Pandora

Pandora


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Cuando por fin concluyó nuestra tarea, Marius y yo nos quedamos en el jardín, con nuestras ropas manchas de hollín, la alta hierba oscilando bajo la brisa, cerciorándonos con nuestros propios ojos de que las cenizas se esparcían a los cuatro vientos. De pronto Marius dio media vuelta y se alejó rápidamente hacia el santuario de la Madre.

Eché a correr tras él, asustada. Al entrar lo vi de pie ante ella, sosteniendo la antorcha y la espada ensangrentada —las criaturas habían sangrado profundamente—, mirando a Akasha a los ojos.

—¡Oh, madre desalmada! —murmuró Marius. Tenía el rostro manchado de sangre y hollín. Contempló la antorcha y luego la Reina.

Akasha y Enkil no manifestaron señal alguna de haberse enterado de la matanza que había tenido lugar arriba. No mostraron aprobación ni gratitud, ningún signo de ser conscientes de lo ocurrido. Tampoco parecían darse cuenta de que Marius sostenía una antorcha en la mano, ni de los pensamientos que en aquellos instantes le pasaban por la cabeza.

Fue el fin de Marius, el fin del Marius que yo había conocido y amado durante aquel tiempo.

Decidió no abandonar Antioquía. Yo era partidaria de que nos fuéramos y nos llevásemos a la real pareja, correr aventuras apasionantes y contemplar las maravillas que existen en el mundo.

Pero Marius se negó. No tenía más que una obligación: permanecer al acecho hasta haber liquidado a todos los bebedores de sangre que aún quedaban.

Durante varias semanas se negó a hablar y a moverse, excepto cuando yo le azuzaba, y entonces me suplicaba que lo dejara solo. En las raras ocasiones en que se levantaba de la tumba permanecía sentado, con la espada y la antorcha al alcance de la mano.

La situación se me hizo insostenible. Transcurrieron meses.

—Te estás volviendo loco —dije—. ¡Vámonos de aquí y llevémonos al Rey y a la Reina con nosotros!

Una noche me dejé dominar por la ira y la sensación de soledad y exclamé estúpidamente:

—¡Ojalá pudiera librarme de ellos y de ti! —Abandoné entonces la casa y no regresé hasta tres noches después.

Dormí en lugares oscuros y seguros, en los que me instalé sin reparos. Cada vez que pensaba en él lo visualizaba allí sentado, inmóvil, como ellos, y me invadía el pánico.

Si Marius hubiera conocido la auténtica desesperación, lo que ahora llamamos «lo absurdo», si hubiera tenido que enfrentarse alguna vez a la nada, no se habría dejado desmoralizar por aquella matanza.

Por fin una mañana, poco antes del amanecer, cuando me hallaba oculta en un lugar seguro, un extraño silencio cayó sobre Antioquía. El ritmo que yo había percibido durante toda mi estancia allí había desaparecido. ¿Qué podía significar? Pero había tiempo suficiente para averiguarlo.

Yo había cometido un error fatal. La villa estaba desierta. Marius había ultimado los detalles de su partida, incluido el medio de transporte, de día. Yo no tenía ni remota idea de adónde había ido. Se había llevado todas sus pertenencias, absteniéndose escrupulosamente de tocar las mías.

Yo le había fallado cuando más me necesitaba. Caminé durante horas alrededor del santuario vacío. Grité y dejé que el eco de mis gritos reverberara entre los muros.

Marius no regresó a Antioquía. No recibí carta de él.

Al cabo de seis meses me di por vencida y me marché.

Como sin duda sabes, los vampiros cristianos, tan religiosos y consagrados a su causa, no se extinguieron, al menos hasta que apareció Lestat ataviado de terciopelo rojo y piel para deslumbrarlos y burlarse de sus creencias. Eso ocurrió en la Edad de la Razón. Fue cuando Marius recibió a Lestat. Quién sabe que otros cultos vampíricos existen…

En cuanto a mí, en aquella época había perdido a Marius.

Le había visto únicamente una sola y preciosa noche hacía cien años, y por supuesto miles de años después del derrumbe de lo que denominamos «el mundo antiguo».

¡Sí, le vi! Sucedió durante los caprichosos y frágiles tiempos de Luis XIV, el Rey Sol. Habíamos asistido a un baile en la corte, en Dresde. Sonaba la música —una combinación experimental de clavicordio, laúd y violín—, creando los artísticos bailes que parecían consistir tan sólo en círculos y reverencias.

¡De pronto vi a Marius al otro lado de la habitación!

Hacía mucho que andaba buscándome, y al verme esbozó la más trágica y encantadora de las sonrisas. Lucía una voluminosa peluca rizada, teñida del mismo color que su cabello verdadero, una casaca de terciopelo y muchos encajes, a los que los franceses eran muy aficionados. Su piel tenía un tono dorado. Eso significaba fuego. Entonces comprendí que había sufrido una experiencia terrible. En sus pupilas azules se reflejaba un amor jubiloso, y sin abandonar su afectada pose —estaba apoyado sobre un codo en el borde del clavicordio— me lanzó un beso con las yemas de los dedos.

Yo no daba crédito a mis ojos. ¿Se trataba realmente de él? ¿Me encontraba yo sentada allí, luciendo un corpiño rígido y escotado y unas gigantescas faldas, una de las cuales llevaba recogida en artísticos pliegues para mostrar la otra? En aquella época mi piel daba la impresión de ser totalmente artificial. Unas manos profesionales me habían peinado el cabello en un gran moño sobre la cabeza.

Yo no había prestado atención a las manos mortales que me habían vestido y peinado. A la sazón me dejaba guiar a través del mundo por un feroz vampiro asiático, por quien no sentía la menor estima. Había caído en una trampa para mujeres: me había convertido en el ornamento vacuo y ostentoso de una personalidad masculina que a pesar de su aburrida crueldad verbal poseía la fuerza suficiente para conducirnos a ambos a través del tiempo.

El asiático se había esfumado con su víctima, elegida con esmero, a un dormitorio del piso de arriba.

Marius se acercó a mí, me besó y abrazó. Yo cerré los ojos.

—¡Eres Marius! —musité—. ¡El auténtico Marius!

—¡Pandora! —repuso él, retrocediendo para contemplarme—. ¡Mi Pandora!

Tenía la piel quemada. Observé unas leves cicatrices. Pero estaba casi totalmente regenerada.

Marius me condujo a la pista de baile. Era la perfecta encarnación de un ser humano. Me ciñó por la cintura y comenzamos a bailar. Yo apenas podía respirar. Me dejé guiar por él, aturdida mientras giraba entre sus brazos y contemplaba la expresión arrobada de su rostro. No era capaz de medir siglos ni milenios. De pronto deseé saberlo todo, dónde había estado, lo que le había ocurrido. No me dejé influir por el orgullo ni la vergüenza. ¿Se dio cuenta Marius de que yo no era sino una sombra de la mujer que él había conocido?

—¡Eres la esperanza de mi alma! —murmuré.

Nos marchamos de inmediato. Marius me condujo en un coche a su palacio. Me cubrió de besos. Yo lo abracé apasionadamente.

—Eres mi sueño —dijo él—, mi tesoro tan estúpidamente perdido, pero estás aquí, has perseverado.

—Estoy aquí porque tú me ves —repuse con amargura—. Casi puedo verme en el espejo gracias a que tú has alzado la vela.

De golpe percibí un sonido, un antiguo y siniestro sonido. Era los latidos de Akasha, los latidos de Enkil.

El coche se detuvo. Una verja de hierro. Sirvientes.

Era un palacio enorme, elegante, la ostentosa residencia de un noble rico.

—¿Están ahí dentro, la Madre y el Padre? —pregunté.

—Oh, sí, inmutables. Sumidos en su eterno silencio. —La voz de Marius parecía desafiar el horror de aquella situación.

Yo no podía soportarlo. Tenía que escapar del sonido del corazón de la Reina. Vi ante mis ojos una imagen de la petrificada pareja real.

—¡No! Llévame lejos de aquí. No puedo entrar, Marius. ¡No soporto verlos!

—Están ocultos en los sótanos del palacio. No es necesario que los veas. Ellos jamás sabrán que estás aquí. Siguen igual que antes, Pandora.

¡Ah! ¡Igual que antes! Mi mente retrocedió siglos a través de un terreno peligroso hasta mis primeras noches, sola y mortal, en Antioquía, hasta las postreras victorias y derrotas de aquellos tiempos. ¡Ah! ¡Akasha seguía igual! Temí ponerme a gritar, incapaz de controlarme.

—Muy bien —dijo Marius—, iremos donde tú quieras.

Di al cochero las señas de mi escondite.

No podía mirar a Marius. Él se esforzó en simular un feliz encuentro. Habló sobre ciencia y literatura, Shakespeare, Dryden, el Nuevo Mundo lleno de selvas y ríos. Pero noté que la alegría había desaparecido de su voz.

Sepulté el rostro en su hombro. Cuando el coche se detuvo, me apeé apresuradamente y corrí hacia la puerta de mi casita. Al volverme vi a Marius parado en medio de la calle.

Estaba triste y cansado; asintió lentamente con la cabeza e hizo un gesto de resignación.

—¿Me permites esperar hasta que mudes de ánimo? —preguntó—. ¿Existe alguna esperanza de que cambies de opinión? ¡Aguardaré eternamente si es preciso!

—No se trata de mi estado de ánimo —contesté—. Esta noche me iré de la ciudad. Olvídame. ¡Olvida que me has visto!

—Amor mío —dijo Marius suavemente—. Mi único amor.

Entré precipitadamente y cerré la puerta. Unos instantes después oí alejarse el coche. Me volví loca, como no me había sucedido desde que era mortal, golpeando las paredes con los puños, tratando de contener mi inmensa fuerza y no lanzar los aullidos y gemidos que pugnaban por salir de mi garganta.

Por fin miré el reloj. Faltaban tres horas para el amanecer.

Me senté ante el escritorio y le escribí:

Marius:

Al amanecer partiremos para Moscú. El mismo ataúd en el que descanso me transportará muchos kilómetros el primer día. Estoy aturdida, Marius. No puedo refugiarme en tu casa, bajo el mismo techo que los antiguos. Te lo ruego, Marius, ven conmigo a Moscú. Ayúdame a librarme de esta pesadilla. Más tarde podrás juzgarme y condenarme. Te necesito, Marius, vagaré por los alrededores del palacio del Zar y la Gran Catedral hasta que vengas. Marius, sé que se trata de un largo viaje, pero te suplico que me acompañes. Soy esclava de la voluntad de este bebedor de sangre.

Te quiere,

PANDORA

Salí a la calle apresuradamente y eché a correr hacia su casa, tratando de recordar el camino que había recorrido el coche y en el que yo, estúpidamente, apenas me había fijado.

Pero ¿y aquellos latidos? No tendría más remedio que oír ese espantoso sonido. Tenía que entrar corriendo, pasar apresuradamente a través de él, al menos el tiempo suficiente para entregar a Marius esta carta, para dejar que me sujetara por la muñeca y me obligara a refugiarme en un lugar seguro, y librarme antes del amanecer del vampiro asiático que me mantenía.

En ese momento apareció un coche transportando en su interior a mi compañero vampiro, que acababa de abandonar el baile.

El coche se detuvo para que yo subiera a él.

—El hombre que me acompañó… —dije al cochero en voz baja—. Me llevó a su casa, un palacio enorme.

—Sí, el conde Marius —contestó el cochero—. Acabo de dejarlo en su casa.

—Debes llevarle esta carta. ¡Apresúrate! ¡Llévala a su casa y entrégasela personalmente! Dile que no tengo dinero para pagarte. Él te pagará. Dile que la carta es de Pandora. ¡Es preciso que se la entregues!

—¿De quién estás hablando? —inquirió mi amante asiático.

Yo indiqué al cochero que partiera.

—¡Ve inmediatamente!

Como es lógico, mi consorte se enfureció; pero el coche ya había partido.

Transcurrieron doscientos años antes de que yo averiguara la verdad: Marius jamás recibió esa carta.

Había regresado a su casa, había hecho el equipaje y, la noche siguiente, había abandonado Dresde muy apenado. No vio mi carta hasta al cabo de mucho tiempo, tal como le contó al vampiro Lestat, «un frágil pedazo de papel —según dijo— que se había deslizado hasta el fondo de un baúl».

¿Cuándo volví a encontrarme con él?

En este mundo moderno. Cuando la antigua Reina se levantó de su trono y demostró los límites de su sabiduría, su voluntad y su poder.

Dos mil años más tarde, en nuestro siglo XX, que seguía lleno de columnas, estatuas, frontones y peristilos romanos, atestado de ordenadores y televisores que emiten calor, con Cicerón y Ovidio en todas las bibliotecas públicas, nuestra Reina, Akasha, se despertó de su letargo al contemplar una imagen de Lestat en la pantalla de un televisor, en su santuario ultramoderno y seguro, y trató de reinar como una diosa, no sólo sobre nosotros sino sobre toda la humanidad.

En aquellos peligrosos momentos, cuando Akasha amenazó con destruirnos a todos si no acatábamos su voluntad —ya había matado a muchos— fue Marius, con su razonamiento, su optimismo, su filosofía, quien habló con ella, quien trató de calmarla y distraer su atención, quien neutralizó su destructivo intento hasta que un antiguo enemigo vino para llevar a cabo una antigua maldición, y la aniquiló con pasmosa sencillez.

David, ¿qué has hecho conmigo? ¿Cómo has conseguido que te narrara este relato?

Has hecho que me sienta avergonzada de los años desperdiciados. Has hecho que comprenda que ninguna oscuridad es lo bastante profunda para extinguir mis conocimientos personales del amor, el amor de los mortales que me trajeron a este mundo, el amor por las diosas de piedra, el amor por Marius.

Ante todo, no puedo negar el resurgir de este amor por Marius.

En este mundo veo en torno a mí infinitos testimonios de amor. Detrás de la imagen de la Virgen María y el Niño Jesús, detrás de la imagen de Jesucristo, detrás de la recordada imagen de basalto de Isis. Veo amor. Lo veo en la lucha humana. Lo veo en su innegable penetración, en todo cuanto los humanos han logrado en su poesía, su pintura, su música, su amor al prójimo y su negativa a aceptar el sufrimiento como algo inevitable.

El amor. Pero ¿de dónde proviene ese amor? ¿Por qué se niega a revelar sus fuentes, este amor que crea la lluvia y los árboles y las estrellas diseminadas por el firmamento, tal como los dioses y las diosas afirmaban antiguamente haber hecho?

De modo que Lestat, el príncipe imberbe, despertó a la Reina; y nosotros sobrevivimos a su afán destructor. De modo que Lestat, el príncipe imberbe, visitó el Cielo y el Infierno y regresó lleno de incredulidad y de horror, y con el Velo de la Verónica. Verónica, un nombre cristiano inventado que significa vera ikon, o icono verdadero. Se encontró en medio de Palestina durante los años en que yo vivía, y allí contempló algo que ha conseguido trastornar las facultades humanas que tanto valoramos: la fe, la razón.

Debo reunirme con Lestat, mirarlo a los ojos. ¡Debo ver lo que él vio!

Deja que los jóvenes canten canciones de muerte. Son estúpidos.

Lo más bello que existe bajo el sol y la luna es el alma humana. Me maravillan los pequeños milagros de bondad que se producen entre los humanos, me maravilla el desarrollo de la conciencia, la persistencia de la razón frente a la superstición y el desespero. Me maravilla la resistencia humana.

Tengo otra historia que narrarte. No sé por qué quiero dejar constancia de ella aquí. Pero deseo hacerlo. Quizás es porque presiento que tú —un vampiro que ve espíritus— la comprenderás, y tal vez entiendas el motivo de que no lograra conmoverme.

Una vez, en el siglo VI —es decir, quinientos años después del nacimiento de Cristo y trescientos años después de que yo hubiera abandonado a Marius—, decidí recorrer la bárbara Italia. Los ostrogodos habían invadido hacía mucho tiempo la península.

Entonces fueron atacados por otras tribus, las cuales saquearon, prendieron fuego y se llevaron las piedras de los viejos templos.

El hecho de ir allí me produjo la impresión de caminar sobre carbones encendidos.

Pero Roma luchó con cierto concepto de sí misma, de sus principios, tratando de unir lo pagano y lo cristiano, tratando de darse un respiro de los ataques de los bárbaros.

El Senado romano aún existía. De todas las instituciones, era la única que sobrevivía.

Boecio, un erudito con unos orígenes semejantes a los míos, un hombre muy culto que había estudiado a los antiguos y a los santos, había sido ejecutado recientemente, pero no antes de que nos regalara una gran obra. Actualmente puedes hallarla en las librerías. Como habrás adivinado, se trata de Consolación de la filosofía.

Tenía que contemplar con mis propios ojos las ruinas del foro, las colinas quemadas y yermas de Roma, los cerdos y las cabras que deambulaban por los lugares donde antiguamente Cicerón se había dirigido a las masas. Tenía que ver a los pobres que vivían, abandonados y hundidos en la miseria, a orillas del Tíber.

Tenía que ver el mundo clásico que se había desmoronado. Tenía que ver las iglesias y los santuarios cristianos. Pero sobre todo tenía que ver a un erudito. Al igual que Boecio procedía de un antiguo linaje romano, y al igual que Boecio había leído los clásicos y los santos. Era un hombre que escribía cartas que llegaban a todos los confines del mundo, incluso a manos del venerable Beda en Inglaterra.

Había construido un monasterio allí, un gran alarde de creatividad y optimismo, pese a la desolación y a la guerra.

Ese hombre era Casiodoro, y su monasterio estaba emplazado en la misma punta de la bota de Italia, en la paradisíaca tierra de la verde Calabria.

Sus monjes se hallaban copiando afanosamente en el scriptorium.

Y en su celda, abierta de par en par a la noche, se encontraba Casiodoro, escribiendo, un hombre que había cumplido los noventa años.

Había sobrevivido a la feroz política que había sentenciado a su amigo Boecio, habiendo servido al emperador ostrogodo Teodorico, habiendo vivido lo suficiente para retirarse del servicio civil, habiendo sobrevivido para construir su monasterio, su sueño, y para escribir a monjes en todo el mundo, para compartir con ellos lo que sabía sobre los antiguos, para conservar la sabiduría de los griegos y los romanos.

¿Era realmente Casiodoro el último superviviente del mundo antiguo, según afirmaban algunos? ¿Era el último hombre capaz de leer en latín y en griego? ¿Era el último hombre capaz de valorar tanto a Aristóteles como el dogma del Papa romano? ¿A Platón y a san Pablo?

Yo ignoraba que lo recordaran todos, y no sabía cuándo se olvidarían de él.

Vivarium, sobre la ladera de la colina, constituía un triunfo arquitectónico. Poseía unos estanques repletos de peces, la característica que le había dado su nombre. Disponía de una iglesia cristiana con la inevitable cruz, sus celdas, sus habitaciones para viajeros fatigados. Su biblioteca contenía un sinfín de clásicos de mi época, así como Evangelios que se han perdido. En el monasterio abundaban los frutos del campo, toda clase de productos necesarios para que se alimentaran los monjes, árboles cargados de fruta, campos de trigo.

Los monjes se ocupaban de todo y se dedicaban día y noche a copiar libros en su largo scriptorium.

En esta suave costa bañada por el resplandor de la luna había centenares de colmenas en las que los monjes cultivaban miel para comer, cera para las velas sagradas, y jalea real para los ungüentos. Las colmenas cubrían una colina tan grande como el huerto o los campos de Vivarium.

Espié a Casiodoro. Me paseé entre las colmenas, maravillándome como de costumbre ante la inexplicable organización de las abejas, pues yo ya conocía los misterios de las abejas, su danza, su búsqueda de polen, sus métodos de reproducción, mucho antes de que el mundo humano los descubriera. Al abandonar las colmenas, al subir hacia el lejano faro que constituía la lámpara de Casiodoro, miré hacia atrás y contemplé algo asombroso.

Algo que se había formado a partir de las colmenas, algo inmenso e invisible y poderoso que sentí y oí. No estaba asustada sino estimulada por una esperanza temporal de que hubiera aparecido en el mundo una Cosa Nueva, pues no suelo ver espíritus y nunca los he visto.

Esa fuerza había brotado de las mismas abejas, de su sutil conocimiento y sus múltiples y sublimes esquemas, como si las abejas la hubieran creado de modo fortuito, o dotado de conciencia mediante su infinita creatividad, minuciosidad y resistencia.

Se asemejaba a un antiguo espíritu romano de los bosques.

Vi esta fuerza volar libremente sobre los campos. La vi penetrar el cuerpo de un hombre de paja situado en medio de los campos, un espantapájaros al que los monjes habían dotado de una hermosa cabeza redonda, unos ojos pintados, una tosca nariz y una boca risueña, una criatura íntegra e intacta que podía ser trasladada de vez en cuando, envuelta en su hábito y capucha de monje.

Vi a este espantapájaros, este hombre de paja y madera girar y danzar vertiginosamente a través de los campos y los viñedos hasta llegar a la celda de Casiodoro.

Lo seguí. Entonces oí brotar del espantapájaros un gemido silencioso. Lo oí y vi al espantapájaros ejecutar un baile lleno de amargura, doblándose hacia uno y otro lado, tapándose con sus toscas manos de paja unas orejas que no poseía. Le vi retorcerse de dolor.

Casiodoro había muerto. Había fallecido silenciosamente dentro de su celda iluminada por la lámpara, con la puerta abierta, sentado ante su escritorio. Ese anciano de pelo canoso yacía sobre su manuscrito. Había vivido más de noventa años. Y estaba muerto. Esa criatura, ese espantapájaros, no cesaba de mecerse y gemir, loco de dolor, aunque no emitía ningún sonido que un humano hubiera podido percibir.

Yo, que jamás he visto un espíritu, lo miré asombrada. Al percatarse de mi presencia, el espantapájaros se volvió. Y —al menos eso me pareció al contemplar su mísera vestimenta y su cuerpo de paja— extendió los brazos hacia mí. La paja se desprendió de sus mangas. Su cabeza de madera comenzó a bambolearse sobre el palo que formaba su espina dorsal. Él —esa cosa— me imploró, me imploró que respondiera a las preguntas más trascendentes que los humanos y los inmortales han formulado jamás. ¡Me pidió que respondiera a sus dudas!

Luego, tras volverse de nuevo para contemplar el cadáver de Casiodoro, el espantapájaros se dirigió volando hacia mí a través de la ondulante pradera, transmitiéndome su necesidad de hallar un respuesta. ¿No podía explicarle yo lo que deseaba saber? ¿No contendría yo, por un Designio Divino, el misterio de la pérdida de Casiodoro? ¡Casiodoro, cuyo Vivarium rivalizaba en elegancia y esplendor con la colmena de abejas! Era Vivarium lo que había formado esa criatura a partir de las colmenas. ¿No podía yo aliviar su dolor?

—Existen muchos horrores en este mundo —murmuré—. El mundo se compone de miseria y depende de la miseria. Si deseas tener paz, regresa a las colmenas, pierde tu forma humana, y desciende de nuevo fragmentado en la vida irracional de las satisfechas abejas de las que surgiste.

El espantapájaros se había quedado inmóvil, escuchándome.

—Si deseas una vida carnal, una vida humana, una vida tangible que te permita moverte a través del tiempo y el espacio, lucha por ella. Si deseas alcanzar una filosofía humana, lucha y hazte sabio para que nada pueda lastimarte jamás. La sabiduría es fuerza. Organiza tus partículas, sean las que sean, y conviértete en algo con un propósito. Pero ten presente que toda especulación que existe en el mundo, todo mito, toda religión, toda filosofía, toda historia, son mentiras.

Esa cosa, ya fuera masculina o femenina, alzó sus toscas manos de paja como para cubrirse la boca. Yo di media vuelta.

Me alejé caminando en silencio a través de los viñedos.

Dentro de poco los monjes descubrirían que su padre superior, su genio, su santo, había muerto mientras trabajaba.

Al volverme comprobé asombrada que la figura de paja seguía allí, organizada, asumiendo la postura de un ser erecto, observándome.

—¡Me niego a creer en ti! —grité al hombre de paja—. ¡Me niego a ayudarte a hallar las respuestas! Pero ten en cuenta esto: si deseas convertirte en un ser organizado, como yo, ama a todos los hombres, a todas las mujeres y a todos los niños. ¡No saques tu fuerza de la sangre! ¡No te alimentes del sufrimiento ajeno! ¡No te alces como un dios sobre multitudes que entonan cánticos de adoración! ¡No mientas!

La cosa me escuchó. Oyó mis palabras. Inmóvil.

Eché a correr. Subí corriendo las rocosas laderas y atravesé los bosques de Calabria hasta hallarme lejos de aquella criatura. A la luz de la luna contemplé el gigantesco y majestuoso recinto de Vivarium con sus claustros y sus techos inclinados, rodeando la orilla de su resplandeciente cala en el mar.

Jamás volví a ver a esa criatura. No sé lo que era. No quiero que me hagas preguntas sobre ella. Afirmas que los espíritus y los fantasmas caminan por la tierra. Sabemos que esos seres existen. Pero ésa fue la primera y última vez que vi a ese ser.

Cuando visité Italia de nuevo, Vivarium había sido destruido. Los terremotos habían demolido hasta el último de sus muros. ¿Había sido antes saqueado por la siguiente oleada de hombres altos e ignorantes procedentes del norte de Europa, los vándalos? ¿Fue un terremoto lo que lo convirtió en un montón de ruinas? Nadie lo sabe. Lo que sobrevive de él son las cartas que Casiodoro envió a otros.

Al poco tiempo los clásicos fueron declarados profanos. El papa Gregorio escribió relatos de magia y milagros, porque era el único medio de convertir al cristianismo a miles de tribus septentrionales supersticiosas y paganas, con grandes bautismos de masas. Conquistó lo que los guerreros romanos jamás habrían conquistado.

Tras la muerte de Casiodoro, la historia de Italia se sumerge, por espacio de cien años, en la más absoluta tiniebla. ¿Cómo lo expresan los libros? Durante un siglo, nada se sabe sobre Italia.

¡Ah, qué silencio!

Bien, David, debo confesarte, cuando llegues a estas últimas páginas, que te he abandonado. Las sonrisas con las que te entregué estas libretas eran falsas. Unos ardides femeninos, como diría Marius. Mi promesa de reunirme contigo mañana por la noche aquí en París era mentira. Cuando leas estas líneas habré partido de París. Me marcho a Nueva Orleans.

Tú tienes la culpa, David. Me has transformado. Me has dado una fe desesperada de que en la narrativa existe una sombra de significado. Ahora conozco una nueva y estridente energía. Al obligarme a poner en práctica mis facultades de lenguaje y memoria, has conseguido que viva de nuevo, que vuelva a creer que en el mundo existe la bondad. Quiero encontrar a Marius. El aire está impregnado de pensamientos de otros seres inmortales. Gritos, súplicas, mensajes extraños…

Al parecer, uno que todos creíamos que había desaparecido para siempre entre nosotros ha sobrevivido.

Tengo fundados motivos para creer que Marius ha ido a Nueva Orleans, y debo reunirme con él. Debo buscar a Lestat, para contemplar a ese príncipe imberbe postrado en el suelo de la capilla, incapaz de hablar y de moverse.

Reúnete conmigo, David. No temas a Marius. Sé que ayudará a Lestat. Al igual que yo. Regresa a Nueva Orleans.

Aunque Marius no se encuentre allí, quiero ver a Lestat, quiero volver a ver a los otros. ¿Qué has hecho, David? Ahora poseo —con esta nueva curiosidad, con esta ardiente capacidad de conmoverme de nuevo, con esta renovada capacidad de cantar—, poseo la terrible capacidad de querer y amar.

Aunque sólo fuera por eso, que no es poco, siempre te estaré agradecida. Pese a las desgracias que puedan sobrevenir, tú me has estimulado. Y nada de cuanto hagas o digas matará nunca mi amor por ti.

5 de julio de 1997

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