

—Perdóname, Akasha —dijo Marius suavemente—, por haberle permitido acercarse tanto a ti. Fue una imprudencia por mi parte.

Me eché a llorar. Unos gruesos lagrimones rodaron por mis mejillas.

—Tú me llamaste —dije a la Reina a través de mis lágrimas—. ¡Me llamaste para que acudiera aquí! Haré cuanto me pidas.

El brazo de la Reina se alzó muy despacio, desde el muslo, hasta alcanzar toda su extensión, y su mano se curvó suavemente en un gesto indicándome que me aproximara, como en el sueño, pero no sonrió; la expresión de su rostro permaneció inmutable.

Sentí que algo invisible e irresistible me envolvía. Algo que procedía del brazo extendido de la Reina. Algo que era dulce, suave y acariciante y que inundó todo mi cuerpo de placer.

Avancé hacia la diosa, atrapada en su voluntad.

—¡Te lo ruego, Akasha! —suplicó Marius suavemente—. Te ruego en nombre de Inanna, en nombre de Isis, en nombre de todas las diosas, que no le hagas daño.

¡Marius no lo comprendía! ¡Marius nunca había practicado el culto de la Madre! Yo la conocía. Sabía que sus hijos bebedores de sangre se habían erigido en jueces de los malvados, y bebían sólo la sangre de los condenados, conforme a las leyes impuestas por ella. Vi al dios de la tenebrosa caverna, a quien había visto en mi visión. Lo comprendí todo.

Empecé a decírselo a Marius, pero no pude. El mundo había renacido, todos los sistemas edificados sobre el escepticismo o el egoísmo eran tan frágiles como una telaraña y estaban destinados a desaparecer. Mis momentos de desesperación no habían sido otra cosa que unas incursiones en una nefasta y egocéntrica negrura.

—¡Reina del Cielo! —murmuré. Sabía que me expresaba en la lengua antigua. Una oración acudió a mis labios—: «Amón Re, el dios del Sol, con todo su poder, jamás conquistará al Rey de los Muertos ni a su esposa, pues ella es quien gobierna el cielo estrellado, la luna, a todos aquellos que le ofrecen el sacrificio del malvado. Malditos sean quienes abusen de esta magia. ¡Malditos sean quienes pretendan robarla!»

Me sentí a mí misma, un ser humano, sostenida por los complejos hilos de sangre que Marius me había procurado. Sentí el propósito de ese sostén. Mi cuerpo se había vuelto ingrávido.

Me alcé hacia ella. Su brazo me rodeó y apartó el cabello del rostro. Extendí los brazos para abrazarla por el cuello porque no podía hacer otra cosa. Estábamos demasiado cerca para otro posible signo de amor.

Sentí la suave seda de su pelo trenzado, y la frialdad y firmeza de sus hombros, de su brazo. Pero ella no me miró. Era un objeto petrificado. ¿Podía mirarme? ¿Había decidido permanecer en silencio, con la vista clavada al frente? ¿Era presa de un hechizo malévolo, un hechizo del que sólo podían despertarla un millar de himnos?

En mi delirio vi las palabras grabadas en unas piezas de oro entre las joyas de su collar. «Traedme al malvado y beberé su sangre.»

Tuve la impresión de que me hallaba en el desierto y el collar daba tumbos por la arena, arrastrado por el viento, como el cadáver del ser abrasado. Abatido, perdido, para ser rehecho.

Sentí como si un imán invisible atrajera mi cabeza hacia su cuello. Ella extendió los dedos sobre mi pelo, dirigiendo los movimientos de mi cabeza, instando a mis labios a sentir aquella piel.

—¿Es eso lo que deseas? —pregunté. Pero mis palabras me parecieron remotas, una patética expresión de la plenitud de mi alma—. ¿Que me convierta en tu hija?

Ella ladeó la cabeza ligeramente, apartado un poco el rostro, mostrándome el cuello. Vi con toda nitidez la vena de la que ella deseaba que bebiera.

La Reina pasó los dedos delicadamente a través de mi pelo, sin tirar de él y sin lastimarme, simplemente tomándome de la cabeza, haciéndome experimentar un delicioso éxtasis, instándome con suavidad a aproximar el rostro y que mis labios ya no pudieran rehuir el contacto con su esplendorosa piel.

—¡Mi Reina adorada! —murmuré. Jamás había experimentado tal certidumbre, tal éxtasis sin límites ni causa mundana. Jamás había experimentado una fe tan absoluta y triunfante como mi fe en ella.

Abrí la boca. Nada humano podía morder aquella carne pétrea. Sin embargo cedió bajo la presión de mis colmillos, como si fuera una carne blanda y tierna, y la sangre penetró en mí, «la Fuente». Oí su corazón impulsar aquel torrente de sangre, una fuerza ensordecedora que vibró en los tímpanos de mis oídos. No era sangre. Era néctar. Era todo lo que cualquier criatura podía desear.

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