Pandora

Pandora


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Aún hoy la recuerdo como la mujer más estúpida de Roma. Pero probablemente había otros aspectos en esta historia.

Sea como fuere, ocurrió en el templo.

Más tarde ese individuo, ese falso Anubis, se presentó ante la distinguida dama y le dijo sin rodeos que la había engañado. Ella acudió llorando a su marido y se lo confesó todo. Fue un escándalo sonado.

Hacía un año que yo había acudido al templo por última vez, de lo cual me alegré.

Pero la reacción del emperador fue más terrible de lo que hubiera podido imaginar.

El templo fue destruido hasta sus cimientos. Todos los adeptos de Isis fueron desterrados de Roma, y algunos de ellos ejecutados. Nuestros sacerdotes y sacerdotisas fueron crucificados, o colgados del árbol, según la antigua expresión romana, para que murieran lentamente y se pudrieran delante de todo el mundo.

Mi padre entró en mi habitación. Se dirigió al pequeño altar de Isis, agarró la estatua y la estrelló contra el suelo de mármol. Luego tomó los trozos grandes y los hizo añicos.

Yo asentí con la cabeza.

Supuse que mi padre me censuraría por mis viejas costumbres. Me sentía muy triste y conmocionada por cuanto había ocurrido. Nuestros cultos orientales eran perseguidos. El emperador había decidido arrebatar el derecho de santuario a varios templos erigidos en todo el Imperio.

—Ese hombre no desea ser emperador de Roma —dijo mi padre—. Está cansado de tanta crueldad y tantas muertes. Es un hombre rígido, aburrido y tiene miedo de que lo maten. En estos tiempos, un hombre que no desea ser emperador, no debe serlo.

—Quizás abdique —repuse con tristeza—. Ha adoptado al joven general Germánico Julio César. Eso significa que Germánico será su heredero, ¿no es así?

—¿De qué les sirvió a los antiguos herederos de Augusto el haber sido adoptados? —inquirió mi padre.

—¿A qué te refieres? —pregunté.

—Utiliza la cabeza —respondió mi padre—. No podemos seguir fingiendo que somos una república. Debemos definir las funciones del emperador y los límites de su poder. Debemos establecer una forma de sucesión que no sea el asesinato.

Yo traté de calmarlo.

—Marchémonos de Roma, padre. Vayamos a nuestra casa en la Toscana. Es un lugar muy hermoso.

—No podemos hacerlo, Lydia —repuso—. Debo permanecer aquí. Tengo que ser leal a mi emperador. He de hacerlo por toda la familia. Debo ocupar mi puesto en el Senado.

Al cabo de unos meses, Tiberio envió a su joven y apuesto sobrino Germánico Julio César a Oriente, para alejarlo de la adulación del pueblo de Roma. Como te he dicho, la gente no temía decir lo que pensaba.

Germánico era el legítimo heredero de Tiberio, pero éste estaba demasiado reconcomido por los celos para escuchar a la multitud que alababa a voz en grito las virtudes de Germánico por sus victorias en el campo de batalla. Deseaba alejarlo de Roma.

De modo que el joven, encantador y seductor general fue enviado a Oriente, a Siria; desapareció de la vista de los romanos que lo adoraban, del rincón del Imperio donde la multitud ciudadana podía decidir la suerte del mundo.

Todos supusimos que más tarde o más temprano se libraría otra campaña en el norte. Germánico había atacado duramente a las tribus germanas.

Mis hermanos me describieron la batalla con todo lujo de detalles mientras cenábamos.

Me dijeron que habían regresado para vengarse de la salvaje matanza del general Varo y sus tropas en el bosque de Teutoburgo. Ellos acabarían con el enemigo, si volvían a llamarlos, y mis hermanos no dudarían en ir, por algo eran patricios de la vieja guardia.

Entretanto, comenzaron a circular rumores de que los Delatores, los conocidos espías de la guardia pretoriana, se embolsaban un tercio de los bienes de aquellos contra quienes informaban. A mí me pareció horrible.

—Eso comenzó durante el reinado de Augusto —observó mi padre, meneando la cabeza.

—Sí, padre, pero en esos tiempos la traición era juzgada por lo que uno hacía, no por lo que decía —señalé.

—Razón de más para no decir nada —replicó con amargura—. Canta para mí, Lydia. Ve a buscar tu lira. Invéntate una de tus cómicas epopeyas. Hace mucho que no te oigo cantar.

—Soy demasiado mayor para eso —repuse, pensando en las absurdas y atrevidas sátiras sobre Homero que solía inventarme de forma tan rápida y espontánea que todo el mundo se quedaba asombrado. No obstante, la idea me atraía. Recuerdo esa noche tan vivamente que no puedo dejar de relatar esta historia, aunque sé el dolor que me causará confesar ciertos aspectos de la misma.

¿Qué significa escribir? Comprobarás que repito esta pregunta en varias ocasiones, David, porque con cada hoja mi comprensión aumenta, veo los esquemas que antes me eludían y me llevaban a soñar en lugar de vivir.

Aquella noche me inventé una epopeya muy divertida. Mi padre rió de buena gana. Al cabo de un rato se quedó dormido en el diván. Y entonces, como si se hallara en un trance, dijo:

—Lydia, no vivas sola por mí. ¡Cásate por amor! ¡No renuncies a él!

Cuando me volví, mi padre seguía respirando profundamente.

Dos semanas más tarde, o quizá fuera un mes, ocurrió un acontecimiento imprevisto que puso fin a nuestra apacible existencia.

Un día, al llegar a casa, la hallé completamente vacía a excepción de dos aterrorizados y viejos esclavos —unos hombres que formaban parte de la servidumbre de mi hermano Antonio—, quienes después de franquearme la entrada cerraron la puerta a cal y canto.

Crucé el enorme vestíbulo y el peristilo y me dirigí hacia el comedor. Al entrar en él contemplé un espectáculo asombroso.

Mi padre estaba ataviado con su uniforme de combate, armado con su espada y su puñal; sólo le faltaba el escudo. Incluso llevaba puesto su manto rojo. Su peto relucía.

Tenía la vista fija en el suelo, y con razón, pues había sido levantado. El viejo hogar, construido hacía muchas generaciones, había sido excavado. Aquélla había sido la primera habitación de la casa en las épocas remotas de Roma, y la familia solía reunirse en torno al hogar para rezar y comer.

Yo nunca lo había visto. Teníamos unos altares en nuestra casa, pero jamás había contemplado aquel gigantesco círculo de piedras renegridas. El orificio, que aparecía cubierto de cenizas, presentaba a la vez un aspecto siniestro y sagrado.

—¡Por todos los dioses! ¿Qué ha ocurrido? —pregunté—. ¿Dónde está todo el mundo?

—Se han marchado —respondió mi padre—. He liberado a los esclavos, he dejado que se marcharan. Te estaba esperando. Debes partir de inmediato.

—¡No me iré sin ti!

—¡Obedéceme, Lydia! —Jamás había visto una expresión tan implorante y sin embargo tan digna en el rostro de mi padre—. Te está aguardando un carro junto a la puerta trasera de la casa. Te conducirá a la costa y un mercader judío, mi amigo más leal, te sacará en barco de Italia. Quiero que vayas. Ya han cargado tu dinero en el barco, y tu ropa, todas tus pertenencias. Confío plenamente en esos hombres. No obstante, llévate esto. —Tomó un puñal que había sobre una mesa y me lo dio—. Has observado a tus hermanos lo suficiente para saber utilizarlo —señaló—, y toma esto —añadió, entregándome una bolsa—. Es oro, una moneda aceptada en todo el mundo. Tómalo y vete.

Yo siempre llevaba un puñal, en un estuche pegado a mi antebrazo, pero no quise revelárselo a mi padre para no impresionarlo, de modo que me guardé el puñal y tomé la bolsa.

—Padre, no temo permanecer a tu lado. ¿Quién quiere nuestro mal? Eres un senador romano. Si te han acusado de algún delito, tienes derecho a ser juzgado ante el Senado.

—¡Ay, mi preciosa e inteligente hija! ¿Crees que el perverso Sejano y sus Delatores acusan a los ciudadanos abiertamente? Sus Especuladores han atacado por sorpresa a tus hermanos y a sus esposas e hijos. Estos hombres son esclavos de Antonio. Él los envió para prevenirme mientras peleaba, antes de morir. Vio cómo aplastaban a su hijo contra la pared. Vete, Lydia.

Lógicamente, yo sabía que asesinar a toda la familia del condenado era una costumbre romana. Incluso estaba permitido por la ley hacerlo. Y en esos casos, cuando circulaba el rumor de que el emperador le había vuelto la espalda a un hombre, cualquiera de los enemigos de éste podía adelantarse a los asesinos.

—Ven conmigo —dije—. ¿Por qué te empeñas en quedarte aquí?

—Moriré como un romano, en mi casa —respondió mi padre—. Si me quieres debes marcharte, mi poetisa, mi cantante, mi pensadora, mi Lydia. ¡Vete! No consiento que me desobedezcas. He dedicado la última hora de mi vida a disponer tu salvación. Dame un beso y obedece.

Yo corrí hacia él, le besé en los labios, y los esclavos me condujeron a toda prisa a través del jardín.

Conocía bien a mi padre. En estos momentos no podía rebelarme contra él, desobedecer su último deseo. Yo sabía que, según la antigua costumbre romana, mi padre probablemente se suicidaría antes de que los Especuladores derribaran la puerta de la casa.

Cuando alcancé el portal, cuando vi a los mercaderes judíos y su carro, no pude marcharme.

Esto es lo que vi.

Mi padre se había cortado las venas de las muñecas y caminaba alrededor del hogar, dejando que la sangre cayera sobre el suelo. Se había hecho unos cortes muy profundos. Estaba cada vez más pálido. Sólo más tarde comprendí la expresión que vi en sus ojos.

De pronto oí un violento estruendo. Los soldados golpeaban la puerta, tratando de derribarla. Mi padre se detuvo. Entonces entraron dos guardias pretorianos, que se dirigieron hacia él y le dijeron en tono burlón:

—¿Por qué no te matas de una vez, Máximo, y nos ahorras el trabajo de hacerlo?

—¿Os sentís orgullosos? —inquirió mi padre—. ¡Cobardes! ¿Os complace asesinar a familias enteras? ¿Cuánto dinero os pagan por hacerlo? ¿Habéis peleado alguna vez en una auténtica batalla? ¡Moriréis conmigo!

Desenfundó su espada y su puñal y consiguió abatir a los dos soldados cuando éstos se arrojaron sobre él. Los remató de varias puñaladas.

Luego avanzó dando traspiés, como si estuviera a punto de desmayarse. La sangre seguía manando de sus muñecas. De pronto puso los ojos en blanco.

En aquel momento se me ocurrió un arriesgado plan. Teníamos que subir a mi padre al carro, pero era todo un romano, y jamás lo consentiría.

De pronto los hebreos, uno joven y el otro anciano, me sujetaron por los brazos y me sacaron de la casa.

—Juré que te salvaría —dijo el anciano—. No permitiré que me dejes por embustero delante de mi amigo.

—Soltadme —murmuré—. Quiero estar con mi padre.

Aprovechando la educada timidez de mis captores, logré soltarme, y al volverme vi el cuerpo de mi padre tendido junto al hogar. Se había rematado con su puñal.

Cerré los ojos y me llevé la mano a la boca para sofocar los sollozos. Los hebreos me arrojaron en el carro. Caí sobre unos cojines mullidos y unos rollos de tejido mientras el carro comenzó a avanzar lentamente por la serpenteante carretera de la colina Palatina.

Unos soldados nos gritaron para que nos apartáramos.

—Estoy muy sordo, señor —dijo el hebreo más anciano—, ¿qué habéis dicho?

El ardid dio resultado. Los soldados siguieron su camino.

El hebreo sabía muy bien lo que hacía. Siguió conduciendo el carro muy despacio mientras la gente pasaba apresuradamente por nuestro lado.

El más joven se trasladó a la parte trasera del carro y me dijo:

—Me llamo Jacob. Toma, cúbrete con estos velos blancos. Así parecerás una mujer oriental. Si te interrogan a las puertas de la ciudad, alza el velo y haz como que no comprendes lo que dicen.

Atravesamos las puertas de Roma con pasmosa facilidad.

—Salve, David y Jacob —dijeron los guardias—. ¿Habéis tenido buen viaje?

Me ayudaron a subir a un enorme barco mercante provisto de remos y velas, lo que no era extraordinario, y me condujeron hasta un pequeño y destartalado camarote.

—Esto es cuanto podemos ofrecerte —dijo Jacob—. Zarparemos de inmediato. —Tenía el pelo castaño, largo y ondulado, y llevaba barba. Vestía una túnica a rayas que lo cubría hasta los pies.

—¿En la oscuridad? —pregunté—. ¿Vamos a zarpar en la oscuridad?

Eso no era infrecuente.

Pero al salir del puerto, cuando los marineros comenzaron a manejar los remos y el barco se encontró a la distancia adecuada y puso rumbo al sur, vi hacia dónde nos dirigíamos.

Toda la maravillosa costa suroccidental de Italia aparecía profusamente iluminada por centenares de villas suntuosas. Sobre las rocas divisé unos faros.

—Jamás volveremos a ver la República —comentó Jacob con nostalgia, como si se tratara de un ciudadano romano, y probablemente lo fuese—. Pero el último deseo de tu padre se ha cumplido. Estamos a salvo.

El anciano se acercó a mí, me dijo que se llamaba David y se disculpó por no disponer de unas sirvientas para atenderme. Yo era la única mujer a bordo.

—¡Os ruego que no os preocupéis por esos detalles! ¿Por qué habéis aceptado correr estos riesgos?

—Hace tiempo que tenemos negocios con tu padre —respondió David—. Años atrás, cuando unos piratas hundieron nuestros barcos, tu padre se hizo cargo de la deuda. Confió de nuevo en nosotros, y le devolvimos la cantidad que nos prestó multiplicada por cinco. Nos entregó una cuantiosa suma de dinero para ti. El dinero está oculto entre el cargamento, como si no tuviera el menor valor.

Yo me dirigí a mi camarote y me tendí en el estrecho camastro. Al cabo de unos momentos entró el anciano, tapándose decorosamente los ojos, y me entregó una manta.

De pronto caí en la cuenta de una cosa. Había dado por supuesto que aquellos hombres me traicionarían.

No tenía palabras. No tenía gestos ni sentimientos dentro de mí. Volví la cara hacia la pared.

—Procura dormir, señora —dijo el anciano.

Tuve una pesadilla, un sueño que jamás había tenido. Me encontraba junto a un río. Sentía deseos de beber sangre. Aguardé entre la alta hierba para atrapar a un aldeano, y cuando logré capturarlo sujeté al desdichado por los hombros y le clavé los colmillos en el cuello. La boca se me llenó de su deliciosa sangre. Era tan dulce y potente que no puedo describirla, e incluso en sueños lo sabía. Pero debía huir de allí. El hombre estaba agonizando. Lo solté y cayó al suelo. Otros hombres, más peligrosos, me perseguían. Pero había otra amenaza que ponía en peligro mi vida.

Llegué a las ruinas de un templo, lejos del río. Me hallaba en el desierto; en un abrir y cerrar de ojos había pasado de un terreno húmedo a otro completamente árido. Estaba asustada. Pronto amanecería. Tenía que ocultarme. Además, me perseguían unos hombres. Digerí la deliciosa sangre y entré en el templo. Horrorizada, descubrí que no había donde ocultarse. Me apoyé contra los fríos muros, que estaban cubiertos de grabados. ¡Pero no había un solo lugar, por pequeño que fuese, que pudiera servirme de escondrijo!

Debía alcanzar las colinas antes del amanecer, lo que era imposible. ¡Me dirigía directamente hacia el sol!

De pronto apareció sobre las colinas una intensa y mortífera luz. Sentí que los ojos me escocían. La luz los abrasaba. «¡Mis ojos! —grité, tratando de tapármelos con las manos. El fuego me cubría—. ¡Amón Re, yo te maldigo!», exclamé. Grité otro nombre. Sabía que significaba Isis, pero no era ese nombre sino otro título de la diosa el que brotó de mis labios.

Entonces desperté. Me incorporé en el lecho, temblando.

El sueño había sido tan nítido como una visión. Lo recordaba muy bien. ¿Había vivido yo otra vida?

Subí a cubierta. Todo estaba en orden. Desde el barco, que seguía navegando, se distinguía con relativa claridad la costa y los faros. Contemplé el mar, y sentí deseos de beber sangre.

«Esto es imposible. Se trata de un perverso y retorcido augurio», me dije. Sentí el fuego. No podía olvidar el sabor de la sangre. Qué natural me había parecido, qué exquisita, qué perfecta para calmar mi sed. Vi el cadáver del aldeano, tendido junto al río como si se tratara de un pelele.

Aquello era un horror; no podía escapar de lo que acababa de presenciar. Estaba muy alterada, febril.

Jacob, el hebreo joven y alto, se acercó a mí. Iba acompañado de un joven romano. El muchacho se había afeitado su barba incipiente, pero por lo demás parecía un niño de rostro rubicundo y lustroso.

Me pregunté con tristeza si yo era tan vieja a mis treinta y cinco años que todo el mundo me parecía hermoso.

—¡Mi familia también ha sido traicionada! —exclamó el muchacho sollozando—. ¡Mi madre me obligó a marcharme!

—¿A quién debemos esta catástrofe? —pregunté.

Le acaricié las húmedas mejillas. Su boca parecía la de un bebé, pero su incipiente barba era áspera al tacto. Tenía unas espaldas anchas y fuertes, e iba vestido con una ligera y sencilla túnica. ¿No tendría frío en la cubierta del barco? Quizá sí.

El muchacho meneó la cabeza. Poseía una belleza infantil, y con el tiempo se convertiría en un hombre apuesto. Tenía el cabello negro y ondulado. No temía llorar en mi presencia, ni se disculpó por ello.

—Mi madre no murió hasta que me hubo contado lo ocurrido. Al llegar a casa la encontré postrada en el suelo, agonizando. Cuando los Delatores acusaron a mi padre de haber conspirado contra el emperador, mi padre se echó a reír, en sus propias narices. Entonces le acusaron de estar confabulado con Germánico. Mi madre no quiso morir hasta habérmelo contado. Dijo que de lo único que habían acusado a mi padre había sido de hablar con otros hombres sobre la forma en que serviría de nuevo al Imperio bajo Germánico si volvían a enviarlos al norte.

Yo asentí con la cabeza, con profunda tristeza.

—Comprendo. Mis hermanos probablemente dijeron lo mismo. Germánico es el heredero del emperador e Imperium Maius de Oriente. Sin embargo, consideran una traición hablar de servir a Roma bajo un excelente general.

Me volví para marcharme. La comprensión no es un consuelo.

—Os conducimos a ciudades distintas —dijo Jacob—, para dejaros al cuidado de diversos amigos. Es preferible que no os revelemos más detalles.

—No me dejes —suplicó el muchacho—. Esta noche no.

—De acuerdo —contesté. Lo conduje a mi camarote y cerré la puerta, tras despedirme con un educado gesto de Jacob, quien nos observaba con el celo de un guardián.

—¿Qué quieres? —pregunté.

El joven me miró y meneó la cabeza. Alzó las manos en un gesto de desesperación. Luego se volvió, me estrechó entre sus brazos y me besó. Nos besamos con frenesí.

Me quitó la camisa y nos tendimos sobre el camastro. Pese a su rostro infantil, era todo un hombre.

Y cuando llegó el momento de éxtasis, lo que ocurrió muy pronto, dada la tremenda energía del joven, noté el sabor a sangre. Me había convertido en el vampiro del sueño. Mi cuerpo se tensó, pero no importaba. Él disponía de cuanto precisaba para concluir sus ritos de la forma satisfactoria.

—Eres una diosa —dijo, incorporándose.

—No —musité. El sueño cobraba vida. Percibí el sonido del viento sobre la arena. El olor del río—. Soy un dios… un dios que bebe sangre.

Realizamos los ritos amatorios hasta que quedamos extenuados.

—Muéstrate discreto y cortés con nuestros anfitriones hebreos —le dije—. Son incapaces de comprender esta clase de cosas.

Él asintió con la cabeza.

—Te adoro —musitó.

—No es necesario. ¿Cómo te llamas?

—Marcellus.

—Bien, Marcellus, vete a dormir.

Marcellus y yo convertimos cada noche en una orgía de placer hasta que al fin vimos el faro de Pharos y comprendimos que habíamos llegado a Egipto.

Era obvio que Marcellus iba a quedarse en Alejandría. Me explicó que su abuela materna, que era griega, como todo el clan, aún vivía.

—No me cuentes tantas cosas, vete —lo insté—. Sé prudente y cuídate.

Marcellus me rogó que lo acompañara. Dijo que se había enamorado de mí, que deseaba casarse conmigo. No le importaba que no pudiera darle hijos. No le importaba que yo hubiera cumplido treinta y cinco años. Yo me reí compasivamente.

Jacob asistió a esta escena con la vista fija en el suelo, y David volvió púdicamente el rostro.

Marcellus desembarcó en Alejandría con un gran número de baúles.

—Ahora —dije a Jacob—, ¿quieres decirme adónde me lleváis? Me gustaría expresar mi opinión al respecto, aunque dudo que pueda mejorar los planes de mi padre.

Me pregunté si aquellos hombres serían honrados conmigo. ¿Seguirían tratándome con respeto después de haberme visto comportar como una puta con el muchacho? Eran unos hombres religiosos.

—Te llevaremos a una gran ciudad —respondió Jacob—. No existe un lugar más hermoso. Tu padre tiene amigos griegos allí.

—Es imposible que sea más bella que Alejandría —protesté.

—Oh, es mucho más hermosa —dijo Jacob—. Pero deja que hable con mi padre antes de seguir conversando contigo.

Nos hallábamos en alta mar. El horizonte se alejaba. Egipto. Comenzaba a oscurecer.

—No temas —dijo Jacob—. Pareces aterrorizada.

—No tengo miedo —contesté—. Es que dispongo de mucho tiempo para yacer en mi cama, pensar, recordar y soñar. —Lo miré a los ojos y él apartó el rostro tímidamente—. Estreché al muchacho contra mi pecho, como una madre, noche tras noche. —Era la mentira más grande que he contado en mi vida—. Lo abracé como si fuera un niño. —¡Menudo niño!—. Y ahora temo sufrir pesadillas. Dime… ¿cuál es nuestro destino? ¿Cuál es nuestra suerte?

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