Pandora

Pandora


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Bien, David, aquí lo tienes.

Yo podría continuar la comedia al estilo Plauto-Terencio durante páginas. Podría rivalizar con la obra de Shakespeare Mucho ruido y pocas nueces.

Pero ésta es la historia básica. Esto es lo que está detrás de la petulante versión resumida en El vampiro Lestat, esculpida en su forma definitiva y trivial por Marius o Lestat, quién sabe.

Permíteme que te guíe a través de esos puntos que son sagrados y todavía arden en mi corazón, por más que otro haya tratado de despacharlos a la ligera.

Y el relato de nuestra despedida no es mera disonancia sino que puede contener una lección.

Marius me enseñó a cazar, a atrapar únicamente a los malvados, y a matar sin dolor, envolviendo el alma de mi víctima en dulces visiones o permitiendo al alma iluminar su propia muerte con una cascada de fantasías que yo no debo juzgar sino simplemente devorar, como la sangre. Todo ello no requiere una detallada documentación.

Marius y yo poseíamos una fuerza equiparable. Cuando un bebedor de sangre abrasado y ambicioso conseguía llegar a Antioquía, lo cual sucedió sólo unas pocas veces, nosotros ejecutábamos juntos al suplicante. Eran unas mentalidades monstruosas, forjadas durante siglos y que nosotros apenas lográbamos comprender, las cuales buscaban a la Reina como los chacales buscan los cadáveres de seres humanos.

Entre nosotros no se produjo jamás la menor discusión con respecto a ninguno de ellos.

Con frecuencia Marius y yo leíamos en voz alta, para el otro, y nos reíamos juntos con el Satiricón de Petronio, y compartíamos las lágrimas y la risa con las amargas sátiras de Juvenal. De Roma y Alejandría surgía un incesante flujo de nueva sátira e historia.

Pero algo separó a Marius para siempre de mí.

El amor entre ambos creció a la par que las constantes discusiones, que se convirtieron en el peligroso cemento de nuestra unión.

A lo largo de los años, Marius custodió su delicada racionalidad como una virgen vestal guarda una llama sagrada. Cuando una extática emoción hacía presa en mí, él siempre estaba allí para sujetarme por los hombros y decirme sin rodeos que me comportaba de forma irracional. ¡Irracional, irracional, irracional!

Cuando el terrible terremoto del segundo siglo azotó Antioquía —terremoto del que nosotros salimos ilesos—, me atreví a referirme a ello como una bendición divina. Esto enfureció a Marius, quien se apresuró a indicar que esa intervención divina había protegido también al emperador Trajano, quien a la sazón se encontraba en la ciudad. ¿Qué interpretación podía dar yo a esos hechos?

Añadiré de paso que Antioquía se reconstruyó rápidamente, los mercados prosperaron, llegaron más y más esclavos, nada podía detener a las caravanas que se dirigían hacia los barcos, y los barcos se dirigieron hacia las caravanas.

Pero mucho antes del terremoto, Marius y yo casi llegábamos a las manos noche tras noche.

Si yo permanecía unas horas en la cámara de la Madre y el Padre, Marius venía invariablemente a buscarme y trataba de hacerme entrar en razón. No podía leer conmigo en ese estado, según decía. No podía pensar porque sabía que yo estaba abajo coqueteando deliberadamente con la locura.

¿A cuento de qué, preguntaba yo, se extendía su dominio a cada rincón de nuestra casa y nuestro jardín? ¿Y cómo se explicaba que mi fuerza fuera equiparable a la suya cuando nos enterábamos de la presencia en Antioquía de un viejo y monstruoso vampiro que se había cobrado varias víctimas y era preciso eliminar?

—¿Acaso no poseo una capacidad intelectual equiparable a la tuya?

—¡Sólo tú formularías esa pregunta! —me espetaba él.

Por supuesto, la Madre y el Padre no volvieron a moverse ni a hablar. No volví a tener sueños de sangre ni recibí más instrucciones divinas. De vez en cuando Marius me lo recordaba. Y al cabo de mucho tiempo me permitió que me ocupara con él del santuario, para que constatara el grado de silenciosa y vacua condescendencia de la pareja real. Parecían estar más allá de nuestro alcance; su cooperación era pavorosamente torpe y deficiente.

Cuando Flavius cayó enfermo a los cuarenta años, Marius y yo tuvimos nuestra primera batalla campal. Ésta estalló mucho antes del terremoto.

Diré de paso que fue una época maravillosa porque el viejo y perverso Tiberio había llenado Antioquía de nuevos y espléndidos edificios. La ciudad rivalizaba con Roma. Pero Flavius estaba enfermo.

Marius no podía soportarlo. Se había encariñado mucho con Flavius; ambos hablaban continuamente de Aristóteles, y Flavius demostró ser uno de esos hombres capaces de hacer cualquier cosa, desde administrar la casa hasta copiar el texto más antiguo y esotérico con absoluto rigor.

Flavius jamás nos había hecho ninguna pregunta respecto a lo que éramos. En su mente, según comprobé, la aceptación y fidelidad superaban con mucho la curiosidad o el temor.

Ambos confiábamos en que la dolencia de Flavius no fuera grave. A medida que su fiebre aumentaba, Flavius solía apartar el rostro cada vez que Marius se acercaba a él, pero se aferraba a mi mano siempre que yo se la ofrecía. Con frecuencia permanecía acostada junto a él durante horas, al igual que él se había acostado en una ocasión junto a mí.

Una noche Marius me condujo hasta la verja y dijo:

—Flavius habrá muerto cuando yo regrese. ¿Podrás resistirlo sola?

—¿Acaso pretendes huir del trance? —pregunté.

—No —respondió Marius—. Pero él no quiere que yo le vea morir; no quiere que le vea gemir de dolor.

Asentí con la cabeza.

Marius se marchó. Desde hacía tiempo había decidido que no se volviera a crear otro bebedor de sangre. Yo no me había molestado en cuestionar esa decisión.

Tan pronto como Marius se hubo marchado, convertí a Flavius en un vampiro. Lo hice tal como el monstruo, Marius y Akasha habían hecho conmigo. Marius y yo habíamos hablado mucho sobre el método, consistente en chupar a la víctima tanta sangre como fuera posible y luego devolvérsela, hasta que uno estuviera a punto de perder el conocimiento. El caso es que perdí el conocimiento, y al recobrarlo vi a aquel espléndido griego junto a mí, sonriendo débilmente, tras haber desaparecido de su cuerpo toda enfermedad. Flavius se inclinó sobre mí, me tendió la mano y me ayudó a levantarme.

En aquel preciso instante apareció Marius, que contempló con asombro al renacido Flavius y dijo:

—Márchate de esta casa, de esta ciudad, de esta provincia y de este imperio.

Las últimas palabras que me dirigió Flavius fueron las siguientes:

—Gracias por este Don Oscuro.

Fue la primera vez que oí esa frase, la cual aparece con frecuencia en los escritos de Lestat. Qué bien lo había comprendido aquel culto ateniense.

Durante horas evité tropezarme con Marius. ¡Jamás me perdonaría! Luego salí al jardín. Allí lo encontré, muy deprimido, y al alzar la cabeza y mirarme comprendí que creía que yo me proponía fugarme con Flavius. Al darme cuenta de eso lo abracé. Se mostró aliviado y muy cariñoso conmigo, y me perdonó mi «increíble imprudencia».

—¿No comprendes que te adoro? —dije, tomándole la mano—. Pero no consentiré que me domines. ¿Es que no puedes mostrarte razonable y tratar de comprender que lo más importante de nuestro don es habernos librado de los límites impuestos por los términos «masculino» y «femenino»?

—No lograrás convencerme —repuso él— de que no sientes, razonas y obras como una mujer. Los dos queríamos a Flavius. Pero ¿a qué viene crear a otro bebedor de sangre?

—Todo lo que sé es que Flavius lo deseaba. Él comprendía nuestros secretos, existía cierta… cierta complicidad entre Flavius y yo. Me había sido leal en las horas más sombrías de mi vida mortal. ¡Oh, no puedo explicarlo!

—Unos sentimientos típicamente femeninos. Y has arrojado a esa criatura a la eternidad.

—Él colaborará en nuestra búsqueda —contesté.

Hacia mediados de siglo, cuando la ciudad había alcanzado una gran prosperidad y en el Imperio reinaba una paz que habría de durar doscientos años, llegó a Antioquía el cristiano Pablo.

Yo fui una noche a oírle hablar y regresé a casa diciendo que de aquel hombre emanaba tal poder personal que era capaz de convertir las mismas piedras a su fe.

—¿Cómo puedes perder el tiempo en esas cosas? —me espetó Marius—. ¡Cristianos! ¡Ni siquiera constituyen un culto! Algunos veneran a Juan, otros a Jesús. No cesan de pelearse entre ellos. ¿Es que no ves lo que ha hecho ese tal Pablo?

—¿Qué ha hecho? —inquirí—. No he dicho que fuera a unirme a esa secta. Sólo he dicho que fui a oírle. ¿A quién perjudico con eso?

—A ti misma, a tu mente, a tu equilibrio, a tu sentido común. Se ven comprometidos por las estupideces en las que a veces te interesas, y francamente perjudicas el mismo principio de la verdad.

»Permíteme que te hable de ese hombre llamado Pablo —continuó Marius—. Jamás conoció a Juan el Bautista ni a Jesús de Galilea. Los hebreos lo expulsaron del grupo. Jesús y Juan eran hebreos. Y ahora Pablo se dirige a todo el mundo, judíos y cristianos por igual, romanos y griegos, y les dice: “No es preciso que sigáis la observancia hebrea. Olvidaos de las Fiestas de Jerusalén. Olvidaos de la circuncisión. Convertíos en cristianos.”

—Sí, es cierto —dije con un suspiro.

—Es una religión muy fácil de adoptar —comentó Marius—. No es nada. Tienes que creer que ese hombre se alzó de entre los muertos. A propósito, he examinado a fondo todos los textos que circulan por el mercado de libros. ¿Y tú?

—No. Me sorprende que hayas creído que esa búsqueda era digna de tu tiempo.

—No veo en parte alguna de los escritos de quienes conocieron a Juan y a Jesús que alguno de ellos afirmara que uno se alzaría de entre los muertos, ni que los que creyeran en ellos vivirían después de muertos. Fue Pablo quien añadió esas cosas. ¡Qué promesa tan atrayente! ¡Y deberías oír lo que tu amigo Pablo tiene que decir sobre el tema del infierno! Qué visión tan cruel, el que los mortales cargados de defectos puedan cometer en esta vida unos pecados tan graves como para abrasarse durante toda la eternidad.

—Él no es mi amigo. Concedes demasiada importancia a unos simples comentarios. ¿Por qué te inspira rechazo ese hombre?

—Ya te lo he dicho. Me importa la verdad, lo razonable.

—Lo que no comprendes sobre ese grupo de cristianos es que lo que les une es un amor eufórico, creen en la generosidad…

—¡No me vengas con esto! En cualquier caso, ¿cómo sabes que eso es bueno?

No respondí.

Marius había reanudado su tarea cuando dije:

—Tú me temes. Temes que me deje cautivar por alguien que sostenga unas creencias firmes y te abandone. No, miento. Temes sentirte cautivado tú mismo. Sentirte atraído de nuevo por el mundo y regresar a él, no pudiendo vivir allí conmigo, como un solitario observador romano de inteligencia superior, buscando consuelo mortal en la compañía y la proximidad de otros, la amistad de los mortales, su reconocimiento de que tú eres uno de ellos cuando en realidad no lo eres.

—No digas estupideces, Pandora.

—Guarda tus orgullosos secretos —repuse—. Pero temo por ti, lo reconozco.

—¿Que temes por mí? ¿Y por qué, si puede saberse? —preguntó Marius.

—Porque no te das cuenta de que todo perece, de que todo es puro artificio. Que incluso la lógica, las matemáticas y la justicia no tienen en última instancia significado alguno.

—Eso no es cierto —replicó él.

—Oh, sí lo es. Llegará una noche en que comprenderás lo que vi, cuando llegué a Antioquía, antes de que dieras conmigo, antes de esta transformación que debía de haberlo engullido todo.

»Contemplarás una oscuridad —añadí—, una oscuridad tan absoluta como la naturaleza jamás ha experimentado en la tierra, en ningún lugar y en ninguna época. Sólo el alma humana puede experimentarla. Y dura eternamente. Confío en que cuando ya no puedas escapar de ella, cuando comprendas que estás rodeado por esas tinieblas, tu lógica y tu razón te procuren las fuerzas necesarias para resistirla.

Marius me dirigió una mirada llena de respeto, pero no dijo nada.

—La resignación no te servirá de nada cuando llegue ese momento —proseguí—. La resignación requiere voluntad, y la voluntad requiere decisión, y la decisión requiere creer en ello. Y toda acción o aceptación requiere un testigo. ¡Pero no hay nada, y no hay testigos! Eso aún no lo sabes, pero lo averiguarás. Confío en que cuando lo averigües, alguien sea capaz de consolarte mientras vistes y acicalas a esas monstruosas reliquias que conservas abajo. Cuando les lleves flores.

»Piensa en mí cuando llegue ese momento —continué furiosa—, si no para pedirme perdón, sí para recordarme como un modelo. Pues yo he visto esto, y he sobrevivido. No importa que yo fuera a oír predicar a Pablo o a Cristo, ni que confeccione una corona de flores para la Reina, ni que baile como una necia a la luz de la luna en el jardín antes del amanecer, ni que… ni que te ame. No tiene importancia. Porque no existe nada. Y nadie puede verme. ¡Nadie! —Suspiré. Había llegado el momento de concluir.

»Regresa a tu historia, a ese montón de mentiras que pretenden ligar cada hecho a una causa y un efecto, a esta absurda fe que sostiene que una cosa sigue a otra. Te digo que no es así. Pero es muy romano que tú lo creas.

Marius me miró en silencio. Yo no podía adivinar sus pensamientos ni lo que sentía su corazón. Al cabo de un rato preguntó:

—¿Qué pretendes que haga? —Nunca me había parecido tan inocente como en aquellos momentos.

Lancé una amarga carcajada. ¿Es que no hablábamos el mismo lenguaje? Marius no había oído una sola palabra de lo que yo había dicho. En lugar de ofrecerme una respuesta, me planteaba esta simple pregunta.

—De acuerdo —contesté—. Te diré lo que quiero. ¡Ámame, Marius! ¡Ámame pero déjame en paz! —exclamé sin pensar en lo que decía. Las palabras brotaron de forma espontánea—. Déjame en paz para que pueda buscar mis propios consuelos, mis propios medios de permanecer viva, por muy estúpidos y ridículos que a ti puedan parecerte. ¡Déjame en paz!

Marius me miró dolido, desconcertado, con su increíble expresión de inocencia.

Marius y yo tuvimos muchas disputas de ese estilo durante las siguientes décadas.

En ocasiones, después de una disputa, él acudía a mí y se enzarzaba en una larga y sesuda plática sobre los males que aquejaban al Imperio, afirmando que los emperadores se habían vuelto locos y el senado carecía de poder, que el progreso del hombre era un acontecimiento único en la naturaleza y digno de contemplarse con asombro. Que él ansiaba vivir, según creía, hasta que ya no existiera vida.

—Aunque no quede nada sino un desierto yermo —solía decir—, quiero estar allí, para ver cómo se derrumba una duna tras otra. Si quedara tan sólo una lámpara en todo el mundo, querría contemplar su llama. Y tú también.

Pero los términos de la pelea, y su intensidad, nunca cambiaban.

En el fondo Marius creía que yo le odiaba por haberse comportado de forma tan cruel conmigo la noche en que me fue concedida la Sangre Oscura. Le dije que eso era ridículo. No logré convencerle de que mi alma y mi inteligencia eran demasiado grandes para alimentar un rencor tan pueril, y que yo no tenía por qué darle explicaciones con respecto a mis pensamientos, palabras ni hechos.

Durante doscientos años, vivimos juntos y nos amamos. Marius me parecía cada vez más hermoso.

A medida que llegaban a la ciudad nuevas oleadas de bárbaros procedentes del norte y el este, Marius ya no sentía la necesidad de vestirse como un romano, y frecuentemente adoptaba la suntuosa vestimenta adornada con gemas de los orientales. Su cabello se había tornado más fino, más ligero. Rara vez se lo cortaba, cosa que lógicamente tenía que hacer las noches en que deseaba llevarlo corto. Lucía una espléndida melena sobre sus hombros.

A medida que su rostro se fue haciendo más terso, se disiparon las escasas arrugas que fácilmente indicaban ira en su expresión. Como ya he apuntado, Marius se parece mucho a Lestat. Sólo que es de complexión más recia, y la mandíbula y la barbilla se habían endurecido un poco más con el paso del tiempo antes del Don Oscuro. Pero la pesadez de los párpados había desaparecido.

En ocasiones, durante muchas noches, por temor a pelearnos, no nos dirigíamos la palabra. Entre nosotros hubo siempre un gran afecto físico: abrazos, besos, a veces una silenciosa caricia con la mano.

Pero sabíamos que habíamos vivido mucho más que cualquier humano.

No es preciso que te ofrezca una historia detallada de aquella extraordinaria época, dado que es harto conocida. Pero permíteme que destaque algunos hechos. Permíteme que te describa desde mi propia perspectiva los cambios que se registraban en todo el Imperio.

Antioquía, en cuanto pujante metrópoli, era indestructible. Los emperadores comenzaron a visitarla con frecuencia. Se construyeron más templos consagrados a los cultos orientales. A Antioquía llegaban grandes oleadas de cristianos. Es más, los cristianos de Antioquía constituían un inmenso y fascinante grupo de gentes que no cesaban de pelearse entre sí.

Roma entabló una guerra contra los judíos, aplastando por completo a Jerusalén y destruyendo el sagrado templo hebreo. Un gran número de brillantes pensadores hebreos se estableció en Antioquía y Alejandría.

En dos o tres ocasiones, las legiones romanas pasaron no lejos de nosotros en su camino hacia Partia, al norte de Antioquía; una vez incluso tuvimos una pequeña rebelión, pero Roma siempre acudía para salvar a la ciudad de Antioquía. ¡El mercado cerró durante un día! El comercio continuó, así como la lujuriosa avidez de las caravanas por los barcos y la de los barcos por las caravanas, y Antioquía constituía el lecho en el que ambos cohabitaban.

Se publicaban escasas obras poéticas. La sátira se había convertido en la única expresión segura y honesta de la mente romana; teníamos la divertidísima historia de El asno de oro, de Apuleyo, que se burlaba de todas las religiones. Pero las obras del poeta Marcial estaban imbuidas de una gran amargura. Y las cartas de Plinio que llegué a leer se hallaban repletas de juicios de valor sobre el caos moral en Roma.

Como vampiro comencé a alimentarme exclusivamente de soldados. Me gustaban los soldados, su aspecto, su fuerza. Me alimenté de la sangre de tantos soldados y obraba tan despreocupadamente que llegué a convertirme en una leyenda entre ellos. Me llamaban «la Dama Griega de la Muerte» debido a mis ropas, que sin duda debían de parecerles arcaicas. Les atacaba al azar en callejones oscuros. Gracias a mi astucia, mi fuerza y mi sed era imposible que me rodearan o me detuvieran.

Cuando se lo conté a Marius, dijo que era el tipo de necedades místicas que esperaba de mí.

Yo no quise discutir. Marius observaba con gran interés los avatares de Roma. A mí apenas me sorprendieron.

Marius leyó con avidez las historias de Dión Casio, Plutarco y Tácito, y golpeó con un puño la palma de la otra mano cuando se enteró de las interminables escaramuzas libradas a orillas del Rin y del avance hacia el norte, hacia Britania, y de la construcción de la muralla de Adriano para impedir la entrada de los escoceses, quienes al igual que los germanos no se doblegaban ante nadie.

—¡No están patrullando, preservando ni conteniendo un Imperio! —exclamó—. ¡Conservar un sistema de vida! —aña-dió—. Sólo les importa la guerra, y el comercio.

Yo no podía mostrarme en desacuerdo con él.

La situación en realidad era mucho peor de lo que imaginaba Marius. Si hubiera acudido con tanta frecuencia como yo a oír a los filósofos, se habría quedado asombrado.

Por doquier aparecían magos, afirmando que eran capaces de volar, de ver visiones, de sanar a la gente con la imposición de manos. Se peleaban con los cristianos y los judíos. No creo que el ejército romano les prestara mucha atención.

La medicina, tal como yo la había conocido en mi existencia mortal, se vio inundada por un torrente de fórmulas orientales secretas, amuletos, rituales y estatuillas.

Más de la mitad del Senado ya no era italiano de nacimiento. Esto significaba que nuestra Roma ya no era nuestra Roma. Había tantos asesinatos, complots, disputas, falsos emperadores y golpes de palacio que pronto comprendimos con meridiana claridad que era el ejército quien gobernaba. El ejército elegía al emperador. El ejército lo mantenía en el trono.

Los cristianos se dividían en unas sectas que no cesaban de pelear entre sí. Era inaudito. La religión no ardió por las disputas que estallaban en su seno sino que adquirió mayor fuerza. Las feroces persecuciones que se producían de vez en cuando —se ejecutaba a la gente por no postrarse ante los altares romanos— no sirvieron sino para aumentar las simpatías de la plebe hacia ese nuevo culto.

El nuevo culto azuzaba el debate sobre todos los principios con respecto a los judíos, Dios y Jesús.

Había ocurrido algo extraordinario con esa nueva religión. El cristianismo, a cuya rápida difusión habían contribuido las veloces embarcaciones, las excelentes carreteras y la fluidez de las rutas comerciales, se encontró de pronto en una extraña situación. El mundo no había llegado a su fin, como habían pronosticado Pablo y Jesús. Y todas las personas que habían conocido o visto a Jesús habían muerto. Y finalmente murieron todas las que habían conocido a Pablo.

Proliferaban los filósofos cristianos, que defendían unas tesis basadas en antiguos conceptos griegos y antiguas tradiciones hebreas.

Justino en Atenas escribió que Cristo era el Logos; uno podía ser un ateo y salvarse en Cristo. Siempre y cuando se mantuviera fiel a la razón.

Yo me apresuré a contárselo a Marius.

Pensé que le pondría furioso, y era una noche aburrida, pero él se limitó a soltar más sandeces sobre los gnósticos.

—Un hombre llamado Saturnino ha aparecido hoy en el foro —dijo Marius—. Quizás hayas oído hablar de él. Predica una absurda variante de ese credo cristiano que te parece tan divertido, según la cual el Dios de los hebreos es en realidad el diablo, y Jesús el nuevo Dios. No era la primera aparición de ese hombre. Él y sus seguidores, gracias al obispo local Ignatius, se dirigen a Alejandría.

—Han llegado aquí unos libros que contienen esas ideas —repuse—, procedentes de Alejandría.

A mí me resultan impenetrables. Quizá no lo sean para ti. Se refieren a Sofía, un principio femenino de Sabiduría, que precedió a la Creación. Los judíos y los cristianos quieren incluir ese concepto de Sofía en su fe. Me recuerda a nuestra amada Isis.

—¡Será tu amada Isis! —replicó Marius.

—Algunas mentes se empeñan en tejerlo todo, los mitos, o su esencia, al objeto de confeccionar un glorioso tapiz.

—Me estás poniendo enfermo, Pandora —me advirtió Marius—. Déjame que te cuente lo que hacen tus cristianos. Se están organizando. Al obispo Ignatius le sucederá otro, y los obispos quieren imponer las normas, ahora que la era de la revelación íntima ha terminado; quieren elaborar, a partir de esos papiros demenciales que existen en el mercado, un canon en el que crean todos los cristianos.

—Jamás pensé que pudiera ocurrir tal cosa —observé—. Estaba más de acuerdo contigo de lo que suponías cuando los censuraste.

—Han triunfado porque se han alejado de la moralidad emocional —dijo Marius—. Se están organizando como los romanos. El obispo Ignatius es muy estricto. Delega el poder. Se ha pronunciado sobre el rigor de los manuscritos. Observa que están expulsando a los profetas de Antioquía.

—Sí, tienes razón —respondí—. ¿Qué opinas? ¿Eso es bueno o malo?

—Yo deseo que el mundo sea mejor —contestó Marius—. Mejor para los hombres y las mujeres. Mejor. Sólo hay una cosa que está clara: los viejos bebedores de sangre se han extinguido, y no hay nada que tú, yo, la Reina o el Rey podamos hacer para alterar el curso de los acontecimientos humanos. Opino que los hombres y las mujeres deben esforzarse más. Con cada víctima que me cobro trato de comprender la maldad más profundamente.

»Y me aterroriza cualquier religión que plantea unas aseveraciones y exigencias fanáticas sobre la base de la voluntad de un dios.

—Eres un auténtico augusto —repuse—. Estoy de acuerdo contigo, pero es divertido leer las obras de esos locos gnósticos. De ese Marción y ese Valentín.

—Quizás a ti te resulte divertido pero yo veo peligro por todas partes. Este nuevo cristianismo no sólo se está difundiendo sino que cambia en cada lugar donde se difunde; es como un animal que devora la flora y la fauna locales y obtiene un poder específico de ese alimento.

Yo no se lo discutí.

Hacia finales del siglo segundo, Antioquía se había convertido en una ciudad fundamentalmente cristiana. Al leer las obras de los nuevos obispos y filósofos tuve la impresión de que nos vendrían encima cosas peores que el cristianismo.

No obstante, debes tener en cuenta, David, que Antioquía no yacía bajo una nube de decadencia; nada parecía presagiar que el Imperio se aproximaba a su fin. Es más, la ciudad estaba marcada por una intensa vitalidad. Ello se debía sobre todo al comercio, que a veces produce la falsa sensación de que existe crecimiento y creatividad cuando en realidad no es así. Las cosas se intercambian, pero no mejoran necesariamente.

Entonces se produjo una época siniestra para Marius y para mí. Dos fuerzas que se abatieron sobre él, poniendo a prueba su valor. Antioquía se convirtió en un lugar más interesante de lo que jamás había sido.

Permíteme que describa el primer desastre, que a mí no me resultó tan duro de soportar como a Marius. Lo sentí mucho por él.

Como ya te he dicho, la cuestión de quién debía ser emperador se había convertido en una broma. Pero cuando se produjeron los hechos a principios de los años 200, la broma dio paso a un grito de angustia.

En aquellos tiempos el emperador era Caracalla, un asesino. Con motivo de un peregrinaje a Alejandría para visitar los restos de Alejandro Magno, el emperador —por razones que nadie se explica ni siquiera ahora— mandó detener y asesinar a miles de jóvenes alejandrinos. Alejandría jamás había vivido una matanza tan absurda y cruel.

Marius estaba trastornado. Todo el mundo lo estaba.

Marius habló de abandonar Antioquía, de alejarse de la ruina del Imperio. Yo empecé a mostrarme de acuerdo con él. Entonces ese miserable Caracalla decidió marchar en nuestra dirección para declarar la guerra a los partos situados al norte y al este de Antioquía. ¡Lo cual no era nada extraordinario para Antioquía!

Su madre, Julia Domna —no es necesario que recuerdes esos nombres—, se instaló en Antioquía. Se estaba muriendo de cáncer de mama. Y permíteme agregar que esa mujer, junto con su hijo Caracalla, había ayudado a asesinar a su otro hijo, Geta, porque los dos hermanos habían compartido el poder imperial y amenazaban con provocar una guerra civil.

Pero sigamos; tampoco es necesario que recuerdes los nombres que cito a continuación.

El emperador reunió a unas tropas para esta guerra oriental contra los dos reyes del este, Vologeso V y Artabán V. Caracalla les declaró la guerra, obtuvo la victoria y regresó triunfal. Luego, a pocos kilómetros de Antioquía, fue asesinado por sus soldados mientras estaba orinando.

Todo eso provocó en Marius una fuerte depresión. Pasaba horas sentado en el santuario contemplando a la Madre y al Padre. Yo creí adivinar lo que estaba pensando, que debíamos inmolarnos a nosotros mismos y a ellos, pero me horrorizaba pensar en eso. Yo no quería morir. No quería perder la vida. No quería perder a Marius. La suerte de Roma me tenía sin cuidado. La vida se extendía ante mí, ofreciéndome la posibilidad de experimentar nuevos prodigios.

Pero regresemos a la Comedia. El ejército se apresuró a nombrar emperador a un hombre de las provincias llamado Macrino, el cual era moro y lucía un pendiente en la oreja.

Éste se peleó con Julia Domna, la madre del difunto emperador, porque Macrino no permitía que la mujer abandonara Antioquía para morir en otro lugar. Julia Domna se negó a comer y murió de inanición.

¡Todo esto ocurrió en nuestra propia casa! Esos lunáticos se hallaban en nuestra ciudad, no en una remota capital.

Entonces estalló de nuevo la guerra, porque los reyes orientales, a quienes Caracalla había pillado desprevenidos con anterioridad, estaban preparados para presentar batalla, y Macrino tuvo que conducir a sus legiones a la guerra.

Ya te he dicho que las legiones se habían hecho con el control de todo. Alguien debió de informar de ello a Macrino, quien en lugar de pelear compró al enemigo. Las tropas no se sentían orgullosas de ese hecho. Y luego cayó sobre ellos, arrebatándoles algunos de sus beneficios.

Macrino no parecía comprender que debía conservar el favor de las legiones para sobrevivir. Aunque ¿de qué le había servido eso a Caracalla, por quien sentían gran estima?

Sea como fuere, el caso es que la hermana de Julia Domna, llamada Julia Maesa, que era siria y de una familia consagrada al culto del sol sirio, aprovechó ese momento de auge de las ambiciosas legiones para colocar como emperador a su nieto, nacido de Julia Soemis. Fue un plan insensato, por muchas razones. En primer lugar, las tres Julias eran sirias. El chico sólo tenía catorce años y era un sacerdote hereditario del dios del sol sirio.

Pero de algún modo Julia Maesa y Gannys, el amante de su hija, lograron convencer a unos soldados de que instalaran en el trono imperial al muchacho de catorce años.

El ejército abandonó a Macrino, y éste y su hijo fueron capturados y asesinados.

Los orgullosos soldados desfilaron por las calles llevando a hombros a ese chico de catorce años, que no quería que le llamaran por su nombre romano. Deseaba ostentar el nombre del dios que había adorado en Siria, Heliogábalo. Su simple presencia en Antioquía puso nerviosos a todos los ciudadanos. Por fin, él y las tres Julias que quedaban —su tía, su madre y su abuela, todas ellas sacerdotisas sirias— abandonaron Antioquía.

En Nicomedia, muy cerca de nosotros, Heliogábalo asesinó al amante de su madre. ¡Casi no quedaba nadie! Heliogábalo aprovechó también para llevar a Roma una enorme piedra negra diciendo que era una piedra sagrada para el dios del sol sirio, a quien todos debían adorar a partir de entonces.

Heliogábalo partió por mar, pero en aquella época una carta no tardaba más de once días en llegar a Antioquía desde Roma, y al poco tiempo comenzaron a circular diversos rumores sobre él. ¿Quién sabrá alguna vez la verdad?

Heliogábalo. Construyó un templo para albergar en él la piedra sagrada, en la colina Palatina. Obligó a los romanos a vestirse con trajes fenicios mientras él se dedicaba a sacrificar reses y ovejas para ofrecérselos a su dios.

Heliogábalo rogó a los médicos que trataran de transformarlo en una mujer, creando el pertinente orificio entre sus piernas. Al enterarse, los romanos quedaron horrorizados. Por las noches el emperador se disfrazaba de mujer —peluca incluida—, y salía a recorrer las tabernas.

Los soldados comenzaron a sublevarse por todo el Imperio. Incluso las tres Julias, la abuela Julia Maesa, la tía Julia Domna y la madre Julia Soemis, empezaron a hartarse del emperador. Al cabo de cuatro años de gobierno de aquel maníaco, los soldados lo asesinaron y arrojaron su cadáver al Tíber.

Según Marius no quedaba nada de lo que él había llamado antiguamente Roma. Estaba más que harto de los cristianos de Antioquía, de sus peleas a propósito de la doctrina. Todas las religiones mistéricas le parecían un peligro. Marius utilizaba a ese emperador lunático como ejemplo del fanatismo que imperaba en aquellos tiempos.

Entonces ocurrió un desastre más grave que el anterior, algo que ambos habíamos temido que se produjera en una u otra forma. Pero se abatió sobre nosotros en el momento menos propicio.

Una noche aparecieron a nuestras puertas, eternamente abiertas, cinco bebedores de sangre.

Ni Marius ni yo los oímos acercarse. Estábamos recostados en unos divanes, leyendo tranquilamente, cuando de pronto, al alzar los ojos, vimos a los cinco: tres mujeres, un hombre y un joven, todos ataviados de negro. Vestían como los eremitas y ascetas cristianos que rechazaban los goces de la carne y practicaban el ayuno. En las desérticas inmediaciones de Antioquía pululaban muchos de esos individuos.

Pero aquéllos eran bebedores de sangre.

Tenían el pelo y los ojos negros y la piel atezada. Se plantaron ante nosotros con los brazos cruzados sobre el pecho.

Piel atezada, pensé rápidamente. Son jóvenes. Fueron creados después de que muchos de ellos se abrasaran. ¿Qué más da que sean cinco?

Poseían rostros atractivos y rasgos armoniosos, cejas bien dibujadas y unos ojos negros y profundos, y todos ellos mostraban los signos de sus cuerpos vivos: unas pequeñas arrugas en las comisuras de los ojos y alrededor de los nudillos.

Parecían tan impresionados de vernos a Marius y a mí como nosotros de verlos a ellos. Contemplaron la biblioteca inundada de luz y observaron nuestra elegante vestimenta, la cual contrastaba con sus ascéticas túnicas.

—¿Y bien? —preguntó Marius—. ¿Quiénes sois?

Oculté mis pensamientos y traté de adivinar los de aquellos individuos.

Eran de mente cerrada. Estaban dedicados a algo. Todo su ser irradiaba fanatismo. Tuve el presentimiento de que algo terrible iba a ocurrir.

Comenzaron a entrar tímidamente, pero Marius los detuvo.

—No, por favor —dijo en griego—. Ésta es mi casa. Decidme quiénes sois y entonces quizás os invite a pasar.

—Sois cristianos, ¿no es así? —intervine—. Exhaláis un aire de profundo fervor.

—En efecto, somos cristianos —repuso el joven en griego—. Somos el azote de la humanidad en nombre de Dios y de su hijo, Jesucristo. Somos los Hijos de las Tinieblas.

—¿Quién os creó? —inquirió Marius.

—Nos crearon en una cueva sagrada y en nuestros templos —respondió una de las mujeres, también en griego—. Conocemos la verdad de la Serpiente, y sus colmillos son nuestros colmillos.

Me acerqué a Marius.

—Supusimos que estabais en Roma —dijo el joven, que tenía el pelo negro y corto, y unos ojos redondos de mirada cándida—, porque el obispo cristiano de allí es ahora el jefe supremo de los cristianos, y la teología de Antioquía ya no tiene peso alguno.

—¿Por qué habíamos de estar en Roma? —preguntó Marius—. ¿Qué nos importa a nosotros el obispo romano?

La mujer se adelantó. Llevaba un sencillo peinado, con la raya en medio, y el pelo cayéndole sobre los hombros, pero poseía un rostro de facciones nobles y armoniosas. Me fijé sobre todo en sus labios, perfectamente dibujados.

—¿Por qué os ocultáis de nosotros? Hace años que venimos oyendo hablar de vosotros. Sabemos que conocéis muchas cosas sobre nosotros y sobre la procedencia del Don Oscuro, que fue creado por Dios, y que evitasteis que nuestra especie se extinguiera.

Marius estaba visiblemente horrorizado, pero trató de disimularlo.

—No tengo nada que deciros —contestó, un tanto apresuradamente—, salvo que no creo en vuestro Dios ni en vuestro Jesucristo, y tampoco creo que fuera Dios quien creara el Don Oscuro, según lo llamáis vosotros. Habéis cometido un grave error.

Los visitantes se mostraban escépticos y totalmente entregados.

—Habéis alcanzado la salvación —dijo otro, el joven, situado en el extremo de la fila, que llevaba el pelo largo hasta los hombros. Poseía una voz varonil pero tenía las piernas y los brazos muy delgados—. Habéis llegado a un punto en que sois tan fuertes, pálidos y puros que prácticamente no necesitáis alimentaros de sangre.

—Ojalá fuera cierto, pero no lo es —repuso Marius.

—¿Por qué no nos invitas a pasar? —preguntó el joven—. ¿Por qué no nos guías y nos enseñas lo que sabes para que podamos difundir la Sangre Oscura y castigar a los mortales por sus pecados? Somos puros de corazón. Somos los elegidos. Cada uno de nosotros penetró valientemente en la caverna, donde el diablo, un ser agonizante, reducido a un montón de huesos sanguinolentos, expulsado del cielo en medio de una intensa llamarada, nos impartió sus enseñanzas.

—¿Y cuáles son esas enseñanzas? —inquirió Marius.

—Haced que sufran —contestó la mujer—. Sembrad la muerte. Rechazad todas las cosas materiales como hacen los estoicos y los eremitas de Egipto, pero sembrad la muerte. Castigadlos.

La mujer mostraba una actitud decididamente hostil hacia nosotros.

—Este hombre se niega a ayudarnos —dijo entre dientes—. Este hombre es un profano, un hereje.

—Debes acogernos —dijo el joven que había hablado en primer lugar—. Hace mucho que os buscamos por todo el mundo, y nos presentamos ante vosotros con humildad. Si deseáis vivir en un palacio, quizá tengáis razón, quizás hayáis ganado ese privilegio, pero nosotros no. Nosotros vivimos en la oscuridad, no gozamos de placer alguno salvo la sangre, nos alimentamos de los débiles, los enfermos y los inocentes. Cumplimos la voluntad de Cristo tal como la Serpiente cumplió la voluntad de Dios en el Edén cuando tentó a Eva.

—Venid a nuestro templo —dijo uno de los hombres—, y contemplad el árbol de la vida con la sagrada Serpiente enroscada en torno a él. Poseemos sus colmillos. Poseemos su poder. Dios la creó, al igual que creó a Judas Iscariote, y a Caín, y a los malvados emperadores romanos.

—Ya comprendo —dije—. Antes de que hablarais con el dios en la caverna, adorabais a la Serpiente. Sois ofitas, setianos, nasenianos.

—Ésa fue nuestra primera vocación —respondió el joven—; pero ahora somos Hijos de las Tinieblas, consagrados al sacrificio y la muerte, dedicados a infligir sufrimiento.

—¡Oh, Marción y Valentín! —murmuró Marius—. No conocéis esos nombres, ¿verdad? Son los poéticos gnósticos que hace cien años inventaron vuestra complicada filosofía. La dualidad… la cual, en un mundo cristiano, podía ser tan poderosa como un dios.

—Sí, lo sabemos —respondieron varios de ellos al unísono—. No conocemos esos nombres profanos, pero conocemos a la Serpiente y sabemos lo que Dios desea de nosotros.

—Moisés alzó a la Serpiente en el desierto, sobre su cabeza —dijo el joven—. Incluso la reina de Egipto conocía a la Serpiente y la lucía en su corona.

—La historia del gran Leviatán ha sido suprimida en Roma —apostilló la mujer—. La han eliminado de los libros sagrados. ¡Pero nosotros la conocemos!

—De modo que habéis aprendido todo esto de los cristianos armenios —dijo Marius—. ¿O fue de los sirios?

El hombre bajo y de ojos grises, que aún no había dicho esta boca es mía, se dirigió a Marius con notable autoridad.

—Conoces verdades muy antiguas —dijo—, y las utilizas de forma profana. Todos hemos oído hablar de ti. Los rubios Hijos de las Tinieblas que habitan en los bosques septentrionales conocen tu existencia y saben que sustrajiste de Egipto un importante secreto antes del nacimiento de Cristo. Muchos vinieron aquí, os vieron a ti y a la mujer, y huyeron despavoridos.

—Hicieron bien —replicó Marius.

—¿Qué hallaste en Egipto? —preguntó la mujer—. En las habitaciones que antiguamente pertenecían a una raza de bebedores de sangre habitan ahora unos monjes cristianos. Los monjes no conocen nuestra existencia, pero nosotros sí hemos oído hablar de ellos y de vosotros. Había allí unos escritos, unos secretos, algo que por Derecho Divino nos pertenece ahora a nosotros.

—No, no había nada —contestó Marius.

—Cuando los hebreos huyeron de Egipto —dijo la mujer—, cuando Moisés hizo que se separaran las aguas del mar Rojo, ¿se dejaron los hebreos algo en Egipto? ¿Por qué alzó Moisés a la serpiente en el desierto? ¿Sabes cuántos somos? Casi un centenar. Hemos viajado al norte, al sur, incluso al este, a unas tierras que ni siquiera podéis imaginar.

Vi que Marius estaba trastornado.

—Muy bien —dije—, comprendemos lo que deseáis y por qué os han inducido a creer que podemos satisfacer vuestros deseos. Os ruego que salgáis al jardín y dejéis que Marius y yo hablemos a solas. Respetad nuestra casa. No hagáis daño a nuestros esclavos.

—Jamás se nos ocurriría tal cosa.

—Regresaremos enseguida.

Agarré a Marius de la mano y lo conduje abajo.

—¿Adónde vas? —murmuró él—. ¡Borra todas las imágenes de tu mente! No deben ver nada.

—No temas —contesté—. Y desde donde me situaré para hablar contigo, tampoco podrán oír nada.

Marius captó lo que quería decir. Lo conduje al santuario donde se hallaban la Madre y el Padre, inmutables, y cerré la puerta a mis espaldas.

Llevé a Marius detrás del trono del Rey y la Reina.

—Probablemente puedan percibir los latidos de los corazones de la pareja real —musité con voz apenas audible—. Pero confío en que ese sonido les impida oírnos a nosotros. Debemos matarlos, destruirlos por completo.

Marius me miró atónito.

—¡Sabes tan bien como yo que debemos hacerlo! —insistí—. Tienes que matarlos a ellos y a cualquier ser parecido a ellos que se nos acerque. ¿Por qué me miras así? Prepárate. El medio más sencillo es destrozarlos y luego quemar sus restos.

—¡Oh, Pandora! —exclamó Marius, y dejó escapar un suspiro.

—No irás a acobardarte ahora.

—No me acobardo, Pandora —repuso Marius—. Es que me veo irrevocablemente transformado por ese acto. Matar cuando estoy ávido de sangre, para mantenerme a mí mismo y mantener a quienes deben ser mantenidos por alguien, hace mucho que llevo haciendo eso. Pero ¿convertirme en verdugo? ¡Convertirme en alguien como los emperadores que quemaban a los cristianos! ¿Iniciar una guerra contra esta raza, esta orden, este culto, como quieras llamarlo, adoptar una postura tan implacable?

—No tienes más remedio. Hay muchas espadas decorativas en la habitación donde dormimos. Deberíamos utilizar las espadas grandes y curvadas. Y la antorcha. Deberíamos decirles que lamentamos mucho el castigo que debemos impartirles, y hacerlo.

Marius no respondió.

—¿Es que vas a dejar que se marchen para que vengan otros a por nosotros? La única seguridad radica en destruir a todos los vampiros que descubran nuestro paradero y el del Rey y la Reina.

Marius se alejó unos pasos y se detuvo ante la Madre. La miró a los ojos. Yo sabía que estaba conversando en silencio con ella. Y sabía también que ella no le respondía.

—Existe otra posibilidad —dije—, una posibilidad muy real. —Indiqué a Marius que volviera a situarse detrás del Rey y la Reina, donde los otros no pudieran oír nuestra conversación.

—¿Cuál? —inquirió él.

—Entrega el Rey y la Reina a esos seres. Tú y yo seremos libres. Ellos cuidarán de la real pareja con fervor religioso. Quizás el Rey y la Reina les permitan incluso beber…

—¡Es impensable! —protestó Marius.

—Eso es justamente lo que pienso. Jamás sabremos si estamos a salvo. Y ellos deambularán libremente por el mundo como unos roedores sobrenaturales. ¿Acaso se te ocurre una tercera alternativa?

—No, pero estoy dispuesto. Utilizaremos el fuego y las espadas simultáneamente. ¿Puedes decir algunas mentiras que los seduzcan mientras nos aproximamos a ellos, armados y con antorchas?

—Oh, sí, desde luego —respondí.

Entramos en la cámara y agarramos unas espadas curvadas de grandes dimensiones, con la hoja muy afilada, que procedían del mundo del desierto árabe. Encendimos otra antorcha con la que ardía al pie de la escalera y subimos.

—Acercaos, hijos míos —dije al entrar en la habitación—, acercaos, porque lo que voy a revelaros requiere la luz de esta antorcha, y pronto averiguaréis el sagrado propósito de esta espada. ¡Me admira vuestra devoción!

Marius y yo nos plantamos ante ellos.

—¡Qué jóvenes sois! —dije.

De golpe fueron presa del pánico y se agruparon precipitadamente, facilitándonos la labor. Al cabo de unos momentos prendimos fuego a sus ropas y los destrozamos con nuestras espadas, sin hacer caso de sus gritos.

Yo jamás había utilizado toda mi fuerza, agilidad y voluntad como hice para acabar con ellos. Experimenté una gran euforia al atacarlos con la espada hasta abatirlos, hasta matarlos a todos ellos. Por otra parte, no deseaba que padecieran.

Dado que todos eran tan jóvenes por ser unos bebedores de sangre, nos llevó un rato quemar sus huesos y dejarlos reducidos a cenizas.

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