Pandora

Pandora


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—Antioquía —dijo Jacob—. Antioquía junto al Orontes. Te esperan unos amigos griegos de tu padre. También son amigos de Germánico. Puede que al cabo de un tiempo… pero se mostrarán leales. Vas a casarte con un griego de alcurnia y fortuna.

¡Casarme! ¿Con un griego provinciano? ¡Un griego en Asia! Reprimí una carcajada y contuve las lágrimas. Era imposible que eso me ocurriera a mí. ¡Pobre hombre! Si era realmente un griego provinciano, tendría que experimentar de nuevo la conquista de Roma.

Seguimos navegando, de puerto en puerto. Medité sobre mi situación.

Eran esas nauseabundas trivialidades las que me protegían del tremendo dolor y de la conmoción que sufría por lo que había sucedido. Comprueba si llevas bien ceñido el vestido. No mires el cadáver de tu padre junto al hogar, con su propio puñal hundido en el pecho.

En cuanto a Antioquía, yo había estado demasiado inmersa en la vida romana para enterarme de las características de aquella ciudad. Si Tiberio había enviado allí a Germánico, su «heredero», para alejarlo de la popularidad que gozaba en Roma, Antioquía debía de ser el fin del mundo civilizado.

Me pregunté por qué, en nombre de todos los dioses, no había huido en Alejandría. Alejandría era la ciudad más grande del Imperio, después de Roma. Era una ciudad joven, construida por Alejandro, de ahí su nombre, pero también un puerto maravilloso. En Alejandría nadie se atrevería nunca a destruir el templo de Isis. Ésta era una diosa egipcia, esposa del poderoso Osiris.

Pero ¿qué tenía eso que ver con mi situación? Supongo que ya había empezado a urdir un plan, aunque no permití que éste se abriera paso hasta la conciencia y mancillara mi exquisita moralidad romana.

Di las gracias a mis guardianes hebreos por aquella información, que habían ocultado incluso al joven Marcellus, el otro romano al que habían rescatado de manos de los asesinos del emperador, y les rogué que respondieran con franqueza a unas preguntas sobre mis hermanos.

—Todos fueron atacados por sorpresa —repuso Jacob—. Los Delatores, esos espías de la guardia pretoriana, son muy rápidos. Y tu padre tenía muchos hijos. Fueron los esclavos de tu hermano mayor quienes saltaron la tapia a instancias de su amo y corrieron a avisar a tu padre.

Antonio. Espero que los mataras. Sé que luchaste hasta el fin. Y mi sobrina Flora, ¿habría huido despavorida de sus atacantes, o la habrían matado de forma misericordiosa? ¡La guardia pretoriana nunca hacía nada de forma misericordiosa! Qué estúpida por pensar siquiera en ello.

No dije nada. Me limité a suspirar.

A fin de cuentas, al mirarme, los dos mercaderes judíos contemplaban el cuerpo y el rostro de una mujer; mis protectores sin duda debían de pensar que había una mujer dentro de mí. La disparidad entre las apariencias externas y el talante interno siempre me había turbado. ¿Por qué contrariar a Jacob y a David? Iría a Antioquía.

Pero no tenía la menor intención de vivir con una familia griega chapada a la antigua, si es que existían familias de ese tipo en la ciudad griega de Antioquía, familias en las que las mujeres vivían separadas de los hombres, sin participar activamente en la vida.

Mis institutrices me habían enseñado todas las virtudes femeninas, y yo era tan hábil con el hilo, la hebra y la lanzadera como la que más, pero conocía las «viejas costumbres griegas» y recordaba vagamente a mi abuela paterna, que había muerto cuando yo era una niña. Era una virtuosa matrona romana que se pasaba el día hilando lana. Su epitafio, y también el de mi madre, rezaba: «Administraba la casa. Hilaba lana.»

Eso habían dicho de mi madre. ¡Las mismas palabras insulsas!

Pues bien, nadie escribiría nada semejante en mi epitafio. (Qué cómico pensar ahora, miles de años más tarde, que no tengo epitafio.)

Lo que no se me ocurrió en aquellos momentos, sin duda debido a la tristeza que me embargaba, era que el mundo romano era enorme y que la parte oriental de éste difería mucho de las tierras bárbaras del norte, donde habían peleado mis hermanos.

Hacía cientos de años que toda Asia Menor, en dirección a la cual ahora nos dirigíamos, había sido conquistada por Alejandro de Macedonia. Como bien sabes, Alejandro, que había sido alumno de Aristóteles, deseaba difundir la cultura griega por todas partes. Y en Asia Menor las ideas y los estilos griegos hallaron no unas simples poblaciones rurales llenas de campesinos sino unas culturas antiguas, como el Imperio de Siria, dispuestas a recibir las nuevas ideas, la gracia y la belleza de la ilustración griega y a aportar, en consonancia con aquéllos, sus propios siglos de literatura, religión, estilos de vida y vestimenta.

Antioquía había sido construida por un general de Alejandro Magno que pretendía que rivalizara con la belleza de otras ciudades helénicas, con sus espléndidos templos, sus edificios administrativos, sus bibliotecas que contenían libros escritos en griego y sus escuelas donde impartían clase los filósofos. Aunque se estableció un gobierno helénico, relativamente ilustrado en comparación con el antiguo despotismo oriental, debajo de todo ello subyacía la ciencia, las tradiciones y posiblemente la sabiduría del místico Oriente.

Los romanos habían conquistado Antioquía porque constituía un enorme centro comercial. En este sentido era única, tal como me mostró Jacob, trazando un tosco mapa con un dedo húmedo sobre la mesa de madera. Antioquía era un puerto del gran Mediterráneo porque se hallaba emplazada a tan sólo treinta kilómetros aguas arriba, junto al Orontes.

Sin embargo, por el lado oriental se abría al desierto: todas las antiguas rutas de caravanas llegaban a Antioquía; los mercaderes traían en sus camellos desde tierras fabulosas —India y China—, fantásticas mercancías como sedas, alfombras y joyas que nunca llegaban a los mercados romanos.

Otros muchos mercaderes pasaban por Antioquía. Unas carreteras excelentes comunicaban por el este con el Éufrates y el imperio de Partia, por el sur llegaban a Damasco y Judea, y por el norte con todas las ciudades construidas por Alejandro, que habían prosperado bajo el dominio romano.

A los soldados romanos les encantaba estar allí, ya que llevaban una vida cómoda e interesante, y Antioquía apreciaba a los romanos porque protegían las rutas comerciales y las caravanas, y mantenían la paz en el puerto.

—Hallarás muchos lugares abiertos, arcadas, templos, todo cuanto busques, y unos mercados increíbles. Verás romanos por doquier. Confío en que el Altísimo impida que te reconozca alguien de tu propia clase. Ése es un peligro que tu padre no tuvo tiempo de prever.

Yo resté importancia a su comentario.

—¿Hay maestros y mercados de libros?

—Procedentes de todas partes. Hallarás libros que nadie es capaz de leer. Y allí todo el mundo habla el griego. Sólo los campesinos no lo conocen. El latín también lo habla mucha gente.

»Los filósofos discuten continuamente sobre Platón y Pitágoras, unos nombres que apenas significan nada para mí; hablan sobre la magia caldea de Babilonia. Naturalmente, existen templos dedicados a todos los dioses imaginables. —Jacob hizo una pausa y prosiguió con aire pensativo—: En cuanto a los hebreos, creo que son excesivamente mundanos, les gusta lucir túnicas cortas y codearse con los griegos y acudir a los baños públicos. Se sienten fascinados por la filosofía griega. El pensamiento griego lo invade todo. No es buena cosa. Pero una ciudad griega es un mundo muy tentador.

Jacob alzó la vista. Su padre nos estaba observando, y nosotros nos hallábamos sentados demasiado cerca, ante una mesa en la cubierta del barco.

Jacob se apresuró a informarme de otros pormenores: a Germánico Julio César, heredero de la corona imperial, el hijo adoptado oficialmente por Tiberio, le había sido otorgado el Imperium Maius en Antioquía, lo que significaba que controlaba todo aquel territorio. Y Cayo Calpurnio Pisón era el gobernador de Siria.

Le aseguré que no hablaría a nadie de mí ni de mi ilustre familia, ni de mi apacible y antigua casa en la colina Palatina, rodeada de muchas otras suntuosas mansiones.

—En Antioquía impera el estilo romano —se quejó Jacob—. Ya lo verás. Llegarás cargada de dinero. Y disculpa, pero sigues siendo muy hermosa a pesar de tu edad. Tienes una piel tersa y te mueves con la agilidad de una jovencita.

Lancé un suspiro y le di las gracias. Había llegado el momento de dar por terminada nuestra charla si no queríamos que su padre se encargara de hacerlo personalmente.

Contemplé las gigantescas olas azules.

En el fondo me alegraba de que nuestra familia hubiera dejado de acudir a fiestas y banquetes en el palacio imperial, pero por otro lado sabía que nuestra vida retirada había sido la culpable de nuestra desgracia.

Yo había visto a Germánico durante su procesión triunfal a través de Roma, un joven extraordinariamente bello, mucho más que Alejandro, y sabía por mi padre y mis hermanos que Tiberio, temeroso de la popularidad de su heredero, le había enviado a Oriente para alejarlo de las masas romanas.

¿El gobernador Pisón? Jamás lo había visto. Se decía que lo habían enviado a Oriente para fastidiar a Germánico. ¡Qué pérdida de talento!

Jacob regresó a mi lado.

—Llegarás como una persona anónima y desconocida a esta gran ciudad —dijo—. Cuentas con unos protectores muy influyentes que gozan de las simpatías de Germánico. Él es joven e impone un tono de vitalidad y alegría a la ciudad.

—¿Y Pisón? —pregunté.

—Todo el mundo lo detesta, sobre todo los soldados, y ya sabes lo que eso significa en una provincia romana.

Uno puede contemplar eternamente el agitado oleaje desde la cubierta de un barco, o durante un determinado espacio de tiempo.

Aquella noche tuve mi segundo sueño referente a la sangre. Era muy parecido al primero.

Yo estaba sedienta de sangre. Me perseguían unos enemigos que sabían que yo era un demonio al que debían destruir. Yo no cesaba de correr. Mi familia me había abandonado, me había arrojado sin protección a las supersticiones de la gente. Entonces vi el desierto y comprendí que moriría; me desperté, incorporándome en la cama y gritando, pero me apresuré a taparme la boca para que nadie oyera mis gritos.

Lo que me inquietaba profundamente era mi sed de sangre. Despierta me parecía inimaginable, pero en esos sueños yo era un monstruo que los romanos llamaban Lamia. O eso me pareció. La sangre era dulce, la sangre lo era todo. ¿Tenía razón el viejo Pitágoras? ¿Emigran las almas de cuerpo en cuerpo? Pero mi alma en esa vida pasada había pertenecido a un monstruo.

Durante el día, de vez en cuando cerraba los ojos y me deslizaba peligrosamente hasta el borde del sueño, como si mi mente fuera una trampa dispuesta a engullir mi conciencia. Pero por las noches esos sueños acudían con fuerza y nitidez. «¡Tú me has servido antes!» ¿Qué significaba eso? «Ven a mí.»

Sed de sangre. Cerré los ojos, me incorporé en la cama y recé:

—Madre Isis, purifica mi mente de esta loca avidez de sangre.

Entonces se me ocurrió recurrir al simple y eficaz erotismo. ¡Acuéstate con Jacob! Pero no había manera. Yo no sabía que los hebreos habían sido y seguirían siendo los hombres más difíciles de seducir.

Jacob me lo dio a entender con gran tacto y delicadeza.

Pensé en los esclavos. Pero eso era imposible. En primer lugar eran galeotes, y entre ellos no se hallaba encadenado el gran Benhur esperando que yo lo rescatara. No eran sino la escoria de los reos pobres, sujetos al estilo romano, de forma que si el barco se hundía se ahogarían irremisiblemente, y además estaban medio muertos por culpa del esfuerzo y el látigo. No era un espectáculo agradable bajar a la bodega y ver a aquellos hombres doblar la espalda.

Pero mis ojos eran tan fríos como los de un americano contemplando por la televisión en color imágenes de niños que mueren de hambre en África, unos pequeños esqueletos negros con la cabeza desproporcionadamente grande pidiendo agua a gritos. Interrupción de las noticias para dar paso a los anuncios publicitarios, la CNN muestra ahora unas imágenes de Palestina: la multitud arroja piedras, las fuerzas de seguridad disparan balas de goma. La sangre servida en televisión.

El resto de la tripulación estaba formado por unos aburridos marineros y los dos píos mercaderes que me miraban como si fuera una puta, o algo peor, y volvían la cabeza cada vez que yo aparecía en cubierta con mi larga túnica y mi larga cabellera agitadas por la brisa.

Debía de parecerles una desvergonzada. Pero qué estúpida fui, viviendo como en un trance, sin gozar de la agradable travesía, pues el dolor y la rabia aún no se habían apoderado de mí. Los hechos habían ocurrido demasiado precipitadamente.

Gozaba evocando la imagen de mi padre liquidando a los soldados de Tiberio, aquellos asesinos miserables enviados por un emperador débil y cobarde. Y el resto lo desterraba de mi mente, adoptando la actitud del típico romano.

Yeats, un poeta irlandés moderno, ha descrito como nadie la actitud romana oficial hacia el fracaso y la tragedia.

Observad con frialdad la vida, la muerte.

¡Pasad de largo, soldados de caballería!

Cualquier romano se mostraría de acuerdo con eso.

Ésta era mi posición, la única sobreviviente de una gran casa, cuyo padre le había ordenado que «viviera». No me atrevía a pensar en la suerte de mis hermanos, de sus bellas esposas y sus hijitos. Era incapaz de imaginar la matanza de aquellas criaturas, unos niños traspasados por unas espadas de doble filo, o bebés aplastados contra la pared. Oh, Roma, tú y tu vieja y sangrienta sabiduría. Aseguraos de que no quede ningún hijo vivo. ¡Matad a toda la familia!

Por las noches, cuando yacía en mi cama, me sumía en otras angustiosas y sangrientas pesadillas. Parecían fragmentos de una vida y una tierra perdidas. Unos profundos y vibrantes tonos musicales dominaban esos sueños, como si alguien golpeara un gong, y otros junto a él hacían sonar solemnemente unos tambores cubiertos de un suave material. Vislumbré vagamente un mundo de cuadros rígidos, planos y extraños que colgaban en las paredes. Estaba rodeada de ojos pintarrajeados. ¡Bebí sangre! Chupé la sangre de un pequeño y tembloroso ser humano, arrodillado ante mí como si yo fuera la Madre Isis.

Me desperté para beber agua de una gran jarra que había junto a mi lecho. Bebí agua para desafiar y saciar la sed que experimentaba en mis pesadillas. Bebí agua hasta hartarme.

Me devané los sesos tratando de recordar si de niña había sufrido alguna vez pesadillas como aquéllas.

No. Esos sueños contenían el calor abrasador del recuerdo. De mi iniciación en el fatídico templo de Isis, cuando ese culto estaba en boga. Ebria y empapada en la sangre de un toro, había bailado alocadamente en círculos. Tenía la cabeza llena de las letanías de Isis. ¡Nos habían prometido la reencarnación! «Jamás se lo cuentes a nadie, jamás, jamás…» ¿Cómo podía un iniciado hablar de esos ritos, cuando estaba tan borracho que apenas lo recordaba?

Isis me hizo evocar recuerdos de una hermosa música de liras, flautas, panderetas, del agudo y mágico sonido de las cuerdas metálicas del sistro, que la Madre sostenía en la mano. Recordaba sólo unos retazos de la danza de sangre que había ejecutado desnuda, de la noche alzándose hacia las estrellas, de contemplar el alcance de la vida en sus ciclos, de aceptar durante unos breves momentos que la luna cambiaba continuamente, y que el sol se ponía al igual que salía todos los días. Abrazos de otras mujeres. El tacto de mejillas suaves y besos y cuerpos meciéndose al mismo tiempo. «La vida, la muerte, la reencarnación, no se trata de unos milagros —decía la sacerdotisa—. El comprenderlo y aceptarlo, ése es el milagro. El milagro debe producirse en vuestro corazón.»

¡Me negaba a creer que hubiéramos bebido sangre! Y el toro… era un sacrificio reservado a la ceremonia de iniciación. No sacrificábamos animales indefensos sobre los altares cubiertos de flores de Isis, no, nuestra Madre Bendita no nos pedía que hiciéramos eso.

Ahora, en alta mar, sola, yacía despierta para evitar esos sueños de sangre.

Cuando el cansancio se apoderaba de mí y caía dormida, la pesadilla se producía automáticamente, como si hubiera estado aguardando a que se me cerraran los ojos.

Yo yacía en una habitación dorada. Bebía sangre, una sangre que brotaba del cuello de un dios, o eso me parecía, mientras unos coros cantaban y entonaban himnos, un sonido monótono y reiterativo indigno de ser calificado como música, y después de haber saciado mi sed de sangre, ese dios o quienquiera que fuere, ese ser orgulloso, con una piel suave como la seda, me alzaba en brazos y me depositaba sobre un altar.

Sentí con toda nitidez el frío mármol sobre el que yacía. Comprendí que estaba desnuda. Pero no sentí ningún pudor. En alguna parte, a lo lejos, resonando a través de esas salas, oí sollozar a una mujer. Yo estaba llena de sangre. Los que cantaban se acercaron a mí con unas lamparitas de aceite hechas de arcilla. Estaba rodeada por unos rostros lo suficientemente oscuros como para proceder de la lejana Etiopía o de India. O Egipto. Mirad. ¡Unos ojos pintados! Me observé las manos y los brazos. Eran oscuros. Pero yo era la persona que yacía sobre el altar, y digo persona porque en el transcurso del sueño comprendí con meridiana claridad que la persona que yacía sobre el altar, o sea yo, era un hombre. Sentí un dolor lacerante. El dios dijo: «Es tan sólo el rito iniciático. Ahora beberás un poco de sangre de cada uno de nosotros.»

Cuando me despertaba, esa breve transición al género masculino me dejaba tan perpleja como todo lo demás. Me sentía imbuida de una profunda sensación de arte egipcio, de misterio egipcio, tal como lo había contemplado en las estatuas doradas en el mercado, o cuando las bailarinas egipcias lo ejecutaban durante un banquete, como unas esculturas andantes con sus ojos pintados de negro, y unas pelucas negras trenzadas, murmurando en esa extraña lengua. ¿Qué opinaban de nuestra Isis, ataviada al estilo romano?

Me atormentaba un misterio, algo que me atacaba la razón. Me sentía embargada por aquello que los emperadores romanos tanto temían en los cultos egipcios y los cultos orientales: un misterio y una emoción superiores a la razón y la ley.

En realidad, mi Isis había sido una diosa romana, una diosa universal, la Madre de todos nosotros; su culto se había extendido por un mundo griego y romano mucho antes de llegar a la propia Roma. Nuestros sacerdotes eran griegos y romanos, pobres hombres, y también lo éramos todos los adeptos.

En mi mente oía una persistente voz que decía: «Recuerda.» Era una vocecilla desesperada dentro de mi cerebro que me exhortaba a «recordar» por mi propio bien.

Pero recordar sólo conducía a unos pensamientos confusos y desordenados. De golpe caía un velo entre la realidad de mi camarote y el movimiento del mar, entre eso y un terrorífico mundo apenas entrevisto, lleno de templos cubiertos con palabras que producían magia. De rostros alargados y exquisitamente bronceados. Una voz susurró: «Desconfía de los sacerdotes de Re; mienten.» Me estremecí. Cerré los ojos. Vi a la Reina Madre maniatada y encadenada a su trono. ¡Estaba llorando! Eran sus sollozos los que había oído. Increíble. «Ha olvidado cómo gobernar. Obedécenos.»

Me desperté sobresaltada. Deseaba saber y al mismo tiempo no saber. La Reina lloraba bajo sus monstruosos grilletes. Yo no podía verla con claridad. Todo aparecía distorsionado, confuso. «El Rey está con Osiris. Observa, tiene la mirada como perdida en el infinito; todo aquel a quien le chupes la sangre, se lo entregas a Osiris; todos ellos se convertirán en Osiris.»

«Pero ¿por qué gritó la Reina?»

No, esto era una locura. Yo no podía dejar que esta confusión me abrumara. No podía deslizarse deliberadamente de la razón hacia esas fantasías o recuerdos, aun suponiendo que tuvieran una raíz verídica.

No eran más que estupideces, unas imágenes distorsionadas del dolor y el remordimiento, el remordimiento por no haberme precipitado hacia el hogar junto al que yacía mi padre, y haber hundido el puñal en mi pecho.

Traté de recordar la sosegada voz de mi padre, cuando en cierta ocasión me explicaba que la sangre de los gladiadores saciaban la sed de los muertos, los manes.

—Algunos afirman que los muertos beben sangre —me había explicado un día mi padre, hacía muchos años, mientras cenábamos—. Por eso nos mostramos temerosos esos días fatídicos, cuando dicen que los muertos vagan por la tierra. Yo creo que son pamplinas. Debemos reverenciar a nuestros antepasados…

—¿Dónde están los muertos, padre? —preguntó mi hermano Lucius.

¿Quién había terciado desde el otro extremo de la mesa, para citar a Lucrecio con una débil vocecilla femenina que sin embargo logró imponer silencio sobre los hombres? Lydia:

Lo que pertenece a la tierra regresa a la tierra,

pero toda partícula que cae del cielo, asciende de nuevo,

reclamada por los elevados templos celestiales.

La muerte no destruye los elementos de la materia,

sólo rompe las combinaciones.

—No —contestó mi padre suavemente, dirigiéndose a mí—. Es mejor que cites a Ovidio: «Los fantasmas piden poco; valoran la piedad más que un regalo caro.» —Tras beber un trago de vino, agregó—: Los fantasmas se hallan en el infierno, donde no pueden lastimarnos.

—Los muertos no están en ninguna parte y no son nada —dijo Antonio, mi hermano mayor.

Mi padre alzó su copa.

—A Roma —dijo, y esta vez fue él quien citó a Lucrecio—: «Con demasiada frecuencia, la religión engendra crímenes y maldad.»

Todos suspiramos y nos encogimos de hombros. La actitud romana. Incluso los sacerdotes y las sacerdotisas de Isis se habrían hecho eco de las palabras de Lucrecio cuando escribió:

Nuestros terrores y nuestras tinieblas mentalesp

serán disipados, no por los rayos del sol,

no por esas resplandecientes flechas de luz,

sino por la atenta observación de la naturaleza

y un plan de contemplación sistemático.

¿Ebria? ¿Drogada? ¿Sangre de toro? ¿Sistemático? En fin, todo se reducía a lo mismo. ¡Compréndelo! Dale las vueltas que quieras a la poesía. Y el falo de Osiris vive eternamente en el Nilo, y el agua del Nilo insemina eternamente a la Madre Egipto, la muerte engendra vida con la bendición de la Madre Isis. Simplemente un esquema particular y un método sistemático de contemplación.

El barco continuó navegando.

Yo languidecí otros ocho días en este tormento, a menudo yaciendo despierta en la oscuridad, durmiendo sólo de día para evitar las pesadillas.

De pronto, una mañana, Jacob llamó insistentemente a la puerta de mi camarote.

Estábamos navegando aguas arriba por el Orontes y pronto estaríamos en Antioquía.

Faltaban unos treinta kilómetros para llegar a la ciudad.

Me peiné con esmero (nunca lo había hecho sin ayuda de una esclava), recogiéndome el cabello en un moño, oculté mis ropas romanas bajo una amplia capa negra y me dispuse a desembarcar; parecía una mujer oriental, con el rostro cubierto, protegida por unos hebreos.

Cuando divisamos la ciudad, cuando el enorme puerto nos acogió y abrazó con todos sus mástiles y su fragor y sus olores y sus gritos, subí apresuradamente a la cubierta del barco y contemplé la espléndida ciudad.

—Ahí la tienes —dijo Jacob.

Me sacaron del barco en una litera y me transportaron a toda prisa a través de los mercados del puerto hasta llegar a una gran plaza, atestada de gente. Por doquier veía templos, pórticos, vendedores de libros, incluso los elevados muros de un anfiteatro; todo cuanto hubiera visto en Roma. No, ésta no era una ciudad provinciana.

Los muchachos se congregaban frente a las barberías para someterse al afeitado de rigor y a los inevitables rizos sobre la frente, que Tiberio había puesto de moda. Había un sinfín de vinaterías. Vi las entradas a las calles dedicadas a diversos oficios: la calle de los fabricantes de tiendas de campaña, la calle de los plateros…

Y allí, en todo su esplendor, en el mismo centro de Antioquía, se alzaba el templo de Isis…

Mi diosa, Isis, cuyos adoradores no cesaban de entrar y salir del templo, tranquilamente, y en gran número. Junto a la puerta había unos sacerdotes de aspecto respetable vestidos con túnicas de lino. El templo estaba atestado de gente.

«En este lugar puedo escapar de cualquier marido», pensé.

Poco después advertí que en el foro, el centro de la ciudad, se había producido un gran tumulto. Jacob ordenó a los hombres que abandonaran de inmediato la amplia calle del mercado y se metieran en unas callejuelas laterales. Los hombres que transportaban mi litera echaron a correr. Jacob cerró las cortinas para que yo no pudiera ver lo que ocurría a mi alrededor.

La noticia estaba siendo proclamada en latín, griego y caldeo: asesinato, veneno, traición.

Asomé la cabeza por entre las cortinas de la litera.

La gente lloraba y maldecía al romano Cayo Calpurnio Pisón, y también a la esposa de éste, Placina. ¿Por qué? Yo no sentía simpatías hacia ninguno de los dos, pero ¿a qué venía tanto alboroto?

Jacob ordenó de nuevo a los porteadores de mi litera que se dieran prisa.

Cruzamos precipitadamente la verja y el vestíbulo de una espaciosa casa, cuyo aspecto y colorido me recordó mi casa en Roma, aunque mucho más reducida. Observé los mismos detalles refinados, el distante peristilo, los grupos de esclavos que sollozaban.

Los sirvientes depositaron rápidamente la litera en el suelo. Me bajé de ella, molesta porque no me habían detenido a la puerta para lavarme los pies, como era la costumbre. Se me había soltado el cabello, que me caía por la espalda en bucles.

Pero nadie reparó en mí. Miré alrededor, asombrada al contemplar las cortinas orientales que colgaban sobre las puertas, los pájaros enjaulados que cantaban en sus pequeñas prisiones, las alfombras tejidas que cubrían todo el suelo.

Dos damas, obviamente las señoras de la casa, se acercaron.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

Iban vestidas tan elegantemente como cualquier romana rica, cargadas de pulseras y luciendo unos vestidos ribeteados de oro.

—Te lo suplico —dijo una de las mujeres—, por tu propio bien, vete. ¡Sube de nuevo a la litera!

Intentaron meterme en aquella celda rodeada de cortinas que constituía mi litera, pero me negué a marcharme. Me puse furiosa.

—No sé dónde me encuentro —dije—. Y no sé quiénes sois. ¡No me empujéis!

El dueño de la casa, o alguien que parecía serlo, se dirigió corriendo hacia mí; por sus mejillas rodaban unos gruesos lagrimones, y su pelo corto y canoso presentaba un aspecto lamentable, como si se hubiera arrancado unos mechones en un arrebato de dolor. Su larga túnica estaba desgarrada. Tenía el rostro manchado de tierra. Era un anciano con la espalda encorvada y una cabeza exageradamente grande, cargado de piel y arrugas.

—Tu padre era mi joven colega —me dijo en latín, agarrándome por los brazos—. Comí varias veces en tu casa cuando eras una criatura que apenas gateaba.

—Qué cariñoso —me apresuré a decir.

—Tu padre y yo estudiamos en Atenas, dormíamos bajo el mismo techo. —Las mujeres se quedaron inmóviles, aterrorizadas, tapándose la boca con la mano.

»Tu padre y yo peleamos con Tiberio durante su primera campaña contra esos repugnantes bárbaros.

—Qué valientes —repuse.

Mi capa negra cayó al suelo, mostrando mi larga y alborotada cabellera y mi sencillo vestido. Pero nadie pareció darle importancia.

—¡Germánico comió en esta casa porque tu padre le habló de mí!

—Ah, comprendo —dije.

Una de las mujeres me indicó con impaciencia que subiera a la litera. ¿Dónde se había metido Jacob? El anciano se negaba a soltarme.

—Yo estaba con tu padre y con Augusto cuando llegó la noticia de que nuestras tropas habían sido masacradas en el bosque de Teutoburgo, de que el general Varo y todos sus hombres habían sido asesinados. Mis hijos lucharon con tus hermanos en las legiones de Germánico cuando éste decidió castigar a las tribus del norte. ¡Dios!

—Sí, sí, es maravilloso —dije con expresión grave.

—Sube a la litera y vete —dijo una de las mujeres.

El anciano no me soltaba.

—¡Luchamos contra ese loco, el rey Arminio! —dijo—. ¡Hubiéramos podido ganar! Tu hermano Antonio no era partidario de capitular y regresar, ¿verdad?

—Yo… no…

—¡Lleváosla de aquí! —gritó un joven patricio, que también había estado llorando. Se acercó y empezó a empujarme hacia la litera.

—¡Apártate, imbécil! —protesté, asestándole un bofetón.

A todo esto, Jacob había estado hablando con los sirvientes, tratando de informarse de lo ocurrido.

Jacob apareció junto a mí, mientras el griego de pelo canoso seguía sollozando y me besaba en las mejillas.

Jacob me condujo hasta la litera.

—Germánico ha sido asesinado —me susurró Jacob al oído—. Todos los que le son leales están convencidos de que el emperador Tiberio ordenó al gobernador Pisón que lo asesinara. Lo han envenenado. La noticia se ha propagado como el fuego por toda la ciudad.

—¡Qué idiota eres, Tiberio! —murmuré, alzando los ojos al techo—. ¡Un paso de cobarde tras otro!

Me sumí de nuevo en la oscuridad. Los sirvientes alzaron la litera.

—Cayo Calpurnio Pisón tiene muchos aliados aquí, como es natural —siguió diciendo Jacob—. Todo el mundo se pelea entre sí. Un ajuste de cuentas. Violencia. Esta familia griega viajó a Egipto con Germánico. Se han producido numerosos tumultos. ¡Debemos partir!

—Adiós, amigo —dije al anciano griego mientras me sacaban de la casa en la litera, aunque creo que no me oyó. Se había postrado de rodillas. Maldecía a Tiberio. Amenazaba con suicidarse y gritaba pidiendo el puñal.

Nos hallábamos de nuevo en el exterior, avanzando rápidamente a través de las calles.

Yo me tendí oblicuamente en la litera, tratando de organizar mis pensamientos en la oscuridad. Germánico estaba muerto. ¡Envenenado por Tiberio!

Yo sabía que este reciente viaje de Germánico a Egipto había enfurecido a Tiberio. Egipto no se parecía a ninguna provincia romana. Roma dependía de su grano, y por eso los senadores no podían ir allí. Pero Germánico había ido «para contemplar las reliquias antiguas», habían dicho sus amigos en las calles de Roma.

«¡Una mera excusa! —pensé desesperada—. ¿Dónde está el juicio? ¿Y la sentencia? ¡Envenenado!»

Los sirvientes que portaban mi litera avanzaban apresuradamente. La gente no cesaba de gritar y sollozar alrededor de nosotros.

—¡Germánico, Germánico! ¡Devolvednos a nuestro hermoso Germánico!

Antioquía había perdido la razón.

Por fin llegamos a una calle estrecha, poco más que una callejuela, ya sabes cómo son pues hace poco descubrieron un laberinto de callejuelas como ésa en Pompeya. Percibí el hedor a orina masculina que contenían los jarros en la esquina. Percibí el olor a comida que exhalaban las altas chimeneas. Mis porteadores seguían corriendo y tropezando con los adoquines.

En cierta ocasión nos arrojaron a la cuneta cuando un carro pasó a toda velocidad junto a nosotros por la angosta callejuela; sus ruedas hallaron sin duda los baches destinados a ellas en la piedra.

Me di un golpe en la cabeza. Estaba furiosa y asustada. Jacob me tranquilizó:

—Estamos contigo, Lydia.

Me tapé por completo con la capa, de forma que sólo un ojo me permitía ver los rayos de luz que se filtraban a través de las cortinas de la litera. Apoyé la mano en el puñal.

Los sirvientes depositaron la litera en el suelo. Nos encontrábamos en un espacio interior y fresco. David, el padre de Jacob, discutía con alguien. Yo no conocía el hebreo; ni siquiera estaba segura de que hablara en hebreo.

Jacob terció por fin en el asunto. Como hablaba en griego comprendí que los hebreos trataban de comprar una casa para mí equipada con toda clase de comodidades, incluyendo unos elegantes muebles, que había dejado recientemente una rica viuda que había vivido allí sola, pero lamentablemente había vendido los esclavos. No había esclavos. Se trataba de una operación rápida en dinero contante y sonante.

Al cabo de unos minutos oí decir a Jacob en griego:

—Espero por tu propio bien que no me hayas mentido.

Cuando los hombres alzaron de nuevo la litera indiqué a Jacob que se acercara.

—Estoy en deuda contigo porque me has salvado la vida en dos ocasiones. ¿Qué será de esos griegos que iban a alojarme en su casa? ¿Corren peligro?

—Naturalmente —respondió Jacob—. Cuando se producen disturbios, ¿qué importa lo que ocurra? Acompañaron a Germánico a Egipto. Los hombres de Pisón lo saben. Cualquiera puede atacar, asesinar y robar a otro con la excusa más nimia. ¡Mirad, un incendio! —exclamó Jacob, ordenando a los hombres que se apresuraran.

—Bueno —dije—, no vuelvas a pronunciar mi verdadero nombre. A partir de ahora debes llamarme por otro nombre. Me llamo Pandora. Soy una griega recién llegada de Roma. Te he pagado para traerme hasta aquí.

—Hay que reconocer que tienes agallas, querida Pandora —repuso Jacob—. Eres una mujer fuerte. La escritura de tu nueva casa contiene un nombre falso menos encantador, pero verifica que eres ciudadana romana, viuda y emancipada. La obtendremos cuando paguemos el oro, cosa que no haremos hasta que entremos en la casa. Y si el hombre no me entrega la escritura con todos los requisitos necesarios para protegerte, lo estrangularé.

—Eres muy listo, Jacob —dije con tristeza.

El tenebroso y agitado viaje continuó hasta que la litera se detuvo por fin. Oí girar una llave metálica en la cerradura de la verja y penetramos en el largo vestíbulo de la casa.

Debí aguardar por respeto hacia mis guardianes, pero me bajé precipitadamente de aquella odiosa y pequeña prisión rodeada por unos velos negros, arrojé la capa y respiré hondo.

Nos hallábamos en el amplio vestíbulo de una hermosa mansión, llena de encanto y cuya decoración revelaba no poco ingenio.

Pese a que me sentía confusa, vi la fuente con la cabeza de león junto a la verja que habíamos cruzado, y me lavé los pies en el agua fresca.

La sala de recibimiento, o atrio, era enorme, y más allá vi los suntuosos divanes del comedor en un extremo de un amplio jardín cerrado, el peristilo.

No era mi gigantesca, opulenta y antigua mansión de la colina Palatina, a la que a lo largo de muchas generaciones habían añadido nuevos corredores y habitaciones que penetraban en sus espaciosos jardines.

Se trataba de una casa demasiado deslumbrante, pero elegante. Todas las paredes estaban recién pintadas, creo que con un estilo oriental, con espirales y líneas sinuosas. ¿Cómo podía yo juzgarlo? Estuve a punto de desmayarme de gozo. ¿Lograría allí que la gente me dejara tranquila?

El escritorio estaba en el atrio, y cerca de él había libros. Junto a los pórticos que flanqueaban el jardín vi numerosas puertas; alcé los ojos y observé que las ventanas del segundo piso se cerraban sobre los porches. Esplendor. Seguridad.

Los suelos de mosaico eran antiguos; yo conocía el estilo, las figuras festivas de la Saturnalia desfilando por las calles. Sin duda habían sido traídos desde Italia.

Un poco de mármol auténtico, columnas de yeso, pero un gran número de murales de excelente factura en los que aparecían las imprescindibles ninfas alegres.

Salí al húmedo y mullido césped del peristilo y alcé la vista hacia el límpido cielo azul.

Sólo quería aspirar una bocanada de aire fresco, pero entonces se produjo el momento de la verdad con respecto a mis pertenencias. Me sentía demasiado desconcertada para preguntar qué era mío, pero no fue necesario.

Jacob y David hicieron ante todo el inventario de los muebles y demás objetos que habían adquirido para mí, mientras yo los miraba incrédula por la paciencia que habían derrochado ocupándose de todos los detalles.

Y cuando hubieron dado su aprobación a cada habitación, y a un dormitorio situado en el extremo del pasillo, a la derecha, y a un pequeño jardín abierto a la izquierda, más allá de la cocina, subieron al segundo piso, y después de comprobar que todo estaba en orden descargaron mis pertenencias. Baúl tras baúl.

Luego, ante mi estupefacción, David, el padre de Jacob, sacó un pergamino y se puso a hacer el inventario de todo cuanto me pertenecía, desde las horquillas hasta la tinta y el oro.

Entretanto, Jacob fue a hacer un recado.

Vi la apresurada letra de mi padre en el inventario que David leyó en voz baja.

—Artículos de tocador —dijo David resumiendo una parte del inventario—. Ropa, uno, dos, tres baúles, llevadlo todo al dormitorio más grande. Los cubiertos a la cocina. ¿Los libros aquí?

—Sí, por favor. —Yo me sentía tan pasmada por su honestidad y meticulosidad que apenas podía hablar.

—¡Ah, cuántos libros!

—No los cuentes —dije.

—No puedo, verás, estos frágiles…

—Sí, lo sé. Continúa.

—¿Quieres que coloquemos tus hermosas baldas de marfil y ébano aquí, en el salón delantero?

—Magnífico.

Me senté en el suelo, pero dos eficientes esclavos asiáticos me alzaron en volandas y me acomodaron en una silla romana de tijera. Me dieron una taza de agua fresca que olía a limpia. Bebí con avidez, pensando en la sangre. Cerré los ojos.

—¿Tinta y objetos de escribir sobre el escritorio? —preguntó el anciano.

—Sí, por favor —contesté, suspirando.

—Todo el mundo fuera —dijo el anciano, repartiendo monedas rápida y generosamente entre los esclavos asiáticos, quienes hicieron una profunda reverencia y se retiraron de la habitación, casi tropezando los unos con los otros.

Yo traté de articular unas frases coherentes de gratitud cuando apareció una nueva hornada de esclavos —quienes a punto estuvieron de chocar con los que acababan de salir— portando unas cestas que contenían todos los productos comestibles que vendían en un mercado, incluyendo nueve clases de pan, varias jarras de aceite, melones, verduras y un gran surtido de productos ahumados que durarían varios días: pescado, carne y exóticas criaturas marinas que una vez desecadas ofrecían el aspecto de pergamino.

—Llevad inmediatamente todo a la cocina y traed un plato de aceitunas, queso y pan para la señora, ponedlo en esa mesa, a su izquierda. Traedle también un poco de vino, del que le ha enviado su padre.

Qué increíble. El vino de mi padre.

Luego David ordenó de nuevo a todos que se retiraran entregándoles una generosa cantidad de monedas, y volvió a sus inventarios.

—Acércate, Jacob. Cuenta este oro mientras yo te leo la lista. Cubiertos, monedas, más monedas, joyas de un valor excepcional. Monedas, lingotes de oro. Sí…

Ambos continuaron con el inventario, apresurándose para terminar cuanto antes.

No lograba imaginar dónde había ocultado mi padre aquella ingente cantidad de oro.

¿Qué iba a hacer yo con él? ¿Permitirían aquellos dos hebreos que me lo quedara? Eran unos hombres honrados, pero todo aquel oro representaba una fortuna.

—Espera hasta que todo el mundo se haya marchado —dijo David—, y entonces oculta el oro en diversos lugares de la casa. Hay muchos escondrijos. Nosotros no podemos hacerlo, porque entonces sabríamos dónde está. En cuanto a las joyas, será mejor que las ocultes, son demasiado valiosas para que las exhibas entre el populacho durante los primeros días de tu estancia aquí. —Abrió un cofre lleno de joyas—. ¿Ves este rubí? Es soberbio. Fíjate en su tamaño. Podrá darte de comer por el resto de tu vida si lo vendes por lo que vale a un hombre honrado. Todas las joyas de este cofre son excepcionales, de primera calidad. Yo entiendo en esto. ¿Ves esas perlas? Son perfectas. —Volvió a guardar el rubí y las perlas en el cofre y lo cerró.

—Sí —dije débilmente.

—Perlas, más oro, plata, cubiertos… —murmuró David—. ¡Todo está aquí! Deberíamos tener más cuidado pero…

—Oh, no, habéis hecho maravillas —repuse.

Contemplé el pan y la copa de vino. El vino de mi padre. Las ánforas, también de mi padre, estaban distribuidas por la habitación.

—Pandora —dijo Jacob con expresión seria—. Aquí tienes la escritura de la casa. Y este otro documento que describe tu entrada oficial en el puerto bajo tu nuevo nombre, Julia y tal. Ahora tenemos que despedirnos, Pandora.

El anciano meneó la cabeza y se mordió el labio inferior.

—Hemos de partir para Egipto, hija mía —dijo—. Me avergüenza dejarte, pero no tardarán en bloquear el puerto.

—Han prendido fuego a varios barcos en el puerto —intervino Jacob—. Han destruido la estatua de Tiberio en el foro.

—El trato está cerrado —señaló el anciano—. El hombre que nos vendió la casa nunca te ha visto y no conoce tu verdadero nombre, del que no existen pruebas. Los hombres que te trajeron aquí no eran esclavos suyos.

—Te agradezco cuanto has hecho por mí —contesté.

—A partir de ahora deberás valerte por ti misma, mi querida princesa romana —me dijo Jacob—. Me duele en el alma abandonarte.

—No nos queda otro remedio —apuntó el anciano.

—Absténte de salir durante tres días —me recomendó Jacob, acercándose a mí tanto como pudo, como si se dispusiera a romper las reglas y besarme en la mejilla—. Aquí hay suficientes legiones para sofocar esta sublevación, pero prefieren dejar que se extinga por sí sola antes que matar a ciudadanos romanos. Olvida a esos amigos griegos. Han prendido fuego a su casa.

Los dos hombres dieron media vuelta, dispuestos a marcharse.

—¿Os pagó mi padre por estos servicios? —pregunté—. Si no es así, llevaos una parte del oro.

—No pienses en eso —contestó el anciano—; pero para tu tranquilidad, te recuerdo que tu padre me prestó dinero en dos ocasiones cuando los piratas capturaron mis barcos en el Adriático. Tu padre se asoció conmigo y yo gané mucho dinero, que nos repartimos entre los dos. Los griegos debían dinero a tu padre. No te preocupes más por esas cosas. ¡Tenemos que irnos!

—Que Dios te proteja, Pandora —dijo Jacob.

Las joyas. ¿Dónde estaban las joyas? Me levanté de un salto y abrí el cofre. Había centenares de joyas, perfectas, refulgentes y exquisitamente pulidas. Reparé en su valor, en su transparencia y en el esmero con que habían sido trabajadas. Tomé el enorme rubí en forma de huevo que David me había mostrado y otro parecido y se los ofrecí a los hebreos.

Padre e hijo alzaron las manos para rechazarlos.

—Debéis aceptarlos —dije—. Para complacerme. Para confirmar que soy una romana libre y que viviré como mi padre me pidió que hiciera. ¡Esto me dará valor! Aceptad estas joyas.

David meneó enérgicamente la cabeza, pero Jacob tomó el rubí.

—Aquí tienes las llaves, Pandora. Síguenos, y luego cierra la verja y las puertas que dan al vestíbulo. No temas. Hay muchas lámparas en la casa. Dispones de aceite suficiente…

—Marchaos —dije cuando cruzaron el umbral. Cerré la verja y me apoyé en los barrotes, mientras los observaba alejarse—. Si no podéis salir, si me necesitáis, no dudéis en venir —dije.

—Aquí tenemos a gente de la nuestra —me tranquilizó Jacob—. Te agradezco de todo corazón el magnífico rubí que nos has dado, Pandora. Sobrevivirás. Entra en la casa y cierra las puertas.

Me acerqué a una silla pero no me senté en ella, sino que me dejé caer en el suelo y recé:

—Lares familiares… espíritus de la casa, ayudadme a hallar vuestro altar. Acogedme aquí, os lo ruego, no pretendo hacer mal a nadie. Cubriré vuestro altar con flores y encenderé vuestro fuego. Concededme el don de la paciencia. Dejadme descansar.

Permanecí sentada en el suelo durante horas, conmocionada, con los brazos fláccidos, mientras la luz del día se iba apagando y las sombras penetraban en aquella pequeña y extraña casa.

Entonces empecé a tener un sueño de sangre, pero lo rechacé. No quería saber nada de aquel extraño templo ni del altar. ¡No! No más sangre. Lo desterré de mi mente e imaginé que estaba en mi morada.

Yo era una niña. «Sueña con eso —me dije—, sueña que escuchas a tu hermano Antonio mientras te relata anécdotas sobre la guerra en el norte, cuando obligaron a los feroces germanos a retroceder hacia el mar.» Antonio, al igual que mis otros hermanos, sentía gran estima por Germánico. Lucius, el menor, tenía un carácter débil. Me partía el corazón pensar que había gritado pidiendo clemencia a los soldados que se disponían a matarlo.

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