Pandora

Pandora


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Con los ojos cerrados todavía, oí unas voces en la ciudad, unas voces procedentes de casas cercanas; oí a unos hombres que conversaban al pasar por la carretera. Oí música procedente de algún lugar, y las risas de mujeres y niños. Cuando lograba concentrarme, comprendía lo que decían. Pero preferí no hacerlo, y las voces se disiparon en la brisa.

De pronto no pude resistir más aquella situación. Lo único que podía hacer era regresar a la capilla, postrarme de rodillas y rezar. Al parecer los sentidos que me habían sido dados sólo servían para eso. Si éste era mi destino, ¿qué iba a ser de mí?

Durante todo el rato oí un alma que sollozaba amargamente; era un eco de mi propia alma, un alma rota que se había alejado de una trayectoria llena de esperanza, un alma que no podía creer que un comienzo tan prometedor pudiera acabar en algo terrorífico.

Era Flavius.

Me encaramé de un salto sobre el viejo y retorcido olivo. Me resultó tan sencillo como caminar. Fui saltando de rama en rama hasta alcanzar lo alto de la tapia, cubierta por la enredadera. Avancé sobre la parte superior de la tapia hacia la verja.

Vi a Flavius con la frente contra los barrotes, aferrándolos con ambas manos. Tenía varios cortes sangrantes en la mejilla. Le rechinaban los dientes sin cesar.

—¡Flavius! —exclamé.

Él levantó la vista, sobresaltado.

—¡Señora Pandora!

Flavius no podía por menos de ver, a la luz de la luna, el milagro que se había operado en mí, cualquiera que fuese la causa. Yo vi la mortalidad en él, las profundas arrugas de su piel, su dolorosa y vacilante mirada, la sutil capa de tierra que le cubría debido a la humedad natural de su piel mortal.

—Debes regresar a casa —dije sentándome sobre la tapia, con las piernas colgando hacia fuera. Me incliné para que Flavius me oyera con claridad. Él no retrocedió, sino que me miró fascinado—. Ve a ver cómo están las muchachas, duerme y cúrate esas heridas. El demonio ha muerto, no debes preocuparte más por él. Regresa aquí mañana por la noche, cuando oscurezca.

Flavius negó con la cabeza. Trató de decir algo, pero no pudo. Trató de gesticular, pero no pudo. Le latía violentamente el corazón. Se volvió para observar la carretera, las diminutas y lejanas luces de Antioquía.

Luego me miró de hito en hito. Percibí los acelerados latidos de su corazón. Sentí su conmoción y su temor, su temor por mí, no por él. El temor de que me aguardaba una suerte espantosa. Se agarró a los barrotes de la verja, rodeándolos con el brazo derecho y sujetándolos con la mano izquierda como si se negara a moverse de allí.

Me vi a mí misma tal como me veía él, vestida con la túnica de un hombre, con el cabello suelto, sentada sobre la tapia, como si mi cuerpo fuera joven y ágil. Todas las arrugas propias de la vejez habían desaparecido de mi rostro. Flavius vio en mí un rostro que nadie habría sido capaz de pintar.

Pero lo importante era que ese hombre había alcanzado el límite de su capacidad de aguante. No podía más. Y yo sabía bien lo mucho que lo amaba.

—De acuerdo —dije. Me levanté y tendí las manos hacia él—. Vamos, si quieres te ayudaré a saltar la tapia.

Flavius levantó los brazos, receloso, asimilando con los ojos cada detalle de mi transformación.

No pesaba nada. Lo alcé sin mayores dificultades y lo deposité de pie en la parte interior de la verja. Luego salté sobre la hierba junto a él y le rodeé los hombros con un brazo. Qué intenso era su temor. Qué fuerte su coraje.

—Tranquilízate —dije. Lo conduje hacia la casa mientras él seguía observándome fijamente, jadeando como si le costara respirar debido a su estado de conmoción—. Yo me ocuparé de ti.

—Había conseguido agarrar al monstruo —dijo Flavius—. ¡Lo sujetaba del brazo! —Qué opaca sonaba su voz, qué rebosante de fluido vivo y esfuerzo—. Le clavé el puñal varias veces, pero él me hirió en la cara y huyó saltando la tapia como un enjambre de mosquitos, negro, de una negrura inmaterial.

—Ha muerto abrasado, Flavius, reducido a cenizas.

—De no haber oído vuestra voz me habría vuelto loco. Oí sollozar a los esclavos. Mi maldita pierna me impedía trepar por la tapia. ¡Luego oí vuestra voz y supe que estabais viva! —exclamó lleno de gozo—. Estabais con Marius.

Sentí su amor con una naturalidad dulce y conmovedora.

De pronto recordé el santuario, el néctar de la Reina y la lluvia de pétalos. Pero tenía que conservar mi equilibrio en ese nuevo estado. Flavius se mostraba profundamente perplejo.

Lo besé en los labios, unos labios cálidos, mortales, y luego, cuando con la destreza de un gato lamí la sangre que manaba de los cortes en sus mejillas, sentí que un escalofrío me recorría el cuerpo.

Lo llevé a la biblioteca, que en aquella casa constituía la estancia principal. Los chicos se hallaban cerca. Habían encendido las lámparas y luego habían corrido a ocultarse. Percibí el olor de su sangre y de su joven carne humana.

—Te quedarás conmigo, Flavius. Chicos, ¿podéis disponer una habitación para mi administrador en esta planta? Tenéis fruta y pan, ¿no es así? Huelo su aroma. ¿Disponéis de suficientes muebles para disponer para él una habitación confortable en el ala derecha, donde pueda descansar tranquilamente?

Los chicos salieron a toda prisa de sus respectivos escondites; me chocó su aspecto tan nítidamente humano. Por un instante los miré desconcertada.

Los detalles más nimios y naturales en ellos me parecieron algo precioso: sus cejas negras y espesas, sus bocas pequeñas y redondeadas, sus tersas mejillas.

—¡Sí, señora, sí! —respondieron los muchachos al unísono, acercándose apresuradamente.

—Éste es Flavius, mi administrador. Se alojará con nosotros. De momento conducidlo al baño, calentad el agua y atendedle. Llevadle un poco de vino.

Los esclavos se ocuparon de inmediato de Flavius, pero éste se detuvo y con expresión seria y pensativa dijo:

—No me abandonéis, señora. Os soy leal en todos los aspectos.

Luego Flavius se dirigió al baño escoltado por los jóvenes babilonios, quienes parecían encantados de tener algo que hacer.

No tardé en hallar los enormes armarios roperos de Marius. Poseía ropa suficiente para vestir a los reyes de Esparta, Armenia, a Livia, la madre del emperador, a la difunta Cleopatra y a un ostentoso patricio que hiciera caso omiso de las estúpidas leyes suntuarias de Tiberio.

Me puse una túnica larga, más bonita, de seda y lino, y elegí un ceñidor dorado. Con los peines y cepillos de Marius me peiné el largo cabello, desenredándolo y dejándolo limpio y suave como cuando era niña.

Marius tenía muchos espejos, que en aquellos días eran de metal bruñido, como ya sabes. El hecho de verme joven de nuevo me dejó pensativa y perpleja; tenía los pezones rosados; las arrugas propias de la edad ya no interrumpían la belleza que la naturaleza había conferido a mi rostro y mis brazos. Quizá sería más exacto decir que mostraba un aspecto intemporal. Intemporal en mi madurez. Y cada objeto sólido parecía estar allí para servirme en mi renovada juventud y vigor.

Contemplé las losas de mármol que cubrían el suelo y vi en ellas una profundidad, una prueba de un proceso prodigioso y que apenas alcanzaba a comprender.

Sentí deseos de salir de nuevo al jardín, de hablar con las flores, de arrancarlas a puñados. Deseaba conversar urgentemente con las estrellas. No me atrevía a ir al santuario por temor a Marius, pero de no haber estado por los alrededores, habría ido a arrodillarme ante la Madre y a contemplarla en silencio, tratando de percibir el menor movimiento, aunque después de presenciar el comportamiento de Marius sabía que eso no ocurriría. La Reina había movido su brazo derecho al parecer sin que el resto de su cuerpo se percatara de ello. Lo había movido para matar, y luego para invitarme a aproximarme a ella.

Entré en la biblioteca y me senté delante del escritorio, donde estaban los pergaminos que yo había escrito, y aguardé.

Cuando por fin apareció Marius vi que también se había cambiado de ropa; iba peinado con raya al medio y llevaba el pelo suelto. Se sentó junto a mí en una silla de ébano, con el respaldo curvado y con incrustaciones de oro. Yo lo miré, constatando la semejanza que guardaba con la silla, pues parecía una inmensa extensión de toda las materias primas que formaban parte de su composición. La naturaleza había esculpido y taraceado sus rasgos, aplicándole luego una capa de barniz.

Sentí deseos de echarme a llorar en sus brazos, pero me tragué mi soledad. La noche jamás me abandonaría; me era fiel en cada puerta abierta a través de la cual distinguía la hierba y las gruesas ramas de los olivos que se alzaban para atrapar el resplandor de la luna.

—Bendita sea la persona que se ha convertido en una bebedora de sangre —dije—, cuando es luna llena y las nubes se elevan como montañas en la noche translúcida.

—Probablemente tengas razón —repuso Marius.

Movió un poco la lámpara que había entre nosotros sobre el escritorio, de forma que no me deslumbrara.

—He alojado a mi administrador en esta casa —dije—. Le he ofrecido un baño, un lecho y ropa. ¿Me perdonas? Le tengo en mucha estima y no deseo perderlo. Es demasiado tarde para obligarlo a regresar al mundo.

—Es un hombre extraordinario —comentó Marius—, y me complace que se aloje aquí. Mañana puede traerte a tus esclavas. De este modo los muchachos tendrán compañía y habrá algo más de disciplina. Flavius, entre otras cosas, es un hombre instruido.

—Eres muy amable. Temía que te enfadaras. ¿Por qué sufres? No puedo adivinar tus pensamientos; no poseo ese don. —No, eso no era del todo cierto. Podía adivinar los pensamientos de Flavius. Sabía en que este preciso instante los chicos se sentían muy aliviados por la presencia de Flavius mientras le ayudaban a enfundarse una camisa de dormir.

—Estamos demasiado unidos por la sangre —respondió Marius—. Yo tampoco consigo adivinar tus pensamientos. Debemos recurrir a las palabras, como los mortales, sólo que nuestros sentidos están mucho más aguzados, y el distanciamiento que experimentamos en ocasiones es frío como el hielo del norte; pero en otras ocasiones los sentimientos nos inflaman y transportan sobre las ardientes olas de un mar abrasador.

—Hum —contesté.

—Me desprecias —dijo Marius suavemente, con expresión contrita—, porque aplaqué tu éxtasis, te robé tu alegría, tus convicciones. —Parecía sinceramente arrepentido—. Lo hice en el momento más feliz de tu conversión.

—No estés tan seguro de que has aplacado mi éxtasis. Aún soy capaz de construir templos para ella, de difundir su culto. Soy una iniciada. No he hecho más que empezar.

—¡No restituirás su culto, te lo aseguro! —exclamó Marius—. No hablarás con nadie sobre ella, ni revelarás quién es ni dónde se encuentra, y jamás crearás a otro bebedor de sangre.

—¡Ni el propio Tiberio se expresa con tal autoridad cuando se dirige al Senado! —repliqué.

—Lo único que ambicionaba Tiberio era estudiar en el gimnasio de Rodas, pasearse todos los días ataviado con un manto y unas sandalias griegas y hablar de filosofía. La propensión a la acción florece en hombres de menor calado, que la utilizan en su hermosa soledad.

—¿Es éste un discurso destinado a aleccionarme? ¿Crees que no sé eso? Lo que tú no sabes es que el Senado no ayudará a Tiberio a gobernar. Roma desea un emperador, para admirarlo y reverenciarlo. Fueron los de tu generación, bajo Augusto, quienes nos acostumbraron a cuarenta años de gobierno autocrático. No me hables de política como si fuera una idiota.

—Debí tener en cuenta que tú lo sabes todo —contestó Marius—. Recuerdo cuando eras niñas. Nadie podía competir con tu brillante inteligencia. Tu fidelidad a Ovidio y a sus obras eróticas constituía una rara sofisticación, una demostración de tu capacidad para comprender la sátira y la ironía. Un talante romano bien alimentado.

Lo miré. Su rostro aparecía también desprovisto de toda señal del paso del tiempo. Aprovechando que disponía de tiempo, me regodeé examinándolo detenidamente, sus hombros recios, su cuello recto y firme, la singular expresión de sus ojos, y sus cejas perfectamente dibujadas. Un maestro escultor nos había transformado en unos retratos de nosotros mismos en mármol.

—¿Sabes? —dije—, incluso bajo este aplastante torrente de definiciones y declaraciones tuyas, como si yo implorara tu ratificación, te amo, y sabes de sobra que estamos solos en esta empresa, y casados el uno con el otro, y no me siento desdichada.

Marius parecía sorprendido, pero no dijo nada.

—Soy una exaltada, me siento herida en lo más profundo de mi corazón —proseguí—, soy una peregrina endurecida; pero te ruego que no me hables como si mi formación y educación constituyeran tu máxima preocupación.

—No tengo más remedio que hablar así —repuso Marius. Su voz destilaba dulzura y calor—. Por supuesto que tú constituyes mi máxima preocupación —añadió—. Si eres capaz de comprender lo que ocurrió al término de la República romana, si eres capaz de comprender a Lucrecio y a los estoicos, sin duda comprenderás lo que somos. ¡Es preciso que lo comprendas!

—Pasaré por alto tus insultos —respondí—. No estoy de humor para ofrecerte una lista de todos los filósofos y poetas que he leído, ni para referirte las conversaciones que mantenía con mi familia mientras cenábamos.

—¡No pretendo ofenderte, Pandora! ¡Pero Akasha no es una diosa! Recuerda tus sueños. Es un vial que contiene una energía preciosa. Tus sueños te demostraron que ella puede ser utilizada, que cualquier infame bebedor de sangre puede transmitir la sangre a otro, que ella es una especie de demonio, y que alberga en su seno el poder que ambos compartimos.

—Silencio, puede oírte —murmuré escandalizada.

—Desde luego. Durante quince años he sido su guardián. He luchado contra esos renegados de Oriente que pretendían acabar con ella, y contra otros canallas procedentes de la selva africana. Ella sabe lo que es.

Nadie habría podido adivinar la edad de Marius, excepto por su expresión grave y solemne. Parecía un hombre en perfecta forma. Traté de no dejarme cautivar por él, por la noche que latía a sus espaldas, y sin embargo deseaba abandonarme a esas sensaciones.

—Menudo festín de boda —dije—. Quiero decirles algunas cosas a los árboles.

—Mañana por la noche seguirán aquí —repuso él.

En aquel momento pasó ante mis ojos la última imagen que tenía de ella, realzada por el éxtasis: la vi alzando al joven faraón de su silla y lo había convertido en astillas. Luego la vi antes de esa revelación, al comienzo de mi trance, corriendo por el pasillo, riendo.

Un lento temor hizo presa en mí.

—¿Qué ocurre? —preguntó Marius—. Confía en mí.

—Cuando bebí su sangre, la vi como una muchacha, riendo. —Le relaté la visión que había tenido de nuestra boda, la lluvia de pétalos, y luego el extraño templo egipcio lleno de fanáticos adoradores de la Madre. Por último le conté que la había visto entrar en la cámara del pequeño faraón, cuyos consejeros le previnieron sobre los dioses de ella.

—Ella lo destrozó como si fuera un muñeco de madera. Dijo: «Pequeño Rey, pequeño reino.»

Tomé mis pergaminos, que anteriormente había depositado sobre el escritorio. Describí a Marius el último sueño que había tenido referente a la Madre, cuando ella había amenazado, gritando como una posesa, con encaminarse hacia el sol y destruir a sus díscolos hijos. Describí todas las cosas que había visto, las múltiples migraciones de mi alma.

Sentí un profundo dolor en el corazón. Mientras hablaba, vi la vulnerabilidad de la Madre, el peligro que encarnaba. Por último expliqué a Marius que había escrito todo aquello en egipcio.

Estaba cansada y deseaba sinceramente no haber vislumbrado nunca ese mundo. Experimenté de nuevo la intensa y total desesperación de aquellas noches que había pasado sollozando en mi casita de Antioquía, golpeando las paredes con los puños, hundiendo el puñal en la tierra. ¡Ojalá no la hubiera visto correr por aquel pasillo riendo alegremente! ¿Qué significaba aquella imagen? ¿Y el pequeño Rey, que había muerto impotente a manos de ella?

Hice un resumen de todo ello, aguardando los comentarios despectivos de Marius. No estaba dispuesta a dejar que siguiera humillándome.

—¿Cómo lo interpretas? —preguntó él suavemente. Trató de tomarme la mano, pero yo me apresuré a retirarla.

—Son fragmentos de su memoria —contesté. Me sentía muy deprimida—. Es lo que ella recuerda. En ello hay tan sólo una insinuación de un futuro —dije—. Una sola imagen descifrable de un deseo: nuestro matrimonio, que estemos juntos. —Aunque mi voz rebosaba tristeza, le pregunté—: ¿Por qué lloras, Marius? Imagino que ella se dedica a reunir recuerdos como si recogiera flores en el jardín del mundo, como hojas que caen en sus manos, y con esos recuerdos confeccionó para mí una guirnalda. ¡Una guirnalda de boda! Una trampa. No poseo un alma migratoria. Al menos eso creo. Y suponiendo que poseyera una, ¿por qué había de ser precisamente ella, tan sola, tan arcaica, tan impotente, tan irrelevante para el mundo, tan anacrónica y desprovista de poder, quien lo supiera, quien me lo revelara, la única en saberlo?

Miré a Marius. Me escuchaba atentamente pero no cesaba de llorar. No parecía sentirse avergonzado, y era evidente que no iba a disculparse.

—¿Qué fue lo que dijiste antes? —pregunté—. «El hecho de adivinar el pensamiento de la gente no me hace más sabio.» —Sonreí—. Ésa es la clave. Cómo se rió la diosa cuando me condujo hasta ti. Cómo deseaba que yo te viera en tu soledad.

Marius se limitó a asentir con la cabeza.

—Me pregunto cómo supo lanzar sus redes —añadí—, para hallarme al otro lado del agitado mar.

—Se lo indicó Lucius. Ella oye voces procedentes de muchas tierras. Ve lo que desea ver. Una noche, aquí, asusté a un romano, que al parecer me reconoció. El hombre huyó apresuradamente, como si yo representara un peligro para él. Lo seguí, intrigado por tan excesivo temor.

»No tardé en constatar que tenía un gran peso sobre su conciencia, un peso que distorsionaba todos sus pensamientos y movimientos. Le espantaba ser reconocido por alguien de la capital. Deseaba marcharse.

»Se dirigió a la casa de un mercader griego. Llamó a la puerta insistentemente, a altas horas de la noche, a la luz de una antorcha, exigiendo el pago de una deuda que el griego debía a tu padre. El griego le repitió lo que le había dicho antes, que sólo pagaría el dinero a tu padre.

»La noche siguiente fui de nuevo en busca de Lucius. Esta vez el griego tenía una sorpresa para él. Acababa de recibir una carta de tu padre que había llegado en un barco militar. Esto ocurrió unos cuatro días antes de tu llegada. En la carta, tu padre le pedía al griego un favor en nombre de la hospitalidad y el honor. Si accedía a hacerle ese favor, tu padre cancelaría todas las deudas que el griego había contraído con él. Todo quedaría explicado en una carta adjunta a un cargamento con destino a Antioquía. El cargamento tardaría unos días en llegar, pues el barco debía hacer varias escalas. Se trataba de un favor sumamente importante.

»Cuando tu hermano se fijó en la fecha de esta carta, se quedó estupefacto. El griego, quien a esas alturas estaba más que harto de Lucius, le cerró la puerta en las narices.

»Yo abordé a Lucius a pocos pasos de la casa del griego. Por supuesto se acordaba de mí, el excéntrico Marius a quien había conocido hacía tanto tiempo. Yo fingí que me asombraba haberme tropezado con él aquí y le pregunté por ti. Lucius, que estaba nervioso, se inventó la historia de que te habías casado y vivías en la Toscana, y dijo que él se disponía a partir de la ciudad. Luego se marchó precipitadamente. Pero ese breve contacto, que duró tan sólo unos momentos, bastó para ver el testimonio que Lucius había prestado ante la guardia pretoriana contra su familia —todo mentiras— y para imaginar las terribles consecuencias de esa acción.

»Al día siguiente, en cuanto desperté, salí en su busca, pero no logré dar con él. Vigilé la casa de los griegos. Sopesé la posibilidad de hacer una visita al anciano, el mercader griego, para tratar de entablar amistad con él. Pensé en ti. Te imaginé. Te recordaba perfectamente. Compuse mentalmente unos poemas sobre ti. No volví a ver ni a saber nada de tu hermano, por lo que deduje que había partido de Antioquía.

»Una noche me desperté, y al subir y mirar por la ventana vi que toda la ciudad estaba llena de incendios.

»Germánico había muerto, sin retractarse de sus acusaciones de que Pisón lo había envenenado.

»Cuando llegué a casa del mercader griego, comprobé que ésta había quedado reducida a cenizas. No vi a tu hermano por ninguna parte. Supuse que todos habían perecido, incluidos él y la familia del mercader griego.

»Durante las noches siguientes traté de localizar a Lucius. No tenía ni idea de que tú estabas aquí, sólo sentía un anhelo obsesivo de verte. Traté de recordarme que si me abandonaba a la nostalgia por todas las relaciones mortales que había tenido cuando estaba vivo, me volvería loco mucho antes de constatar el alcance de las dotes que me habían conferido nuestro Rey y nuestra Reina.

»Una tarde en que me encontraba en la librería, el sacerdote se acercó a mí y te señaló. Estabas en el foro, despidiéndote del filósofo y de los estudiantes. ¡Estaba tan cerca de ti!

»Me sentí tan abrumado por el amor que me inspirabas que ni siquiera escuché al sacerdote hasta que me di cuenta de que hablaba de unos sueños extraños que habías tenido. Afirmó que sólo yo era capaz de descifrar aquel enigma. Estaba relacionado con el bebedor de sangre que había sido visto recientemente en Antioquía, lo cual no era un caso infrecuente. Yo había matado con anterioridad a otros bebedores de sangre y juré acabar con aquél.

»Entonces vi a Lucius. Vi que te reunías con él. Su ira y su culpabilidad casi me cegaron, impidiéndome contemplar a aquel bebedor de sangre. Oí vuestras palabras con toda nitidez, pese a la gran distancia que nos separaba, pero decidí no moverme hasta que tú te hubieras alejado de él y estuvieras a salvo.

»Deseaba matarlo allí mismo, pero comprendí que lo más prudente sería permanecer junto a ti, entrar en el templo y no perderte de vista. No estaba seguro de si tenía derecho a matar a tu hermano por ti, de que fuera eso lo que tú deseabas. No lo supe hasta que te conté la canallada que había cometido Lucius. Entonces comprendí lo mucho que ansiabas que matara a tu hermano.

»Naturalmente, yo no sabía lo inteligente que eras, ni que seguías conservando el talento y las palabras que había amado en ti de niña. De pronto te vi en el templo, pensando tres veces más rápidamente que los otros mortales que se hallaban presentes, sopesando cada aspecto de la cuestión, superándolos a todos con tu ingenio. Y entonces se produjo la espectacular confrontación con tu hermano, en la que lograste atraparlo con la más ingeniosa red de verdades, propiciando su fin, sin siquiera tocarlo, pero con la complicidad de tres testigos militares que habían presenciado su muerte.

Marius hizo una breve pausa y prosiguió:

—En Roma, hace años, te seguí. Tenías dieciséis años. Recuerdo tu primer matrimonio. Tu padre me llevó aparte, era un hombre muy amable. «Marius, estás destinado a ser un historiador errante», señaló. No me atreví a decirle lo que pensaba realmente de tu marido.

»Y ahora has venido a Antioquía, y yo pienso, con mi estilo egocéntrico, como enseguida observarás, que si alguna vez fue creada una mujer para mí, ésa eres tú. Y tan pronto como te abandono por la mañana sé que tengo que sacar a nuestra Madre y a nuestro Padre de Antioquía, alejarlos de aquí, pero ese bebedor de sangre tiene que ser destruido, y sólo entonces podré dejarte a salvo.

—Abandonarme a salvo —dije yo.

—¿Me lo reprochas? —preguntó Marius.

La pregunta me pilló por sorpresa. Lo miré largamente, dejando que su belleza llenara mis ojos e intuyendo con intolerable perspicacia su tristeza y desesperación. ¡Cuánto me necesitaba! ¡Qué desesperadamente necesitaba no sólo mi alma mortal en la que confiar sino mi persona!

—Realmente deseabas protegerme, ¿no es cierto? —pregunté—. Tu explicación de todos los puntos es completamente racional; contiene la elegancia de las matemáticas. La reencarnación no es necesaria, ni el destino, ni ninguna explicación milagrosa de nada de lo que ha ocurrido.

—Eso es lo que yo creo —repuso Marius con brusquedad. Su rostro adquirió una expresión ausente y luego seria—. Nunca te diría nada salvo la verdad. ¿O eres una mujer que no permite que le lleven la contraria?

—¡No seas fanático en el uso de la razón! —respondí.

Se mostró ofendido ante mis palabras.

—No te aferres a la razón en un mundo donde existen tan numerosas y horrendas contradicciones.

Marius guardó silencio.

—Si lo haces —añadí—, con el paso del tiempo la razón te fallará, y entonces te refugiarás en la locura.

—¿A qué diantres te refieres?

—Te compones de razón y religión lógica. Obviamente, es la única forma que tienes de soportar lo que te ocurrió, el hecho de ser un bebedor de sangre y guardián, según parece, de esas deidades desplazadas y olvidadas.

—¡No son deidades! —protestó Marius, furioso—. Fueron creados hace miles de años, mediante una mezcla de espíritu y carne que les hizo inmortales. Ellos, evidentemente, encuentran su refugio en el olvido. Con tu característica amabilidad, lo has calificado como un jardín en el que la Madre recogió flores y hojas para hacer una guirnalda para ti, una trampa, según dijiste. Pero eso es una dulce poesía propia de las jovencitas como tú. Ni siquiera sabemos si son capaces de formar una serie de palabras seguidas.

—No soy una dulce jovencita —repliqué—. La poesía pertenece a todo el mundo. ¡Háblame! —exigí—, y deja a un lado esas palabras, «jovencita» y «mujer». No me tengas tanto miedo.

—No te tengo miedo —contestó él.

—¡No mientas! Incluso mientras esta nueva sangre corre por mis venas, me devora y me transforma, no me aferro ni a la razón ni a la superstición para sentirme segura. Puedo entrar en un mito y salir de él sin mayores problemas. Tú me temes, porque no sabes qué soy. Tengo aspecto de mujer, me expreso como un hombre, y tu razón te dice que eso es imposible.

Marius se levantó. Su rostro estaba radiante.

—¡Déjame que te explique lo que me ocurrió! —dijo con firmeza.

—Está bien, adelante —respondí—. Pero con sinceridad, sin ambages.

Marius pasó por alto ese comentario. Yo no quería herirle. Tan sólo deseaba amarlo. Sabía que era cauto por naturaleza. Pero pese a su sabiduría, mostraba una enorme fuerza de voluntad, la fuerza de voluntad de un hombre, y yo tenía que averiguar el origen de la misma. Debía ocultar mi amor.

—¿Cómo lograron atraerte?

—No lo hicieron —respondió con calma—. Fui capturado por los celtas en la Galia, en la ciudad de Massilia. Me llevaron al norte, dejaron que me creciera el cabello y me encerraron con los bárbaros en un enorme árbol hueco en la Galia. Un bebedor de sangre que se había abrasado me convirtió en un «nuevo dios» y me recomendó que huyera de los sacerdotes locales, que me dirigiera al sur, a Egipto, para averiguar por qué se habían abrasado los bebedores de sangre, por qué los jóvenes morían y el viejo padecía un tormento atroz. Yo fui por mis propios motivos. Deseaba averiguar qué era yo.

—Lo comprendo —dije.

—Pero no antes de asistir a unos sacrificios de sangre horripilantes e indescriptibles (recuerda que yo era el dios, Marius, a quien tú seguías ciega de amor por toda Roma), y era a mí a quien me ofrecían esos hombres.

—Lo he leído en la historia de César.

—Lo has leído pero no lo has visto. ¡Cómo te atreves a interrumpirme con un comentario tan banal y jactancioso!

—Disculpa, olvidé tus infantiles arrebatos de mal humor.

Marius suspiró.

—Disculpa, olvidé tu intelecto práctico y de natural impaciente.

—Lo lamento. Siento haber pronunciado esas palabras. Tuve que presenciar numerosas ejecuciones en Roma. Era mi deber. Y eso se hacía en nombre de la ley. ¿Quién sufre más? ¿Las víctimas del sacrificio o la ley?

—Muy bien. Logré escapar de esos celtas y fui a Egipto, y allí conocí al Mayor, que era el guardián de la Madre y del Padre, la Reina y el Rey, los primeros vampiros de todos los tiempos, de quienes mana el enriquecimiento de nuestra sangre. Este Mayor me contó unas historias un tanto vagas pero fascinantes. La pareja real había sido humana. Un espíritu o demonio había poseído a uno de ellos o a ambos, alojándose tan firmemente en su cuerpo que ningún exorcismo fue capaz de expulsarlo. La pareja real podía transformar a otros dándoles su sangre. Trataron de convertirlo en una religión. Pero fue derrocada. Una y otra vez. Cualquiera que posea esa sangre puede crear a otro vampiro. Por supuesto, el Mayor manifestó que ignoraba por qué tantos bebedores de sangre habían resultado abrasados. Pero fue él quien había sacado de su santuario a sus sagrados y reales protegidos y los había expuesto al sol después de siglos de custodiarlos estúpidamente. Egipto había muerto, me dijo. «El granero de Roma», lo llamaba. Dijo que hacía miles de años que la pareja real no se movía.

Eso me produjo una extraordinaria y poética sensación de horror.

—Pues bien, la luz solar de un día no bastó para destruir a nuestros antiguos padres, pero sus hijos, diseminados por todo el mundo, sufrieron las consecuencias. Y ese cobarde Mayor, cuya piel resultó abrasada en recompensa por lo que había hecho, no tuvo el valor de continuar exponiendo la pareja real a los rayos solares. No tenía motivo para hacerlo.

»Akasha me habló. Me habló como pudo. A través de imágenes, de unas escenas, me relató lo ocurrido desde el comienzo, del modo en que esta tribu de dioses y diosas se había originado a partir de ella, y las rebeliones que habían estallado, y la historia y el propósito que no se habían cumplido, y cuando llegó el momento de pronunciar unas palabras, Akasha sólo pudo articular unas pocas frases en silencio: “Marius, sácanos de Egipto.” —Marius hizo una pausa—. “¡Sácanos de Egipto, Marius! El Mayor pretende destruirnos. Protégenos o pereceremos aquí.”

Marius respiró hondo; estaba más tranquilo, menos enojado, pero visiblemente conmocionado por lo que acababa de referirme, y en mi vampírica visión comprendí más cosas sobre él: lo valiente que era, lo resuelto que estaba a mantenerse fiel a los principios en los que creía, a pesar de la magia que le había devorado antes de que tuviera tiempo de cuestionarla. El suyo era un noble intento de llevar una vida digna, pese a todo.

—Mi suerte —continuó— estaba directamente ligada a la de ellos. Si los abandonaba, antes o después el Mayor los expondría de nuevo a los rayos solares, y yo, que carecía de la sangre de siglos, me quemaría como la cera. Mi vida, que había experimentado un gran cambio, habría llegado a su fin. Pero el Mayor no me pidió que fundara un nuevo sacerdocio. Akasha no me pidió que fundara una nueva religión. No habló de altares ni de cultos. Sólo el viejo y abrasado dios que moraba en el bosque septentrional, entre los bárbaros, me pidió que lo hiciera cuando me envió al sur, a Egipto, a la tierra de todos los misterios.

—¿Cuánto tiempo los has custodiado?

—Más de quince años. He perdido la cuenta. No se mueven ni hablan. Los heridos, los que sufren unas quemaduras tan graves que tardarán siglos en sanar, saben que estoy aquí. Y vienen. Yo trato de eliminarlos antes de que sus mentes puedan enviar un mensaje confirmando la imagen a otras mentes lejanas. Ella no conduce a esos hijos suyos abrasados hasta donde se encuentra, como hizo una vez conmigo. Si alguno logra engañarme o desbordarme con su fuerza, ella se mueve, tal como viste, para aplastar al bebedor de sangre. Pero ella te ha llamado a ti, Pandora, te ha hecho venir. Y ahora ya sabemos con qué propósito. Me he portado de forma torpe y cruel contigo.

Marius se volvió hacia mí.

—Dime, Pandora —preguntó, suavizando la voz—, en esa visión que tuviste, cuando contrajimos matrimonio, ¿éramos jóvenes o viejos? ¿Eras la jovencita quinceañera a la que yo había cortejado hace años, o la espléndida mujer madura que eres ahora? ¿Están satisfechas las familias? ¿Formamos una bonita pareja?

Me sentí profundamente conmovida por la sinceridad de sus palabras, por la angustia y el ruego que yacía tras ellas.

—Teníamos el aspecto que tenemos ahora —dije, respondiendo con una cautelosa sonrisa a la suya—. Tú eras un hombre que se había quedado anclado para siempre en la plenitud de su vida, ¿y yo? tal como parezco en estos momentos.

—Créeme —dijo Marius con gran dulzura—, no te habría hablado con tanta dureza precisamente esta noche, pero podrás gozar de muchas otras noches. Nada puede matarte ahora, salvo el sol o el fuego. Nada puede dañarte. Tienes mil experiencias que descubrir.

—¿Y qué me dices del éxtasis que sentí al beber la sangre de la Madre? —pregunté—. ¿Qué me dices de sus propios comienzos y tribulaciones? ¿No está vinculada en ningún sentido a lo sagrado?

—¿Qué es lo sagrado? —replicó Marius, encogiéndose de hombros—. Dímelo. ¿Qué es sagrado? ¿Fue santidad lo que viste en sus sueños?

Yo agaché la cabeza, incapaz de responder.

—Ciertamente, no el Imperio romano —dijo él—. Ciertamente, no los templos de César Augusto. Ciertamente, no el culto de Cibeles. Ciertamente, no el culto de aquellos que adoran el fuego en Persia. ¿Sigue siendo sagrado el nombre de Isis, si es que alguna vez lo fue? El Mayor en Egipto, mi primer y único instructor en todo esto, dijo que Akasha se había inventado las historias de Isis y Osiris en beneficio propio, para dar un aire poético a su culto. Yo más bien creo que ella añadió su propio nombre a las viejas leyendas. El demonio que habita en esos dos crece con cada nuevo bebedor de sangre que se crea. Estoy convencido de ello.

—Pero ¿con qué fin?

—¿Quizá para saber más? —repuso Marius—. ¿Para ver más, para sentir más, a través de cada uno de nosotros que portamos su sangre? Tal vez nosotros constituyamos una pequeña parte de ese ser, tal vez llevemos dentro de nosotros todos su sentidos y habilidades y le transmitamos nuestras experiencias. Ese ser se sirve de nosotros para conocer el mundo.

»Sólo puedo decirte lo siguiente —continuó, tras hacer una pausa y apoyar las manos en el escritorio—. Al ser que arde en mí no le importa si la víctima es inocente o culpable de un crimen. Está sediento de sangre. No todas las noches, pero a menudo. No dice nada. No me habla en mi corazón de altares. Me dirige a su antojo, como si yo fuera un caballo de batalla y él el general que lo monta. Es Marius quien distingue entre el bien y el mal, según la costumbre, por razones que sin duda comprenderás, pero no esta insaciable sed; esta sed conoce la naturaleza pero no sabe de moralidad.

—Te amo, Marius —dije—. Tú y mi padre sois los únicos hombres a los que he amado realmente. Pero ahora debo salir sola.

—¿Qué has dicho? —preguntó Marius atónito—. Es más de medianoche.

—Has sido muy paciente conmigo, pero debo salir sola —insistí.

—Te acompañaré.

—No —repuse.

—Pero no puedes pasearte por Antioquía sin compañía de nadie.

—¿Por qué no? Si lo deseo puedo percibir pensamientos mortales. Acaba de pasar una litera. Los esclavos están tan borrachos que me asombra que no la dejen caer y abandonen tendido en la carretera a su amo, que, por cierto, duerme como un tronco. Deseo caminar sola, por la ciudad, por los lugares oscuros, peligrosos y perversos, por los lugares donde… ni siquiera un dios se atrevería a ir.

—Supongo que lo haces para vengarte de mí —dijo Marius. Yo me dirigí hacia la verja y él me siguió—. No salgas sola, Pandora.

—Marius, amor mío —contesté, volviéndome y tomándole de la mano—. No se trata de una venganza. Las palabras que pronunciaste antes, «jovencita» y «mujer», siempre han limitado mi vida. Sólo deseo caminar sin temor, con los brazos desnudos y el cabello cayéndome sobre la espalda, penetrar en cualquier caverna peligrosa que me apetezca. ¡Aún estoy embriagada de su sangre, de la tuya! Sólo percibo el leve fulgor y el parpadeo de ciertas cosas que deberían brillar con intensidad. Quiero estar sola para reflexionar sobre todo lo que has dicho.

—Pero debes prometerme que regresarás antes del amanecer, mucho antes. Debes reunirte conmigo abajo, en la cripta. No puedes permanecer tumbada en una habitación, en algún lugar de la ciudad. La mortífera luz penetrará…

Me conmovió su deseo de protegerme, su aspecto lustroso, su furia.

—Regresaré —dije—, y mucho antes de que amanezca. Pero antes de marcharme quiero que sepas que se me romperá el corazón si a partir de este momento no permanecemos unidos.

—Estamos unidos —repuso él—. Vas a volverme loco, Pandora.

Marius se detuvo ante los barrotes de la verja.

—No des un paso más —dije al despedirme de él.

Eché a andar hacia Antioquía. Mis piernas eran fuertes y ágiles, y los guijarros del polvoriento camino no representaban obstáculo alguno para mis pies; mis ojos escrutaron la noche para contemplar la conspiración de las lechuzas y los pequeños roedores que merodeaban en los árboles, observándome, para luego salir huyendo como si sus sentidos naturales les hubieran prevenido contra mí.

Al cabo de un rato llegué a la ciudad propiamente dicha. Creo que la decisión con que me trasladaba de una callejuela a otra bastó para ahuyentar a cualquiera que quisiera abordarme. Sólo oí comentarios procaces procedentes de la oscuridad, esas torpes y grotescas maldiciones que arrojan los hombres sobre las mujeres que desean, entre amenazantes y despectivas.

Sentí a la gente que estaba recogida en su casa, durmiendo, y oí a los soldados que montaban guardia, charlando en su cuartel detrás del foro.

Hice todas las cosas que los nuevos bebedores de sangre hacen siempre. Toqué la superficie de los muros y contemplé embelesada una antorcha y las polillas que se dejaban atrapar por ella. Sentí sobre mis brazos desnudos y mi frágil túnica los sueños de toda Antioquía rodeándome.

Unas ratas correteaban despavoridas por las alcantarillas y las calles. El río exhalaba su particular sonido; percibí el eco ronco de los barcos que estaban amarrados en el puerto, incluso el leve murmullo del agua.

El foro, resplandeciente con sus inmutables luces, atrapaba la luna como una inmensa trampa humana, lo contrario de un cráter terrestre, un ingenio ideado por el hombre que podía ser observado y bendecido por el intransigente cielo.

Cuando llegué a mi casa trepé con toda facilidad hasta el tejado y me senté en él, relajada, a salvo y libre, contemplando el patio, el peristilo, donde había averiguado —a solas durante aquellas tres noches— las verdades que me habían preparado para recibir la sangre de Akasha.

Con calma y sin dolor, pensé de nuevo en todo lo ocurrido, como si debiera esa reconsideración a la mujer que yo había sido, a la iniciada, a la mujer que se había refugiado en el templo. Marius tenía razón. La Reina y el Rey estaban poseídos por un demonio que se extendía a través de la sangre, alimentándose de ella, creciendo, tal como sentí que hacía en aquellos momentos dentro de mí.

El Rey y la Reina no habían inventado la justicia. La Reina, que había destrozado al pequeño faraón reduciéndolo a un montón de astillas, no había inventado la ley ni la moral.

Y los tribunales romanos, pese a sus torpezas y titubeos a la hora de tomar una decisión, sopesando todos los aspectos del caso, rechazando cualquier ardid mágico o religioso, se afanaban, incluso en aquellos siniestros tiempos, en impartir justicia. Era un sistema que no se basaba en la revelación de los dioses sino en la razón.

Pero yo no podía lamentar el momento de ebriedad en que había bebido la sangre de Akasha y había creído en ella, y había visto cómo caía sobre mí una lluvia de flores. No podía lamentar que una mente fuera capaz de concebir una trascendencia de tal perfección.

Ella había sido mi Madre, mi Reina, mi diosa, mi todo. Yo había sentido las sensaciones que todos debemos experimentar cuando bebemos las pócimas en el templo, cuando cantamos, cuando nos mecemos delirantes y embriagados por los cánticos. Y yo lo había sentido en sus brazos. También lo había sentido en los brazos de Marius, en una medida más segura, y ahora deseaba tan sólo estar con él.

Qué terrorífico me parecía el culto a la diosa. Tarada e ignorante, elevada a un inconcebible poder. Y qué revelador se me antojaba el que en el núcleo de esos misterios residieran unas explicaciones tan degradantes. ¡La sangre derramada sobre su vestido dorado!

«Todas las imágenes, todos los destellos significativos te enseñan cosas más profundas», pensé de nuevo, como había pensado en el templo, cuando me había contentado consolándome con una estatua de basalto.

Soy yo, y sólo yo, quien debe convertir mi nueva vida en una historia heroica.

Me alegré por Marius de que hubiera hallado consuelo en la razón. Pero la razón sólo era una cosa creada, impuesta con fe sobre el mundo, y las estrellas no prometen nada a nadie.

Yo había vislumbrado algo más profundo en aquellas oscuras noches en que había permanecido oculta en esta casa de Antioquía, llorando la muerte de mi padre.

Había comprendido que en el corazón mismo de la Creación existía algo tan incontrolable e incomprensible como un volcán en erupción.

Su lava destruía por igual a los árboles y a los poetas.

«De modo que acepta este regalo, Pandora —me dije—. Vete a casa, agradecida de haberte casado de nuevo, pues no podías haber hecho mejor elección ni contemplar ante ti un futuro más prometedor.»

Cuando regresé —y mi regreso fue muy rápido, lleno de nuevas lecciones sobre cómo podía pasar velozmente por los tejados, sin apenas rozarlos, y sobre los muros—, cuando regresé, lo encontré tal como lo había dejado, sólo que mucho más triste. Estaba sentado en el jardín, como lo había visto en la visión que me había mostrado Akasha.

Sin duda era un lugar que a él le encantaba, detrás de la villa con sus numerosas puertas, un banco situado frente a unos matorrales y un riachuelo que fluía alegremente sobre las piedras y desembocaba en una corriente que discurría a través de la alta hierba.

En cuanto me vio se puso en pie.

Lo abracé.

—Perdóname, Marius.

—No digas eso. Soy yo quien tiene la culpa de todo. No te protegí de ello.

Nos abrazamos con pasión. Yo deseaba hundir mis dientes en su carne, beber su sangre, y lo hice, y sentí que él bebía también mi sangre. Era una unión más poderosa que la que yo había conocido en mi tálamo conyugal, y me abandoné a ella como jamás me había abandonado a nadie.

De pronto me sentí cansada. Dejé de besarlo y retiré mis dientes de su cuello.

—Vamos —dijo Marius—. Tu esclavo se ha ido a dormir. Mañana, durante el día, mientras durmamos, te traerá todas tus pertenencias; tus muchachas también pueden trasladarse aquí si lo deseas.

Bajamos por la escalera y entramos en otra habitación. Marius tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para abrir la puerta, lo cual significaba que ningún hombre mortal habría sido capaz de hacerlo.

En el centro de la habitación había un sencillo sarcófago de granito.

—¿Puedes levantar la tapa del sarcófago? —me preguntó Marius.

—¡Me siento muy débil!

—Es porque está amaneciendo. Intenta alzar la tapa. Deslízala hacia un lado.

Hice lo que me pedía, y en el interior del sarcófago vi un lecho de lirios y pétalos de rosa marchitos, unos cojines de seda y unos trozos de flores secas que exhalaban un grato perfume.

Me metí en el sarcófago, me volví y me tumbé en esta prisión de piedra. Marius se acostó en la tumba a mi lado y volvió a colocar la tapa en su lugar, ocultando con ello toda la luz del mundo, como si eso fuera lo que deseaban los muertos.

—Tengo sueño. Apenas puedo hablar.

—¡Qué bendición! —exclamó.

—No es preciso que me ofendas —murmuré—; pero te perdono.

—¡Te amo, Pandora! —dijo en un arrebato.

—Penétrame con tu miembro —dije metiendo la mano entre sus piernas—. Lléname con él y abrázame con fuerza.

—Eso es una estupidez y una superstición —protestó él.

—No lo es —repliqué—. Es simbólico y consolador.

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