Pandora

Pandora


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El Imperio era el mundo. Más allá estaba el caos, la desgracia, las luchas y peleas. Yo era un soldado. Era capaz de pelear. Soñé que me ponía la armadura. Mi hermano dijo: «Me alegra comprobar que eres un hombre, siempre lo sospeché.»

No me desperté hasta la mañana siguiente.

Entonces sentí un dolor y una desesperación como jamás había experimentado.

Toma nota de esto. Porque en aquellos momentos comprendí, más profundamente de lo que le es dado a un ser humano, lo absurdo que es la Suerte y la Fortuna y la Naturaleza.

Quizá la descripción de estos instantes, aunque breve, sirva de consuelo a otro. Lo peor tarda en aparecer y en desaparecer.

Lo cierto es que no puedes preparar a nadie para esto, ni hacerle comprender a través del lenguaje la magnitud de ese tormento. Es preciso vivirlo. Y no se lo deseo a nadie en el mundo.

Yo estaba sola. Recorrí todas las habitaciones de la pequeña casa, golpeando las paredes con los puños y gritando entre dientes, dando vueltas y más vueltas. Pero la Madre Isis no estaba allí.

No había dioses. ¡Los filósofos eran unos imbéciles! Los poetas cantaban mentiras.

Sollocé y me mesé el cabello; me desgarré el vestido con tanta naturalidad como si se tratara de una nueva costumbre. Derribé sillas y mesas.

En ocasiones sentí una enorme euforia, una liberación de todas las falsedades y prejuicios, todos los medios a través de los cuales un alma o un cuerpo se convierten en rehenes.

Y entonces la tremenda naturaleza de esa liberación se extendió en torno a mí como si la casa no existiera, como si la oscuridad no conociera muros.

Pasé tres noches y tres días sumida en aquel tormento.

Me olvidé de comer. Me olvidé de beber agua.

No encendí ninguna lámpara. La luna, casi llena, proporcionaba suficiente luz a este absurdo laberinto de pequeñas estancias pintadas.

El sueño me había abandonado para siempre.

Mi corazón latía con violencia. Los músculos de mis extremidades se tensaban, se relajaban, volvían a tensarse.

A veces me tumbaba sobre la húmeda y grata tierra del jardín, por mi padre, porque nadie había depositado su cadáver sobre la húmeda y grata tierra, como deberían haber hecho después de su muerte y antes de cualquier funeral.

De pronto comprendí por qué esa falta, su cuerpo cosido a puñaladas y sin que nadie le hubiera dado sepultura, era tan importante. Comprendí la gravedad de esa omisión como pocos han comprendido jamás el significado de algo. ¡Era muy importante porque no lo era en absoluto!

«Vive, Lydia.»

Contemplé los pequeños y frondosos árboles del jardín y experimenté una curiosa gratitud por haber abierto mis ojos humanos en la oscuridad de la tierra el tiempo suficiente para ver esas cosas.

—¿Lo que proviene del cielo asciende al cielo? —me pregunté, pensando en Lucrecio.

¡Qué locura!

¡Ay de mí! Como ya he dicho, vagué, me arrastré, lloré y grité durante tres noches y tres días.

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