Pandora

Pandora


5

Página 10 de 21

5

Tan pronto como entré en el recinto del templo fui recibida por varias prósperas romanas, quienes me acogieron con generosidad. Todas lucían el maquillaje de rigor, los brazos y rostros pintados de blanco, las cejas bien delineadas y carmín en los labios, los detalles que yo había convertido en un desastre aquella mañana. Les expliqué que aunque tenía medios, era una mujer independiente. Ellas me ofrecieron su ayuda sin reservas. Cuando les informé de que me había iniciado en Roma, se mostraron impresionadas.

—Da gracias a nuestra Madre Isis de que no te descubrieran y ejecutaran —observó una de las romanas.

—Entra a hablar con la sacerdotisa —me aconsejaron. Muchas de ellas aún no se habían sometido a las ceremonias secretas y aguardaban a que la diosa las convocara para tan trascendental acontecimiento.

Había muchas otras mujeres allí, algunas egipcias, otras quizá babilonias. Las joyas y las sedas estaban a la orden del día. Llevaban unas capas ribeteadas con vistosos dibujos pintados en oro; algunas vestían con sencillez.

Pero me pareció que todas ellas hablaban griego.

No me atrevía a entrar en el templo. Al levantar la vista tuve una visión de nuestra sacerdotisa crucificada en Roma.

—Gracias a Dios que no te identificaron —aseveró una mujer.

—Mucha gente ha huido a Alejandría —comentó otra.

—Yo me abstuve de protestar —repuse débilmente.

La frase fue acogida con un coro de exclamaciones de simpatía.

—¿Cómo ibas a protestar, bajo el gobierno de Tiberio? Créeme, todos los que pudieron se escaparon.

—No te desanimes —dijo una joven griega de ojos azules, vestida con ropas suntuosas.

—Yo me había apartado del culto —dije.

Se oyó de nuevo un coro de voces dulces y tranquilizadoras.

—Anda, entra —dijo una mujer—, y pide permiso para rezar en el santuario de nuestra Madre. Eres una iniciada. La mayoría de las que estamos aquí aún no lo somos.

Asentí con la cabeza.

Subí los escalones del templo y entré en él.

Me detuve para sacudir de mi capa lo mundano, esto es, todas las frases banales que había oído. Mi mente se centraba en la diosa, y deseaba creer en ella desesperadamente. Detestaba mi hipocresía, el hecho de que yo utilizara ese templo y ese culto, pero en aquellos momentos no me pareció importante. La desesperación que yo había experimentado durante tres noches seguidas me había afectado profundamente.

Al entrar me llevé un sobresalto.

El templo era mucho más antiguo que el nuestro en Roma, y sus muros aparecían cubiertos con pinturas egipcias. De pronto sentí un escalofrío. Las columnas, de estilo egipcio, no eran estriadas sino suavemente redondeadas, pintadas de naranja, y sus capiteles formaban unas gigantescas flores de loto. El olor a incienso era muy potente y percibí una música que emanaba del santuario. Oí las sutiles notas de la lira y de las cuerdas metálicas del sistro al ser pulsadas, y oí también que entonaban una letanía.

Pero era un lugar totalmente egipcio, que me envolvió con tanta firmeza como mis sueños de sangre. Estuve a punto de desmayarme.

Los sueños acudieron de nuevo, la profunda y paralizadora sensación de hallarme en un santuario secreto en Egipto, mi alma engullida por otro cuerpo.

Cuando la sacerdotisa se acercó, me sobresalté.

En Roma, su vestimenta habría sido puramente romana, y tal vez habría lucido un pequeño y exótico tocado que le llegaría a los hombros.

Pero la mujer llevaba una túnica egipcia de lino plisado, al viejo estilo, un magnífico tocado egipcio y una peluca, cuya amplia y larga cabellera de trenzas negras caían rígidamente sobre sus hombros. Presentaba un aspecto tan extravagante como Cleopatra.

Yo sólo había oído unas historias sobre el amor de Julio César por Cleopatra, y después la relación de ésta con Marco Antonio, y su muerte posterior.

Pero sabía que la fabulosa entrada de Cleopatra en Roma había horrorizado el antiguo sentido de la moralidad romana. Yo siempre había sabido que las viejas familias romanas temían las artes mágicas egipcias. En la reciente y punitiva matanza romana, que ya he descrito, se alzaron muchas voces de protesta contra las costumbres tolerantes y la lujuria; pero por debajo de ello existía el secreto temor al misterio y al poder que se ocultaban tras las puertas del templo.

Y ahora, al mirar a la sacerdotisa, sus ojos pintados, sentí ese temor en mi alma. Lo sabía. Aquella mujer parecía haber salido de mis sueños, pero no fue eso lo que me impresionó, pues a fin de cuentas, ¿qué son los sueños?

Era una mujer egipcia, que me resultaba totalmente extraña e inescrutable.

Mi Isis había sido grecorromana. Incluso su estatua en el santuario estaba vestida con una preciosa túnica griega y peinada al antiguo estilo griego, con unos suaves bucles que le enmarcaban el rostro. Incluso sostenía un sistro y una urna. Era una diosa romanizada.

Quizás había ocurrido lo mismo con la diosa Cibeles en Roma. Ésta tenía la costumbre de devorarlo todo y transformarlo en romano.

Dentro de pocos siglos, aunque entonces yo no había pensado en ello —¿cómo iba a hacerlo?—, Roma devoraría y daría forma a los seguidores de Jesús de Nazaret, convirtiendo a sus cristianos en la Iglesia católica romana.

Supongo que conoces la expresión moderna de «cuando a Roma fueres, haz lo que vieres».

Pero allí, en aquella penumbra rojiza, entre la luz oscilante de las velas y un incienso más acre e intenso que el que había aspirado jamás, soporté mi timidez en silencio. Entonces se abatieron de nuevo los sueños sobre mí, como múltiples velos, para envolverme. Vi en un instante fugaz a la hermosa Reina Madre, que sollozaba. No. Gritaba pidiendo auxilio.

—Apartaos de mí —murmuré al aire que me rodeaba—. Alejaos de mí, seres impuros y malvados. Alejaos de mí cuando me dispongo a entrar en la morada de mi bendita Madre.

La sacerdotisa me tomó de la mano. Oí voces procedentes de mi sueño, que discutían violentamente. Me esforcé en ver con mayor claridad, en ver a los fieles que se dirigían hacia el santuario para meditar o hacer una ofrenda, y pedir algún favor. Traté de comprender que era una nutrida multitud, apenas distinta de la de Roma.

Pero el contacto con la mano de la sacerdotisa me debilitó. Sus ojos pintarrajeados me inspiraban terror. Su ancho collar, compuesto por varias hileras de piedras lisas, me obligaba a pestañear debido al resplandor que despedía.

Me condujo al aposento privado del templo y me invitó a acomodarme en un suntuoso diván. Me tendí en él, exhausta.

—Alejaos de mí, seres malignos —murmuré—. Y también los sueños.

La sacerdotisa se sentó junto a mí y me abrazó con sus suaves brazos. Al alzar la vista contemplé una máscara.

—Hablad conmigo, eso aliviará vuestro sufrimiento —di-jo la sacerdotisa en latín, con un fuerte acento—. Desahogaos.

De pronto, impulsivamente, le relaté toda mi historia familiar, el exterminio de mi familia, mis remordimientos, mi tormento.

—¿Y si yo fuera la causa del infortunio de mi familia por haber rendido culto en el templo de Isis? ¿Y si Tiberio lo hubiera tenido en cuenta? ¿Qué he hecho? Sacrificaron a los sacerdotes y no moví un dedo. ¿Qué desea de mí la Madre Isis? Quiero morir.

—Eso no es lo que ella desea de vos —respondió la sacerdotisa, mirándome fijamente. Tenía unos ojos enormes, o quizá fuera efecto de la pintura. No, vi el blanco de sus ojos, reluciente y puro. Su boca pintada de carmín desgranaba palabras como una leve brisa, en un tono monocorde.

Me sumí en un estado delirante, enajenado. Murmuré lo que pude sobre mi iniciación, los detalles que podía revelarle a una sacerdotisa pues esas cosas eran secretas, pero le confirmé que a través de esos ritos me había reencarnado.

Toda la debilidad que se había ido acumulando en mi interior estalló como un torrente.

Entonces le relaté mi sentimiento de culpa. Le confesé que había abandonado el culto de Isis, hacía mucho tiempo, que durante los últimos años sólo había desfilado en las procesiones que se dirigían a la playa, cuando transportaban a la diosa hasta la orilla para que bendijera a los barcos. Isis, la diosa de la navegación. Confesé que no había llevado una vida piadosa.

No había movido un dedo cuando los sacerdotes de Isis habían sido crucificados. Me había limitado a protestar junto con muchos otros a espaldas del emperador. Entre mi persona y los romanos que opinaban que Tiberio era un monstruo se había fraguado un vínculo de solidaridad, pero no habíamos alzado nuestras voces en defensa de la diosa. Mi padre me había ordenado que guardara silencio. Y yo había obedecido. El mismo padre que me había ordenado que viviera.

Al volverme me caí del diván y permanecí tendida en el suelo. No sé por qué. Oprimí la mejilla contra las frías baldosas. Me gustaba sentir su frescor en la mejilla. Me hallaba en un estado de enajenación, aunque no fuera de control. Clavé la vista en el techo. Sabía una cosa. Quería salir de aquel templo. No me gustaba. No, me había equivocado al ir allí.

De pronto me odié por haberme mostrado tan vulnerable ante aquella mujer, a quien no conocía; me sentía atraída por la atmósfera de los sueños de sangre.

Abrí los ojos. La sacerdotisa se inclinó sobre mí. Vi a la sollozante ReinaMadre de mis pesadillas. Volví la cabeza y cerré los ojos.

—Podéis estar tranquila —dijo la sacerdotisa en un tono calculado, perfecto—. No habéis hecho nada malo.

Me pareció extraño que aquella voz emanara de un rostro pintarrajeado como el suyo, pero era una voz firme.

—En primer lugar —prosiguió la sacerdotisa—, tened presente que nuestra Madre Isis todo lo perdona. Es la Madre de Misericordia. —Luego agregó—: Por lo que me habéis contado, habéis tenido una iniciación más completa que la mayoría de nosotras. Os habéis sometido a un largo ayuno. Os habéis bañado en la sangre sagrada del toro. Deduzco que bebisteis la poción. Soñasteis y visteis cómo renacíais.

—Sí —repuse, tratando de revivir el viejo éxtasis, el valioso don de creer en algo—. Sí. Contemplé las estrellas y los verdes prados sembrados de flores, unos prados…

Era inútil. Esa mujer me inspiraba terror; ansiaba salir de allí, quería irme a casa, confesarle todo aquello a Flavius y pedirle que me dejara llorar sobre su hombro.

—No soy piadosa por naturaleza —confesé—. Yo era muy joven. Me fascinaban las mujeres emancipadas que acudían al templo, las prostitutas de Roma, las dueñas de las casas de placer; me gustaban las mujeres independientes, que seguían los avatares del Imperio.

—Aquí también podéis gozar de la compañía de esas mujeres —respondió la sacerdotisa sin pestañear—. Podéis tener la seguridad de que vuestros viejos vínculos con el templo no fueron los causantes de vuestra desgracia en Roma. Por las noticias que nos han llegado, sabemos que las personas de alcurnia no fueron perseguidas por Tiberio cuando destruyó el templo. Los que sí tuvieron problemas fueron la puta callejera, el modesto tejedor, el peluquero, el peón de albañil. Ninguna familia noble fue perseguida en nombre de Isis. Ya lo sabéis. Algunas mujeres huyeron a Alejandría porque se negaron a renunciar al culto, pero no corrían peligro alguno.

Los sueños se aproximaban.

—Madre de Dios —murmuré.

La sacerdotisa continuó:

—Al igual que la Madre Isis, habéis sido víctima de una tragedia. Y al igual que la Madre Isis, debéis sacar fuerzas de flaqueza y caminar sola, como hizo Isis cuando su marido, Osiris, fue asesinado. ¿Quién la ayudó cuando recorrió todo Egipto en busca del cadáver de Osiris? Estaba sola. Es la diosa más grande que existe. Cuando recuperó el cadáver de su marido y no halló en él un órgano de generación que pudiera preñarla, extrajo su semen de su espíritu. Así fue como el dios Horus nació de una mujer y un dios. Fue el poder de Isis el que extrajo el espíritu del cadáver de su marido. Fue Isis quien engañó al dios Re para que le revelara su nombre.

Eso decía la vieja leyenda.

Volví la cabeza. No podía contemplar aquel rostro grotescamente maquillado. Supongo que ella debió de advertir mi repugnancia. No debía ofenderla. Ella no obraba de mala fe. No tenía la culpa de que me pareciera un monstruo. ¡Por qué se me habría ocurrido ir allí!

Permanecí tendida, como en un trance. La estancia se hallaba invadida por una luz suave y dorada que penetraba a través de sus tres puertas, de estilo egipcio, más anchas en la base que en la parte superior, y dejé que esta luz nublara mi vista. Le pedí que lo hiciera.

Sentí la mano de la sacerdotisa, una mano cálida y sedosa, de tacto muy agradable.

—¿Creéis en ello? —le pregunté de pronto.

Ella hizo caso omiso de mi pregunta. Su máscara pintada no dejaba traslucir sus creencias.

—Imitad a la Madre Isis. No dependáis de nadie. No soportéis la carga de tener que recuperar el cadáver de un marido o de un padre. Recibid en vuestra casa con amor a tantos hombres como deseéis. No pertenecéis a nadie, salvo a la Madre Isis. Recordad que Isis es la diosa del amor, la diosa que perdona, la diosa de una comprensión infinita porque también ella ha conocido el sufrimiento.

—¡El sufrimiento! —Lancé un gemido, un sonido muy infrecuente en mí durante buena parte de mi vida. Pero vi a la sollozante Reina de mis pesadillas, encadenada a su trono—. Escuchad —dije—, os relataré mis sueños, pero os ruego que luego me expliquéis el motivo de esto. —Me di cuenta de que en mi voz había una nota de irritación, y lo lamenté—. Esos sueños no son fruto del vino o de una poción, ni de largos períodos de vigilia que alteran la mente.

Entonces, sin proponérmelo, le hice otra confesión.

Le hablé de los sueños de sangre, los sueños sobre el antiguo Egipto en los que yo había bebido sangre: el altar, el templo, el desierto, el sol del amanecer.

—¡Amón Re! —exclamé. Era el nombre egipcio del dios del sol, que yo jamás había pronunciado. Pero ahora lo hice—. Sí, Isis le engañó para que le revelara su nombre, pero él me mató y me hizo beber su sangre, ¿me oís? ¡Me convirtió en una especie de diosa sedienta de sangre!

—¡No! —exclamó la sacerdotisa, que permaneció sentada, inmóvil. Reflexionó durante un buen rato. Yo la había atemorizado, y ahora ella me atemorizaba más que antes—. ¿Sabéis leer los antiguos jeroglíficos egipcios? —me preguntó.

—No —contesté.

Entonces, en un tono más relajado y vulnerable, dijo:

—Habláis de unas leyendas muy antiguas, enterradas en la historia de nuestro culto de Isis y Osiris, según las cuales antiguamente bebían la sangre de las víctimas como sacrificio. Aquí se conservan unos pergaminos que lo afirman. Pero nadie sabe descifrarlos, salvo una persona…

La sacerdotisa dejó la frase inacabada.

—¿Quién es esa persona? —inquirí, incorporándome sobre los codos. Me di cuenta entonces de que las trenzas se me habían deshecho por completo. Mejor. Me gustaba sentir mi cabellera suelta y limpia. Me pasé las manos por el pelo.

¿Qué sentiría una persona, sepultada bajo una tonelada de pintura y una peluca como la que llevaba la sacerdotisa?

—Decidme —insistí—, ¿quién es esa persona que sabe leer esas leyendas? ¡Decídmelo!

—Se trata de unas historias infames —respondió la sacerdotisa—, que sostienen que Isis y Osiris viven todavía, en algún lugar desconocido, bajo una forma material, y siguen bebiendo la sangre de sus víctimas. —La sacerdotisa hizo un gesto de rechazo y repulsión—. Pero nuestro culto no es así. Aquí no sacrificamos a seres humanos. Egipto era viejo y sabio mucho antes de que naciera Roma.

¿A quién trataba de convencer? ¿A mí?

—Nunca he tenido esos sueños, de forma sucesiva, basados en el mismo tema.

Observé que la sacerdotisa comenzaba a alterarse mientras hacía esas afirmaciones.

—A nuestra Madre Isis no le gusta la sangre. Ha derrotado a la muerte y ha confirmado a su esposo Osiris como Rey de los Muertos, pero para nosotros representa la vida misma. Ella no os envió esos sueños.

—Probablemente no. Estoy de acuerdo con vos. Pero entonces, ¿quién lo hizo? ¿De dónde proceden? ¿Por qué me atormentaron durante mi travesía? ¿Quién es esa persona que sabe leer los antiguos jeroglíficos?

La sacerdotisa estaba visiblemente trastornada. Me soltó la mano y clavó la vista en el infinito; sus ojos adquirieron una aparente ferocidad debido a la pintura negra.

—Quizás alguien os contó en vuestra infancia una antigua historia, posiblemente un viejo sacerdote egipcio. La habíais olvidado y ahora ha aflorado de nuevo en vuestra torturada mente. Se alimenta de un fuego al que no tiene derecho: la muerte de vuestro padre.

—Confío en que así sea, pero jamás he conocido a ningún viejo sacerdote egipcio. Los sacerdotes del templo eran romanos. Además, si analizamos los sueños, veremos un esquema muy preciso. ¿Por qué llora la Reina Madre? ¿Por qué me mata el sol? La Reina está encadenada. La Reina está prisionera. ¡La Reina padece un tormento atroz!

—Basta.

La sacerdotisa se estremeció. Luego me abrazó, como si fuera ella quien me necesitara a mí. Sentí el rígido tacto de su túnica de lino, la espesa mata de su peluca, y los acelerados latidos de su corazón.

—No —dijo—. Estáis poseída por un demonio al que podemos expulsar de vuestro cuerpo. Es posible que el vil asesinato de vuestro padre junto al hogar abriera el camino a ese demonio.

—¿Lo creéis realmente? —pregunté.

—Escuchad —respondió la sacerdotisa en un tono tan banal como el de las mujeres que se hallaban fuera—. Quiero que os bañéis, que os cambiéis de ropa. ¿Podéis cederme una parte de ese dinero? Si no es así, yo misma os procuraré lo que necesitéis. En este templo somos ricos.

—Aquí hay bastante dinero. Podéis tomar cuanto queráis —contesté, sacando la bolsa de mi ceñidor.

—Lo dispondré todo. Ropas nuevas. Esta seda es demasiado frágil.

—¡Lo sé de sobra! —repliqué.

—Lleváis la capa desgarrada. Tenéis el cabello alborotado.

Entregué a la sacerdotisa una docena de monedas, más de las que había pagado por Flavius.

Al ver tanto dinero se quedó impresionada, pero se apresuró a disimularlo. De pronto me miró fijamente y consiguió esbozar una expresión a pesar de la gruesa capa de maquillaje que cubría su rostro. Temí que fuera a resquebrajarse.

Pensé que iba a estallar en sollozos. Yo me había convertido en una experta en hacer que la gente se echara a llorar. Mia y Lia habían llorado. Flavius también. Ahora iba a echarse a llorar la sacerdotisa. ¡La Reina del sueño estaba sollozando!

Me puse a reír como una loca, echando la cabeza hacia atrás, pero entonces vi a la Reina Madre. La vi en una imagen distante y borrosa, y experimenté una tristeza tan profunda que también yo estuve a punto de llorar. Mis burlas eran una blasfemia. Me estaba engañando a mí misma.

—Tomad este oro para el templo —dije—. Empleadlo en comprarme ropas nuevas, en lo que creáis que necesito. Pero deseo que mi ofrenda a la diosa consista en flores y pan, una pequeña hogaza recién horneada.

—Muy bien —respondió la sacerdotisa asintiendo con la cabeza—. Eso es lo que desea Isis. No desea sangre. ¡No! ¡Nada de sangre!

Luego me ayudó a levantarme.

—En el sueño —dije—, ella aparece sollozando. No le gustan esos bebedores de sangre, protesta, mostrando su indignación. No es ella quien bebe sangre.

La sacerdotisa me miró perpleja, y luego asintió con un enérgico movimiento de la cabeza.

—Sí, eso es evidente.

—Yo también protesto y sufro —dije.

—Sí, venid conmigo —pidió la sacerdotisa, conduciéndome a través de una puerta alta y recia y dejándome en manos de las esclavas del templo. Me sentí aliviada y cansada a un tiempo.

Qué placer que otras manos lo hicieran todo correctamente.

Durante un rato me pregunté si me adornarían con pliegues de lino blanco y trenzas negras, pero optaron por un estilo romano.

Las jóvenes me hicieron un hermoso peinado con las trenzas, formando como un círculo y dejando que una generosa cantidad de bucles me enmarcara el rostro.

Las ropas que me entregaron eran nuevas, de un lino de excelente calidad. El dobladillo estaba bordado con flores. Aquella obra de arte, tan precisa, tan minúscula, me pareció más valiosa que el oro.

Ciertamente, me complacía más que el oro.

¡Me sentía tan cansada! Y agradecida.

Las jóvenes me maquillaron el rostro más artísticamente de lo que yo era capaz, al estilo egipcio, y al mirarme en el espejo me llevé un sobresalto. No era tan exagerado como el maquillaje de la sacerdotisa, pero habían delineado mis ojos con pintura negra.

—Pero ¿cómo voy a quejarme? —murmuré.

Dejé el espejo sobre la mesa. Por fortuna, una no tiene que verse.

Me dirigí a la gran sala del templo, convertida en una respetable mujer romana, maquillada según el exótico estilo oriental, lo cual era muy común en Antioquía.

Hallé a la sacerdotisa acompañada por otras dos, vestidas tan formalmente como ella, y un sacerdote que lucía también el antiguo tocado egipcio, aunque no llevaba peluca sino una capucha a rayas. Vestía una túnica corta y plisada. Al volverse y ver que me dirigía hacia ellos, me miró irritado.

Temor. Un temor aplastante. «¡Huye de este lugar! —me dije—. Olvida la ofrenda, o pídeles que la hagan ellos en tu nombre. Vete a casa. Flavius te espera. ¡Sal de aquí!»

Estaba anonadada.

Dejé que el sacerdote me llevara aparte.

—Prestad atención —dijo suavemente—. Os conduciré al recinto sagrado. Dejaré que habléis con la Madre. Pero al salir venid a verme. No os marchéis sin haber hablado conmigo. Debéis prometerme que volveréis todos los días, y si esos sueños se repiten, debéis decírnoslo. Hay una persona a quien debéis hablar sobre ello, a menos que la diosa los aparte de vuestra mente.

—No tengo inconveniente en hablar de ello con cualquiera que pueda ayudarme —repuse—. Odio esos sueños… Pero os noto nervioso; ¿acaso me teméis?

El sacerdote negó con la cabeza.

—No os temo, pero debo revelaros algo. Es preciso que hable con vos hoy o mañana. Ahora id a hablar con la Madre, y luego venid a verme.

Las sacerdotisas me condujeron a la cámara del sanctasanctórum; delante del altar había unas cortinas de lino blanco. Vi mi ofrenda ante él: una enorme guirnalda de flores perfumadas y la hogaza de pan caliente.

Me postré de rodillas. Unas manos invisibles descorrieron las cortinas y me encontré a solas en la cámara, arrodillada ante la Regina Caeli, la Reina del Cielo.

Entonces me llevé otro sobresalto.

Era una antigua estatua egipcia de nuestra Isis, tallada en basalto oscuro. Llevaba un tocado largo y estrecho, sujeto detrás de las orejas.

Sobre la cabeza lucía un inmenso disco entre unos cuernos. Sus pechos estaban desnudos. En su regazo aparecía sentado el faraón adulto, su hijo Horus. Isis le ofrecía su pecho izquierdo para que mamara.

Fui presa de la desesperación. Esa imagen no significaba nada para mí. En vano traté de hallar la esencia de Isis en esa imagen.

—¿Me has enviado tú esos sueños, Madre? —murmuré.

Deposité las flores ante ella. Partí el pan.

En el silencio que emanaba la serena y antigua estatua no percibí el menor sonido.

Me postré en el suelo, con los brazos extendidos, y en el fondo de mi alma traté de decir acepto, creo, soy tuya, ¡te necesito!

Pero me eché a llorar. Lo había perdido todo. No sólo Roma y a mi familia sino incluso a mi Isis. Aquella diosa era la encarnación de la fe de otra nación, otro pueblo.

Sentí que recuperaba la calma, poco a poco.

Entonces decidí que el culto de mi Madre se hallaba en todas partes, en el norte, el sur, el este y el oeste. El espíritu de aquel culto era lo que le confería su poder. Yo no necesitaba besar literalmente los pies de aquella efigie. No se trataba de eso.

Me incorporé despacio y me senté en el suelo. Entonces tuve una revelación. No la recuerdo con detalle, pero lo comprendí de inmediato.

Comprendí que todo aquello no era sino símbolo de otras cosas. Comprendí que todos los ritos reproducían otros acontecimientos. Comprendí que en nuestras prácticas mentes humanas concebíamos esas cosas con una inmensidad de alma que no permitiría que el mundo quedara desposeído de significado.

Y aquella estatua representaba el amor. El amor sobre la crueldad. El amor sobre la injusticia. El amor sobre la soledad y la condenación. Eso era lo importante. Contemplé el rostro de la diosa y comprendí que la conocía. Observé al pequeño faraón, el pecho que le ofrecía su madre.

—¡Soy tuya! —dije con frialdad.

Sus toscos y primitivos rasgos egipcios no impedían que me llegara al corazón; contemplé su mano derecha, con la que sostenía su pecho.

Amor. El amor nos exige fuerza, nos exige resistencia, nos exige aceptar todo cuanto nos es desconocido.

—Madre bendita, aleja de mí esos sueños —dije—, o revélame su propósito y el camino que debo seguir. Te lo suplico.

Luego recité una antigua letanía en latín:

Tú has hecho que se separen el Cielo y la Tierra.

Tú eres quien se alza en la estrella del Can Mayor.

Tú haces que los niños amen a sus padres.

Tú has decretado misericordia para todo aquel que la implore.

Yo creía en esas palabras, pero de un modo profano. Creía en ellas porque veía que su culto había reunido las mejores ideas que eran capaces de concebir los hombres y las mujeres. Ésa era la función de una diosa; ése era el espíritu del que obtenía su vitalidad.

El falo perdido de Osiris existe en el Nilo. Y el Nilo insemina los campos. ¡Qué hermoso!

Lo importante era no rechazarlo, como sugería Lucrecio, sino comprender lo que representaba su imagen. Extraer de esa imagen lo mejor de mi alma.

Y cuando contemplé aquellas preciosas flores blancas, pensé: «Es tu sabiduría, Madre, que las hace florecer.»

Con ello quería decir que en el mundo existían muchas cosas dignas de ser atesoradas, preservadas, honradas, que nos producían un placer luminoso, y que ella, Isis, encarnaba esos conceptos demasiado profundos para denominarlos ideas.

Yo la amaba, amaba la expresión de bondad que constituía Isis.

Cuanto más contemplaba su rostro de piedra, más me parecía que podía verme. Un viejo truco. A medida que permanecía arrodillada allí, tuve la impresión de que me hablaba. Pero fui plenamente consciente de que eso no significaba nada. Los sueños se habían alejado. Me parecían un enigma al que encontraría una solución idiota.

Entonces me arrastré hacia ella y le besé los pies con auténtico fervor.

La ceremonia había concluido.

Salí de allí sintiéndome recuperada, jubilosa.

Ya no tendría aquellos sueños. Aún no había anochecido. Me sentí feliz.

En el patio del templo hallé numerosas amigas, y tras sentarme junto a ellas debajo de los olivos, les sonsaqué toda la información práctica que necesitaba para vivir: cómo conseguir cocineros, peluqueros, dónde adquirir tal o cual objeto.

Dicho de otro modo, mis ricas amigas me informaron de todo lo que necesitaba para dirigir mi casa eficazmente sin llenarla de esclavos. Me las arreglaría con Flavius y las dos muchachas. Excelente. Todo lo demás podía contratarlo o comprarlo.

Por fin, agotada, con la cabeza llena de nombres y señas que recordar, después de haberme divertido con los chistes y las historias de aquellas mujeres, admirada de la facilidad con que se expresaban en griego —una lengua que siempre me había fascinado— decidí irme a casa.

Ya podía ponerme manos a la obra.

El templo seguía atestado de gente. Observé las puertas. ¿Dónde estaba el sacerdote? Bueno, regresaría al día siguiente. No quería revivir de nuevo aquellos sueños. Muchas personas entraban y salían con flores y panes, y algunos pájaros para que los liberara la diosa, unos pájaros que saldrían volando por la elevada ventana del santuario.

Qué calor hacía allí. La tapia estaba cubierta con gran profusión de flores. Siempre había pensado que era imposible que existiera un lugar más bello que la Toscana, pero aquel lugar también era muy hermoso.

Salí del patio, pasé ante los escalones, y entré en el foro.

Me acerqué a un hombre situado bajo los arcos, que estaba enseñando a un grupo de muchachos todo cuanto Diógenes había propugnado: que renunciáramos a la carne y a sus placeres, que lleváramos una vida pura y rechazáramos el goce de los sentidos.

Era tal como Flavius lo había descrito. Pero el hombre creía en cada palabra que decía, y era culto. Habló de una resignación liberadora. Me sentí atraída por él pues supuse que eso era lo que yo había experimentado en el templo.

Los muchachos que lo escuchaban eran demasiado jóvenes para comprenderlo. Pero yo sí lo comprendí. Aquel hombre me gustaba. Tenía el pelo entrecano y llevaba una túnica larga y sencilla. No se exhibía con ostentosos harapos.

Me apresuré a interrumpirle. Con una humilde sonrisa le ofrecí el consejo de Epicuro, de acuerdo con el cual el Señor no nos habría dado los sentidos si no fueran útiles. ¿No era así?

—¿Acaso debemos negar nuestros sentidos? Fijaos en el patio del templo de Isis, mirad las flores que adornan la tapia. ¿No es un espectáculo digno de ser disfrutado? Contemplad el intenso rojo de esas flores que bastarían para animar a una persona deprimida. ¿Quién puede afirmar que los ojos son más sabios que las manos o los labios?

Los jóvenes se volvieron hacia mí. Discutí con algunos. Qué hermosos y lozanos eran. Había también hombres de pelo largo, procedentes de Babilonia, e incluso hebreos de alcurnia, con los brazos y el pecho muy peludos, y muchos romanos coloniales a quienes impresionaron mis argumentos de que en los placeres de la carne y en el vino hallamos la verdad de la vida.

—Las flores, las estrellas, el vino, los besos de nuestro amante, todo forma parte de la naturaleza —dije. Me sentía exultante despues de mi visita al templo, donde había descargado todos mis temores y había resuelto mis dudas. En aquel momento era invencible. El mundo aparecía renovado.

El maestro, cuyo nombre era Marcellus, salió de debajo del arco para saludarme.

—Ah, graciosa dama, me dejáis asombrado —dijo—. Pero ¿de quién habéis aprendido esas creencias? ¿De Lucrecio? ¿De la experiencia? Tenéis que comprender que no debemos animar a la agente a abandonarse a los sentidos.

—¿Quién ha hablado de abandonarse? —pregunté—. Ceder no significa abandonarse. Significa honrar. Yo hablo de una vida prudente, de escuchar la sabiduría de nuestro cuerpo. Hablo de la inteligencia última de la bondad y el gozo. Y si deseáis saberlo, Lucrecio no me enseñó tanto como suponéis. Siempre me pareció un tanto seco. Aprendí a abrazar la gloria de la vida de los poetas como Ovidio.

Los muchachos aplaudieron mis palabras.

—Yo aprendí de Ovidio —gritó una voz tras otra.

—Muy bien, pero recordad vuestros modales además de vuestras lecciones —dije con firmeza.

Más aplausos. A continuación los jóvenes comenzaron a recitar unos versos de Las metamorfosis de Ovidio.

—Espléndido —dije—. ¿Cuántos sois? Quince. ¿Por qué no venís a cenar a mi casa? —pregunté—. Dentro de cinco noches, os espero. Necesito tiempo para prepararlo todo. Os enseñaré muchos libros. ¡Prometo demostraros lo que un delicioso festín puede hacer por el alma!

Mi invitación fue aceptada con risas y exclamaciones de regocijo. Yo les indiqué las señas de mi casa.

—Soy viuda. Me llamo Pandora. Mi invitación es seria, y en mi casa os aguarda un festín. No esperéis que amenice la velada con bailarines y bailarinas, pues no los hallaréis bajo mi techo. Os ofreceré unos platos suculentos. Poesía. ¿Quién de vosotros sabe cantar los versos de Homero? Pero correctamente. ¿Quién de vosotros los canta de memoria, para deleitarse con ellos?

Risas, un ambiente distendido. Victoria. Todo el mundo podía conseguir eso, y no desaproveché la oportunidad. Alguien mencionó de pasada a otra romana que se moriría de envidia al averiguar que tenía una rival en Antioquía.

—Tonterías —observó otro—, su mesa está siempre repleta de comensales. ¿Me permitís que os bese la mano, señora?

—Debéis decirme su nombre —le rogué—. La invitaré a mi casa. Deseo conocerla, y aprender lo que pueda enseñarme.

El maestro sonrió. Yo le di unas monedas.

Comenzaba a oscurecer. Suspiré. En el cielo brillaban ya las estrellas del crepúsculo que precede a la noche.

Recibí los besos castos del joven y repetí que los esperaba a todos en mi casa.

Pero algo había cambiado. Se produjo en un abrir y cerrar de ojos. Ah, no se trataba de unos ojos pintados. Quizás únicamente se debiera al siniestro manto del crepúsculo.

Sentí un escalofrío. «Soy yo quien te ha llamado.» ¿Quién había pronunciado esas palabras? «Cuidado, porque tratan de apoderarse de ti, y no consentiré que nadie robe lo que es mío.»

Me quedé estupefacta. Sostuve la cálida mano del maestro. Éste recomendó moderación en todo.

—Mirad mi sencilla túnica —dijo—. Estos jóvenes tienen tanto dinero que temo que se destruyan a sí mismos.

Los chicos protestaron.

Pero yo percibía sus palabras vagamente. Agucé el oído. Eché un vistazo alrededor. ¿De dónde procedía aquella voz? ¿Quién había pronunciado aquellas palabras? ¿Quién me había llamado y quién trataba de robarme?

De pronto, pasmada, vi a un hombre, con la cabeza cubierta con la toga, observándome. Lo reconocí al instante por su frente y sus ojos. Reconocí su forma de caminar cuando se alejó con paso rápido.

Era mi hermano menor, Lucius, a quien yo despreciaba. Tenía que ser él. Al advertir que yo había descubierto su presencia, huyó precipitadamente entre las sombras.

Yo conocía bien a esa persona. Lucius. Me aguardaba al final de un largo pórtico.

No podía moverme, y empezaba a anochecer. Todos los comerciantes habían cerrado sus puestos. Las tabernas habían apagado sus linternas o antorchas. Quedaba abierta una librería, con gran profusión de libros bajo las lámparas que la iluminaban.

Lucius, mi detestable hermano, no se había acercado para saludarme con lágrimas en los ojos sino que se había alejado sigilosamente entre las sombras del pórtico. ¿Por qué?

Me daba miedo saberlo.

A todo esto los jóvenes me rogaron que los acompañara a una taberna que había en un parque no lejos de allí. Era un lugar delicioso. Todos se peleaban por pagarme la cena.

«Piensa, Pandora —me dije—. Esta amable invitación es una prueba para medir el grado de tu valor y libertad. No deberías ir a una tosca taberna con esos jóvenes.» Pero muy pronto me quedaría sola.

El foro estaba en silencio. Aunque ante los templos ardían fuegos, grandes espacios permanecían sumidos en la oscuridad. El hombre de la toga me acechaba.

—No, debo irme —dije.

«¿Dónde hallaré a un hachero? —me pregunté, desesperada—. ¿Sería muy atrevido por mi parte pedir a estos jóvenes que me acompañen a casa?» Vi que les aguardaban sus esclavos, quienes ya habían encendido sus antorchas o linternas.

Del templo de Isis brotaban unos cantos.

«Soy yo quien te ha llamado. Cuidado… ¡por mí y mi propósito!»

—Esto es una locura —murmuré, despidiéndome con la mano de los jóvenes que se marchaban en parejas o grupos de tres. Me forcé a sonreír y a darles las buenas noches amablemente.

Miré enojada la figura distante de Lucius, quien se había detenido al final de un pórtico frente a las puertas cerradas. Su misma postura delataba su talante furtivo y cobarde.

De pronto noté una mano sobre el hombro. La aparté al instante para imponer unos límites a tal familiaridad, pero entonces advertí que un hombre me susurraba unas palabras al oído.

—El sacerdote del templo os ruega que regreséis allí, señora. Desea hablar con vos. No quería que os fuerais sin haber hablado con él.

Al volverme vi a un sacerdote junto a mí, con el vistoso tocado egipcio, una impecable toga de lino blanco y un medallón con la efigie de la diosa colgando del cuello.

Gracias al cielo.

Pero antes de que lograse salir de mi estupor y responder, otro hombre se acercó a nosotros, arrastrando su pierna de marfil. Le acompañaban dos hacheros. Nos abrazamos bajo la cálida luz de las antorchas.

—¿Desea mi ama hablar con ese sacerdote? —preguntó el recién llegado.

Era Flavius. Había cumplido mis instrucciones. Iba vestido como un elegante caballero romano, con una larga túnica y una amplia capa; como esclavo, no podía vestir una toga. Se había lavado y cortado el pelo y presentaba un aspecto tan pulcro como cualquier hombre libre, y además parecía muy seguro de sí. Marcellus, el maestro-filósofo, dijo:

—Señora Pandora, sois muy amable, y permitid que os asegure que la taberna que frecuentan estos jóvenes puede dar origen a otro Aristóteles o Platón, pero no es un lugar adecuado para vos.

—Lo sé —reconocí—. No debéis preocuparos.

El maestro miró con recelo al sacerdote y al apuesto Flavius, cuya cintura rodeé con mi brazo.

—Éste es mi administrador, el que os dará la bienvenida la noche que vengáis a cenar a mi casa. Os agradezco que me hayáis permitido interrumpir vuestra lección. Sois muy amable.

El maestro, con expresión de alarma, se inclinó hacia mí y dijo:

—En ese pórtico hay un hombre; no lo miréis, pero necesitáis más esclavos que os protejan. Esta ciudad es traicionera, peligrosa.

—De modo que vos también lo habéis visto —repuse—. ¡Y qué toga tan elegante luce, sin duda es un hombre de alcurnia!

—Está anocheciendo —intervino Flavius—. Contrataré más hacheros y una litera. Allí veo a unos hacheros. —Luego dio las gracias al maestro, quien se alejó de mala gana.

El sacerdote aguardaba mi respuesta. Flavius hizo una señal a otros dos hacheros, que se acercaron a toda prisa. Ahora disponíamos de luz suficiente.

Me volví hacia el sacerdote.

—Iré al templo, pero antes tengo que hablar con ese hombre que aguada allí, entre las sombras —dije, señalando ostentosamente. Estaba bañada por la luz de las antorchas, como si me hallara sobre un escenario. La lejana figura retrocedió, como queriéndose fundir con la pared.

—¿Por qué? —preguntó Flavius con la humildad de un senador romano—. No me gusta la catadura de ese hombre. Parece que nos esté acechando. El maestro tenía razón.

—Lo sé —admití. Oí el vago eco de las risas de una mujer. ¡Por todos los dioses! Tenía que mantenerme serena para llegar a casa. Miré a Flavius. Él no había oído las risas.

Sólo había un medio correcto de hacer lo que tenía que hacer.

—Vosotros, acompañadme —ordené a los cuatro hacheros—. Flavius, quédate aquí con el sacerdote mientras me acerco a saludar a ese hombre. Lo conozco. No te acerques a menos que yo te llame.

—No me gusta —insistió Flavius.

—A mí tampoco —apostilló el sacerdote—. Desean que acudáis al templo, señora, y disponemos de muchos guardias para escoltaros a vuestra casa.

—No os defraudaré —repuse, pero eché a andar hacia la figura envuelta en una toga, cruzando paso a paso la plaza pavimentada, rodeada por la luz de las antorchas.

Al ver que me dirigía hacia él, el hombre de la toga se sobresaltó visiblemente y avanzó unos pasos, alejándose del muro.

Yo me detuve sin salir de la plaza.

El individuo tenía que aproximarse. Yo no iba a moverme. Las cuatro antorchas oscilaban y se agitaban con la brisa. Cualquiera que se hallara en las inmediaciones nos habría visto, pues constituíamos un foco de luz en medio del foro.

El hombre avanzó hacia mí, primero con paso lento y luego rápidamente. La luz iluminó su rostro. Estaba furioso.

—Lucius —murmuré—. Te veo, pero no puedo creer lo que veo.

—Yo tampoco —replicó él—. ¿Qué demonios haces aquí? —inquirió.

—¿Qué? —Estaba tan pasmada que fue lo único que acerté a decir.

—¡Nuestra familia ha caído en desgracia en Roma y tú te exhibes alegremente en el mismo centro de Antioquía! ¡Pintarrajeada y perfumada, y con el pelo untado con aceites! ¡Pareces una puta!

—¡Lucius! —protesté—. ¡Por todos los dioses! ¡Nuestro padre ha muerto! Tus hermanos seguramente también. ¿Cómo conseguiste huir? ¿No te alegras de verme? ¿Por qué no me llevas a tu casa?

—¡Cómo voy a alegrarme de verte! —masculló Lucius—. ¡Nos hemos ocultado aquí, zorra!

—¿Quiénes? ¿Y Antonio? ¿Qué ha sido de Flora?

Lucius, irritado, contestó en tono despectivo:

—Los han asesinado, Lydia, y si no te ocultas en un lugar seguro donde no pueda hallarte ningún ciudadano romano, tú también morirás. ¡Cómo iba a imaginar que te encontraría aquí, disertando sobre filosofía! Eres la comidilla de las tabernas. ¡Y ese esclavo con la pierna de marfil! Te vi este mediodía, necia. ¡Maldita seas!

Sus palabras destilaban odio.

De nuevo percibí el lejano eco de unas risas. Por supuesto, Lucius no lo oyó. Sólo yo podía oírlo.

—¿Dónde está tu esposa? —le pregunté—. Deseo verla. ¡Llévame a tu casa!

—No.

—Lucius, soy tu hermana. Quiero ver a tu esposa. Tienes razón, me he comportado como una necia. No he pensado en lo que hacía. Antioquía está muy lejos de Roma. No se me ocurrió…

—De eso me quejo, Lydia, jamás obras con prudencia y sensatez. Jamás lo has hecho. Eres una soñadora impenitente, y además estúpida.

—¿Qué puedo hacer, Lucius?

Se volvió de derecha a izquierda, examinando a los hacheros.

Luego entornó los ojos. Sentí su odio. «Oh, padre —imploré en silencio—, confío en que no contemples esta escena desde el cielo o el infierno. ¡Mi hermano me quiere muerta!»

—Sí —dije—, me acompañan cuatro hacheros y estamos en el centro del foro. Y no olvides el hombre con la pierna de marfil que está junto al sacerdote —añadí suavemente—. Y toma nota de los soldados apostados frente al templo del emperador. ¿Cómo está tu esposa? Debo verla, iré a tu casa en secreto. Estoy segura de que se alegrará al comprobar que sigo con vida, pues la quiero como a una hermana. No temas, no te dirigiré la palabra cuando me encuentre contigo en un lugar público. Reconozco que he cometido un grave error.

—¡Déjate de historias! —le espetó Lucius—. ¡Hermanas! ¡Mi esposa ha muerto! —Tras mirar de nuevo a derecha e izquierda agregó—: Los mataron a todos. ¿No lo comprendes? Aléjate de mí.

Lucius retrocedió unos pasos pero yo avancé hacia él, rodeándolo de nuevo con el resplandor de las antorchas.

—¿Quién te acompaña? —pregunté—. ¿Quién huyó contigo? ¿Quién más logró sobrevivir?

—Priscilla —repuso Lucius—. Tuvimos suerte de poder escapar.

—¿Qué? ¿Tu amante? ¿Has venido aquí con tu amante? Y los niños, ¿también han muerto?

—Sí, supongo que sí. ¿Cómo iban a escapar? Mira, Lydia, te doy una noche para que abandones esta ciudad y te alejes de mí. Me he instalado aquí cómodamente y no tolero tu presencia. Abandona Antioquía. Vete por tierra o por mar. No me importa. ¡Pero márchate!

—¿Dejaste a tu esposa y a tus hijos para que murieran a manos de esos asesinos y viniste aquí con Priscilla?

Ir a la siguiente página

Report Page