Pandora

Pandora


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Nos condujeron a otra cámara, escasamente iluminada por una antorcha.

A la luz de la oscilante llama apenas si veía los rostros del otro sacerdote y de la sacerdotisa. Una biombo oriental, hecho de ébano, separaba un extremo de la habitación, y tuve la certeza de que tras él se ocultaba alguien.

Pero sólo sentí una gran dulzura que emanaba de todas las personas congregadas allí. Eché un vistazo a mi alrededor. El encuentro con mi hermano me había deprimido tanto y estaba tan nerviosa que no conseguí encontrar unas palabras amables con las que excusarme.

—Tengo que atender un asunto urgente, así que no puedo demorarme. —Temía por la seguridad de Flavius—. Os ruego que enviéis de inmediato unos guardias para proteger a mi esclavo, que me está esperando fuera.

—Bien —contestó el sacerdote que yo conocía—. Os suplico que os quedéis y nos contéis de nuevo vuestra historia.

—¿Quién hay ahí? —inquirí, señalando con el dedo—. ¿Quién se oculta ahí detrás? —Era una pregunta ruda e irreverente, pero me sentía francamente alarmada.

—Es uno de nuestros más devotos adeptos —respondió el sacerdote que me había acompañado antes al santuario de Isis—. Viene con frecuencia por las noches para rezar ante el altar de la diosa, y ha donado mucho dinero al templo. Sólo desea oír nuestra conversación.

—Yo no estoy tan segura de eso. ¡Decidle que salga! —exigí—. Además, ¿de qué supone que vamos a hablar?

Me enfurecí al pensar que habían traicionado mis confidencias. No les había revelado mi verdadero nombre romano, sólo mi tragedia, pero el templo era sagrado.

Todos se apresuraron a calmarme con frases amables.

La figura que había visto antes envuelta en la toga, mucho más alta que mi hermano, de hecho extraordinariamente alta, salió de detrás del biombo. Llevaba una toga oscura, pero no dejaba de ser la prenda clásica. La toga le ocultaba el rostro. Sólo alcancé a ver sus labios.

—No temas —susurró—. Esta tarde hablaste al sacerdote y a la sacerdotisa sobre tus sueños de sangre.

—¡Era confidencial! —protesté, indignada. Mis sospechas crecieron, pues había contado a aquella gente muchas otras cosas, aparte de los sueños.

Traté de distinguir la figura con más claridad. Había algo en ella que me resultaba familiar, quizá la voz, aunque era poco más que un murmullo… u otra cosa.

—Señora Pandora —dijo la sacerdotisa que antes me había consolado—. Habéis venido aquí hablando de un antiguo y legendario culto, un culto al que nos oponemos y que condenamos. Un culto de nuestra amada Madre cuyos adeptos practicaban sacrificios humanos. Como os dije, rechazamos esas prácticas.

—Sin embargo —terció el anciano sacerdote—, hay alguien que vaga por la ciudad de Antioquía y chupa la sangre a seres humanos, dejándolos exangües y matándolos. Luego, antes del amanecer, arroja sus cadáveres sobre las escaleras del templo. —Suspiró—. Os confío un secreto muy importante, Pandora.

Me abandonó completamente el recuerdo de mi hermano. El mastín de mis sueños se abatió sobre mí, arrojándome su pérfido aliento. Traté de recobrar la compostura. Pensé de nuevo en la voz que había oído en mi mente: «Soy yo quien te ha llamado.» Aquella risa femenina…

—No, era la risa de una mujer —murmuré.

—¿Qué?

—Decís que hay alguien que recorre las calles de Antioquía y bebe sangre humana.

—Por las noches —apostilló el sacerdote—. De día no puede andar por la ciudad.

Vi el sueño, las primeras luces del amanecer, sabiendo que el vampiro moriría bajo los rayos del sol.

—¿Pretendéis decirme que esos bebedores de sangre que vi en mi sueño existen realmente, y que uno de ellos se encuentra aquí?

—Alguien desea que lo creamos —respondió el sacerdote—, desea que creamos que las viejas leyendas dicen la verdad, pero no sabemos quién es. Y recelamos de las autoridades romanas. Ya sabéis lo que ocurrió en Roma. Vinisteis a hablarnos de unos sueños en los que el sol os mataba, en los que bebíais sangre humana. No he traicionado vuestra confianza, señora. Ésta es la persona que sabe leer las escrituras antiguas —añadió el sacerdote señalando el hombre alto—. Ha leído las leyendas. Vuestros sueños las evocan.

—Me siento mal —dije—, necesito una silla. Tengo enemigos.

—Yo os protegeré de ellos —declaró el hombre alto y misterioso vestido con una toga.

—¿Cómo? Ni siquiera sabéis quiénes son.

Percibí una voz silenciosa que emanaba del hombre alto: «Vuestro hermano Lucius traicionó a toda la familia. Lo hizo movido por los celos que le inspiraba vuestro hermano Antonio. Vendió a todos a los Delatores a cambio de un tercio garantizado de la riqueza de la familia, y partió antes de que se produjeran las matanzas. Contó con la colaboración de Sejano, de la guardia pretoriana. Desea acabar también con vos.»

Aquello me impresionó, pero no estaba dispuesta a dejarme amedrentar por aquel individuo.

«Os expresáis como una mujer —repuse en silencio—. Se diría que adivináis mis pensamientos. Habláis como la mujer que me dijo en la mente: Soy yo quien te ha llamado.»

Observé que mis palabras le habían impresionado. De pronto me sentí desfallecer, como si me hubieran asestado un golpe mortal. Así que ese ser lo sabía todo sobre mis hermanos, y Lucius nos había traicionado. Y ese ser lo sabía.

«¿Qué eres? —pregunté de pronto al que le había hablado a mi mente, al hombre alto vestido con la toga—. ¿Eres acaso un mago?»

No hubo respuesta.

El sacerdote y la sacerdotisa, incapaces de oír esa conversación silenciosa, continuaron con lo suyo:

—Ese bebedor de sangre, señora Pandora, deja a sus víctimas humanas sobre la escalera del templo antes del amanecer. Escribe sobre sus víctimas, con la sangre de éstas, un antiguo nombre en egipcio. Si el gobierno lo descubriera, quizá culpara de ello al templo. Pero nuestro culto condena esas prácticas.

»¿Queréis relatar de nuevo vuestros sueños para que lo oiga nuestro amigo aquí presente? Debemos proteger el culto de Isis. No creíamos esas viejas leyendas… hasta que apareció esa criatura y empezó a matar, luego surgió del mar una bella romana que habla de unos seres parecidos que se le aparecen en sueños.

—¿Qué nombre escribe sobre sus víctimas ese bebedor de sangre? —inquirí—. ¿Isis?

—No tiene sentido, es un nombre prohibido, egipcio. Es uno de los nombres con que antiguamente llamaban a Isis, pero nosotros jamás la hemos llamado por ese nombre.

—¿Cuál es?

Ninguno de ellos, ni siquiera el silencioso, respondió.

En aquel silencio pensé en Lucius, y a punto estuve de echarme a llorar. Me asaltó un profundo odio, como el que había sentido en el foro cuando hablaba con él y vi su rabia y cobardía. Había traicionado a toda la familia. La debilidad es mala cosa. Antonio y mi padre habían sido hombres fuertes.

—Señora Pandora —dijo el sacerdote—. Decidnos lo que sepáis sobre esa criatura que merodea por Antioquía. ¿Se os ha aparecido en sueños?

Pensé en mis sueños. Traté de responder satisfactoriamente a lo que aquellas gentes del templo me pedían.

—La señora Pandora no sabe nada de ese bebedor de sangre —terció el romano alto y distante—. Dice la verdad. Sólo conoce el contenido de sus sueños, y en éstos no aparece ningún nombre. En sus sueños ve una época anterior de Egipto.

—¡Muchas gracias, amable señor! —le espeté furiosa—. ¿Puedo saber cómo habéis llegado a esa conclusión?

—¡Leyendo vuestros pensamientos! —contestó el romano sin inmutarse—. Al igual que he hecho con quienes ponen vuestra vida en peligro aquí. Os protegeré de vuestro hermano.

—Dejad que yo misma me ocupe de eso. Yo resolveré este asunto con él. Ahora, dejemos a un lado mis desgracias personales. Y ya que sois tan listo, explicadme por qué me asaltan esos sueños. Demostrad la magia que poseéis para adivinar los pensamientos. Un hombre con vuestras dotes debería ayudar a los magistrados a dilucidar los casos judiciales, si realmente sois capaz de leer los pensamientos de la gente. ¿Por qué no vais a Roma y solicitáis el cargo de consejero del emperador Tiberio?

Sentí con toda nitidez el pequeño tumulto que se agitaba en el corazón del misterioso y distante romano. De nuevo tuve la sensación de que había algo en ese personaje que me resultaba familiar. Por supuesto, yo había conocido a nigromantes, astrólogos y oráculos. Pero este hombre había mencionado unos nombres muy concretos: Antonio, Lucius. Me había dejado asombrada.

—Decidme, caballero misterioso —dije—, ¿guardan algún parecido mis sueños con lo que habéis leído en las escrituras antiguas? ¿Y ese bebedor de sangre, el que se pasea por Antioquía, es un hombre mortal?

Silencio.

Traté de ver al romano con más claridad, pero no pude. Había retrocedido y se ocultaba en la sombra. Mis nervios estaban a punto de estallar. Deseaba matar a Lucius; en realidad, no tendría más remedio que hacerlo.

—Ella no sabe nada de ese bebedor de sangre que merodea por Antioquía —dijo suavemente el romano—. Decidle lo que sabéis de él, pues quizá sea él, ese bebedor de sangre, quien le envía los sueños.

Me sentía confusa. La voz de mujer que había captado antes en mi mente se había oído con toda claridad: «Soy yo quien te ha llamado.»

Esto también producía confusión en el romano; lo sentí como una pequeña turbulencia en el aire.

—Nosotros lo hemos visto —repuso el sacerdote—. Estamos al tanto para recoger los cadáveres exangües de esas pobres víctimas antes de que los halle otra persona y nos achaque la culpa de lo ocurrido. Tiene todo el cuerpo quemado, ennegrecido. No puede ser un hombre. Es un antiguo dios, quemado como si se hubiera abrasado en el infierno.

—Amón Re —dije—. Pero ¿por qué no murió? En mis sueños, yo muero.

—¡Es horroroso! —exclamó de pronto la sacerdotisa, como si no pudiera reprimirse más—. Ese ser no es humano. Su piel abrasada y ennegrecida deja entrever los huesos. Pero es débil y sus víctimas son débiles. Apenas tiene fuerza para sostenerse en pie, pero es capaz de chupar la sangre de las pobres y débiles almas de las que se alimenta. Al amanecer se aleja, arrastrándose, como si no tuviera fuerzas para caminar.

El sacerdote intervino, irritado:

—Pero está vivo. Sea un dios, un demonio o un hombre, está vivo. Y cada vez que chupa la sangre de uno de esos seres débiles, se hace más fuerte. Parece salido de las viejas leyendas sobre las que habéis soñado. Lleva el pelo largo, según el antiguo estilo egipcio. Sus quemaduras le producen un dolor atroz. Vierte maldiciones contra el templo.

—¿Qué clase de maldiciones?

—Por lo visto cree que la Reina Isis le ha traicionado —se apresuró a responder la sacerdotisa—. Se expresa en la antigua lengua egipcia. Apenas entendemos lo que dice. Nuestro amigo romano aquí presente, nuestro benefactor, nos ha traducido las palabras.

—¡Basta! —exclamé—. Me siento confusa y mareada. No digáis más. Ese hombre ha dicho la verdad. No sé nada sobre ese maldito ser con la piel abrasada. No sé por qué tengo esos sueños. Creo que es una mujer quien me los envía. Quizá sea la Reina que os he descrito, la Reina que aparece sentada sobre un trono, encadenada, que llora, aunque ignoro el motivo.

—¿No habéis visto nunca a ese hombre? —preguntó el sacerdote.

—No, no lo ha visto —dijo el romano en mi nombre.

—¡Me maravillan vuestras dotes de portavoz! —dije dirigiéndome al romano—. ¡Me siento fascinada! ¿Por qué os ocultáis detrás de vuestra toga? ¿Por qué os mantenéis alejado, para que yo no pueda veros? ¿Habéis visto vos mismo a ese bebedor de sangre?

—Debéis ser paciente conmigo —contestó el romano. Lo dijo en un tono tan encantador que fui incapaz de seguir increpándole. Me volví hacia el sacerdote y la sacerdotisa.

—¿Por qué no aguardáis para sorprender a ese ser con la piel abrasada, a ese ser débil y ruin? —pregunté—. Oigo voces en mi mente. Las palabras de una mujer, advirtiéndome de un peligro. Oigo la risa de una mujer. Quiero marcharme. Quiero regresar a casa. Tengo que atender un asunto muy difícil que debo resolver con astucia. Es preciso que me marche de inmediato.

—Os protegeré de vuestro enemigo —dijo el romano.

—Muy amable por vuestra parte —respondí—. Si sois capaces de protegerme, si conocéis la identidad de mi enemigo, ¿por qué no aguardáis a ese bebedor de sangre y lo atrapáis? Podéis atraparlo con la red de un gladiador. Clavadle cinco tridentes. Podríais sujetarlo entre cinco personas. Lo único que tenéis que hacer es retenerlo hasta que salga el sol, hasta que los rayos de Amón Re lo maten. Quizá lleve dos, tres días, pero los rayos acabarán con él. Morirá abrasado, como me ocurrió a mí en el sueño. Y vos, que sabéis adivinar los pensamientos, ¿por qué no ayudáis a capturarlo?

Me detuve, conmocionada y desorientada. ¿Estaba tan segura de lo que decía? ¿Por qué utilizaba el nombre de Amón Re con tanta desenvoltura, como si creyera en ese dios? Apenas conocía sus fábulas.

—Esa criatura sabe que la aguardamos —dijo el sacerdote—. Sabe cuándo se encuentra aquí nuestro amigo, y se abstiene de venir. Permanecemos pacientemente alertas, y cuando creemos que no volveremos a verlo, entonces aparece de nuevo. Y ahora habéis venido vos a relatarnos vuestros sueños.

De pronto tuve una fugaz vislumbre del sueño. Yo era un hombre. Discutía y maldecía. Me negaba a hacer algo que me habían ordenado que hiciera. Una mujer lloraba. Me liberé de unos hombres que trataban de retenerme. Pero no había previsto que después de salir huyendo llegaría a un lugar desierto donde no hallaría refugio.

Si los otros dijeron algo, yo no les presté atención. Oí llorar a la mujer del sueño, a la Reina encadenada al trono, y esa mujer también era una bebedora de sangre. «Debes beber de la Fuente», dijo el hombre en mi sueño. Pero no era un hombre. Yo no era un hombre. Éramos dioses. Éramos vampiros. Por eso nos destruía el sol. Era la fuerza de un dios más poderoso. Debajo de este retazo de sueño evocado yacían numerosas e insondables capas de datos.

Regresé a la realidad, mejor dicho, volví a tomar conciencia de la presencia de los otros, cuando alguien depositó una copa de vino en mis manos. Lo bebí. Aquel magnífico vino procedente de Italia me reanimó, aunque unos instantes después me sentí muy cansada. Decidí no beber más vino, pues aún me quedaba una buena caminata hasta casa.

—Lleváoslo —dije. Miré a la sacerdotisa—. En el sueño, tal como os comenté, yo era uno de ellos. Querían que bebiera la sangre de la Reina. La llamaban «la Fuente». Dijeron que ella no sabía gobernar. Ya os lo he contado.

La sacerdotisa rompió a llorar y se volvió, con sus estrechos hombros encogidos.

—Yo era uno de los bebedores de sangre —dije—. Estaba ávida de sangre. Escuchad, no me gustan los sacrificios sangrientos. ¿Qué sabéis vosotros? ¿Está presente la Reina Isis en este templo, encadenada con unos grilletes…?

—¡No! —gritó el sacerdote. La sacerdotisa se volvió hacia mí, haciéndose eco de esa horrorizada negativa.

—Muy bien, pero me habéis hablado de unas leyendas que afirman que Isis existe en alguna parte bajo una forma material. ¿Cómo interpretáis lo ocurrido? ¿Creéis que Isis me ha llamado aquí para que ayude a esta criatura abrasada que vaga por la ciudad? ¿Por qué a mí? ¿Qué puedo hacer yo? Soy una mujer mortal. El hecho de recordar sueños de una vida anterior no hace mayores mis poderes. ¡Escuchad! Os aseguro que fue la voz de una mujer la que oí, no hace ni una hora en el foro, en mi mente. Dijo: «Soy yo quien te ha llamado.» Lo oí claramente, y la mujer juró que no consentiría que nadie me arrebatara de sus manos. Luego aparece ese hombre mortal que representa para mí una amenaza infinitamente más grave de cuanto pueda ver y oír en mi imaginación. La voz que oí me advirtió que me guardara de él. No quiero vuestra misteriosa religión egipcia. Me niego a volverme loca. Sois vosotros, todos (especialmente vuestro inteligente amigo capaz de adivinar los pensamientos), quienes debéis hallar a ese ser antes de que cometa más atrocidades. Permitidme que me retire.

Me levanté, dispuesta a marcharme.

Mientras me dirigía hacia la puerta, oí decir suavemente al romano:

—¿No os da miedo andar sola de noche, sabiendo lo que os aguarda, que tenéis un enemigo que desea mataros, y que en vuestros sueños habéis presenciado algo que puede atraer a ese bebedor de sangre hacia vos?

Ese cambio de registro por parte del ilustre clarividente, ese lenguaje en cierto modo sarcástico, estuvo a punto de provocarme una carcajada.

—Me voy a casa —anuncié con firmeza.

Todos me suplicaron con distintos argumentos y tonos de voz que no me fuera.

—Quedaos en el templo.

—No —respondí—. Si los sueños se repiten, tomaré nota de ellos para informaros.

—¡No seáis necia! —exclamó el romano con cierta irritación, pero sin perder la compostura. ¡Ni que fuera mi hermano!

—Eso ha sido una impertinencia imperdonable —protesté—. ¿Es que los magos y los clarividentes no están obligados a comportarse con educación? —Miré al sacerdote y a la sacerdotisa—. ¿Quién es ese hombre?

Salí de la habitación, seguida por el sacerdote y la sacerdotisa, y me dirigí apresuradamente hacia la puerta.

Observé atentamente el rostro de la sacerdotisa a la luz de las antorchas.

—Sólo sabemos que es nuestro amigo. Os ruego que hagáis caso de su consejo. Siempre ha mirado por el bien del templo. Viene para leer los libros egipcios que tenemos aquí. Los compra en las librerías en cuanto llega un barco cargado con esa mercancía. Como habréis visto, es capaz de adivinar los pensamientos de la gente.

—Me prometisteis una escolta de guardias —dije.

«Yo te acompañaré.» Era la voz del romano, aunque yo no sabía dónde se encontraba en ese momento. No estaba en el vestíbulo.

—Venid a vivir en el templo de Isis, y nada podrá dañaros —dijo el sacerdote.

—No estoy hecha para vivir en un templo —repuse, tratando de mostrarme tan humilde y agradecida como fuera posible—. Antes de una semana os habríais hartado de mí. Abrid las puertas, por favor.

Salí del templo. Tuve la sensación de haber escapado de un largo corredor repleto de telarañas para adentrarme en la noche romana, entre columnas y templos romanos.

Encontré a Flavius apoyado contra una columna, junto a mí, observando la escalera del templo. Nuestros cuatro hacheros se hallaban cerca, visiblemente alarmados.

Vi unos hombres que parecían los guardianes del templo, pegados a las puertas, al igual que Flavius.

—Señora, entrad de nuevo en el templo —murmuró Flavius.

Al pie de la escalera había un grupo de soldados romanos, luciendo cascos y uniformes militares con relucientes petos y túnicas y capas rojas, cortas. Esgrimían sus mortíferas espadas como si estuvieran combatiendo. Sus cascos de bronce refulgían a la luz de los braseros.

Unos uniformes militares dentro de la ciudad. Sólo les faltaba el escudo. ¿A quién obedecían?

Junto al líder vi a Lucius, mi hermano. Vestía su túnica roja de combate, pero no portaba peto ni espada. Llevaba la toga doblada varias veces sobre el brazo izquierdo. Tenía el pelo limpio y reluciente y presentaba un aspecto aseado, propio de un hombre adinerado. Llevaba un puñal pegado al antebrazo, y otro en el cinto.

Me señaló temblando.

—Ahí está —dijo—. Es la única de toda la familia que escapó a las órdenes de Sejano. Fue un complot para asesinar a Tiberio, y ella sobornó a los soldados y logró salir de Roma.

Observé a los soldados. Había dos jóvenes asiáticos, pero los otros eran viejos y romanos; en total eran seis. ¡Por todos los dioses! ¡Debieron de pensar que estaban ante la mismísima Circe!

—Regresad al templo —insistió mi amado y leal Flavius—, refugiaos en él.

—Calla —le indiqué—. Siempre hay tiempo para eso.

El líder de los soldados era el personaje clave, y observé que se trataba de un hombre de edad avanzada, mayor que mi hermano Antonio, aunque no tan viejo como mi padre. Tenía las cejas espesas y salpicadas de canas, e iba impecablemente afeitado.

Exhibía sus cicatrices de guerra con orgullo, una en la mejilla y otra en el muslo. Estaba agotado. Tenía los ojos enrojecidos y de vez en cuando sacudía la cabeza para despabilarse.

Sus brazos estaban muy tostados, y tenía un cuerpo musculoso, lo que indicaba que había participado en numerosas guerras.

—Toda la familia está condenada —declaró Lucius—. ¡Deberíais ejecutar a esa mujer sin tardanza!

Yo decidí mi plan estratégico, como si fuera el mismo César. Bajé dos escalones y me apresuré a decir:

—Vos sois el legado, si no me equivoco. ¡Qué cansado debéis de sentiros! —añadí, tomando una de sus manos entre las mías—. ¿Estuvisteis a las órdenes de Germánico?

El jefe de los soldados asintió con la cabeza.

¡Le había asestado el primer golpe!

—Mis hermanos lucharon con Germánico en el norte —dije—. Y Antonio, el mayor, después de la marcha triunfal en Roma, vivió lo bastante para hablarnos de los huesos humanos que había hallado en el bosque de Teutoburgo.

—¡Ah, señora, contemplar aquel campo sembrado de huesos… un ejército entero víctima de una emboscada, y sus cadáveres pudriéndose allí!

—Dos de mis hermanos murieron en combate, durante una tormenta que estalló en el mar el Norte.

—Señora, jamás habéis contemplado un desastre semejante, pero ¿creéis que Tor, ese dios bárbaro, era capaz de amedrentar a Germánico?

—No. ¿Vinisteis aquí con el general?

—Fui con él a todas partes, desde las orillas del Elba, en el norte, hasta el extremo meridional del Nilo.

—¡Es maravilloso! Pero ¡qué cansado se os ve, tribuno! Necesitáis descansar. ¿Dónde está el célebre gobernador Cayo Calpurnio Pisón? ¿Por qué ha tardado tanto en restituir el orden en la ciudad?

—Porque no se encuentra aquí, señora, y no se atreve a regresar. Algunos dicen que ha organizado un amotinamiento en Grecia; otros, que ha huido para salvar el pellejo.

—¡No le hagáis caso! —gritó Lucius.

—En Roma tampoco gozaba de muchas simpatías —repuse—. Fue Germánico a quien mis hermanos amaban y mi padre alababa.

—Si hubiéramos dispuesto de un año más (un año más, señora) habríamos conseguido extinguir el fuego de aquel ambicioso y arribista rey Arminio. ¡Ni siquiera hubiéramos necesitado un año! Habéis hablado del mar del Norte. Nosotros combatimos en toda suerte de terrenos.

—Oh, sí, en los bosques más impenetrables… Y decidme, señor, ¿estabais allí cuando hallaron el estandarte de las legiones del general Varo? ¿Es cierta esa historia?

—Ah, señora, jamás habéis oído unas exclamaciones tan singulares como las de los soldados cuando alzaron esa águila dorada.

—¡Esta mujer es una embustera y una traidora! —vociferó Lucius.

Me volví hacia él.

—¡No agotéis mi paciencia! ¿Sabéis acaso qué legiones del general Varo cayeron en una emboscada en el bosque de Teutoburgo? Imagino que no. Eran la séptima, la octava y la novena.

—Así es —dijo el legado—. Pudimos haber aniquilado a esas tribus. El Imperio habría llegado hasta el Elba; pero, y no soy yo quién para poner en entredicho sus motivos, el emperador Tiberio nos obligó a volver.

—Hum, y luego castigó a vuestro amado jefe por haberse dirigido a Egipto.

—Señora, el viaje de Germánico a Egipto no fue motivado por el afán de tomar el poder, sino por la hambruna.

—Sí, y Germánico había sido proclamado Imperium Maius en todas las provincias orientales —dije.

—En todas partes había conflictos —dijo el legado—. No podéis imaginar la moral, los hábitos de los soldados que estaban aquí, pero nuestro general jamás pegaba ojo. En cuanto se enteraba de que en un lugar se pasaba hambre, acudía de inmediato.

—¿Y vos le acompañabais?

—Todos nosotros, sus secuaces. En Egipto se deleitó contemplando los antiguos monumentos, como yo.

—Es maravilloso. Debéis contarme vuestras impresiones sobre Egipto. Yo, por ser hija de un senador, no puedo ir a Egipto. Me gustaría tanto…

—Pero ¿por qué, señora? —inquirió el legado.

—¡Os está mintiendo! —bramó Lucius—. Toda su familia fue asesinada.

—Por una razón muy sencilla, tribuno —respondí dirigiéndome al legado—. No es ningún secreto. Roma obtiene todo su grano de Egipto, y el emperador quiere impedir a toda costa que el país caiga bajo el control de un poderoso traidor. Imagino que a vos, al igual que a mí, os horroriza la perspectiva de que estalle otra guerra civil.

—Tengo fe en nuestros generales —repuso el legado.

—Hacéis bien. Y decís que sólo visteis lealtad en Germánico, ¿no es así?

—Desde luego. ¡Ah, Egipto! ¡Vimos muchos templos y estatuas!

—Las estatuas que cantan —comenté—, ¿visteis a ese hombre y esa mujer de proporciones colosales que según dicen gimen al amanecer?

—Sí, señora —contestó el legado, asintiendo enérgicamente con la cabeza—. ¡Oí ese sonido! Es mágico. Egipto está rebosante de magia.

—En efecto. —Sentí un escalofrío, pero no le di importancia. De pronto vi dos imágenes mezcladas: la del alto romano vestido con la toga, y la de una astuta criatura. ¡Piensa con la cabeza, Pandora!

—Y en el templo de Ramsés el Grande —dijo el legado—, uno de los sacerdotes sabe leer las inscripciones de los muros. Sobre la victoria. Sobre las batallas. Nosotros nos reímos porque en realidad nada cambia, señora.

—¿Y creéis en los rumores que circulan acerca del gobernador Pisón? ¿Es cierto que no podemos hablar sobre ellos, como si no fueran algo tangible?

—Todo el mundo le desprecia —replicó el legado—. Fue un pésimo soldado, lisa y llanamente. Y Agripina la Mayor, la amada esposa de Germánico, se dirige ahora a Roma con las cenizas del general. ¡Acusará oficialmente al gobernador ante el Senado!

—Sí, es muy valiente por su parte, todos deberíamos seguir su ejemplo. Si las familias no son sometidas a un juicio justo, es que hemos caído en la tiranía, ¿no es cierto? Y nuestro amigo el lunático, ¿no está de acuerdo con esta afirmación?

Lucius me miró boquiabierto, rojo de ira.

—Y en el bosque de Teutoburgo —añadí suavemente—, esa siniestra arena de nuestra perdición, ¿visteis los huesos de nuestras aniquiladas legiones, diseminados por doquier?

—¡Los enterré con estas mismas manos, señora! —exclamó el legado, mostrándome unas palmas ásperas y encallecidas—. ¿Quién era capaz de distinguir qué huesos eran nuestros y cuáles pertenecían a los otros? Y la plataforma de aquel rey cobarde y astuto aún seguía en pie. Desde ella aquel pérfido canalla impartió la orden de que sacrificaran a nuestros hombres para ofrecérselos a sus dioses paganos. —Los otros soldados asintieron con la cabeza y emitieron murmullos de aprobación.

—Yo era una niña cuando nos enteramos de que habían tendido una emboscada al general Varo —dije—; pero recuerdo que nuestro divino emperador Augusto se dejó crecer el cabello en señal de duelo y no cesaba de golpearse la cabeza contra el muro, diciendo: «Varo, devuélveme a mis legiones…»

—¿Vos le visteis hacerlo, señora?

—Oh, sí, en varias ocasiones. Estuve presente una noche en que el emperador manifestó por enésima vez su opinión de que el Imperio no debía tratar de expandirse más, sino controlar los estados que contenía.

—Entonces, ¿es cierto que César Augusto declaró eso? —preguntó fascinado, el tribuno.

—Le preocupaban sus soldados —respondí—. ¿Cuántas veces habéis luchado en el campo de batalla? ¿Tenéis esposa?

—Ardo en deseos de volver a casa —contestó el legado—. Y ahora mi general ha caído. Mi esposa tiene el pelo canoso. Me reúno con ella cuando voy a Roma para participar en los desfiles.

—El servicio militar obligatorio duraba sólo seis años durante la República, y ahora debéis combatir durante veinte años, ¿no es cierto? Pero quién soy yo para criticar a Augusto, al que amé como amaba a mi padre y a mis queridos hermanos asesinados.

Lucius vio con claridad lo que ocurría. Estaba tan furioso que tartamudeaba al hablar:

—Leed mi salvoconducto, tribuno. ¡Leedlo! —exclamó.

El legado lo miró enojado.

Mi hermano hizo acopio de toda su capacidad de retórica, que no era mucha.

—Esa mujer miente. Está condenada. Su familia ha muerto. Me vi obligado a declarar contra ellos ante Sejano porque pretendían asesinar al mismísimo Tiberio.

—¿Traicionasteis a vuestra familia? —inquirió el soldado.

—No malgastéis vuestras energías con él —dije—. Ese hombre lleva acosándome todo el día. Ha descubierto que vivo sola, que soy una heredera, y cree que Antioquía es un mísero villorrio del Imperio donde puede acusar a la hija de un senador sin presentar pruebas. Estimado lunático, tomad nota. Julio César dio a Antioquía rango de municipio hace menos de cien años. Existen numerosas legiones destacadas aquí, ¿no es cierto? —Miré a los ojos al legado, que dirigió una mirada de furia a mi tembloroso hermano—. ¿Qué es ese salvoconducto? —pregunté—. Ostenta el nombre de Tiberio.

El legado se lo arrebató a Lucius antes de que éste atinara a reaccionar, y me lo entregó.

Tuve que apartar mi mano del puñal para desenrollar el pergamino.

—¡Ah, Sejano de la guardia pretoriana! Me lo imaginaba. El emperador probablemente no esté al corriente de ello. ¿Sabéis que esos guardias de palacio ganan más del doble que un legionario? ¡Y ahora cuentan con esos Delatores, que gozan del incentivo de acusar a otros de crímenes a cambio de un tercio de los bienes del condenado!

El legado miró fijamente a mi hermano; la luz ponía de relieve cada defecto de Lucius: su talante propio de un cobarde, sus manos temblorosas, sus ojos de mirada taimada, la creciente desesperación de sus labios crispados.

Me volví hacia Lucius.

—¿Os dais cuenta, loco, quienquiera que seáis, lo que pedís a este experto y sabio oficial romano? ¿Y si creyera en vuestras absurdas mentiras? ¿Qué será de él cuando llegue la carta de Roma inquiriendo sobre mi paradero y la disposición de mi fortuna?

—¡Señor, esta mujer es una traidora! —gritó Lucius—. Juro por mi honor…

—¿Qué honor es ése? —preguntó el soldado entre dientes, mirando a Lucius.

—Si la situación en Roma permitiera que familias tan antiguas como la mía fueran liquidadas con la facilidad con que ese hombre pretende que me matéis a mí —dije—, ¿se habría atrevido la viuda de Germánico a comparecer ante el Senado para ser juzgada?

—Todos fueron ejecutados —dijo mi hermano con expresión solemne, mostrando el peor aspecto de su carácter, como si no se diera cuenta del efecto que causaban sus palabras—, porque formaban parte de un complot para asesinar a Tiberio, y a mí me concedieron un salvoconducto y un pasaje por haberlos denunciado, tal como era mi deber, a los Delatores y a Sejano, con quien hablé personalmente.

Ante el legado se iban abriendo multitud de posibilidades.

—Señor —dije a Lucius—, ¿lleváis algún otro documento sobre vuestra persona que os identifique?

—¡No necesito nada más! —replicó Lucius—. Vuestra suerte es la muerte.

—¿Como lo fue para vuestro padre y vuestra esposa? —inquirió el legado—. ¿Tenéis hijos?

—Encerradla en prisión esta noche y enviad un despacho a Roma —declaró Lucius—. Comprobaréis que cuanto digo es cierto.

—¿Y dónde estaréis vos, quienquiera que seáis, mientras yo me hallo en prisión? —pregunté—. ¿Saqueando mi casa?

—¡Zorra! —gritó Lucius. Luego, volviéndose hacia el legado, añadió—: ¿No véis que esta mujer está empleando todas sus ruines artes femeninas para engañaros?

Los soldados expresaron a su superior su indignación y repugnancia. Flavius se colocó junto a mí.

—Oficial —dijo con serena dignidad—, ¿qué puedo hacer para defender a mi ama contra este loco?

—Si volvéis a utilizar esas palabras, señor —dije con firmeza a Lucius—, perderé la paciencia.

El legado agarró del brazo a Lucius, que llevó la mano derecha a su puñal.

—¿Quién sois? —preguntó el legado—. ¿Sois uno de los Delatores? Habéis confesado que traicionasteis a toda vuestra familia.

—Tribuno —dije, tocándole levemente el brazo—. Las raíces de mi padre se remontaban a los tiempos de Rómulo y Remo. No conocemos otros orígenes que los de Roma. Lo mismo sucedía con mi madre, que era hija de un senador. Lo que ese hombre dice es… horrendo.

—Eso parece —repuso el legado, entornando los ojos y examinando a Lucius detenidamente—. ¿Qué amigos tenéis aquí? ¿Dónde están vuestros compañeros? ¿Dónde residís?

—¡No podéis hacer nada contra mí! —exclamó Lucius.

El legado observó la mano de Lucius, cerrada en torno al puñal.

—¿Os atreveríais a desenvainar el arma contra mí? —inquirió.

Era evidente que Lucius no sabía cómo salir del aprieto.

—¿Por qué habéis venido a Antioquía? —pregunté a Lucius—. ¿Acaso transportabais el veneno que mató a Germánico?

—¡Arrestadla! —gritó Lucius.

—No, no creo en esa acusación que he formulado contra vos. Ni siquiera Sejano confiaría esa traición a alguien tan estúpido como vos. ¿Qué otro documento lleváis encima que os relacione con esta familia, aparte de este salvoconducto que según decís firmó el mismo Sejano?

Lucius me miró desconcertado.

—Ciertamente yo no llevo nada encima que me relacione con vuestras desatinadas y sangrientas historias —dije.

El legado me interrumpió.

—¿Nada que os relacione con este nombre? —preguntó, arrebatándome el papel de la mano.

—No, nada —repuse—, nada salvo este loco que no cesa de escupir atrocidades y que pretende hacernos creer que nuestro emperador ha perdido la razón. Sólo él me relaciona con esta sangrienta conjura sin testigos ni pruebas, y me cubre de insultos.

El legado enrolló de nuevo el salvoconducto.

—¿Y vuestro propósito aquí, señora? —preguntó con voz apenas audible.

—Vivir en paz y tranquilidad —repuse suavemente—. Vivir segura y bajo la protección de las autoridades romanas.

En ese momento comprendí que había ganado la batalla. Pero faltaba un detalle para que la victoria quedara sellara. Decidí arriesgarme de nuevo.

Extendí la mano lentamente y extraje el puñal de la funda.

Lucius dio un salto hacia atrás. Sacó su puñal y se precipitó sobre mí. El legado y dos de sus soldados se apresuraron a abatirlo a cuchilladas. Mi hermano quedó prendido en las armas de los soldados, mirando de un lado a otro, tratando de hablar, pero tenía la boca llena de sangre. Abrió los ojos como platos, e intentó una vez más decir algo. Luego, cuando los soldados enfundaron de nuevo sus puñales, su cuerpo se desplomó sobre los adoquines al pie de la escalera.

Mi hermano Lucius estaba misericordiosamente muerto.

Contemplé su cadáver y meneé la cabeza.

El legado me miró. Era un momento trascendente, y yo lo sabía.

—¿Qué es, tribuno, lo que nos separa de esos bárbaros melenudos del norte? —pregunté—. ¿La ley? ¿La ley escrita? ¿La ley tradicional? ¿La justicia? ¿El hecho de que los hombres y las mujeres debemos responder de nuestros actos?

—Sí, señora.

—¿Sabéis? —proseguí en tono reverente, contemplando aquel montón de sangre, ropas y carne que yacía sobre las piedras—, vi a nuestro gran emperador César Augusto el día de su muerte.

—¿Que lo visteis? ¿De veras?

Asentí con la cabeza.

—Cuando tuvieron la certeza de que iba a morir, nos mandaron llamar junto con unos pocos amigos suyos. El emperador confiaba en acallar los rumores en la capital que pudieran originar disturbios. Pidió un espejo y se peinó. Después de acicalarse se incorporó sobre los almohadones. Cuando entramos nos preguntó si creíamos que había desempeñado bien su papel en la comedia de la vida.

»Yo me dije, ¡qué valor! Y luego nos gastó una pequeña broma, pronunciando esa vieja frase teatral que suelen decir los actores al término de la representación: “Si os he hecho muy felices, tened la bondad de demostrarme vuestra estima con una cálida despedida.” Podría relataros más cosas, pero…

—Continuad, os lo ruego —dijo el legado.

—Bien, ¿por qué no? —repuse—. Me contaron que el emperador había dicho a propósito de Tiberio, el sucesor que él mismo había elegido: «¡Pobre Roma, tener que ser masticada lentamente por esas perezosas mandíbulas!»

El legado sonrió.

—No había nadie más —dijo bajando la voz.

—Gracias por vuestra ayuda, tribuno. ¿Me permitís sacar de mi bolsa lo necesario para invitaros a vos y a vuestros soldados a una excelente cena?

—No, señora, no puedo consentir que digan que yo o alguno de mis hombres hemos sido sobornados. A propósito de ese hombre que yace muerto en el suelo. ¿Sabéis algo más sobre él?

—Sólo esto, oficial, que su cadáver seguramente debería yacer en el fondo del río.

Los soldados se miraron y soltaron carcajadas.

—Buenas noches, noble dama —dijo el legado.

Me marché caminando a través de la oscuridad del foro, con mi amado y renqueante Flavius a mi lado y rodeados por los hacheros.

Sólo entonces me eché a temblar como una hoja. Sólo entonces cubrió el sudor todo mi cuerpo.

Cuando nos hubimos sumido en la impenetrable oscuridad de un pequeño callejón, dije:

—Flavius, despacha a esos hacheros. No quiero que sepan hacia dónde nos dirigimos.

—Señora, no tenemos linternas.

—La noche está cuajada de estrellas y casi hay luna llena. ¡Mira! Además, nos siguen unos guardias del templo.

—¿Estáis segura? —preguntó Flavius. Acto seguido pagó a los hacheros, que echaron a correr hacia la entrada del callejón.

—Sí. Alguien vigila. Además, las luces de las ventanas y el resplandor de las estrellas nos guiarán, ¿no crees? Estoy cansada, muy cansada. —Seguí caminando, recordándome una y otra vez que Flavius no podía seguir mis apresurados pasos. De golpe me eché a llorar—. Responde a una pregunta, tú, que posees tantos conocimientos filosóficos —dije sin dejar de avanzar, resuelta a contener las lágrimas—, dime por qué la mayoría de los malvados son tan estúpidos.

—Señora, creo que algunas personas malvadas son muy inteligentes —contestó Flavius—, pero jamás he presenciado una retórica tan hábil por parte de nadie, ni bueno ni malvado, como acabáis de demostrar hace un rato.

—Me alegro de que te hayas dado cuenta de que no era sino eso —repuse—. Pura retórica. ¡Y pensar que él tuvo los mismos maestros que yo, la misma biblioteca, el mismo padre…! —No pude terminar la frase.

Flavius me rodeó los hombros con un brazo y esta vez no le ordené que se apartara, sino que dejé que me guiara. Al avanzar juntos caminamos más rápidamente.

—No, Flavius —dije—, la mayoría de las personas malvadas son imbéciles. Lo he visto toda mi vida. La persona auténticamente taimada y perversa no abunda. Es la torpeza la que provoca la mayor parte de las desgracias en el mundo, la mera y estúpida torpeza. ¡Eso es subestimar a nuestro prójimo! Ya verás cómo acaba Tiberio. Tiberio y la guardia pretoriana. Ya verás cómo acaba Sejano. Si siembras por doquier las semillas de la desconfianza, acabas sepultado en un campo cubierto de maleza.

—Hemos llegado a casa, señora —dijo Flavius.

—Gracias a Dios. Jamás habría podido indicarte que ésta era la casa.

Flavius se detuvo y abrió la puerta con la llave. Nos asaltó un intenso hedor a orina, como en todos los callejones de las ciudades antiguas. Una linterna arrojaba una tenue luz sobre la puerta de madera de la casa. La luz bailaba sobre el chorro de agua que manaba de la boca del león en la fuente.

Flavius llamó a la puerta con los nudillos. Me pareció que las mujeres que abrían la puerta interior sollozaban.

—¿Qué habrá ocurrido ahora? —exclamé—. Tengo mucho sueño. Sea lo que fuere, ocúpate tú.

Entré en la casa.

—Señora —gimió una de las jóvenes esclavas, cuyo nombre yo no recordaba—. No le dejé entrar. Os lo juro. No descorrí el cerrojo. No tengo la llave de la verja. ¡Teníamos la casa arreglada, lo teníamos todo dispuesto para vos! —sollozó.

—¿A qué demonios te refieres?

Pero yo lo sabía. Lo había visto con el rabillo del ojo. Lo sabía. Al volverme había visto a un romano muy alto instalado en el flamante salón de mi casa. El romano estaba sentado cómodamente, con el tobillo apoyado en la rodilla, en una silla de madera dorada.

—Está bien, Flavius —dije—. Lo conozco.

Y era cierto. Porque se trataba de Marius. Marius, el celta de imponente estatura. Marius, el que me había cautivado en mi infancia. Marius, a quien yo casi había identificado en las sombras del templo.

Marius se levantó en el acto.

Avanzó hacia mí. Yo me había detenido en el borde del atrio, en la penumbra.

—¡Mi hermosa Pandora! —murmuró.

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