Pandora

Pandora


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—¿Cómo diablos lograste escapar, zorra asquerosa? ¡Te comportas como una perra en celo! ¡Responde! Claro está que tú no tienes hijos… ¡El famoso y estéril útero de nuestra familia! —Lucius se volvió hacia los hacheros y gritó—: ¡Marchaos de aquí!

—No os mováis. —Me llevé la mano al puñal. Aparté un poco la capa para que mi hermano viera el resplandor del acero.

Lucius me miró pasmado y esbozó una sonrisa grotescamente falsa. ¡Era nauseabundo!

—¡Lydia, yo no te haría daño por nada en el mundo! —exclamó como si se sintiera ofendido—. Tan sólo me preocupa nuestra seguridad. Nos enteramos de que habían matado a todos en casa. ¿Qué podía hacer yo, regresar y morir para nada?

—Estás mintiendo. No me vuelvas a acusar de que me comporto como una perra en celo, a menos que quieras convertirte en un capón. Sé que mientes. Alguien te informó de la situación y te faltó tiempo para huir. ¿O fuiste tú quien nos traicionó a todos?

Ah, qué triste que mi hermano no fuera más inteligente, más perspicaz. En lugar de mostrarse ofendido por mis odiosas acusaciones, se limitó a ladear la cabeza y replicar:

—Eso no es cierto. Ven conmigo. Despacha a esos hombres y a ese esclavo y yo te ayudaré. Priscilla te adora.

—¡Es una embustera y una zorra! Me asombra que permanezcas impávido ante mis acusaciones. ¿Dónde está la furia que mostraste cuando me viste? Acabo de acusarte de abandonar a tu esposa y a tus hijos a manos de la guardia pretoriana. ¿No me has oído?

—Es una estupidez. Jamás haría algo semejante.

—Llevas la culpa escrita en la cara. ¡Debería matarte aquí mismo!

Lucius retrocedió.

—¡Vete de Antioquía! —exclamó—. No me importa el juicio que te merezca o lo que tuve que hacer para que Priscilla y yo consiguiéramos salvarnos. ¡Vete de Antioquía!

No existían palabras para el juicio que me merecía mi hermano. Aquello era más duro de lo que mi alma podía soportar.

Lucius retrocedió unos pasos y echó a andar hacia la oscuridad, desapareciendo antes de alcanzar el pórtico. Percibí el eco de sus pasos sobre los adoquines.

—¡Por todos los cielos! —murmuré. Estaba a punto de estallar en sollozos. Pero aún tenía la mano sobre el puñal.

Me volví. El sacerdote y Flavius se habían acercado más de lo que yo les había ordenado. Me sentía totalmente perpleja, desconcertada. No sabía qué hacer.

—Venid al templo de inmediato —dijo el sacerdote.

—De acuerdo —le respondí—. Acompáñame, Flavius, con los cuatro hacheros. Quiero que os coloquéis junto a los guardianes del templo y que vigiléis por si regresa ese hombre.

—¿De quién se trata, señora? —preguntó Flavius en voz baja cuando eché a andar hacia el templo, delante de él y del sacerdote.

Tenía un aspecto imponente, y la prestancia de un hombre libre. Su túnica, de fina lana con listas doradas y un cinturón también dorado, se ajustaba perfectamente al torso. Incluso había lustrado su pierna de marfil. Me sentí más que satisfecha. Pero ¿iba armado?

Debajo de su talante sosegado, Flavius se mostraba muy protector. Me sentía tan deprimida que no podía articular las palabras necesarias para responderle.

En aquel momento vimos que varias literas cruzaban la plaza, portadas por unos esclavos que avanzaban a toda prisa mientras otros caminaban junto a ellos sosteniendo las antorchas. Del gentío que llenaba la plaza emanaba un suave resplandor rosáceo. La gente se dirigía a cenar o a alguna ceremonia privada. Algo ocurría en el templo.

Me volví hacia el sacerdote.

—¿Tendríais la bondad de vigilar a mi esclavo y a mis hacheros?

—Desde luego, señora —repuso el sacerdote.

Era noche cerrada. Soplaba una agradable brisa. En los largos pórticos había unas linternas encendidas. Nos aproximábamos a los braseros de la diosa.

—Ahora debo dejarte —anuncié—. Te autorizo a proteger mis bienes, tal como tú mismo dijiste hace un rato, con tu vida. No te muevas de aquí. No me marcharé sin ti ni me demoraré. No deseo hacerlo. ¿Llevas un cuchillo?

—Sí, señora, pero aún no lo he utilizado. Lo encontré entre vuestras pertenencias, y al ver que no regresabais a casa y se hacía tarde…

—No me cuentes la historia del mundo —le interrumpí—. Cumpliste con tu deber. No dudo de que siempre lo harás. —Me volví de espaldas a la plaza y añadí—: Enséñamelo. Así sabré si está afilado o es un mero objeto decorativo.

Cuando Flavius sacó el cuchillo de su vaina, que llevaba adherida al antebrazo, le pasé la yema del dedo por el filo y me hice un corte del que brotaron unas gotas de sangre. Se lo devolví a Flavius. Era un cuchillo de mi padre. ¡Mi padre había llenado mi baúl no sólo con su fortuna sino también con sus armas para que yo pudiera sobrevivir!

Flavius y yo intercambiamos una última mirada.

El sacerdote estaba muy nervioso.

—Señora, os lo ruego, entrad de una vez —dijo.

Me condujo a través de las majestuosas puertas del templo, y al cabo de unos momentos me encontré con la sacerdotisa y el sacerdote con los que había hablado antes.

—¿Qué deseáis de mí? —pregunté. Respiraba con dificultad. Me sentía mareada—. Tengo muchas cosas que hacer. ¿No podemos dejarlo para otra ocasión?

—¡No, señora! —respondió el sacerdote.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo, como si alguien me estuviera espiando. Pero si había alguien, las sombras del templo lo ocultaban.

—Muy bien —dije—. Supongo que se trata de mis espantosas pesadillas, ¿no es cierto?

—Así es —contestó el sacerdote—. Y más que eso.

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