Pandora

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LA HISTORIA DE PANDORA

Nací en Roma, durante el reinado de César Augusto, en el año que según vuestros cálculos debió de ser el 15 a. C., o quince años «antes de Cristo».

Todos los datos históricos romanos y nombres romanos que cito aquí son rigurosamente ciertos. No los he falseado, no he inventado historias ni acontecimientos políticos falsos. Todo ello incidió de forma decisiva sobre mi suerte y la suerte de Marius. No he incluido nada por amor al pasado.

He omitido el nombre de mi familia. Lo he hecho porque tiene una historia y no deseo vincular su antigua reputación, obras y epitafios a este relato. Por otra parte, cuando Marius le confió su historia a Lestat, no le reveló el apellido de su familia romana. Yo respeto esa decisión y tampoco la revelaré aquí.

Hacía más de diez años que Augusto había sido coronado emperador, y era una época fantástica para ser una mujer educada en Roma, pues las mujeres gozábamos de total libertad. Yo tenía un padre que era un rico senador y cinco hermanos prósperos. Me crié huérfana de madre, pero querida y mimada por una legión de institutrices y tutores romanos que me concedían cuanto deseaba.

Si realmente quisiera ponértelo difícil, David, escribiría esta historia en latín clásico. Pero no lo haré. Y debo decirte que, a diferencia de ti, adquirí mi educación en inglés de forma casual; desde luego, no lo aprendí en las obras de Shakespeare.

He pasado por muchos estadios de la lengua inglesa durante mis viajes y mis lecturas, pero buena parte de mis conocimientos del inglés los adquirí en el siglo presente, y escribiré para ti en un inglés coloquial.

Existe otro motivo para ello, que sin duda comprenderás si has leído la traducción moderna del Satiricón, de Petronio, o las sátiras de Juvenal. El inglés más moderno en realidad equivale al latín de mis tiempos.

Las cartas oficiales de la Roma imperial no te dirán esto, pero las inscripciones garabateadas sobre los muros de Pompeya lo confirmarán. Poseíamos una lengua sofisticada, un sinfín de hábiles atajos verbales y expresiones comunes.

Por consiguiente, voy a escribir en el inglés que considero equivalente a mi antigua lengua, y natural para mí.

Déjame añadir —mientras la acción se halla suspendida— que yo nunca fui, como dijo Marius, una cortesana griega. Yo vivía como tal cuando Marius me dio el Don Oscuro, y quizás él me describió así por respeto a viejos secretos mortales. O quizá lo hiciera por despecho. No lo sé.

Pero Marius conocía todos los detalles sobre mi familia romana, que era una familia senatorial, tan aristocrática y privilegiada como su propia familia mortal, y que mi linaje se remontaba a los tiempos de Rómulo y Remo, al igual que el linaje mortal de Marius. Marius no sucumbió a mí porque yo poseyera «unos brazos hermosos», según le indicó a Lestat. Esta trivialización seguramente fue una provocación.

No les reprocho nada, ni a Marius ni a Lestat. Ignoro si el primero erró al describir los hechos o si el segundo los interpretó mal.

Mis sentimientos hacia mi padre han sido tan fuertes hasta esta misma noche, mientras estoy sentada en este café, escribiendo mi historia para ti, David, que me asombra el poder de la escritura, de trazar unas palabras en un papel y evocar con tal intensidad el amable rostro de mi padre.

Mi padre tuvo una muerte atroz. No merecía ese fin. Pero algunos de nuestros parientes sobrevivieron y posteriormente restituyeron el buen nombre de nuestra familia.

Mi padre era rico, uno de los auténticos millonarios de aquella época, con capital en numerosos negocios. Ejerció de soldado en más ocasiones de las que le fueron requeridas, era senador, un hombre inteligente y de temperamento apacible. Y después de los horrores de la guerra civil se convirtió en un acérrimo partidario de César Augusto, y el emperador le tenía en gran estima.

Por supuesto que mi padre soñaba con la restauración de la República romana; todos soñábamos con ello. Pero Augusto había aportado paz y unidad al Imperio.

Durante mi juventud me encontré con Augusto en muchas ocasiones, siempre en algún concurrido e intrascendente acto social. Tenía el aspecto que mostraba en sus retratos; un hombre delgado con la nariz larga y afilada, el pelo corto, un rostro corriente. Era una persona racional y pragmática por naturaleza, desprovista de una crueldad anormal, y para nada vanidosa.

El pobre tuvo la suerte de no ser capaz de adivinar el futuro, de no intuir siquiera todos los horrores y la locura que se desencadenarían con Tiberio, su sucesor, y que persistirían durante tanto tiempo bajo otros miembros de su familia.

Yo no comprendí hasta más tarde la singularidad y los logros del largo reinado de Augusto. ¿Fueron cuarenta y cuatro años de paz en todas las ciudades de Europa?

Ah, nacer en aquella época significaba hacerlo en una época de creatividad y prosperidad, cuando Roma ostentaba el título de caput mundi, de capital del mundo. Cuando vuelvo la vista atrás, soy consciente de la poderosa combinación que representaba poseer una tradición e ingentes cantidades de dinero, valores antiguos y un poder nuevo. Nuestra familia era conservadora, estricta, incluso un tanto anticuada, pero gozábamos de todos los lujos imaginables. Con los años mi padre se convirtió en un anciano aún más tranquilo y conservador. Disfrutaba con la compañía de sus nietos, que nacieron cuando él era todavía un hombre vigoroso y activo.

Aunque mi padre había combatido sobre todo en las campañas del norte libradas junto al Rin, estuvo destinado en Siria durante un tiempo. Había estudiado en Atenas. Había prestado tantos servicios y con tanta eficacia al Imperio que le permitieron jubilarse anticipadamente —mientras yo me hacía mujer—, una temprana retirada de la vida social que bullía en torno al palacio imperial, aunque en aquel entonces yo no fuera consciente de ello.

Mis cinco hermanos eran mayores que yo, de modo que no se produjo un «duelo romano ritual» cuando vine al mundo, como se dice que ocurría en las familias romanas cuando nacía una hembra. Todo lo contrario.

Mi padre se había situado en cinco ocasiones en el atrio —el patio interior principal, o peristilo, de nuestra casa, con sus pilares y escalinatas y suntuosos mármoles—, ante toda la familia que se había reunido allí, sosteniendo en brazos a un hijo recién nacido y, tras examinarlo, había declarado que era un bebé perfecto y digno de criarse en su hogar, de acuerdo con su prerrogativa. Como sin duda sabes, a partir de aquel momento mi padre tenía el poder de decidir sobre la vida y la muerte de sus vástagos.

Si mi padre no hubiera deseado esos hijos varones por el motivo que fuere, los habría abandonado en la calle para que murieran de hambre. La ley prohibía robar esos niños y convertirlos en esclavos.

Dado que ya tenía cinco hijos, algunos supusieron que se apresuraría a desembarazarse de mí. ¿Quién necesitaba a una niña? Pero jamás abandonó ni rechazó a ninguno de los hijos de mi madre. Cuando nací, mi padre, según me han contado, lloró de alegría.

«¡Loados sean los dioses! ¡Una preciosa niña!» He oído esa anécdota ad nauseam de boca de mis hermanos, quienes cada vez que me portaba mal —cuando cometía alguna travesura o me mostraba rebelde y respondona— decían en tono burlón: «¡Loados sean los dioses, una preciosa niña!» Esa frase se convirtió en un delicioso acicate.

Mi madre falleció cuando yo tenía dos años, y lo único que recuerdo de ella es su bondad y su dulzura. Había perdido tantos hijos como había parido, y la muerte precoz era muy corriente en aquella época. Mi padre escribió un maravilloso epitafio para ella, y su memoria fue honrada durante toda mi vida. Mi padre no trajo a ninguna otra mujer a nuestra casa. Se acostaba con algunas de las esclavas, pero eso no era inusual. Mis hermanos también lo hacían. Era una práctica común en las casas romanas. De modo, pues, que mi padre no trajo a una nueva mujer perteneciente a otra familia para que me educara.

No siento ningún dolor por haber perdido a mi madre, porque yo era demasiado niña cuando ella murió, y si alguna vez lloré su ausencia, no lo recuerdo.

Lo que sí recuerdo es que podía corretear a mis anchas por una antigua, enorme y suntuosa casa romana, de planta rectangular —con numerosas habitaciones rectangulares que daban al rectángulo principal y que se comunicaban entre sí—, rodeada por un gigantesco jardín sobre la colina Palatina. La casa tenía los suelos de mármol y unos muros bellamente pintados. El jardín serpenteaba y rodeaba cada estancia de la vivienda.

Yo era la niña de los ojos de mi padre. Recuerdo que me encantaba ver practicar a mis hermanos en el jardín con sus espadas cortas de dos filos, o escuchar a sus tutores cuando les impartían clase; yo tenía también unos excelentes maestros que me enseñaron a leer la Eneida, de Virgilio, antes de que hubiera cumplido los cinco años.

Las palabras me fascinaban. Me gustaba cantarlas y decirlas, y debo reconocer que incluso ahora gozo escribiéndolas. No habría podido confesarte eso hace unas noches, David. Tú me has devuelto algo y es justo que lo reconozca. Voy a procurar no escribir demasiado rápidamente en este café mortal, no sea que los seres humanos se percaten de ello.

Pero sigamos con el tema que nos ocupa.

A mi padre le parecía muy divertido que yo supiera recitar versos de Virgilio a tan temprana edad, y nada le complacía tanto como exhibirme en los banquetes a los que convidaba a sus amigos senadores, tan conservadores y anticuados como él, y a veces al mismo César Augusto. César Augusto era un hombre afable. Sin embargo, no creo que a mi padre le gustara recibirlo en nuestra casa. Pero imagino que de vez en cuando no tenía más remedio que agasajar al emperador con exquisitas viandas y buenos vinos.

Yo solía aparecer con mi niñera para ofrecer un recital que suscitaba los aplausos de los comensales, y seguidamente me retiraba de nuevo a mi habitación, desde la que no podía contemplar a los orgullosos senadores romanos devorando sesos de pavo real y garum. Supongo que sabes lo que es. Se trata de una salsa espantosa con que los romanos aderezaban todos los platos, semejante al catsup de nuestros días. Esa salsa anulaba el sabor de las anguilas o los calamares que tuvieras en el plato, o los sesos de avestruz, o el cordero lechal, u otras absurdas exquisiteces que contenían las gigantescas bandejas.

Quiero destacar que los romanos, como sabes, albergaban en su corazón una pasión especial por la glotonería, y esos banquetes se convertían inevitablemente en un espectáculo repugnante. Los comensales se retiraban al vomitorio de la casa para arrojar los primeros cinco platos del festín y así poder devorar los siguientes. Yo me divertía desde mi cama, oyéndoles vomitar y reír estruendosamente.

A continuación se producía la violación de todos los esclavos encargados de preparar y servir el banquete, ya fueran chicos o chicas, o una mezcla de ambos sexos.

Las comidas familiares eran muy distintas. En esas ocasiones nos comportábamos como miembros de una antigua familia romana. Todos ocupaban su lugar a la mesa; mi padre era el jefe indiscutible de la casa y no toleraba la menor crítica contra César Augusto, quien era sobrino de Julio César, como ya sabes, y en realidad no gobernaba como emperador de acuerdo con la ley. «Cuando llegue el momento oportuno, César Augusto abdicará —decía mi padre—. Sabe que ahora no puede hacerlo. Es más prudente y sabio que ambicioso. ¿Quién desea otra guerra civil?» En efecto, los tiempos eran demasiado prósperos para que los prohombres del Imperio organizaran una revuelta.

Augusto mantenía la paz. Sentía un profundo respeto por el Senado romano. Mandó reconstruir los viejos templos porque creía que la gente necesitaba la piedad religiosa que había conocido bajo la República.

Nadie pasaba hambre en Roma, e incluso se regalaba a Egipto maíz para los pobres. El emperador mantenía vigentes una impresionante cantidad de festivales, juegos y espectáculos tradicionales, suficientes para que uno se hartara, pero nosotros, como romanos patriotas que éramos, teníamos la obligación de asistir a ellos con frecuencia.

No puede negarse que presenciábamos escenas muy crueles en la arena. Se llevaban a cabo ejecuciones salvajes, y la crueldad contra los esclavos era permanente.

Pero lo que hoy en día no comprende la gente es que junto con esto coexistía en Roma, por parte incluso del individuo más pobre, una gran sensación de libertad personal.

Los tribunales se tomaban el tiempo necesario para llevar a cabo sus deliberaciones. Consultaban leyes antiguas. Observaban las pautas de la lógica y las normas. La gente podía expresar su opinión libremente.

Me interesa resaltar esto porque en esta historia constituye un elemento clave, el que tanto Marius como yo naciéramos en una época en que las leyes romanas, según decía Marius, se basaban en la razón, en contraposición a la revelación divina.

Somos completamente distintos de esos vampiros que habitan en las tinieblas en las tierras de la Magia y el Misterio.

No sólo confiábamos en Augusto cuando vivíamos, sino que creíamos en el poder tangible del Senado. Creíamos en la virtud pública y en la firmeza de carácter; obervábamos un estilo de vida que no comportaba rituales, oraciones ni magia, salvo de un modo superficial. La virtud formaba parte del carácter. Ése era el legado de la República romana, que Marius y yo compartimos.

Por supuesto, nuestra casa estaba repleta de esclavos. Había griegos brillantes y obreros que no paraban de quejarse, y una legión de mujeres que limpiaban las estatuas y los vasos; toda la ciudad estaba atestada de esclavos manumitidos —hombres libres—, algunos de los cuales eran muy ricos.

Todos ellos eran nuestros sirvientes, nuestros esclavos.

Mi padre y yo permanecimos toda la noche en vela cuando mi profesor griego agonizaba. Le sostuvimos las manos hasta que el cadáver se enfrió. Nadie era azotado en nuestra mansión romana, a menos que mi padre diera personalmente la orden. Los esclavos que trabajaban en nuestra propiedad rural correteaban bajo los árboles frutales. Nuestros administradores eran ricos, y exhibían su riqueza en las ropas que lucían.

Recuerdo que durante una época había siempre tantos viejos esclavos griegos en el jardín que yo me entretenía oyéndoles discutir. No tenían otra cosa que hacer. Aprendí mucho de ellos.

Yo me sentía más que feliz. Si crees que exagero cuando digo que recibí una educación completísima, consulta las cartas de Plinio u otras memorias y correspondencia de aquella época. Las jóvenes de buena familia eran cultas y educadas; la mayoría de las romanas modernas llevaban a cabo toda clase de actividades sin que los hombres interfirieran en sus asuntos. Gozábamos de la vida en la misma medida que los varones.

Por ejemplo, yo apenas había cumplido ocho años cuando me llevaron por primera vez al circo, junto con las esposas de mis hermanos, para gozar del dudoso placer de ver a unos animales exóticos, como las jirafas, correr despavoridas por la arena antes de sucumbir bajo una lluvia de flechas. A este espectáculo le siguió el de un reducido grupo de gladiadores cuya misión consistía en matar a hachazos a otros gladiadores, y después presenciamos cómo un nutrido grupo de reos se convertía en pasto de hambrientos leones.

Aún me parece oír los rugidos de aquellos leones, David. Nada se interpone entre mí y el momento en que, sentada en un banco de madera, en la segunda o tercera fila —los asientos más caros— contemplé cómo esas fieras devoraban a unos seres humanos, tal como se suponía que debía hacer, expresando un deleite destinado a testimoniar mi fortaleza de carácter, mi entereza ante la muerte, en lugar de mostrarme horrorizada.

El público gritaba y reía mientras los hombres y las mujeres corrían en un vano intento por escapar de las fieras. Algunas víctimas no daban a los espectadores esa satisfacción. Se limitaban a permanecer inmóviles ante el león que se disponía a atacarlas; las que eran devoradas vivas parecían presas del más absoluto estupor, como si sus almas hubiesen abandonado ya sus cuerpos, aunque las fauces del león no hubieran alcanzado su cuello todavía. Recuerdo el olor de la multitud, pero sobre todo su estruendo.

Yo pasé la prueba de la fortaleza de carácter, pues era capaz de contemplar todos esos espectáculos. Presenciaba cómo el gladiador campeón moría finalmente, postrado en la arena ensangrentada, mientras la espada le atravesaba el pecho.

Pero también recuerdo con nitidez que mi padre comentaba en voz baja que aquello le repugnaba. De hecho, toda la gente que yo conocía compartía esa opinión. Al igual que otros, mi padre afirmaba que el hombre corriente necesitaba esa sangre. Nosotros, la clase alta, debíamos presidir esos espectáculos salvajes destinados al vulgo, que poseían una cualidad religiosa.

La organización de esas atrocidades se consideraba una especie de responsabilidad social.

En buena parte, la vida romana consistía también en actividades realizadas al aire libre, las cuales comportaban asistir a ceremonias y espectáculos, ser visto y compartir diversas aficiones.

Uno se unía con otras gentes de clase alta y clase baja que habitaban en la ciudad, formando una gigantesca multitud, para presenciar una procesión triunfal, una importante ofrenda sobre el altar de Augusto, una antigua ceremonia, unos juegos, una carrera de carros.

Ahora, en el siglo XX, cuando veo las incesantes intrigas y matanzas en las pantallas de cine y televisión de nuestro mundo occidental, me pregunto si la gente necesita realmente contemplar esas carnicerías, la muerte bajo todas sus formas. La televisión constituye a veces una interminable serie de combates de gladiadores y asesinatos en masa. No hay más que ver la cantidad de grabaciones en vídeo de guerras actuales que se emiten por televisión.

Los documentos bélicos se han convertido en arte y espectáculo.

El narrador habla suavemente mientras la cámara pasa sobre un montón de cadáveres, o unos niños esqueléticos que lloran junto a sus madres desnutridas. Pero es impactante. Uno puede deleitarse con todas estas guerras mientras menea la cabeza con asombro. Las veladas de televisión están consagradas a viejos documentales de hombres que mueren empuñando sus fusiles.

Creo que contemplamos esos espectáculos porque tenemos miedo. Pero en Roma uno tenía que contemplarlos para endurecerse, y eso afectaba tanto a las mujeres como a los hombres.

Lo que quiero destacar es que no permanecí encerrada en mi casa como una griega en su hogar de Atenas. No sufrí bajo las antiguas costumbres de la República romana.

Recuerdo con toda claridad la absoluta belleza de esa época y la ciega convicción de mi padre de que Augusto era un dios, y de que Roma jamás se había afanado tanto en complacer a sus deidades.

Deseo ofrecerte ahora un recuerdo muy importante. Permíteme antes que establezca el escenario. En primer lugar, hablemos de Virgilio y del poema que escribió, la Eneida, en el que ampliaba y glorificaba en grado sumo las aventuras del héroe Eneas, un troyano que huyó de los horrores de la derrota a manos de los griegos y salió del célebre caballo de madera para arrasar Troya, la ciudad de Elena.

Es una historia encantadora. Siempre me ha gustado mucho. Eneas deja Troya agonizando y regresa, tras desafiar toda clase de peligros, a la hermosa Italia, donde funda nuestra nación. Pero lo cierto es que Augusto amaba y apoyaba a Virgilio, y éste era un poeta respetado, decente y magnífico a quien todos se apresuraban a citar, un poeta patriótico aceptado por todos. Era perfectamente normal que te gustara Virgilio.

Virgilio murió antes de que yo naciera. Pero cuando cumplí los diez años ya había leído todo cuanto él había escrito, y también había leído a Horacio, a Lucrecio y buena parte de la obra de Cicerón, además de todos los manuscritos griegos que poseíamos, los cuales eran muy numerosos.

Mi padre no creó su biblioteca para exhibirla. Era un lugar donde los miembros de la familia pasábamos muchas horas. También era el lugar donde mi padre escribía sus cartas —lo que hacía continuamente—, dirigidas al Senado, al emperador, a los tribunales, a sus amigos, etcétera.

Pero volvamos a Virgilio. Yo había leído también a otro poeta romano, que aún vivía, que había provocado las iras de Augusto, el dios. Se trataba de nuestro poeta Ovidio, el autor de Las metamorfosis y docenas de otras obras salaces pero muy divertidas.

Cuando yo era demasiado joven para acordarme, Augusto la tomó con Ovidio, a quien también había admirado, y lo desterró a un lugar horrible junto al mar Negro. Quizá no fuera tan horrible, pero los cultos ciudadanos de Roma suponían que debía de serlo, alejado como estaba de la capital en una zona habitada por bárbaros.

Ovidio residió allí mucho tiempo, y sus libros estuvieron prohibidos en Roma. No se podían hallar en las librerías, en las bibliotecas públicas ni en los puestos de libros del mercado.

Como sabes, en esos tiempos existía una gran afición a la lectura; los libros proliferaban —en forma de rollos de pergamino o en códices, esto es, en páginas encuadernadas— y muchos libreros empleaban a equipos de esclavos que se pasaban el día haciendo copias manuscritas para venderlos al público.

Pero sigamos. Ovidio había caído en desgracia con Augusto, y había sido desterrado, aunque algunos hombres, como mi padre, no estaban dispuestos a quemar sus ejemplares de Las metamorfosis ni ninguna otra de sus obras, y lo único que les impedía suplicar al emperador que lo perdonara era el miedo.

Aquel escándalo tenía algo que ver con Julia, la hija de Augusto, una reconocida zorra. Ignoro qué circunstancias llevaron a Ovidio a verse implicado en las historias amorosas de Julia. Es posible que el emperador considerara que su obra El arte de amar, unos sensuales poemas que Ovidio había escrito de joven, constituían una influencia perniciosa. Por otra parte, durante el reinado de Augusto se hablaba mucho de la «reforma», de los valores antiguos.

No creo que nadie conozca realmente lo que ocurrió entre César Augusto y Ovidio, pero el caso es que éste fue desterrado durante el resto de su vida de la Roma imperial.

Yo había leído El arte de amar y Las metamorfosis en unos viejos y gastados tomos cuando sucedió el incidente que quiero relatar. A muchos amigos de mi padre les preocupaba la suerte de Ovidio.

Vayamos ahora al recuerdo que quiero narrarte. Yo había cumplido diez años. Un día, después de estar jugando en el jardín, entré en la gran sala de recepción de mi padre, cubierta de tierra de pies a cabeza, con el pelo alborotado y el vestido roto, y me senté a los pies del amplio diván para oír lo que decían, mientras mi padre se hallaba tumbado en él, ostentando toda la dignidad de un destacado romano, charlando con varios hombres que habían acudido a visitarlo.

Yo conocía a todos aquellos hombres excepto uno, un individuo rubio con los ojos azules, muy alto, que en el transcurso de la conversación —consistente en murmullos y gestos de asentimiento con la cabeza— se volvió y me guiñó un ojo.

Se trataba de Marius, con la piel ligeramente tostada debido a sus viajes y unos ojos luminosos y muy bellos. Tenía tres nombres, como todo el mundo. Pero insisto en que no deseo revelar el nombre de su familia. Porque yo lo sabía. Sabía que Marius era un «bala perdida» aunque profundamente intelectual, el «poeta» y el «haragán». Lo que nadie me había dicho era que fuera tan hermoso.

Aquel primer encuentro entre nosotros, cuando Marius aún vivía, se produjo unos quince años antes de que se convirtiera en vampiro. Calculo que no debía de tener más de veinticinco años, aunque no estoy segura.

Pero continuemos. Los hombres no me prestaron la menor atención, y yo, curiosa como siempre, no tardé en comprender que habían ido a ver a mi padre para referirle noticias sobre Ovidio, y que el joven alto de extraordinarios ojos azules, a quien llamaban Marius, acababa de regresar de la costa báltica y había llevado a mi padre, como regalo, unos hermosos tomos de las obras de Ovidio, pasados y actuales.

Los hombres aseguraron a mi padre que aún era demasiado peligroso implorar a César Augusto que perdonara a Ovidio, y mi padre lo aceptó. Pero si no me equivoco, mi padre confió a Marius, el joven alto y rubio, un dinero para que éste se lo entregara al poeta.

Cuando los caballeros se disponían a marcharse, vi a Marius en el atrio, observé su gigantesca estatura, inusual en un romano, y solté una infantil expresión de asombro seguida de una carcajada. Marius volvió a guiñarme un ojo.

En aquel entonces Marius llevaba el pelo corto, al estilo militar romano, con unos pocos rizos sobre la frente; posteriormente, cuando se convirtió en vampiro, llevaba el pelo largo, al igual que ahora; pero era rubio, su cabello refulgía bajo el sol, y allí, de pie en el atrio, me pareció el hombre más maravilloso e imponente que jamás había visto. Marius me miró con una expresión llena de bondad.

—¿Cómo es que eres tan alto? —pregunté.

A mi padre le pareció una pregunta muy cómica, y no le importó lo que los demás pensaran de su hijita despeinada cubierta de tierra, colgada de sus brazos y hablando con aquel distinguido caballero.

—Bonita mía, soy alto porque soy un bárbaro —respondió, y se echó a reír, coqueteando conmigo como si yo fuera una damita, tratándome con una deferencia a la que no estaba acostumbrada.

De pronto abrió las manos como si fueran garras y se precipitó hacia mí como un oso.

Yo me enamoré de él de inmediato.

—¡No, en serio! —exclamé—. No puedes ser un bárbaro. Conozco a tu padre y a todas tus hermanas; viven un poco más abajo, en la colina. Mi familia siempre habla de ti en la mesa, y sólo dice cosas agradables, por supuesto.

—De eso estoy seguro —dijo, echándose a reír.

Advertí que mi padre empezaba a impacientarse.

Lo que yo no sabía era que una niña de diez años podía comprometerse en matrimonio.

Marius se irguió y dijo con su voz suave y hermosa, educada tanto para hablar en público como para pronunciar palabras de amor:

—A través de mi madre desciendo de celtas, mi pequeña beldad, mi pequeña musa, gentes altas y rubias del norte, de la Galia. Mi madre era allí una princesa, según me han dicho. ¿Sabes quiénes son esas gentes?

Respondí que lo sabía, por supuesto, y empecé a recitar de memoria el relato de Julio César sobre la conquista de la Galia, o tierra de los celtas: «La Galia se compone de tres partes…»

Marius estaba francamente impresionado, como los demás, así que continué:

—Los celtas están separados de Aquitania por el río Garona, y la tribu de los belgas por los ríos Marne y Sena…

Mi padre, un poco incómodo porque su hija había acaparado toda la atención, me interrumpió para asegurar a sus visitantes que yo era la alegría de su vida, que estaba muy consentida por todos y que no dieran importancia a ese incidente.

Y yo, que era muy osada y díscola por naturaleza, exclamé:

—¡Transmitid al gran Ovidio mi amor y decidle que yo también deseo que regrese a Roma!

Luego recité algunos pasajes atrevidos de El arte de amar:

Ella rió y le dio sus mejores y más apasionados besos,

capaces de arrancar el rayo de tres puntas de manos de Júpiter.

Era una tortura pensar que ese joven recibía unos besos tan ardientes.

¡Ojalá no lo hubieran sido tanto!

Todos se echaron a reír, excepto mi padre; Marius aplaudió, entusiasmado. Animada por su reacción, eché a correr hacia él como un oso, al igual que él lo había hecho hacia mí momentos antes, mientras seguía recitando las ardientes palabras de Ovidio:

Para colmo, esos besos eran mejores que los que yo le había dado a ella,

quien parecía complacida con esa nueva lección.

Extraordinariamente complacida…, ¡mala señal! Le besaba con la lengua,

y mi lengua también la besaba.

Mi padre me agarró del brazo y dijo:

—¡Basta, Lydia, es suficiente!

Eso provocó más carcajadas en los amigos de mi padre, quienes lo abrazaron, condescendientes, sin parar de reír.

Pero yo tenía que obtener una última victoria sobre aquella pandilla de adultos.

—Te lo ruego, padre, déjame terminar con unas sabias y patrióticas palabras de Ovidio: «Me congratulo de no haber llegado a este mundo hasta la época presente, que encaja con mis gustos.»

Marius parecía más asombrado que regocijado ante esa afirmación. Pero mi padre me agarró por los brazos y dijo con toda claridad:

—Lydia, Ovidio no diría eso ahora, y quiero que tú, que eres… una experta en literatura y filosofía, asegures a los estimados amigos de tu padre que sabes muy bien que Ovidio fue desterrado de Roma por Augusto por una causa justificada y que nunca podrá regresar.

Dicho de otro modo, mi padre me ordenó: «Deja de referirte a Ovidio.»

Pero Marius, sin dejarse arredrar, se arrodilló delante de mí, me tomó la mano, la besó y dijo:

—Yo transmitiré a Ovidio tu amor, pequeña Lydia. Pero tu padre está en lo cierto. Debemos aceptar la censura del emperador. A fin de cuentas, somos romanos. —A continuación hizo algo muy singular: me habló como si yo fuera una persona adulta—. César Augusto ha dado más a Roma de lo que jamás pudimos imaginar. Y también es poeta. Escribió un poema llamado Ayax, que él mismo quemó porque dijo que no valía nada.

Yo me lo estaba pasando en grande. En aquel momento me hubiera fugado con Marius, pero tuve que contentarme con bailar alrededor de él mientras salía del vestíbulo y se dirigía hacia el portal.

Me despedí de él con la mano.

Marius se detuvo por un instante.

—Adiós, pequeña Lydia —dijo.

Luego dijo unas palabras a mi padre en voz baja.

—¡Estás loco! —repuso mi padre.

Marius me miró sonriendo con tristeza y se marchó.

—¿Qué te ha dicho? ¿Qué ha pasado? —pregunté a mi padre—. ¿Qué ocurre?

—Escucha, Lydia —contestó mi padre—. ¿Te has tropezado alguna vez, en los libros que has leído, con la palabra «comprometida»?

—Sí, padre, por supuesto.

—Pues bien, ese aventurero y soñador pretende comprometerse en matrimonio con una niña de diez años porque ésta es demasiado joven para casarse y así él podría disfrutar de unos años más de libertad, sin la censura del emperador. Todos son iguales.

—No, no, padre —dije—. Nunca lo olvidaré.

Creo que lo olvidé al día siguiente.

No volví a ver a Marius hasta cinco años después.

Recuerdo que yo tenía a la sazón quince años; ya hubiera debido estar casada, pero no quería casarme. Me las había arreglado para eludir el matrimonio durante años, fingiendo estar enferma, padecer unos incontrolados ataques de locura. Pero el tiempo apremiaba. De hecho, las niñas alcanzaban la edad casadera a los doce años.

En aquellos momentos todos nos encontrábamos al pie de la colina Palatina, presenciando una sacrosanta ceremonia —la Lupercalia—, uno de los numerosos festivales tan comunes en Roma.

La Lupercalia era muy importante para nosotros, aunque es imposible equiparar su significado al concepto que tiene un cristiano de la religión. Demostrábamos nuestro fervor religioso deleitándonos con esa ceremonia, participando en ella como ciudadanos y como romanos ejemplares.

Además, proporcionaba un gran placer.

De modo que allí estaba yo, no lejos de la cueva del Lupercal, presenciando con otras muchachas cómo los dos hombres elegidos aquel año eran untados con sangre procedente del sacrificio de unas cabras y cubiertos con las pieles ensangrentadas de éstas. Aunque no alcancé a ver esos preámbulos con nitidez, los había presenciado en numerosas ocasiones, y cuando hacía unos años dos de mis hermanos participaron en este festival, me abrí camino entre la multitud para colocarme en primera fila y contemplar el espectáculo.

En esta ocasión pude ver que cada uno de los jóvenes comenzaba a correr alrededor del pie de la colina Palatina. Me situé en primera fila porque tenía que hacerlo. Los jóvenes golpeaban levemente en el brazo a todas las muchachas con un pedazo de piel de cabra, para purificarnos y hacer que fuéramos fértiles.

Yo avancé un paso y recibí el golpe ceremonial, tras lo cual retrocedí de nuevo, deseando haber nacido varón para correr alrededor de la colina con los hombres, un deseo bastante frecuente en mí en aquella época de mi existencia mortal.

Yo tenía algunas ideas sarcásticas sobre esa forma de «purificarnos», pero para entonces había aprendido a comportarme en público y por nada del mundo habría humillado a mi padre y a mis hermanos.

Esos trozos de piel de cabra, como bien sabes, David, se llaman februa, y «febrero» proviene de esa palabra, lo cual no deja de ser interesante sobre el lenguaje y la magia que contiene. Sin duda la Lupercalia tiene algo que ver con Rómulo y Remo; quizás incluso se basaba en un antiguo sacrificio humano. A fin de cuentas, untaban la cabeza de los jóvenes con sangre de cabra. Al pensar en ello no puedo evitar estremecerme, pues en los tiempos etruscos, mucho antes de que yo naciese, ésta pudo haber sido una ceremonia mucho más cruel.

Quizá fuera en esta ocasión cuando Marius contempló mis brazos, porque yo los llevaba desnudos para recibir el azote ceremonial, y ya me había convertido, como habrás comprobado, en una joven a quien le gustaba llamar la atención, riendo con los otros mientras los hombres seguían corriendo.

Vi a Marius entre la multitud. Él me miró y siguió con su libro. Qué extraño, estaba apoyado contra un árbol, sosteniendo un libro en una mano y escribiendo con la otra. Junto a él había un esclavo que aguantaba un tintero.

Reparé en el cabello de Marius; era largo, rebelde, precioso.

—Mira, ahí está nuestro amigo, el bárbaro Marius —le dije a mi padre—, ése tan alto, y está escribiendo.

Mi padre sonrió.

—Marius siempre está escribiendo. Cuando menos hay que reconocer que eso lo hace bien. Vuélvete, Lydia, y estáte quieta.

—Pero me ha mirado, padre. Quiero hablar con él.

—¡Te lo prohíbo, Lydia! ¡No permitiré que le sonrías siquiera!

De regreso a casa le pregunté:

—Si vas a casarme con alguien, puesto que no hay nada que yo pueda hacer para evitar ese horrible trago salvo suicidarme, ¿por qué no me casas con Marius? No lo comprendo. Soy rica. Él es rico. Sé que su madre era una princesa celta salvaje, pero su padre lo ha adoptado.

Mi padre me miró atónito.

—¿Dónde has averiguado esto? —preguntó deteniéndose en seco, lo cual siempre era una mala señal.

Los espectadores que había cerca de nosotros comenzaron a dispersarse.

—No sé, todo el mundo lo sabe. —Al volverme vi a Marius a escasa distancia, observándome fijamente—. ¡Deja que hable con él, padre! —le rogué.

Mi padre se arrodilló en el suelo. Casi todo el mundo había emprendido el camino de vuelta a sus casas.

—Lydia, sé que esto es terrible para ti. He cedido ante todos los reparos que has puesto a los jóvenes que te cortejaban; pero créeme, el emperador no aprobaría que te casaras con un historiador aventurero como Marius. No ha servido en el ejército, no puede poner los pies en el Senado; es imposible. Cuando te cases, lo harás con un hombre digno de ti.

Mientras nos alejábamos, me volví de nuevo con el único fin de divisar a Marius entre la multitud, pero comprobé, sorprendida, que permanecía inmóvil, mirándome. Con su larga cabellera, guardaba un gran parecido con el vampiro Lestat. Es más alto que Lestat y tan esbelto como él; también tiene los ojos azules, y una gran fuerza muscular y un rostro que casi se podría considerar hermoso.

Me solté de la mano de mi padre y eché a correr hacia Marius.

—Quiero casarme contigo —dije—, pero mi padre no lo consiente.

Jamás olvidaré la expresión de su rostro. Pero antes de que él pudiera decir algo, mi padre me agarró de la mano y entabló con él una conversación en términos respetuosos pero tajantes.

—¿Cómo estás, Marius, y cómo le va a tu hermano en el ejército? ¿Y cómo van tus trabajos de historia? Tengo entendido que has escrito trece volúmenes.

Mi padre dio media vuelta y echó a andar, arrastrándome de la mano. Marius no se movió ni dijo nada. Unos instantes después mi padre y yo nos unimos a la gente que subía a toda prisa por la colina.

Aquel momento cambió el curso de nuestras vidas, aunque ni Marius ni yo podíamos adivinarlo, claro está.

Habían de transcurrir veinte años antes de que nos encontráramos de nuevo.

Yo tenía entonces treinta y cinco años. Puedo decir que nos encontramos en unos dominios tenebrosos en más de un aspecto.

Pero deja que te cuente lo que había ocurrido antes de nuestro encuentro.

Debido a las presiones de la Casa Imperial, yo me había casado, y no una vez, sino dos. Augusto deseaba que todos tuviéramos hijos. Pero yo no tuve ninguno. No obstante, mis maridos implantaron su semilla en numerosas jóvenes esclavas. Así pues, me divorcié legalmente y me liberé de mis maridos en dos ocasiones, decidida a retirarme de la vida social para que el emperador Tiberio, que había ascendido al trono imperial a los cincuenta años, me dejara en paz, pues tenía unas ideas más puritanas que Augusto y era un dictador doméstico más irritable que éste. Si me quedaba en mi casa, si me abstenía de asistir a banquetes y a fiestas y frecuentaba la compañía de la emperatriz Livia, esposa de Augusto y madre de Tiberio, quizá consiguiese que no me obligaran a convertirme en una madrastra. De modo que decidí quedarme en casa y atender a mi padre tal como merecía, pues aunque gozaba de excelente salud era muy anciano.

Con todo respeto hacia mis maridos, cuyos nombres constituyen algo más que una simple nota a pie de página en las crónicas romanas, fui una esposa lamentable.

Tenía mucho dinero, que me había dado mi padre. No hacía caso de nadie, y accedía a mantener relaciones sexuales sólo bajo mis condiciones, cosa que lograba siempre, pues estaba dotada de la suficiente belleza como para que los hombres sufriesen por mí. Me hice miembro del culto de Isis para fastidiar a mis maridos y sacudírmelos de encima. Acudía con frecuencia al templo de Isis, donde conversaba largamente con otras mujeres interesantes, algunas más osadas y con menos prejuicios que yo. Las rameras me fascinaban. Esas mujeres brillantes y liberadas que habían conquistado una barrera que yo, la dulce hija de mi padre, jamás conquistaría.

Acudía periódicamente al templo. Al poco tiempo me inicié en el culto a una ceremonia secreta y participé en todas las procesiones de Isis que se celebraban en Roma.

Mis maridos detestaban eso. Quizá por ello, cuando hube regresado a la casa de mi padre dejé de asistir al templo de Isis. En cualquier caso, creo que fue una decisión acertada, aunque apenas incidió en el curso de los acontecimientos.

Isis era una diosa importada de Egipto, y los antiguos romanos recelaban tanto de ella como de la terrible Cibeles, la Gran Madre del Lejano Oriente, quien inducía a sus adeptos masculinos a castrarse. Toda la ciudad estaba repleta de esos «cultos orientales», y la población conservadora los consideraba siniestros.

El típico romano conservador era demasiado práctico para dejarse seducir por esas tonterías. Si a los cinco años no sabías que los dioses eran unas criaturas ficticias y los mitos meras fábulas, es que eras imbécil.

Pero Isis poseía una curiosa característica, algo que la distinguía de la cruel Cibeles. Isis era una madre devota de sus hijos y una diosa que perdonaba todo a sus fieles. Era más antigua que la Creación. Era paciente y sabia.

Por este motivo hasta la mujer más vil podía orar en el templo, y nadie se atrevía a expulsarla de allí.

Al igual que la Virgen María, una figura muy conocida hoy en día en todo Oriente y Occidente, la reina Isis había concebido su divino hijo por medios divinos. A través de su poder había obtenido de Osiris, muerto y castrado, una semilla viva. Con frecuencia Isis aparecía pintada o esculpida sosteniendo a su divino hijo, Horus, en su regazo, con el pecho cándidamente desnudo para amamantar al joven dios.

Osiris gobernaba en la tierra de los muertos, y de su falo, perdido para siempre en las aguas del Nilo, manaba incesantemente el semen que fertilizaba los extraordinarios campos de Egipto todos los años cuando el Nilo se desbordaba.

La música de nuestro templo era divina. Utilizábamos el sistro, un pequeño instrumento rígido de metal parecido a una lira, así como flautas y panderetas. Bailábamos y cantábamos juntos. La poesía que contenían las letanías de Isis era muy bella y arrebatada.

Isis era la Reina de la Navegación, como posteriormente la Virgen María ostentaría el título de Nuestra Señora del Mar.

Cada año, cuando transportaban su imagen hasta la playa, se formaba una multitudinaria procesión. Todo Roma salía a la calle a contemplar a los dioses egipcios con sus cabezas de animales, la enorme cantidad de flores y la estatua de la Reina Madre. En el aire vibraban las notas de los himnos. Los sacerdotes y las sacerdotisas lucían unas túnicas de lino blanco. La figura de Isis, hecha de mármol, sostenida en alto y portando entre las manos su sagrado sistro, iba majestuosamente vestida y peinada al estilo griego.

Ésa era mi Isis. Me alejé de ella después de mi último divorcio. A mi padre no le gustaba ese culto, y yo había empezado a cansarme de él. En cuanto me convertí en una mujer libre, dejaron de seducirme las prostitutas. Mi situación era infinitamente más satisfactoria. Me ocupaba de la intendencia de la casa de mi padre, el cual era lo bastante anciano, pese a que conservaba su negra cabellera y una vista extraordinariamente aguda, para que el emperador me dejara tranquila.

No puedo decir que me acordara o pensara en Marius. Nadie lo había mencionado desde hacía años. Había desaparecido de mi mente después de la Lupercalia. No existía fuerza en la tierra capaz de interponerse entre mi padre y yo.

Todos mis hermanos habían tenido suerte. Habían hecho unos buenos casamientos, habían tenido hijos y habían regresado a casa después de las duras guerras en las que habían participado para mantener las fronteras del Imperio.

Mi hermano menor, Lucius, no me caía muy bien; siempre estaba nervioso y era aficionado a la bebida y al juego, lo cual contrariaba profundamente a su esposa. Yo la quería mucho, al igual que a todas mis cuñadas, sobrinas y sobrinos. Disfrutaba cuando los niños invadían nuestra casa, chillando y correteando como locos con «el permiso de la tía Lydia», lo cual no les estaba permitido hacer en su casa.

Antonio, mi hermano mayor, hubiera podido ser un hombre importante. La suerte le había privado de alcanzar la grandeza, aunque estaba preparado para ella, pues era un hombre culto, formado y muy inteligente.

La única insensatez que me dijo en cierta ocasión sin andarse por las ramas fue que Livia, la esposa de Augusto, había envenenado a éste para que su hijo Tiberio pudiera reinar. Mi padre, que también se hallaba en la habitación, le reprendió severamente.

—¡No vuelvas a decir esto jamás, Antonio! Ni aquí ni en ningún sitio. —Se levantó y, sin proponérselo, resumió perfectamente el estilo de vida que llevábamos él y yo—. Manténte alejado del palacio imperial, manténte alejado de las familias imperiales, siéntate en la primera fila cuando asistas a los juegos y nunca dejes de acudir al Senado, pero no te metas en sus disputas e intrigas.

Antonio se puso furioso, pero no por lo que le había dicho mi padre.

—Sólo se lo he dicho a las únicas dos personas a quienes puedo decírselo: tú y Lydia. Detesto sentarme a cenar junto a una mujer que ha envenenado a su marido. Augusto debería haber restaurado la República. Sabía que la muerte le rondaba.

—En efecto, y sabía que no podía restaurarla. Eso era imposible. El Imperio se había expandido hasta Britania en el norte, más allá de Esparta en el este; cubre todo el norte de África. Si quieres ser un buen romano, Antonio, ten el valor de expresar tus opiniones en el Senado. Tiberio te invita a hacerlo.

—Qué engañado estás, padre —replicó Antonio.

Mi padre puso fin a la discusión.

Pero ambos llevábamos exactamente la clase de vida que él había descrito.

Tiberio no tardó en granjearse la antipatía de los bullangueros romanos. Era demasiado viejo, demasiado seco, demasiado rígido, demasiado puritano y déspota al mismo tiempo.

Sin embargo, poseía una cualidad. Aparte de su gran pasión por la filosofía, había sido un buen soldado. Y ésa era la característica más importante que debía tener un emperador.

Las tropas le respetaban.

Tiberio había reforzado la guardia pretoriana en torno al palacio y había contratado a un hombre llamado Sejano para que se ocupara de ella. Pero no trajo las legiones a Roma, y tenía una gran facilidad de palabra a la hora de hablar sobre los derechos personales y la libertad, si uno lograba permanecer despierto para escucharle, claro. A mí me parecía un hombre triste y solitario.

El Senado perdía la paciencia cuando Tiberio se negaba a tomar una decisión. No querían ser ellos quienes la tomaran. Pero todo eso parecía relativamente inocuo.

Entonces ocurrió un terrible incidente que me hizo detestar al emperador con toda mi alma y perder la fe en el hombre y su capacidad de gobernar.

El incidente estaba relacionado con el templo de Isis. Un hombre astuto y perverso, que afirmaba ser Anubis, el dios egipcio, había atraído al templo a una distinguida dama devota de la diosa y se había acostado con ella, engañándola vilmente, aunque yo no me explico cómo lo había conseguido.

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