Pandora

Pandora


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Mientras el néctar fluía a través de mi cuerpo, se produjo otra visión. En el pasillo resonaban las carcajadas de la Reina; ella corría delante de mí, juvenil, felina, despreocupada, sin importarle su dignidad. Me indicó que la siguiera. Al salir al exterior vi a Marius sentado bajo las estrellas, en su mullido e informe jardín. Ella lo señaló. Marius se puso de pie y me abrazó. Su larga cabellera constituía un magnífico adorno. Comprendí lo que ella deseaba. Fue a Marius a quien besé en esta visión mientras bebía la sangre de la Reina; fue con Marius con quien bailé.

Una lluvia de pétalos de flores cayó sobre nosotros como sobre una pareja nupcial en Roma; Marius me sostenía del brazo como si acabáramos de casarnos, y la gente no cesaba de cantar alrededor de nosotros. La nuestra era una felicidad sin mácula, una felicidad tan intensa que algunos jamás pueden experimentarla.

La Reina se hallaba sobre un amplio altar de diorita negra.

Era de noche. Nos encontrábamos en un lugar cerrado, atestado de gente, pero estaba oscuro y hacía fresco debido a la arenosa brisa que soplaba del valle. Ella contempló el sacrificio que le ofrecían. Era un hombre, con los ojos cerrados, maniatado. No trató de liberarse.

La Reina mostró sus colmillos; de entre sus fieles brotó un murmullo de admiración. La diosa aferró al hombre por el cuello y le chupó la sangre. Cuando hubo terminado, lo dejó caer y alzó los brazos.

—¡Todas las impurezas se limpian en mí! —exclamó.

De nuevo cayeron unos pétalos de todos los colores. La gente agitaba plumas de pavo real y ramas de palmera, y oí unos cantos entonados con fuerza y devoción, y el estruendoso sonido de unos tambores, y ella sonrió desde el altar, su rostro arrebolado, expresivo y humano, sus ojos delineados con khol observando a su adorador.

Todos se pusieron a bailar excepto ella, que siguió observando a la multitud; luego alzó la vista lentamente y miró por encima de las cabezas de la gente, a través de las altas ventanas rectangulares del lugar, y contempló las estrellas que brillaban en el firmamento. Sonaron unas gaitas. El baile adquirió un ritmo frenético.

Una sombra misteriosa oscureció por un instante el rostro de la Reina, como si algo la hubiera distraído, como si su alma hubiera abandonado su cuerpo para dirigirse hacia el cielo, y luego bajó la vista con expresión de tristeza. Parecía sentirse perdida. De pronto fue presa de la ira, y gritó con voz estentórea:

—¡Ese malvado bebedor de sangre! ¡Traédmelo!

La multitud, que había enmudecido, se apartó para dejar paso a un dios que se debatía furioso para librarse de los hombres que lo conducían ante el altar.

—¿Cómo te atreves a juzgarme? —gritó. Era babilonio, con el cabello largo y rizado, y barba y bigote. Le sujetaban entre diez mortales.

—¡Arrojadlo al lugar ardiente, en las montañas, bajo el sol, encadenado con los grilletes más resistentes! —ordenó la Reina.

Los hombres se llevaron al babilonio.

La Reina alzó de nuevo la vista. Las estrellas parecían haber aumentado de tamaño y los antiguos dibujos que formaban aparecían con toda claridad. Me pareció como si flotáramos bajo ellas.

Vi a un niño que, sentado en una delicada silla dorada, discutía con unos hombres que le rodeaban. Los hombres eran viejos, semiinvisibles en la oscuridad. La lámpara iluminaba el rostro del niño. Nos hallábamos junto a la puerta. El niño tenía un aspecto frágil y unas piernas que parecían palillos.

—¿Y afirmáis —dijo el niño con aire de incredulidad—, que esos bebedores de sangre son adorados en las colinas?

Comprendí que se trataba del faraón por el mechón sagrado que lucía en su cabeza rapada, por la forma en que los demás se afanaban en atenderle. Cuando la diosa se acercó a él, el niño la miró horrorizado. Sus guardianes huyeron despavoridos.

—Sí —dijo ella—, y no haréis nada para impedirlo.

La diosa alzó de la silla al niño, tan frágil y menudo, y se arrojó sobre su yugular como una fiera, dejando que la sangre manara de la herida mortal.

—Pequeño rey —dijo ella—. Pequeño reino.

La visión se esfumó.

Sentí su piel blanca y fría bajo mis labios. La besé, sin beber ya su sangre.

Sentí mi propia forma, sentí que me doblaba hacia atrás, deslizándome, librándome de su abrazo.

En el suave resplandor que invadía la cámara, comprobé que su perfil continuaba inmutable, silencioso, insensible. Desnudo, un rostro sin una tara ni una arruga. Caí en brazos de Marius. El brazo y la mano de la diosa recuperaron su rígida postura.

Todo aparecía claro y brillante, el Rey y la Reina inmóviles, las exquisitas figuras grabadas en lapislázuli en los mosaicos dorados.

Sentí un intenso dolor en el corazón, en el útero, como si alguien me hubiera asestado una puñalada.

—¡Marius! —gemí.

Él me tomó en brazos y me sacó de la cámara.

—No, quiero arrodillarme a sus pies —dije. El dolor me impedía respirar con normalidad. Traté de no gritar de dolor. El mundo acababa de renacer, y yo padecía este tormento.

Marius me depositó sobre la alta hierba. Un pestilente torrente de fluido humano brotó de mi útero, incluso de mi boca. Vi unas flores a mi lado. Vi el amistoso cielo, tan vívido en mi visión. El dolor era indescriptible.

Entonces comprendí por qué Marius me había sacado del santuario.

Me enjugué las lágrimas. No podía soportar aquella inmundicia. El dolor me devoraba. Me esforcé en contemplar de nuevo lo que me había sido revelado, en recordar lo que ella había dicho, pero el dolor me lo impedía.

—¡Marius! —grité.

Él se puso sobre mí y me besó la mejilla.

—Bebe de mí —dijo—, bebe hasta que el dolor haya desaparecido. Sólo muere el cuerpo, bebe. Eres inmortal, Pandora.

—Lléname, tómame —repuse, introduciendo la mano entre sus piernas.

—Ahora ya no importa.

Aquel órgano que el dios Osiris había perdido para siempre, estaba duro y frío.

Lo tomé y lo introduje en mi cuerpo. Luego bebí y bebí, y cuando sentí de nuevo sus colmillos en mi cuello, cuando Marius empezó a extraer de mí la nueva mezcla que circulaba por mis venas, experimenté una inmensa dulzura, como cuando una madre amamanta a su hijo, y en un último instante que no significaba nada comprendí que lo amaba y que conocía todos sus secretos.

Marius tenía razón. Los órganos inferiores no significan nada. Él se alimentó de mí. Yo me alimenté de él. Aquél era nuestro matrimonio. Alrededor de nosotros la hierba se mecía suavemente bajo la brisa, un majestuoso tálamo conyugal, y el aroma de la vegetación me inundó.

El dolor había desaparecido. Extendí los brazos y sentí la delicadeza de las flores.

Marius me quitó el sucio vestido, me tomó en brazos y me transportó hasta el estanque donde se encontraba la Venus de mármol con la espalda doblada, y un pie suspendido sobre la superficie del agua fresca.

—¡Pandora! —murmuró.

Los esclavos corrieron a su lado, ofreciéndole unas jarras.

Marius sumergió una de ellas en el agua y la derramó sobre todo mi cuerpo. Sentí bajo mis pies las baldosas que revestían el fondo del estanque mientras el agua se deslizaba por mi piel. ¡Jamás había experimentado una sensación parecida! Marius me arrojó otra jarra de agua fresca y deliciosa. Por unos instantes temí que el dolor apareciera de nuevo, pero no, se había disipado del todo.

—Te amo con todo mi corazón —dije—. Todo mi amor es tuyo y de ellos, Marius. Puedo ver en la oscuridad, puedo ver en la profunda oscuridad bajo los árboles.

Marius me abrazó. Los esclavos nos bañaron, sumergiendo las jarras en aquella agua plateada y derramándola sobre nuestros cuerpos.

—Oh, qué placer tenerte junto a mí —dijo Marius—, tenerte a mi lado, no estar solo sino contigo, hermosa mía, tú, precisamente tú.

Retrocedió unos pasos, lo contemplé embelesada y extendí la mano para tocar su larga cabellera, salvaje y extranjera. Tenía todo el cuerpo cubierto de relucientes gotas de agua.

—Sí —repuse—, eso era justamente lo que ella deseaba.

Los músculos de su rostro se tensaron. Me miró fijamente, irritado. Algo había cambiado en su talante. Lo presentí.

—¿Qué? —preguntó Marius.

—Eso es lo que ella deseaba —repetí—. Me lo dio a entender con toda claridad en las visiones. Deseaba que yo estuviera contigo, para que no te sintieras solo.

Marius retrocedió. ¿Estaba realmente enfadado?

—¿Qué te ocurre, Marius? ¿Es que no comprendes lo que ha hecho ella?

Él retrocedió otro paso, apartándose bruscamente de mí.

—¿No comprendiste lo que estaba sucediendo? —pregunté.

Los chicos nos tendieron unas toallas. Marius se secó la cara y el pelo con una.

Yo hice otro tanto.

Marius estaba pálido y temblaba de ira.

Fue un momento de belleza y horror: su cuerpo blanco, las relucientes aguas del estanque, las luces que caían desde las puertas abiertas de la casa, y en lo alto las estrellas de la diosa. Y Marius mirándome lleno de furia e indignación.

Yo lo miré.

—Ahora soy su sacerdotisa —dije—. Tengo el deber de restituir su culto. Eso es lo que ella desea. Pero también me trajo aquí por ti, porque estabas solo. Todo esto lo he visto, Marius. Vi nuestra boda en Roma, como si estuviéramos en los viejos tiempos y nuestras familias nos acompañaran. Vi a sus fieles.

Marius estaba cada vez más horrorizado.

Traté de convencerme de que había interpretado erróneamente su expresión.

Me puse encima de la hierba y dejé que los chicos me secaran. Alcé la cabeza y contemplé las estrellas. La casa con sus cálidas lámparas parecía tosca y frágil, un torpe intento de crear un orden en las cosas, que no podía compararse con la creación de una flor.

—Oh, qué espectacular es la noche —observé—. Parece una ofensa a la noche hablar de propósitos y deseos, cuando este momento común y corriente rebosa designios divinos y tranquilidad. Todas las cosas siguen su curso.

Di un paso atrás y me sacudí el agua del cuerpo enérgicamente. No me mareé al detenerme. Tenía la sensación de poseer un poder infinito.

Uno de los chicos me alargó una túnica. Era de hombre, pero como ya he dicho a menudo en este relato, el atuendo romano es muy simple. Se trataba de una túnica corta. Me la puse y dejé que me anudara un ceñidor en torno a la cintura. Le sonreí. Él se echó a temblar y retrocedió asustado.

—Sécame el pelo —le ordené. Ah, qué hermosa sensación.

Alcé la vista lentamente. Marius también se había secado y estaba vestido. Seguía mirándome con expresión de evidente reproche e indignación.

—Alguien tiene que entrar ahí y cambiar el traje dorado de la Reina —dije—. Ese blasfemo se lo ha manchado de sangre.

—¡Yo lo haré! —respondió Marius, enfadado.

—De modo que ésas tenemos —dije. Miré alrededor, no sólo seducida por la belleza del paisaje sino para olvidarme de la suya, para regresar junto a él al cabo de una hora, después de haber paseado bajo los olivos y conversado con las constelaciones.

Pero su enfado me dolía. Era un dolor extraño y profundo, carente de los diversos estadios de dolor que la carne y la mente mortal atraviesan.

—¡Es maravilloso! —exclamé—. ¡Compruebo que la diosa reina, que es real, ha creado todas las cosas! Compruebo que el mundo no es sólo un gigantesco cementerio. ¡Pero lo compruebo hallándome en un matrimonio concertado! ¡Y fijaos qué cara de pocos amigos tiene el novio!

Marius suspiró y agachó la cabeza. ¿Iba yo a asistir a otra crisis de llanto, a ver a este amado y perfecto dios sollozando entre flores aplastadas?

—Pandora —dijo Marius, mirándome—. Ella no es una diosa. Ella no creó el mundo.

—¡Cómo te atreves a afirmar semejante cosa!

—¡Debo decirlo! Yo habría muerto por la verdad cuando estaba vivo y moriré ahora por ella. Pero ella no permitirá que algo así ocurra. Me necesita, y necesita también que tú me hagas feliz.

—¡Perfectamente! —repliqué alzando las manos en un gesto de irritación—. Me complace hacerlo. Y restituiremos su culto.

—¡No! —exclamó Marius—. ¿Cómo puedes pensar siquiera en semejante cosa?

—Marius, quiero cantarlo desde las cimas de las montañas; quiero comunicar al mundo que este milagro existe. Quiero correr por las calles cantando. ¡Restituiremos su trono a la Reina en un gran templo en el centro mismo de Antioquía!

—¡No digas locuras! —exclamó Marius.

Los chicos habían salido huyendo.

—¿Por qué haces oídos sordos a las órdenes de la Reina, Marius? Nuestro deber es perseguir y matar a los dioses renegados y hacer que de ella nazcan nuevos dioses que examinen las almas, que busquen justicia, no mentiras; unos dioses que no sean unos idiotas fanáticos y lujuriosos ni las ebrias y ridículas criaturas del cielo septentrional que lanzan truenos. ¡El culto de la Reina se basa en la bondad, en lo puro!

—No, no, no —contestó Marius, retrocediendo como si pretendiera realzar con ello sus argumentos—. ¡No dices más que estupideces! —me espetó—. ¡Eso son puras supersticiones!

—¡No puedo creer que hayas pronunciado esas palabras! —exclamé—. ¡Eres un monstruo! ¡Ella merece que le restituyamos su trono! Lo mismo que el Rey que está sentado a su lado. Merecen que sus fieles les hagan ofrendas de flores. ¿Acaso crees que se te ha concedido la facultad de adivinar el pensamiento simplemente en tu provecho? —Avancé un paso—. ¿Recuerdas cuando me burlé de ti en el Templo, cuando dije que deberías solicitar un puesto en los tribunales para adivinar las mentes de los acusados? ¡Parece que di en la diana!

—¡No! —bramó Marius—. Esto no es cierto.

Dio media vuelta y se dirigió apresuradamente hacia la casa.

Yo le seguí.

Bajó precipitadamente por la escalera, penetró en el santuario y se detuvo ante la Reina. Ésta y el Rey continuaban sentados inmóviles, sin pestañear. Sólo las flores se aferraban a la vida en aquella atmósfera perfumada.

Observé mis manos, tan blancas. ¿Me moriría en ese momento, o viviría durante siglos como aquel monstruo abrasado?

Escruté sus rostros presuntamente divinos. No sonreían. No soñaban. Sólo miraban.

Caí de rodillas.

—Akasha —murmuré—. ¿Me permites que te llame así? Dime qué deseas.

La Reina siguió inmutable.

—¡Habla, Madre! —suplicó Marius con una voz llena de tristeza—. ¡Habla! ¿Es esto lo que siempre has deseado? —De pronto se precipitó hacia la Reina, subió los dos peldaños de la plataforma y la golpeó en el pecho con los puños.

Quedé horrorizada.

Ella ni siquiera pestañeó. Los puños de Marius golpearon un material duro, insensible. Sólo el cabello de la Reina se movió un poco cuando le rozó el brazo de Marius.

Yo corrí hacia él e intenté detenerlo.

—¡Basta, Marius, puede destruirte!

Me asombró mi fuerza, equivalente a la suya. Marius dejó que lo apartara de la Reina; tenía el rostro surcado de lágrimas.

—¡Qué he hecho! —exclamó, contemplando a la Reina—. ¡Oh, Pandora, Pandora! ¡Qué he hecho! ¡He creado otro bebedor de sangre cuando juré que mientras viviera no permitiría que algo semejante ocurriera!

—Vamos arriba —dije con calma. Miré al Rey y a la Reina pero no vi la menor señal de reacción ni de reconocimiento—. No es decoroso que discutamos aquí, en su santuario. Acompáñame.

Marius asintió con la cabeza, cabizbajo, y se dejó conducir lentamente fuera de la habitación.

—Te sienta muy bien la larga cabellera de bárbaro —comenté—. Y mis ojos son capaces de verte ahora como jamás te habían visto. Nuestra sangre se ha mezclado como en un hijo nacido de nosotros.

Marius se enjugó la nariz, sin mirarme.

Entramos en la amplia biblioteca.

—Marius, ¿no hay nada en mí que te atraiga, que te parezca bello?

—Oh, sí, querida, me atrae todo de ti —repuso él—. ¡Pero por todos los dioses, procura obrar con sensatez! ¿No lo comprendes? No te han robado la vida en aras de una verdad sacrosanta, sino de un nefasto misterio. El hecho de adivinar el pensamiento no hace que yo sea más sabio que otros hombres. ¡Mato para vivir! Como hizo ella miles de años atrás. Ella sabía que tenía que hacer esto. Sabía que había llegado el momento oportuno.

—¿Qué momento? ¿Qué es lo que ella sabía?

Lo miré fijamente. Poco a poco comprendí que ya no podía adivinar sus pensamientos y que él sin duda tampoco podía adivinar los míos. Pero los chicos, temblando de temor, eran unos libros abiertos, convencidos de ser los esclavos de unos demonios bondadosos pero vociferantes.

Marius suspiró.

—Ella lo hizo porque yo casi había reunido el valor necesario para hacer lo que debía: exponerme y exponerlos a los rayos del sol y rematar así la labor que el Mayor egipcio había iniciado, ¡librar al mundo del Rey y la Reina de todos los hombres y mujeres que se alimentan de la muerte! ¡Es muy lista!

—¿Es eso lo que te proponías hacer? —pregunté—. ¿Inmolarlos e inmolarte con ellos?

—Sí, desde luego, lo tenía todo planeado —respondió en tono sarcástico—. La semana que viene, el mes que viene, el año que viene, la década que viene, dentro de cien años, o doscientos, quizá después de haber leído todos los libros del mundo y de haber visitado todos los lugares, puede que dentro de quinientos años, quizás… o quizá dentro de poco, atormentado por la soledad.

Yo estaba tan atónita que no podía articular palabra.

Marius esbozó una sonrisa llena de sabiduría y tristeza.

—Ah, pero lloro como un niño —dijo suavemente.

—¿De dónde habrías sacado el valor para poner fin a esa evidente y compleja manifestación de magia divina? —inquirí.

—¡Magia! —exclamó despectivamente.

—Prefiero que no hagas eso —dije—. No me refiero a llorar, me refiero a quemar a nuestra Madre y nuestro Padre y…

—¡Estoy convencido de eso! —contestó Marius—. ¿Crees que yo sería capaz de someterte al fuego contra tu voluntad? ¡Eres una idiota ingenua y desesperada! ¡Restituirla a los altares! ¡Restaurar su culto! ¡Estás loca!

—¡Idiota! ¿Cómo te atreves a insultarme? ¿Acaso crees que has comprado una esclava para que te sirva? Ni siquiera has comprado una esposa.

Sí. Nuestras mentes estaban ligadas entre sí, y posteriormente comprobaría que ello se debía al intercambio de sangre. Pero en aquellos momentos lo único que sabía era que debíamos contentarnos con palabras, como los hombres y mujeres mortales.

—¡No pretendía ofenderte! —respondió Marius. Era evidente que se sentía herido.

—Entonces procura pulir tu brillante razón masculina y tu elegante forma de expresarte como un patricio —le espeté.

Nos miramos furiosos.

—¡La razón, sí! —dijo Marius alzando el dedo—. Eres la mujer más inteligente que he conocido jamás. Así que atiende a razones. Te lo explicaré para que lo comprendas. Esto es lo que debemos hacer.

—¡Sí, y tú eres un cabezota y un sentimental y volverás a estallar en lágrimas! ¡Te pones a golpear a la Reina como si fueras un niño al que le ha dado una rabieta!

Marius se sonrojó de ira. Abrió los labios pero no dijo palabra.

Luego dio media vuelta y se marchó.

—¿Me arrojas de tu lado? —pregunté—. ¿Quieres que me vaya? —grité—. Ésta es tu casa. ¡No tienes más que decírmelo y me iré inmediatamente!

Marius se detuvo.

—No —contestó. Se volvió y me miró, sorprendido por mi reacción. Luego dijo con voz ronca—: ¡No te vayas, Pandora! —Pestañeó como si tratara de contener las lágrimas—. No te vayas. Te lo ruego. —Hizo una pausa y murmuró a modo de colofón—: Nos tenemos el uno al otro.

—¿Y adónde te proponías ir ahora, para alejarte de mí?

—Sólo a cambiar el vestido de la Reina —respondió Marius con una sonrisa triste y amarga—. Para adecentar y vestir de nuevo a «esa evidente y compleja manifestación de magia divina».

Dicho esto, desapareció.

Me volví hacia las puertas exteriores violetas. Hacia las nubes removidas por la luna en una caldera, para desafiar a la oscuridad. Hacia los grandes y vetustos árboles que decían: ¡Encarámate a nuestras ramas, nosotros te abrazaremos! Hacia las flores que yacían dispersas y que decían: Nosotras somos tu lecho. Acuéstate en él.

Así comenzó una pelea que habría de durar doscientos años.

Y que jamás concluyó definitivamente.

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