Pandora

Pandora


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Por fin, una mañana en que el sol penetraba a raudales a través del techo abierto, miré los objetos que había en la habitación y comprendí que no sabía lo que eran ni por qué habían sido creados. No sabía sus nombres. Ignoraba su definición. Ni siquiera conocía aquel lugar.

Me incorporé y me di cuenta de que estaba contemplando el lararium, el santuario de los dioses domésticos.

Aquél era el comedor, por supuesto, y aquéllos eran los divanes, y allí se hallaba el glorioso tálamo conyugal.

El lararium consistía en un altar rodeado por tres elevados tabiques, un pequeño templo con tres frontones, en cuyo interior se encontraban las figuras de los dioses domésticos. Nadie en esta profana ciudad se los había llevado con la difunta.

Las flores se habían marchitado. El fuego se había extinguido. Nadie lo había apagado con vino, como habría debido hacerse.

Me arrastré de rodillas, con el vestido rasgado, por el patio del peristilo, recogiendo flores para aquellos dioses. Encontré un poco de leña y encendí un fuego sagrado.

Los contemplé fijamente, durante horas. Tuve la impresión de que jamás volvería a moverme.

Al rato anocheció.

—No te duermas —susurré—. Debes velar toda la noche. Esos egipcios te acechan entre las sombras. Fíjate en la luna, dentro de un par de noches será luna llena.

Pero lo peor de mi tormento había pasado y estaba agotada. El sueño se abatió sobre mí como diciendo: «Olvida tus preocupaciones.»

Entonces soñé.

Vi a unos hombres ataviados con ropajes dorados.

—Ahora te conducirán al sanctasanctórum.

Pero ¿qué había allí? No quería verlo.

—Nuestra Madre, nuestra amada Madre de los Dolores —dijo el sacerdote.

Los cuadros de las paredes representaban egipcios de perfil y palabras compuestas por ilustraciones. En algún lugar de la casa ardía mirra.

—Ven —dijeron unos que me sujetaban—. Todas las impurezas han desaparecido de tu cuerpo y participarás de la Fuente sagrada.

Oí que una mujer lloraba y gemía. Antes de entrar en la gran sala me asomé a ella. Allí estaban el Rey y la Reina sentados en sus respectivos tronos, el Rey inmóvil y con la mirada fija, como en el último sueño que yo había tenido, y la Reina debatiéndose para librarse de sus grilletes de oro. Lucía la corona del Alto y Bajo Egipto, y una túnica plisada de lino. No llevaba peluca, sino que se había trenzado el cabello. No cesaba de llorar y sus pálidas mejillas estaban manchadas de rojo. El collar y los pechos estaban teñidos de rojo. Ofrecía un aspecto sucio e ignominioso.

—Madre mía, mi diosa —dije—. Esto es una abominación.

Intenté despertarme.

Me incorporé, apoyando una mano en el lararium, y contemplé las telarañas y los árboles del patio, visibles bajo el sol que trepaba por el cielo.

Me pareció oír a gente que hablaba en voz baja en la antigua lengua egipcia.

¡No podía consentir aquello! No quería volverme loca.

¡Basta! El único hombre al que había amado, mi padre, me había dicho: «Vive.»

Había llegado el momento de pasar a la acción, de levantarme y moverme. De pronto me sentí pletórica de fuerza y resolución. Mis largas noches de duelo y lágrimas habían equivalido a la iniciación en el templo de Isis; la muerte había sido la bebida tóxica; la comprensión había sido la transformación.

Pero eso había terminado; ese mundo absurdo resultaba tolerable y no era necesario explicarlo. Qué necia había sido al pensar que podía explicarse…

La realidad de mi situación exigía pasar a la acción.

Me serví una copa de vino y me acerqué con ella a la verja.

La ciudad parecía tranquila. La gente iba y venía por la calle, apartando la vista de una mujer semivestida, con la ropa hecha jirones, que se hallaba en el vestíbulo de su casa.

Por fin apareció un obrero cargado con un saco de ladrillos.

Le ofrecí la copa de vino.

—He estado enferma durante tres días —dije—. ¿Qué sabes de la muerte de Germánico? ¿Cómo van las cosas en la ciudad?

El hombre se mostró muy agradecido por la copa de vino. El trabajo le había hecho envejecer prematuramente. Tenía los brazos muy delgados, y las manos no paraban de temblarle.

—Gracias, señora —dijo, apurando el vino como si éste no pudiera apagar su sed—. Colocaron el cadáver de nuestro Germánico en la plaza pública para que todos pudiéramos contemplarlo. Qué hermoso estaba. Algunos lo compararon con el gran Alejandro. La gente no se ponía de acuerdo. ¿Le habían envenenado o no? Algunos decían que sí, otros que no.

»Sus soldados lo querían. El gobernador Pisón, gracias a los dioses, no se encuentra aquí y no se atreve a regresar. La esposa de Germánico, la amable Agripina, conserva las cenizas de su marido en una urna que lleva junto a su corazón. Se dispone a partir para Roma, para vengarse de Tiberio. —Me devolvió la copa y añadió—: Os doy mis más humildes gracias.

—De modo que la ciudad ha recobrado la normalidad.

—Oh, sí, ¿qué podría perturbar a esta espléndida ciudad mercantil? —contestó el obrero—. Todo sigue como si nada hubiera ocurrido. Los leales soldados de Germánico mantienen la paz a la espera de que se haga justicia. No dejarán que el asesino Pisón regrese, y Sentius ha reunido a todos los hombres que estaban al mando de Germánico. La ciudad se siente bien. La llama arde para Germánico. Si estalla una guerra, no será aquí. No os preocupéis.

—Gracias, me has sido de gran ayuda.

Tomé la copa de sus manos, cerré la verja y el portal y me puse en movimiento.

Después de comer un poco de pan para recobrar las fuerzas, pronuncié unas frases de Lucrecio cargadas de sentido común e inspeccioné la casa. Tenía un amplio, suntuoso y luminoso baño situado a la derecha del patio. El agua, que manaba continuamente de las valvas que sostenían las ninfas sobre la pila revestida de yeso, tenía una temperatura ideal. No era necesario encender un fuego para calentarla.

Tenía la ropa en el dormitorio.

La vestimenta romana era sencilla, como sabes: llevábamos dos o tres largas camisas o túnicas, además de la túnica con que nos cubríamos al salir, la stola, y finalmente la palla, o capa, que nos llegaba a los tobillos e iba ceñida debajo del pecho.

Elegí las túnicas más hermosas, tres capas de seda finísima, y luego una reluciente palla roja que me cubría de pies a cabeza.

Jamás me había calzado yo misma las sandalias, operación que me pareció cómica y fastidiosa a un tiempo.

Todos los objetos de mi cuidado personal habían sido dispuestos sobre unas mesas provistas de espejos bruñidos. ¡Qué desorden!

Me senté en una de las numerosas sillas doradas, acerqué el espejo de metal pulido y traté de utilizar las pinturas tal como había visto hacer a mis esclavas.

Conseguí oscurecerme las cejas, pero el horror que me inspiraban los ojos pintarrajeados de las egipcias me impidió pintarme los míos. Me apliqué carmín en los labios y unos polvos blancos en la cara, y eso fue todo. Ni siquiera me empolvé los brazos, como me habrían hecho mis esclavas en Roma.

No sé qué aspecto presentaba. Después de conseguir trenzarme la maldita cabellera, me recogí las trenzas en un enorme moño en la parte posterior de la cabeza. Utilicé suficientes horquillas para veinte mujeres. Dejé que me cayeran unos rizos sobre la frente y las mejillas, y al mirarme en el espejo vi a una mujer romana, modesta y aceptable, peinada con raya en medio, las cejas negras y los labios rosados.

Lo más complicado fue ajustarme las túnicas. Procuré que no asomara el borde de ninguna debajo de las otras. Intenté colocarme la stola correctamente y ceñírmela debajo del pecho. Pero la tarea de plegar y sujetar aquellas telas tan finas resultaba muy difícil. Siempre me habían ayudado mis esclavas. Por fin, después de enfundarme dos túnicas y una larga y fina stola roja, tomé una palla muy grande de seda, ribeteada con un fleco y adornada con motivos dorados.

Me puse sortijas y pulseras, aunque pensaba ocultarme cuanto pudiera debajo de la capa. Recuerdo a mi padre maldiciendo cada día de su vida por tener que ponerse la toga, la indumentaria oficial del romano de alcurnia. Sólo las prostitutas lucían togas. Al menos yo no tenía ese problema.

Una vez vestida me dirigí a los mercados de esclavos.

Jacob estaba en lo cierto respecto a la gente. La ciudad estaba llena de hombres y mujeres de todas las naciones. Muchas mujeres paseaban en parejas, del brazo.

Las holgadas capas griegas resultaban aceptables aquí, al igual que las largas y exóticas túnicas fenicias o babilonias, tanto para los hombres como para las mujeres. Era frecuente ver a los hombres con melenas y barbas. Algunas mujeres llevaban unas túnicas no más largas que las de los hombres. Otras iban totalmente cubiertas por velos, mostrando sólo los ojos, mientras caminaban por las calles acompañadas por guardianes y sirvientes.

Las calles estaban más limpias que las de Roma; los desperdicios eran engullidos por unas cloacas más anchas, y llegaban más rápidamente a su destino.

Mucho antes de llegar al foro, o plaza central, pasé por delante de tres portales en los que vi a ricas cortesanas discutir sarcásticamente sobre el precio de sus servicios con jóvenes y acaudalados griegos y romanos.

Al pasar, oí a una que decía a un apuesto joven:

—¿Quieres acostarte conmigo? Estás soñando. Puedes acostarte con cualquiera de las chicas, ya te lo he dicho. Pero si me quieres a mí, vas a tener que irte a casa y vender todas tus cosas.

Vi a prósperos romanos, ataviados con sus togas, en unas vinaterías situadas en las esquinas de las calles, los cuales respondieron a mi pudoroso gesto de bajar la vista con una breve inclinación de la cabeza.

Rogué que ninguno de ellos me reconociera. Desde luego, no era probable, pues nos encontrábamos muy lejos de Roma y yo había vivido muchos años recluida en casa de mi padre, contenta de no tener que asistir a banquetes, cenas ni ceremonias.

El foro era mucho más grande de lo que recordaba, tras haberlo vislumbrado sólo brevemente a mi llegada a la ciudad. Cuando alcancé el borde del mismo y contemplé la gigantesca plaza iluminada por el sol, flanqueada por pórticos, templos y edificios imperiales, me quedé asombrada.

En los mercadillos cubiertos con toldos, todo estaba en venta; los plateros se hallaban agrupados, los tejedores ocupaban un espacio propio, los comerciantes en seda formaban una hilera, y al volverme hacia la derecha vi un callejón dedicado a la venta de esclavos, los de más calidad, que no solían venderse en subasta pública.

A lo lejos distinguí los elevados mástiles de los barcos. Percibí el olor del río. Frente a mí se alzaba el templo de Augusto, con los fuegos encendidos y los legionarios uniformados en actitud perezosa pero alerta.

Yo tenía calor y estaba nerviosa pues mi capa de seda resbalaba continuamente sobre mis hombros. Había muchos jardines donde servían vino, con grupos de mujeres que charlaban animadamente. Hubiera podido acercarme a algún grupo para beberme tranquilamente una copa de vino.

Pero necesitaba sirvientes. Tenía que disponer de unos esclavos leales.

Como es natural, en Roma jamás había acudido a un mercado de esclavos. No había tenido necesidad de hacerlo. Además poseíamos tantas familias de esclavos en nuestra propiedad de la Toscana y en Roma que rara vez comprábamos un nuevo esclavo. Por el contrario, mi padre tenía la costumbre de heredar los esclavos decrépitos y sabios de sus amigos —mis hermanos y yo nos burlábamos de él a propósito de la Academia—, los cuales no hacían otra cosa en el jardín de los esclavos que hablar de historia.

Pero ahora debía comportarme como una astuta mujer de mundo. Examiné a todos los esclavos de calidad expuestos en el mercado y me decidí rápidamente por dos hermanas, muy jóvenes y atemorizadas ante la perspectiva de ser vendidas en subasta pública o acabar en un burdel. Pedí que nos trajeran unos taburetes y me senté a hablar con ellas.

Conversamos largo rato.

Las muchachas procedían de la pequeña mansión de una ilustre familia de Tiro; habían nacido esclavas. No sólo conocían bien el griego y el latín, sino que también hablaban arameo. Poseían una dulzura angelical.

Tenían unas manos inmaculadas, y poseían todos los conocimientos necesarios. Sabían peinar, pintar un rostro, preparar la comida. Conocían recetas de platos orientales sobre los que yo jamás había oído hablar; nombraron distintas pomadas y carmines. Una de ellas me miró atemorizada y dijo:

—Señora, puedo pintar vuestro rostro con rapidez y perfección.

Sus palabras me dieron a entender que yo lo había hecho rematadamente mal.

Las compré a las dos, lo que sin duda debía de constituir la respuesta a sus oraciones; pedí unas túnicas limpias, de longitud modesta, para ambas; me proporcionaron las túnicas, de lino azul, aunque no eran de excelente calidad; luego vi un mercader que portaba numerosas pallae y compré una capa azul para cada hermana. Las jóvenes no cabían en sí de gozo. Eran reservadas y se cubrieron la cabeza.

Yo no tenía dudas sobre ellas. Se habrían dejado matar por mí.

No se me ocurrió que estuvieran famélicas hasta que, mientras recorría el mercado en busca de otros esclavos, oí a un despótico vendedor de esclavos decir a un griego atrevido y educado que no comería hasta que le hubiera vendido.

—Qué horror —comenté—. Imagino que estaréis hambrientas. Id al puesto de comida que hay en el foro. Allí, en el otro extremo de la calle, veréis unos bancos y unas mesas.

—¿Solas? —preguntaron asustadas.

—Bueno, no tengo tiempo para daros de comer con la mano como si fuerais pájaros. No miréis a ningún hombre a los ojos; comed y bebed cuanto queráis. —Les entregué una cantidad de dinero que por lo visto les pareció exagerada—. Y no os mováis de allí hasta que vaya a buscaros. Si se os acerca un hombre, mostraos aterrorizadas, agachad la cabeza e insistid en que no habláis su lengua. Si las cosas se ponen feas, dirigíos al templo de Isis.

Las jóvenes echaron a correr por la angosta callejuela hacia el lejano banquete; aún me parece ver sus hermosas capas, azules como el cielo, infladas por la brisa volando a través de la apretada y sudorosa multitud debajo de los abigarrados toldos del mercado. Mia y Lia. No eran unos nombres difíciles de recordar, pero yo no sabía distinguirlas entre sí.

De pronto me sorprendió oír una risotada burlona. Era el esclavo griego a quien su amo acababa de amenazar con dejarlo morir de hambre.

—De acuerdo —le dijo el griego a su amo—, puedes matarme de hambre; pero entonces, ¿a quién vas a vender? ¿A un hombre enfermo y moribundo en lugar de a uno excepcional y muy erudito?

¡Un hombre excepcional y muy erudito!

Me volví hacia el griego. Estaba sentado en un taburete y no se levantó para que yo lo examinara. No llevaba puesto más que un sucio taparrabos, lo cual era una estupidez por parte del tratante, pero esa negligencia indicaba que el esclavo era un hombre muy apuesto, con un bello rostro, el pelo suave y castaño, los ojos verdes y almendrados y una boca bonita y de expresión sarcástica. Debía de tener unos treinta años, quizás algo menos. Estaba fuerte para su edad, pues a los griegos les gustaba mantenerse en forma, y poseía una buena musculatura.

Tenía el pelo sucio y parecía que se lo hubieran cortado con un hacha, y de la soga que le rodeaba el cuello colgaba un minúsculo letrero de madera con unas apretadas letras garabateadas en latín.

Tras colocarme bien la capa por enésima vez, me acerqué a él, un tanto divertida por la atrevida forma en que aquel griego de imponente torso desnudo me miraba, y traté de leer lo que decía el letrero.

Por lo visto aquel hombre era capaz de enseñar toda clase de filosofías, todas las lenguas, todas las matemáticas, lo sabía cantar todo, conocía a todos los poetas, podía preparar todo tipo de banquetes, era paciente con los niños, había combatido con su amo romano en los Balcanes, había ejercido de guardia armado, era obediente y virtuoso y había vivido toda su vida en casa de una familia en Atenas.

Leí esos datos con cierto escepticismo. Al observarlo, el esclavo me dirigió una mirada impertinente. Cruzó los brazos debajo de su pequeña placa, en un gesto claramente despectivo, y se apoyó contra la pared.

De pronto comprendí el motivo por el que el comerciante, que merodeaba cerca de nosotros, no había obligado al griego a incorporarse. El esclavo sólo tenía una pierna útil. La pierna izquierda, a partir de la rodilla, era de marfil, excelentemente tallada, con su pie, su sandalia y unos dedos perfectos. Como es lógico, pese a tratarse de un excelente trabajo, la pierna y el pie de marfil no estaban ensamblados sino que constituían tres secciones proporcionadas, cada una de las cuales era una exquisita obra artesanal, y el pie estaba articulado en distintas secciones, con las uñas bien definidas y los cordones de la sandalia exquisitamente esculpidos.

Yo jamás había visto una prótesis semejante; era una concesión al artificio en lugar de un modesto intento de imitar a la naturaleza.

—¿Cómo perdiste la pierna? —pregunté en griego al esclavo. Éste no contestó. Señalé su pierna. Silencio.

Le formulé la pregunta en latín, pero siguió negándose a responder.

El comerciante, preocupado, se alzó de puntillas.

—Señora —dijo estrujándose las manos—, ese esclavo sabe llevar archivos, dirigir cualquier negocio. Escribe con una caligrafía perfecta, es honrado con las cuentas…

¿Por qué no añadir que sabía impartir clases a niños? Supuse que yo no tenía aspecto de esposa y madre. Malo.

El griego esbozó una sonrisa socarrona y desvió la mirada. Luego masculló entre dientes, en un latín incisivo, que si yo decidía gastarme el dinero en él lo estaría invirtiendo en un hombre muerto. Tenía una voz suave y melodiosa, aunque cansada y cargada de desprecio, y se expresaba sin afectación y con elegancia.

Yo perdí la paciencia.

—¡Fíjate bien en mí, estúpido y arrogante ateniense! —ex-clamé en griego, roja de ira por el hecho de que aquel esclavo y aquel vendedor de esclavos me hubieran tomado por otra cosa—. Si sabes escribir en griego y en latín, si has leído a Aristóteles y a Euclides, cuyo nombre por cierto no has escrito correctamente, si has estudiado en Atenas y has peleado en los Balcanes, si es cierta la mitad de esa gran epopeya, ¿por qué no quieres pertenecer a una de las mujeres más inteligentes con la que te has tropezado en la vida, que te tratará con dignidad y respeto a cambio de tu lealtad? ¿Qué sabes tú de Aristóteles y Platón que yo ignore? Jamás he azotado a un esclavo. Te niegas a servir a un ama dispuesta a recompensarte por tu lealtad como jamás has soñado. ¡Lo que pone en esa placa es una sarta de mentiras!

El esclavo me miró atónito, pero no pareció enojado. Se inclinó hacia delante, tratando de examinarme más de cerca, aunque con discreción. El comerciante le indicó, furioso, que se levantara, cosa que el esclavo hizo, mostrando su imponente estatura. Tenía las piernas fuertes y ágiles, incluso la de marfil.

—¿Por qué no me dices la verdad sobre tus dotes y conocimientos? —pregunté en latín. Luego me volví hacia el vendedor de esclavos—. Dame una pluma para que corrija esos nombres. Esas incorrecciones destruirán toda posibilidad de que ese hombre llegue a ser un maestro. Le hacen parecer un idiota.

—¡No disponía de espacio suficiente para escribir! —protestó el esclavo en un latín perfecto. Se inclinó hacia mí para dar mayor énfasis a sus palabras.

»Fijaos en esta pequeña placa, ya que sois tan inteligente. ¿No comprendéis la ignorancia de este comerciante? No es lo bastante inteligente para darse cuenta de que posee una esmeralda; la confunde con un pedazo de cristal verde. Es un desastre. Traté de escribir aquí todos los datos que pude.

Yo me eché a reír. Aquel griego me cautivaba y divertía. No podía contener la risa. La cosa era francamente cómica. El vendedor de esclavos parecía confuso, sin saber qué hacer. ¿Castigar al esclavo y reducir su valor, o dejar que él y yo resolviéramos el asunto?

—¿Qué podía hacer yo? —preguntó el esclavo hablando en tono confidencial, pero esta vez en griego—. ¿Gritar a cualquiera que desfilara ante mí «He aquí a un gran maestro, un gran filósofo»? —Después de desahogarse, se calmó un poco—. En la Acrópolis de Atenas están esculpidos los nombres de mis abuelos —añadió.

El comerciante no comprendía nada.

Pero yo estaba intrigada y me lo estaba pasando muy bien.

Noté que la capa había vuelto a resbalar sobre mis hombros y le di un estirón. Qué ropas tan incómodas. ¿Es que nadie me había dicho que la seda resbala sobre la seda?

—¿Y qué me dices de Ovidio? —inquirí, respirando hondo. Me reía tanto que tenía los ojos llenos de lágrimas—. Aquí has escrito el nombre de Ovidio. ¿Es muy conocido aquí Ovidio? En Roma nadie se habría atrevido a escribir ese nombre en tu placa, te lo aseguro. Ni siquiera sé si Ovidio aún vive, y es una pena. Cuando tenía diez años leí El arte de amar; allí Ovidio me enseñó a besar. ¿Has leído esa obra?

El esclavo cambió de actitud. Su expresión se fue suavizando y noté que empezaba a confiar en que yo fuera una buena ama para él. Pero le costaba convencerse de ello.

El comerciante esperaba alguna señal que le indicara qué debía hacer. Era evidente que no comprendía lo que decíamos.

—Mira, insolente esclavo cojitranco —proseguí—. Si creyera que eres capaz de leerme unos pasajes de Ovidio por las noches, no dudaría en comprarte. Pero esta placa te hace pasar por una mezcla de Sócrates y Alejandro Magno. ¿En qué guerra de los Balcanes peleaste? ¿Cómo es que has ido a parar a manos de este vil tratante en lugar de trabajar en una buena casa? ¿Cómo es posible que alguien se crea esas mentiras? Si el ciego Homero hubiera cantado esa ridícula historia, la gente se hubiera levantado y hubiera abandonado la taberna.

El griego comenzaba a mostrarse enfadado, frustrado.

El comerciante alargó la mano en señal de advertencia, para contenerlo.

—¿Qué diantres le ocurrió a tu pierna? —pregunté—. ¿Cómo la perdiste? ¿Quién te hizo esta magnífica prótesis?

El esclavo bajó el tono de voz hasta convertirlo en un elocuente murmullo:

—La perdí durante una cacería de jabalíes, con mi amo romano —declaró pacientemente—. Él me salvó la vida. Salíamos a cazar con frecuencia. Ocurrió en Pentélico, la montaña…

—Sé dónde se encuentra Pentélico, gracias —repliqué.

La expresión del esclavo resultaba elegante. Estaba totalmente confundido. Se pasó la lengua por los labios resecos.

—Pedid a este comerciante que os traiga un pergamino y tinta. —El esclavo se expresaba en un latín muy bello, con la elegancia de un actor o un orador, pero sin el menor esfuerzo—. Escribiré para vos El arte de amar, de memoria —dijo suavemente, implorando entre dientes, lo cual no es empresa fácil—, y luego copiaré toda la historia de los persas escrita por Jenofonte, si disponéis de tiempo; en griego, naturalmente. Mi amo me trataba como a un hijo; luché con él, estudié con él, aprendí con él. Yo le escribía las cartas. Su educación constituyó mi educación, porque él lo quiso así.

—Ah —repuse en tono orgulloso, aliviada.

El esclavo parecía ahora un perfecto caballero, furioso, atrapado en unas intolerables circunstancias pero digno, razonando con la suficiente vehemencia para reforzar su espíritu.

—¿Y en la cama? ¿Sabes hacerlo en la cama? —pregunté. Ignoro qué rabia o desesperación me llevó a formular semejante pregunta.

El esclavo me miró escandalizado. Buena señal. Abrió los ojos como platos y frunció el ceño.

A todo esto el vendededor de esclavos apareció con la tablilla, una banqueta, un pergamino y tinta, y lo depositó sobre los calientes adoquines.

—Toma, escribe —ordenó al esclavo—. Dibuja unas letras para esta mujer. Suma unos números, o te mataré y venderé tu pierna.

Solté una carcajada. Miré al esclavo, quien no salía de su asombro. Luego dirigió una mirada de desprecio al comerciante.

—¿Respetarás a las esclavas? —pregunté en tono condescendiente—. ¿Te gustan los muchachos?

—¡Podéis confiar plenamente en mí! —repuso el esclavo—. Soy incapaz de cometer una falta contra mi amo.

—¿Y si deseo que te acuestes en mi lecho? Soy la dueña de mi casa, dos veces viuda e independiente, y romana.

Su rostro se ensombreció. No pude identificar las emociones que dejaba entrever su expresión, la tristeza, la indecisión, la confusión y la perplejidad que lo transformaron.

—¿Y bien? —pregunté.

—Digamos, señora, que sin duda os complacerá más mi forma de recitar a Ovidio que cualquier intento por mi parte de interpretar sus versos.

—De modo que te gustan los muchachos —dije asintiendo con la cabeza.

—Nací esclavo. Me contentaba con los muchachos. No conocí otra cosa. Pero no necesitaba ni a las muchachas ni a los muchachos. —Se sonrojó y bajó la vista.

Una hermosa muestra de modestia ateniense.

Le indiqué que se sentara.

Me obedeció con una naturalidad y una gracia asombrosas, teniendo en cuenta las circunstancias: el calor, la suciedad, la multitud, la frágil banqueta sobre la que estaba sentado, y la precaria mesa.

Tomó la pluma y escribió rápidamente en un griego impecable: «¿He ofendido a esta dama de extraordinaria erudición y paciencia excepcional? ¿He propiciado, con mi imprudencia, mi propia desgracia?» Luego siguió escribiendo en latín: «¿Nos dice Lucrecio la verdad cuando afirma que la muerte no tiene nada que temer?» Tras reflexionar unos instantes escribió de nuevo en griego: «¿Son Virgilio y Horacio realmente equiparables a nuestros grandes poetas? ¿Lo creen realmente los romanos, o sólo confían en que sea cierto, sabiendo que sus logros resplandecen en otras artes?»

Leí lo que había escrito con gran atención, sonriendo complacida. Me había enamorado del esclavo. Observé su nariz delgada, el hoyuelo de su barbilla y sus verdes ojos que me miraban fijamente.

—¿Cómo has llegado a esto? —pregunté—. Un mercado de esclavos en Antioquía. Según dices, te criaste en Atenas.

El esclavo trató de ponerse de pie para responder, pero yo le obligué a sentarse de nuevo.

—No puedo deciros nada respecto a eso —contestó—. Sólo que mi amo me quería mucho, que murió en su lecho rodeado de su familia, y que yo me encuentro aquí.

—¿Por qué no te liberó tu amo en su testamento?

—Lo hizo, señora, y con dinero.

—¿Qué pasó pues?

—No puedo deciros más.

—¿Por qué? ¿Quién te vendió?

—Señora —repuso el esclavo—, os ruego que valoréis mi lealtad a la casa en que serví toda mi vida. No puedo decir más. Si me convierto en vuestro sirviente, os ofreceré la misma lealtad. Vuestra casa será mi casa, y sagrada para mí. Lo que suceda entre las paredes de vuestra casa no saldrá de allí. Hablo de la virtud y la bondad de mi amo porque es lo que debo decir. No deseo añadir nada más.

La antigua y sublime moral griega.

—¡Escribe más cosas, date prisa! —dijo el tratante de esclavos.

—Déjalo en paz —le ordené—. Ya ha escrito bastante.

El apuesto esclavo de cabello castaño, aquel hombre cojo y extraordinariamente atractivo, había caído en una profunda melancolía y dirigió la vista hacia el distante foro, a través de las fugaces siluetas que iban y venían por la boca del callejón.

—¿Qué haría si fuera un hombre libre? —se preguntó mirándome desde una postura de total soledad—. ¿Copiar textos todo el día en las librerías de la ciudad por un jornal irrisorio? ¿Escribir cartas a cambio de unas monedas? Mi amo arriesgó su vida para salvarme de aquel jabalí. Combatí a las órdenes de Tiberio en Iliria, donde logró sofocar todas las revueltas con quince legiones. Le corté la cabeza a un hombre para salvar a mi amo. ¿En qué me he convertido ahora?

Sentí un inmenso dolor.

—¿En qué me he convertido ahora? —repitió el esclavo—. Si fuera libre, apenas tendría qué comer, dormiría en una vivienda inmunda y me cortarían y robarían la pierna de marfil.

Yo lancé una exclamación, horrorizada, y me llevé una mano a los labios.

El esclavo me miró con ojos arrasados en lágrimas, y su voz se dulcificó al tiempo que adquiría un tono más enérgico y convincente.

—Oh, sí, podría enseñar filosofía debajo de esos arcos, hablando sobre Diógenes y fingiendo que me gusta ir vestido con harapos, como hacen sus seguidores hoy en día. ¡Menudo circo han montado! ¿Os habéis fijado? ¡Jamás he visto tantos filósofos como en esta ciudad! Echad un vistazo alrededor cuando regreséis a casa. ¿Sabéis qué requisito se exige para enseñar filosofía aquí? Mentir. Lanzar unas palabras sin el menor sentido lo más rápidamente posible a tus jóvenes alumnos, asumir un aire sesudo cuando no sabes qué responder, inventarte una sarta de sandeces y atribuirlas a los antiguos estoicos.

El esclavo se detuvo y trató de recobrar la compostura.

Sentí deseos de romper a llorar.

—Como habréis visto, no sé mentir —añadió—. Eso ha sido lo que me ha perjudicado ante vos, ilustre señora.

Yo estaba destrozada por dentro, y sus palabras reabrieron lentamente las heridas. El valor que me había obligado a salir de mi voluntaria reclusión comenzó a disiparse. Él debió de ver mis lágrimas.

Se volvió de nuevo hacia el foro.

—Sueño con un amo o un ama respetable, con una casa digna. ¿Puede un esclavo alcanzar el honor mediante la contemplación del honor? La ley dice que no. Por consiguiente, cualquier esclavo que sea llamado a declarar en un juicio debe ser torturado, puesto que carece de honor. Pero la razón dice lo contrario. He aprendido y puedo enseñar lo que representa la valentía y el honor. Y sí, todo cuanto dice esta tablilla es cierto. No tuve tiempo ni ocasión de atemperar su estilo jactancioso.

El esclavo agachó la cabeza y miró nuevamente hacia el foro, como si contemplara un mundo perdido. Luego se enderezó en la silla para demostrar coraje, y nuevamente trató de ponerse en pie.

—No, siéntate —le indiqué.

—Señora —dijo el griego—, si queréis comprarme para utilizar mis servicios en una casa de mala nota, permitidme que os diga… si es para torturar o violentar a esas jóvenes que habéis adquirido, si me ordenáis que proclame sus encantos por la calle, me niego a hacerlo. Me resulta tan deshonroso como remar o mentir. ¿Por qué queréis comprarme?

Las lágrimas permanecían simplemente suspendidas entre él y esa visión del mundo que lo rodeaba. Su rostro mostraba una expresión serena.

—¿Te parezco una ramera? —pregunté escandalizada—. ¡Por todos los dioses, me he puesto mis mejores ropas! He procurado presentar un aspecto lo más asquerosamente respetable envuelta en estas finas sedas. ¿Acaso ves crueldad en mis ojos? ¿Tan increíble te parece que la gente con temple logre sobrevivir al dolor? No es necesario pelear en un campo de batalla para tener coraje.

—¡No, señora, no! —protestó el esclavo, quien lamentaba que me sintiera ofendida.

—Entonces, ¿por qué me insultas de este modo? —inquirí, profundamente herida—. Y no estoy de acuerdo contigo en lo que has escrito ahí, en que no se puede equiparar a nuestros poetas romanos con los griegos. No conozco nuestro destino en cuanto imperio, y esto me aflige, como afligía a mi padre y al padre de mi padre. ¿Por qué? ¡Lo ignoro! —Me volví, dispuesta a marcharme, aunque en realidad no tenía intención de hacerlo. Sus insultos habían ido demasiado lejos.

El esclavo se inclinó hacia mí sobre la mesa de escribir.

—Señora —dijo, bajando la voz y empleando un tono aún más solícito—, disculpad mis estúpidas palabras. Sois una auténtica paradoja. Lleváis el rostro pintado de forma excéntrica, y creo que no os habéis pintado correctamente los labios. Tenéis los dientes manchados de carmín. No os habéis empolvado los brazos. Lleváis puestas tres túnicas de seda, a través de las cuales puedo distinguir vuestras formas. Os habéis peinado al estilo bárbaro con dos trenzas que se han desplomado sobre vuestros hombros, y de vuestra cabeza cae una incesante lluvia de horquillas de plata y oro. Fijaos en estas que se os acaban de caer. Procurad no pincharos con ellas. Vuestra capa, más apropiada para la noche, ha caído al suelo, y lleváis los dobladillos de vuestras túnicas arrastrando por el polvo.

Sin interrumpir ni por un instante su discurso, el esclavo se agachó y recogió airosamente mi palla; luego se levantó para ofrecérmela, rodeó la mesa y me la colocó sobre los hombros.

—Habláis con una velocidad prodigiosa, y os expresáis de forma muy incisiva —continuó el griego—, pero lleváis un enorme puñal en el ceñidor. Deberíais ocultarlo en vuestro antebrazo, debajo de la capa. Y no hablemos de vuestra bolsa. Os vi sacar de ella unas monedas de oro para comprar a las jóvenes esclavas. Es demasiado grande y difícil, por ello, de ocultar. Y vuestras manos; tenéis unas manos muy bellas, tan elegantes como vuestro latín y vuestro griego, pero están manchadas de tierra, como si hubiérais estado excavando.

Yo sonreí. Había conseguido contener las lágrimas.

—Eres muy observador —dije en tono risueño. Me sentía cautivada por él—. ¿Por qué he tenido que herirte tan profundamente para descubrir tu alma? ¿Por qué no podemos mostrarnos sencillamente como somos? Necesito un administrador enérgico, un guardián capaz de portar armas, administrar mi casa y protegerla, porque vivo sola. ¿De verdad puedes ver mis formas a través de estas numerosas capas de seda?

Él asintió con la cabeza.

—Bien, ahora que he conseguido colocaros la capa sobre los hombros y obligaros a ocultar el… puñal en vuestro ceñidor… —El esclavo se sonrojó.

Al cabo de unos instantes, cuando le sonreí tratando de recobrar la compostura y de impedir que me embargara de nuevo la oscuridad, una oscuridad que me arrebataría toda la confianza en mí misma, toda fe en mi tarea, el griego continuó:

—Señora, aprendemos a ocultar nuestra alma porque otros la traicionan. Pero yo no dudaría en confiaros la mía. Estoy convencido de ello, y os ruego que recapacitéis. Puedo protegeros. Puedo administrar vuestra casa. No molestaré a vuestras jóvenes esclavas. Pero desdichadamente, pese a las numerosas batallas en las que participé en Iliria, sólo tengo una pierna. Regresé a casa después de tres años de constantes y sangrientas batallas para perderla ante un jabalí porque una lanza, mal templada y fabricada, se partió en el preciso momento en que la arrojé contra el animal.

—¿Cómo te llamas? —pregunté.

—Flavius —respondió el esclavo. Era un nombre romano.

—Flavius —dije.

—Señora, se os ha vuelto a caer el manto de la cabeza. Y esos pequeños alfileres son muy puntiagudos, os haréis daño.

Dejé que volviera a cubrirme con la capa como si él fuera mi Pigmalión y yo su Galatea. Flavius la sostuvo con las yemas de los dedos, pero la capa estaba ya muy sucia.

—Esas jóvenes que has visto —dije— son mis sirvientas desde hace media hora. Debes comportarte con ellas como un jefe benevolente. Pero si te vas a la cama con alguna mujer bajo mi techo, será mejor que se trate de mi cama. ¡Soy de carne y hueso!

El esclavo asintió con la cabeza, incapaz de articular palabra.

Abrí mi bolsa y saqué las monedas que estaba dispuesta a pagar por él, un precio razonable comparado con los de Roma, donde los esclavos siempre alardeaban de lo que les habían costado a sus amos. Deposité el oro sobre la mesa, sin reparar en la efigie de las monedas, calculando tan sólo su valor.

El esclavo me miró fascinado, y luego dirigió rápidamente la vista hacia el vendedor.

El baboso, cruel y despreciable comerciante de esclavos se infló como un sapo y me informó de que aquel valioso y erudito griego iba a ser subastado por un precio elevado. Varios hombres de fortuna habían manifestado su interés en comprarlo. Dentro de una hora toda la clase de una escuela iba a formularle numerosas preguntas. Unos funcionarios romanos habían enviado a sus administradores para examinarlo.

—No tengo fuerzas para seguir discutiendo —dije, disponiéndome a abrir de nuevo la bolsa.

Pero Flavius, mi nuevo esclavo, se apresuró a detenerme. Luego miró al vendedor con aire de gran autoridad y desdén y exclamó entre dientes:

—¡Por un hombre cojo! ¡Ladrón! ¿Eres capaz de cobrarle ese precio a mi ama, aquí en Antioquía, donde existe tal cantidad de esclavos que los barcos los llevan a Roma porque es el único medio de que los vendedores obtengáis algunos beneficios?

Me quedé impresionada. Todo había salido a pedir de boca. La oscuridad se había disipado, y por unos instantes se me antojó que el calor del sol encerraba un significado divino.

—¡Has estafado a mi ama y lo sabes de sobra! ¡Eres la escoria de la tierra! —continuó Flavius—. Señora, ¿pensáis adquirir más esclavos a este canalla? ¡Os aconsejo que no lo hagáis!

El comerciante esbozó una sonrisa bobalicona, una grotesca mueca de cobardía y estupidez, hizo una reverencia y me devolvió un tercio del dinero que le había entregado.

Apenas logré reprimir otra carcajada. La capa se me había vuelto a caer al suelo por enésima vez. Flavius me la recogió. En esta ocasión me la anudé sobre el pecho.

Miré las monedas que me había devuelto el comerciante, se las confié a Flavius y nos marchamos.

Cuando nos mezclamos entre la multitud que circulaba por el centro del foro, me eché a reír ante lo cómico del asunto.

—Ya has comenzado a protegerme, Flavius, ahorrándome dinero y dándome unos consejos excelentes. Si hubiera más hombres como tú en Roma, el mundo sería un lugar más agradable.

Mis palabras conmovieron al esclavo. No podía hablar.

—Señora —murmuró tras no pocos esfuerzos—, mi cuerpo y mi alma os pertenecen para siempre.

Yo me alcé de puntillas y lo besé en la mejilla. Me di cuenta de que su desnudez, su mísero y sucio taparrabos, era una humillación que él soportaba sin señal de protesta.

—Toma —dije, entregándole algo de dinero—. Lleva a las muchachas a casa, ponlas a trabajar y luego ve a los baños. Lávate. Lávate a fondo, como los romanos. Acuéstate con un muchacho, si lo deseas. Luego cómprate ropa elegante, no ropa para un esclavo, sino la que comprarías para un joven y rico amo romano.

—¡Os ruego que ocultéis esa bolsa, señora! —dijo Flavius al tomar las monedas—. ¿Cómo se llama mi ama? ¿A quién debo decir que pertenezco, en caso de que me lo pregunten?

—A Pandora de Atenas —respondí—. Por cierto, tendrás que ponerme al corriente de la situación actual de mi lugar de nacimiento, pues en realidad jamás he estado allí. Pero me gusta llevar un nombre griego. Ahora vete. ¡Mira, las muchachas están observándonos!

No eran las únicas que nos observaban. ¡Ay, esta seda roja! Y Flavius era un espléndido ejemplar masculino.

Le volví a besar y le susurré al oído, intencionadamente:

—Te necesito, Flavius.

Él me miró pasmado.

—Soy vuestro para siempre, señora —murmuró.

—¿Estás seguro que no podrías acostarte conmigo?

—Oh, creedme, lo he intentado —confesó, sonrojándose de nuevo.

Crispé la mano en un puño y le propiné un cariñoso golpecito en su musculoso brazo.

—Muy bien —dije.

A un gesto mío, las jóvenes se apresuraron a levantarse. Sabían que enviaba a Flavius a recogerlas. Entregué a éste la llave de mi casa, le di las señas, describí las características de la verja y de la vieja fuente con una cabeza de león de bronce situada a la entrada.

—¿Y vos, señora? —preguntó Flavius—. ¿Acaso pesáis mezclaros entre la multitud, sola y sin protección? ¡Lleváis una gran bolsa llena de oro!

—Espera a ver el oro que tengo en casa —repuse—. Considérate la única persona autorizada a abrir las arcas, y luego ocúltalas en unos escondrijos apropiados. Reemplaza todos los muebles que destrocé en mi… soledad. Encontrarás muchas y magníficas piezas guardadas en las habitaciones superiores.

—¿Que guardáis oro en la casa? —preguntó Flavius, perplejo—. ¿Arcas llenas de oro?

—No te preocupes por mí —contesté—. Ahora sé a quién pedir ayuda si la necesito. Si me traicionas, si robas mi legado y a mi regreso compruebo que has saqueado mi casa, supongo que lo tendré bien merecido. Cubre las arcas de oro con alfombras. Mi casa está repleta de pequeñas alfombras persas. Las hallarás arriba. ¡Y ocúpate del altar!

—Haré cuanto me habéis ordenado y más.

—Eso he supuesto. Un hombre que no sabe mentir, no puede robar. Este sol es insufrible. Ve a recoger a las muchachas, te están esperando.

Tras estas palabras di media vuelta.

Pero Flavius se plantó frente a mí y dijo:

—Hay algo que debo deciros, señora…

—¿De qué se trata? —pregunté con expresión recelosa—. No irás a decirme que eres un eunuco. Los eunucos no tienen esos músculos en los brazos y las piernas.

—No —me repuso Flavius. Luego se puso serio—. Antes mencionasteis a Ovidio. Ovidio ha muerto. Falleció hace dos años en la fatídica población de Tomis, en la orilla superior del mar Negro. El emperador no pudo haber elegido un lugar más nefasto para su destierro, pues estaba habitado por bárbaros.

—Nadie me había informado de ello. ¡Qué silencio tan repugnante! —exclamé, cubriéndome el rostro con las manos. La capa cayó al suelo, Flavius la recogió. Apenas reparé en ello—. He rezado para que Tiberio dejara regresar a Roma a Ovidio. —Me dije que no debía entretenerme en esas cosas—. Ovidio. No tengo tiempo ahora para llorar por él…

—Sin duda sus libros abundan aquí —comentó Flavius—. En Atenas es muy fácil encontrarlos.

—Bien, espero que tengas tiempo de buscarme algunas obras de Ovidio. Me marcho, pese a mis horquillas, a mis trenzas deshechas y a mi manto que no cesa de caer al suelo. No importa. Y no me mires tan preocupado. Cuando salgas de casa, cierra la puerta con llave para que nadie me robe a las muchachas y el oro.

Cuando me volví, vi a Flavius dirigirse con paso ágil y airoso hacia las jóvenes esclavas. Los rayos del sol realzaban los músculos de su espalda. Me fijé en su pelo rizado y castaño, parecido al mío. El esclavo se detuvo un momento cuando un vendedor ambulante le abordó con un montón de túnicas y capas baratas, además de otras prendas, seguramente robadas, teñidas con un tinte que probablemente desaparecía con las primeras gotas de lluvia. Flavius compró una túnica, que se apresuró a ponerse, y luego un ceñidor rojo que se colocó alrededor de la cintura.

Qué transformación. La túnica le llegaba a la mitad de las rodillas. Supongo que debió de ser un alivio para él lucir una prenda limpia. Debería haber pensado en ello antes de despedirme de él. Fue una estupidez por mi parte.

Yo lo admiraba. Desnudo o vestido, nadie puede ostentar semejante belleza y dignidad a menos que haya sido amado. Flavius llevaba el afecto que había recibido inscrito en el arte de su pierna de marfil.

En nuestro breve encuentro, se había forjado entre nosotros un vínculo perenne.

Flavius saludó a las muchachas. Luego les pasó los brazos por los hombros y las guió por entre la multitud hacia la salida.

Yo me dirigí directamente al templo de Isis, dando con ello, sin proponérmelo, el primer paso hacia una vil inmortalidad, una infausta e inmerecida supernaturaleza, una suerte fatal y absurda.

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