Pandora

Pandora


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Marius se detuvo a pocos pasos de mí, sin tocarme.

—Hazlo, por favor —dije.

Me acerqué para que me besara, pero él se apartó. Había unas lámparas distribuidas por la habitación. Prefirió mantenerse en la sombra.

—Marius, por supuesto, ¡Marius! No pareces un día más viejo que cuando te vi en mi infancia. Tu rostro está radiante, y tus ojos… qué hermosos son tus ojos. Si pudiera cantaría tus alabanzas al son de una lira.

Flavius se había retirado discretamente, llevándose a las atribuladas jóvenes, sin hacer el menor ruido.

—Pandora —dijo Marius—. Me gustaría estrecharte entre mis brazos, pero hay unos motivos que me lo impiden, y no debes tocarme, no porque no lo esté deseando, sino porque no soy lo que tú crees. Tú no ves la evidencia de tu juventud en mí; es algo tan ajeno a las promesas de la juventud que sólo ahora he empezado a comprender sus tormentos.

De pronto apartó la vista. Levantó la mano para imponerme silencio y paciencia.

—Esa cosa que anda por las calles —dije—. Ese vampiro con la piel abrasada…

—No pienses ahora en tus sueños —respondió Marius, volviéndose de nuevo hacia mí—. Piensa en tu juventud. Yo te amaba cuando eras una niña de diez años. Cuando cumpliste los quince, rogué a tu padre que me concediera tu mano.

—¿De veras? No me lo dijo.

Marius volvió a apartar la vista. Luego meneó la cabeza.

—Ése se ha quemado —dije.

—Me lo temía —repuso Marius, maldiciéndose—. Te siguió desde el templo. ¡Oh, Marius, qué imbécil eres! Le has hecho el juego. Pero no es tan listo como cree.

—¿Fuiste tú quien me envió los sueños?

—¡Jamás! Haría cuanto estuviera en mi poder para protegerte de mí mismo.

—¿Y de las antiguas leyendas?

—No te pases de lista, Pandora. Sé que tu enorme astucia te sirvió para librarte del apuro hace un rato, cuando discutías con tu abominable hermano Lucius y el legado. Pero no pienses mucho en… los sueños. Los sueños no son nada, y pasan.

—¿Entonces los sueños provenían de él, de ese grotesco asesino, ese ser quemado?

—¡No lo sé! —contestó Marius—. Pero no pienses en las imágenes. No le alimentes ahora con tu mente.

—Es capaz de adivinar los pensamientos de la gente —di-je—, como tú.

—Sí, pero puedes enmascarar tus pensamientos. Es un truco mental. Puedes aprender a hacerlo. Puedes aprender a encerrar tu alma en una cajita de metal en tu cabeza.

Comprendí que Marius sufría mucho. Emanaba de él una inmensa tristeza.

—¡No debemos permitir que esto suceda! —insistió.

—¿A qué te refieres, Marius? ¿Quizás a la voz de la mujer, que tú…?

—No, calla.

—¡No me callaré! Quiero llegar al fondo de este asunto.

—¡Debes seguir mis instrucciones! —Marius avanzó hacia mí y extendió los brazos para tocarme, para abrazarme, como habría hecho mi padre, pero no lo hizo.

—No, tú eres quien debe explicarme esto —repliqué.

Me impresionó la blancura de su rostro, su absoluta e inmaculada perfección. Y de nuevo la luminosidad de sus ojos, que parecía inverosímil, inhumana.

Entonces reparé en su larga y magnífica cabellera. Marius guardaba un gran parecido con los celtas, sus antepasados. El pelo le llegaba hasta los hombros. Era una cabellera resplandeciente, dorada, amarilla como el trigo y suavemente rizada.

—¡Eres asombroso! —murmuré—. ¡No estás vivo!

—No, echa un último vistazo alrededor, porque vas a marcharte.

—¿Qué? ¿Un último vistazo? —repetí—. ¿De qué estás hablando? Pero si acabo de llegar, lo he planeado todo, me he librado de mi hermano. ¡Me niego a marcharme! ¿Es que vas a abandonarme?

El rostro de Marius dejaba entrever una terrible angustia, una expresión valerosa e implorante que yo no había visto en ningún hombre, ni siquiera en mi padre, quien había obrado rápidamente en aquellos últimos y fatales momentos en casa, como si se tratara tan sólo de encomendarme una importante misión.

Marius tenía los ojos nublados de sangre. Estaba llorando, y sus ojos se hallaban enrojecidos por las lágrimas. ¡No! Eran unas lágrimas como las de la magnífica Reina del sueño, quien sollozaba encadenada a su trono, y bañaban sus mejillas, su cuello y su túnica de lino.

Él trató de negarlo. Sacudió la cabeza, pero sabía que no me convencía.

—Pandora, cuando te reconocí —dijo—, cuando entraste en el templo y vi que eras tú quien había tenido esos sueños de sangre, me enfurecí. Decidí apartarte de esto, alejarte del peligro.

Traté de distanciarme de su hechizo, de esa aura de belleza que le rodeaba. Lo miré con frialdad, y le escuché mientras seguía hablando, tomando nota de cada detalle, desde el fulgor de su mirada hasta su forma de gesticular.

—Debes partir inmediatamente de Antioquía —dijo—. Esta noche me quedaré a tu lado. Mañana llévate contigo a tu leal Flavius y a tus dos esclavas, que son honestas. Pon tierra de por medio entre tú y este lugar para que ese ser no pueda seguirte. No me digas dónde irás. Hablaremos de ello mañana en el muelle. Dinero no te falta.

—Eres tú quien sueña ahora, Marius. No me marcharé. ¿De quién quieres que huya exactamente? ¿De la Reina que llora encadenada a su trono? ¿De esa criatura abrasada que merodea por la ciudad? La primera llega hasta mí a través del mar, tras recorrer una gran distancia, con sus lamentos. Me previene contra mi perverso hermano. Al otro puedo liquidarlo fácilmente, pues no le temo. Sé por mis sueños lo que es, sé que el sol le ha abrasado, y yo misma le clavaré contra la pared para que perezca bajo el sol.

Marius guardó silencio, pero se mordió el labio inferior.

—Lo haré por ella, por la Reina del sueño, para vengarla.

—Te lo suplico, Pandora.

—Es inútil —contesté—. ¿Crees que he llegado hasta aquí para volver a huir corriendo? Y la voz de esa mujer…

—¿Cómo sabes que proviene de la Reina de tus sueños? Pueden haber otros vampiros en esta ciudad. Hombres, mujeres. Todos persiguen lo mismo.

—¿Les temes?

—¡Les aborrezco! Debo mantenerme alejado de ellos, negarme a darles lo que desean. Jamás les daré lo que desean.

—Comprendo —dije.

—¡No, no lo comprendes! —replicó Marius, mirándome enojado. Tan feroz, tan perfecto.

—Tú eres uno de ellos, Marius. Estás intacto. No te has abrasado. Desean tu sangre para regenerarse.

—¡Qué ocurrencia!

—En mis sueños, a la Reina la llamaban «la Fuente».

Me arrojé a su cuello y le aprisioné entre mis brazos. Marius era muy fuerte, sólido como un árbol. Yo jamás había abrazado un cuerpo masculino tan duro, tan musculoso. Apoyé la cabeza en su hombro y noté la frialdad de su mejilla oprimida contra mi frente.

Marius me estrechó con ternura entre sus brazos, acariciándome el pelo, quitándome las horquillas y dejando que cayera sobre mi espalda. Sentí un agradable cosquilleo en la piel.

Un cuerpo duro, muy duro, pero desprovisto del pálpito de la vida. Sus gestos dulces y tiernos no contenían el calor de la sangre humana.

—Amor mío —dijo—. No conozco el origen de tu sueño, pero si algo sé es que te protegeré de mí mismo y de ellos. Jamás formarás parte de esa vieja leyenda que continúa verso a verso pese a los cambios que experimenta el mundo. No lo consentiré.

—Explícame esas cosas. No colaboraré contigo a menos que me lo expliques todo. ¿Conoces la angustia que siente la Reina en el sueño? Sus lágrimas son como las tuyas. Mira. Sangre. ¡Te has manchado la túnica! ¿Está ella aquí, la Reina? ¿Me ha llamado?

—¿Y qué si te ha llamado para castigarte por esa vida anterior que has soñado en la que unos dioses malvados la mantienen encadenada? ¿Y qué si fuera así?

—No —repuse—. No es ésa su intención. Además, yo no haría lo que pretenden esos dioses siniestros del sueño. No bebería de la Fuente. Huí, y por eso perecí en el desierto.

—¡Ah! —Marius alzó las manos, y se alejó unos pasos. Contempló el peristilo que se hallaba en penumbra. Sólo las estrellas iluminaban los árboles. Vi un tenue resplandor procedente del comedor, en el otro extremo de la casa.

Observé su imponente estatura, su recta columna vertebral y la forma en que tenía los pies firmemente plantados en las baldosas del suelo. Las lámparas arrancaban destellos a su magnífica cabellera rubia.

Aunque estaba vuelto de espaldas a mí, le oí murmurar:

—¿Cómo pudo haber ocurrido esa estupidez?

—¿Qué estupidez? —inquirí, acercándome a él—. ¿Te refieres a que me encuentre aquí, en Antioquía? Yo te lo explicaré. Mi padre dispuso mi huida, así fue como…

—No, no me refiero a eso. Quiero que estés a salvo, viva, libre de todo peligro, protegida, para que puedas florecer debidamente. Estás espléndida, tus pétalos ni siquiera están marchitos en los bordes, y tu arrojo realza tu belleza. Tu hermano no tenía la menor posibilidad de derrotarte, ni a ti ni tu retórica. Y sin embargo sedujiste a los soldados y los convertiste en tus esclavos con tu superioridad, sin suscitar en ningún momento su rencor. Te quedan muchos años de vida por delante. Pero debo idear algún medio de ponerte a salvo. Mira. Éste es el meollo de la cuestión. Debes partir de Antioquía durante el día.

—«Un amigo del templo», eso fue lo que te llamaron el sacerdote y la sacerdotisa. Dijeron que sabías leer las antiguas escrituras. Dijeron que adquirías todos los libros egipcios que llegaban al puerto. ¿Por qué? Si buscas a la Reina, búscala a través de mí, porque dijo que era ella quien me llamaba.

—Ella no habló en los sueños. ¡No sabes quién pronunció esas palabras! ¿Y si resulta que los sueños tienen sus raíces en tu alma errante? ¿Y si hubieras vivido una vida anterior? Y ahora llegas al templo, y uno de esos abominables dioses se pasea por la ciudad y tu vida corre peligro. Tienes que alejarte de aquí, de mí, de este cazador herido, a quien sin duda hallaré.

—¡No me has confesado todo lo que sabes! ¿Qué te ocurrió, Marius? ¿Qué pasó? ¿Quién lo hizo, quién obró este milagro de tu luminosidad? Esto no es un manto. ¡La luz proviene de tu interior!

—Maldita sea, Pandora, ¿crees que yo deseaba acortar mi vida y que mi destino se prolongara eternamente? —Marius sufría. Me miró, resistiéndose a hablar, y sentí el dolor que emanaba de él, la soledad, y durante unos momentos me resultó insoportable.

Evoqué la oleada de angustia que yo misma había experimentado la noche anterior, cuando se me impuso la total vacuidad de todas las religiones y todos los credos y el esfuerzo de vivir una vida digna me pareció una mera trampa, sólo eso.

De pronto Marius me abrazó con fuerza, restregando suavemente su mejilla contra mi pelo, besándome en la cabeza con una ternura indescriptible.

—Pandora, Pandora, Pandora —dijo—. Mi hermosa chiquilla que se ha convertido en esta maravillosa mujer.

Sostuve entre mis brazos aquella dura efigie del hombre más espectacular que jamás he conocido; lo abracé, y esta vez percibí los latidos de su corazón, su ritmo nítido y preciso. Apoyé la oreja en su pecho.

—Oh, Marius, ojalá pudiera descansar con la cabeza apoyada junto a la tuya, rendirme a tu protección. ¡Pero estás haciendo que me vuelva loca! No prometes ser mi guardián, me ordenas que huya, que vague de un lugar a otro, lo que supondría más pesadillas, más misterio y desesperación. No, no puedo hacerlo.

Me aparté de sus caricias. Sentí sus besos en mi pelo.

—No me digas que jamás volveré a verte. No creas que puedo soportar eso, además de todo lo que ha ocurrido. Aquí no tengo a nadie, y de pronto aparece una persona que dejó grabado en mi joven corazón un recuerdo tan indeleble que sus detalles son tan profundos como la moneda mejor acuñada. Y dices que no volverás a verme, que debo partir.

Me volví hacia él. En sus ojos brillaba la lujuria, pero él la reprimió y confesó con voz suave, sonriendo:

—No sabes cuánto admiré tu trabajo con el legado. Creí que entre ambos ibais a planear la conquista de las tribus germanas. —Se detuvo y suspiró—. Debes labrarte una vida agradable, satisfactoria, una vida en la que tu alma y tu cuerpo hallen el alimento necesario.

Su rostro adquirió color. Contempló mis pechos, mis caderas y mi rostro. Avergonzado, y tratando de ocultarlo. El deseo carnal.

—¿Sigues siendo un hombre? —pregunté.

Marius no respondió. Pero su expresión se tornó fría.

—¡Jamás llegarás a saber todo lo que soy! —contestó.

—¡Ah, pero no eres un hombre! —dije—. ¿Estoy en lo cierto? No eres un hombre.

—Pandora, me estás atormentando deliberadamente. ¿Por qué? ¿Por qué lo haces?

—Esta transformación, esta iniciación a los bebedores de sangre, no ha añadido centímetros a tu estatura. ¿Ha añadido centímetros a algún órgano?

—Basta, te lo ruego —repuso Marius.

—Deséame, Marius. Dime que me deseas. Lo veo en tus ojos. Dímelo con palabras. ¿Tan difícil te resulta?

—¡Me pones furioso! —exclamó. La rabia tiñó de rojo su semblante; apretó los labios con tanta fuerza que se le pusieron blancos—. Da gracias a los dioses de que no te desee lo suficiente para traicionar el amor por un éxtasis breve y sangriento.

—En el templo no saben lo que eres, ¿verdad?

—¡No! —respondió Marius.

—Y te niegas a abrirme tu corazón.

—Jamás. Te olvidarás de mí y esos sueños desaparecerán. Te aseguro que los haré desaparecer con mis oraciones por ti. Lo conseguiré.

—¡Qué lenguaje tan piadoso! —dije—. ¿Cómo lograste conquistar el favor de la antigua Isis, que bebía sangre y constituía la Fuente?

—No digas esas cosas; es mentira, todo es mentira. No sabes que esa Reina que viste fuera Isis. ¿Qué sabes por esas pesadillas? Reflexiona. Sabes que la Reina era prisionera de los que bebían sangre y a quienes ella condenó. Eran malvados. Piensa. Sumérgete de nuevo en el sueño. Piensa. Te parecían malvados, lo creíste entonces y lo crees ahora. En el templo percibiste un tufo de maldad. Lo sé. Te estaba observando.

—Sí. Pero tú no eres malvado, Marius, y no lograrás convencerme de ello. Tienes un cuerpo duro como el mármol, bebes sangre, pero te asemejas a un dios; no eres malvado.

Marius se disponía a protestar, pero se detuvo nuevamente. Echó una mirada de reojo. Luego volvió la cabeza lentamente y recorrió con sus ojos el techo del peristilo.

—¿Temes que vaya a amanecer? —pregunté—. ¿Temes que aparezcan los rayos de Amón Re?

—¡Eres la persona más chinchosa que he conocido! —contestó Marius—. Si me hubiera casado contigo, me habrías enviado a la tumba al poco tiempo. ¡Menos mal que me he ahorrado todo esto!

—¿Todo el qué?

Marius llamó a Flavius, quien había permanecido cerca, escuchando nuestra conversación, tomando nota de todo cuando decíamos.

—Me marcho, Flavius —dijo Marius—. Debo hacerlo. Pero guarda a tu ama. Volveré al anochecer, tan pronto como pueda. Si ocurriera algo antes de mi regreso, si apareciera un asaltante cubierto de cicatrices y con un aspecto terrorífico, golpéale en la cabeza con tu espada. En la cabeza, tenlo presente. Tu ama sin duda será más que capaz de darte una mano para defenderse.

—Sí, señor. ¿Debemos abandonar Antioquía?

—Cuidado con lo que dices, mi fiel esclavo griego —intervine—. Yo soy tu ama. No nos marcharemos de Antioquía.

—Procura convencerla de que prepare el equipaje —dijo Marius.

Luego me miró.

Se produjo un largo silencio. Yo sabía que adivinaba mis pensamientos. De pronto me estremecí al recordar mis sueños de sangre. Advertí que sus ojos adquirían un extraño brillo, y su expresión mudó levemente. Aterrorizada, aparté el sueño de mí. Me niego a dejarme aterrorizar.

—Todo está ligado —musité—, los sueños, el templo, el hecho de que estés aquí, de que te hayan llamado para que los ayudes. ¿Qué eres? ¿Un dios pálido puesto en la tierra para perseguir a los siniestros bebedores de sangre? ¿Está viva la Reina?

—¡Ojalá fuera un dios como dices! —respondió Marius—. ¡Lo sería si pudiera serlo! Pero no volverán a crear más bebedores de sangre, de eso estoy seguro. ¡Deja que depositen flores sobre un altar ante una estatua de basalto!

En aquel momento sentía hacia él un amor tan profundo que me arrojé en sus brazos.

—¡Llévame contigo, a dondequiera que vayas!

—¡No puedo! —contestó él. Pestañeó como si algo le hubiera herido los ojos. Apenas podía alzar la cabeza.

—Es la luz, ¿no es así? De modo que eres uno de ellos.

—Pandora, cuando regrese a tu lado, debes estar preparada para abandonar este lugar —repuso Marius.

Y con esto desapareció.

Sin más preámbulos. Desapareció de mis brazos, de mi salón, de mi casa.

Me volví y empecé a pasearme lentamente por mi umbroso salón.

Contemplé los murales; las alegres figuras danzantes con sus laureles y coronas de hojas: Baco y sus ninfas, muy púdicamente cubiertos por tratarse de una panda de juerguistas.

—Señora —oí decir a Flavius—, he encontrado una espada entre vuestras pertenencias. ¿Puedo tenerla dispuesta en caso de que sea necesario?

—Sí, y ten dispuestos también numerosos puñales, y fuego, no olvides el fuego. Esa criatura huye del fuego. —Solté un suspiro. ¿Cómo sabía yo eso? El caso es que lo sabía—. Pero no se presentará hasta que haya oscurecido. Sólo quedan unas pocas horas de noche. Podemos irnos a dormir en cuanto observemos que el cielo se tiñe de púrpura. —Me llevé la mano a la frente—. Estoy tratando de recordar…

—¿Qué, señora? —preguntó Flavius. Tenía un aspecto no menos espléndido después del espectáculo de Marius, de distintas proporciones pero igualmente magnífico, y con una piel cálida y humana.

—Si los sueños aparecen de día o lo hacen siempre de noche. Tengo mucho sueño y noto que se aproximan. Enciende una luz en mi baño, Flavius. Pero me voy a acostar. ¿Te quedarás aquí vigilando?

—Sí, señora.

—Mira, las estrellas ya casi se han desvanecido. ¿Qué debe de sentir una estrella, Flavius, admirada sólo en la oscuridad, cuando los hombres y las mujeres viven con velas y lámparas. Ser conocidas y descritas sólo en la oscuridad de la noche, cuando todos los quehaceres del día han terminado?

—Sois la mujer más inteligente que jamás he conocido —dijo Flavius—. Admiro la forma en que os vengasteis del hombre que os había acusado. —Me tomó del brazo y me condujo hacia el dormitorio donde me había vestido aquella mañana.

Yo lo amaba. Una vida entera de crisis sucesivas no podía haber hecho que ese sentimiento fuera más intenso.

—¿No deseáis dormir en el gran lecho de la casa, en el comedor?

—No —respondí—. Ése es el tálamo conyugal, y yo no volveré a casarme. Deseo darme un baño, pero tengo demasiado sueño.

—Si queréis despertaré a las esclavas.

—No, deseo acostarme. ¿Has preparado un dormitorio para mí?

—Sí.

Flavius me condujo a él. Aún no había comenzado a clarear. Creí percibir un murmullo, pero no era nada.

Contemplé el lecho a la luz de su pequeña lámpara, cubierto de almohadones al estilo oriental, un mullido nido sobre el que me dejé caer igual que habría hecho una persa.

El sueño se abatió de inmediato sobre mí.

Los bebedores de sangre nos hallábamos en el interior de un inmenso templo. Estaba oscuro. Podíamos ver en esa oscuridad, como sucedía con algunos animales. Todos teníamos la piel bronceada, o tostada, o dorada. Todos éramos hombres.

En el suelo yacía la Reina, gritando. Tenía la tez blanca, de un blanco purísimo. Su largo cabello era negro. La corona ostentaba unos cuernos y una imagen del sol. ¡Era la diosa! Estaba tan agitada que la sujetaban entre diez bebedores de sangre situados a ambos lados. La Reina no cesaba de mover la cabeza de un lado a otro; sus ojos parecían chisporrotear, inundados de Luz Divina.

—¡Soy vuestra Reina! ¡No podéis hacerme esto! —Qué piel tan inmaculadamente blanca. Sus gritos se hicieron más desesperados e implorantes—. ¡Oh, gran Osiris, sálvame de este tormento! ¡Sálvame de estos blasfemos! ¡Sálvame de los profanos!

El sacerdote que se hallaba junto a mí se burló de ella. El Rey estaba sentado sobre su trono, inmóvil. Pero no era al Rey a quien ella dirigía sus plegarias, sino a un Osiris invisible.

—Sujetadla más fuerte.

Aparecieron otros dos para sujetarle los tobillos con unos grilletes.

—¡Bebe! —me ordenó el sacerdote—. Arrodíllate y bebe su sangre. Su sangre es más potente que cualquier otra sangre que exista en el mundo. Bebe.

La Reina dejó escapar un débil gemido.

—¡Monstruos! ¡Hijos de Satanás! —sollozó.

—Me niego a hacerlo —respondí.

—¡Bebe! ¡Debes beber su sangre!

—No, no lo haré contra su voluntad. ¡No lo haré de esta forma! ¡Es nuestra Madre Isis!

—Es nuestra Fuente y nuestra prisionera.

—No —repliqué yo.

El sacerdote me dio un empujón. Yo le derribé al suelo. Luego volví los ojos hacia la Reina.

Ella me miró como miraba a los demás. Tenía un rostro delicado y exquisitamente pintado.

Su ira no había distorsionado sus facciones. Tenía la voz grave y llena de odio.

—Os destruiré a todos —dijo—. Una mañana, me escaparé y me dirigiré hacia la luz del sol, y todos moriréis abrasados. ¡Todos moriréis abrasados! ¡Como yo! ¡Porque yo soy la Fuente! Y la maldad que anida en mí arderá y se extinguirá en vosotros para siempre. Vamos, estúpido neófito —añadió dirigiéndose a mí—. Obedéceles. Bebe, y aguarda mi venganza.

»El buen Amón Re saldrá por el este y yo me encaminaré hacia él, y sus mortíferos rayos me matarán. ¡Me convertiré en un sacrificio de fuego para destruiros a todos los que habéis nacido de mí, transformados en virtud de mi sangre! ¡Sois unos dioses voraces y crueles que utilizáis el poder que poseemos en beneficio propio!

De pronto el sueño sufrió una espantosa transformación. La Reina se puso en pie. Aparecía radiante y suntuosamente engalanada. En torno a ella ardían una, dos, tres antorchas, y luego muchas más, llameando como si acabaran de encenderlas. La Reina estaba rodeada de luz. Los dioses habían desaparecido. La Reina sonrió y me hizo un gesto de que me acercara. Al agachar la cabeza y mirarme observé que le relucía el blanco de debajo de sus pupilas. Me sonrió. Una sonrisa astuta.

Me desperté gritando. En mi lecho. En Antioquía. La lámpara estaba encendida. Flavius me sostenía en sus brazos. Vi la luz reflejada en su pierna de marfil, que tenía extendida ante él. Vi la luz reflejada en los dedos tallados del pie.

—¡Abrázame! —le rogué—. ¡Madre Isis! Abrázame. ¿Cuánto tiempo llevo durmiendo?

—Sólo unos minutos —respondió Flavius.

—No.

—Acaba de amanecer. ¿Deseáis salir y tumbaros bajo los cálidos rayos del sol?

—¡No! —chillé.

Flavius me abrazó con más fuerza, ofreciéndome consuelo y calor.

—No ha sido más que un mal sueño, mi hermosa dama —dijo—. Cerrad los ojos. Me acostaré a vuestro lado, sin soltar el puñal.

—Sí, te lo ruego, Flavius. No te vayas. Abrázame —le imploré.

Me tendí en la cama y él se acostó junto a mí, con las rodillas detrás de las mías y rodeándome con un brazo.

Abrí los ojos. Oí de nuevo la voz de Marius.

«¡Da gracias a los dioses de que no te desee! En todo caso no lo suficiente para traicionar el amor por un éxtasis breve y sangriento…»

—Oh, Flavius —gemí—. ¡Mi piel! ¡Tengo la piel ardiendo! —Hice ademán de levantarme—. Apaga la luz. ¡Apaga el sol!

—No, señora, tenéis la piel tan hermosa como siempre. Tendeos. Dejad que os cante una canción.

—Sí, canta… —supliqué.

Escuché la canción, era Homero, era Aquiles y Héctor, y me cautivó su forma de cantar, las pausas que hacía; imaginé a esos héroes, y las elevadas murallas de la fatídica Troya, y entonces noté que mis párpados se cerraban. Me embargaba el sueño. Deseaba reposar. Flavius apoyó la mano sobre mi cabeza, como si quisiera impedir que las pesadillas turbaran mi sueño, como si fuera un cazador humano de pesadillas. Yo suspiré al sentir sus caricias en el pelo.

Imaginé a Marius, el fulgor de su piel. Era muy parecida a la piel de la Reina, y el brillo de sus ojos también muy semejante al de la Reina, y le oí decir:

«Maldita sea, Pandora, ¿crees que yo deseaba acortar mi vida y que mi destino se prolongara eternamente?»

Y entonces, antes de sumirme en la inconsciencia, se apoderó de mí una profunda desesperación, la sensación de que todo era inútil, de que no merecía la pena esforzarse. Valía más ser como las bestias, como los leones en la arena.

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