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LA MUERTE DE GLAHN » IV

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IV

Habíamos reanudado la caza, y un día Glahn quien remordía sin duda el no haber procedido bien conmigo, me dijo inesperadamente:

—Estoy cansado de todo, ¡de todo…! Querría que una de las balas de su carabina me confundiera con un tigre y me despedazara el corazón.

¿De modo que deseaba una de mis balas…? Sus impertinencias no eran para tanto… ¿Acaso la carta de la célebre condesa tuviese la culpa de todo? Sin embargo, para tenerle a raya en lo sucesivo, le respondí:

—Cada uno acaba según anda; téngalo en cuenta.

A partir de entonces tornóse más sombrío, más ensimismado; no bebía ya, apenas hablaba, y enflaquecía a ojos vistas… Un día, poco después, me llamaron la atención dos voces charloteando y riendo bajo mi ventana. Me asomé y vi a Glahn, con su cara más satisfecha y presuntuosa que nunca, hablando con Maggie, a quien, sin duda, trataba de seducir. De seguro había estado espiando su llegada para abordarla, y sin el menor reparo, debajo de mi misma ventana, coqueteaba con ella como si tal cosa. Un escalofrío de ira me sacudió y cargué la carabina… Por fortuna la reflexión sobrevino y desmonté de nuevo el percutor, que ya estaba en alto. No obstante, salí, y cogiendo del brazo a Maggie me la llevé sin decir nada. Glahn se encogió de hombros y entró sin volver siquiera la cabeza. Cuando estuvimos solos increpé a Maggie:

—¿Por qué le has vuelto a hablar?

Su silencio agravaba mi cólera: casi no podía respirar; nunca como entonces me había parecido tan atractiva; no la habría cambiado en aquel momento por la mujer más linda del mundo; y no sólo olvidaba su color, sino que olvidaba hasta mi dignidad…

—Respóndeme, ¿por qué has vuelto a hablarle?

—Porque me gusta más.

—¿Más que yo?

—Sí.

¡Ah, de modo que le gustaba más! Sin embargo, ni podía comparárseme; y además yo había sido bueno ella: le había dado dinero y regalos, mientras que no sabiendo cómo castigarla repuse:

—Pues no hace más que burlarse de ti… Dice que siempre estás mascando, y que eso es una costumbre fea.

Al pronto no comprendió, y hube de explicárselo varias veces. Cuando se dio cuenta la vi palidecer, emocionarse, y proseguí:

—Escucha, Maggie, ¿quieres ser siempre mía? Cuando me vaya te llevaré conmigo, y si quieres nos casaremos… Viviremos en mi tierra, felices… ¿Quieres?

También esto pareció conmoverla, pues salió de su melancolía y estuvo animada durante todo el paseo; Solo una vez volvió a nombrar a Glahn:

—¿Y vendrá también con nosotros? —dijo.

—No, de ningún modo… ¿Te contraría?

—Puesto que tú no quieres… Por mí no me importa.

Estas palabras me tranquilizaron; como otras veces Maggie me acompañó hasta casa, y cuando se fue subí escalera y llamé en la puerta de Glahn, que me respondió desde dentro:

—¿Qué hay?

—Soy yo… Haríamos bien en no cazar mañana

—¿Por qué?

—Porque no respondo de que una de mis balas a metérsela en el pecho.

No respondió nada y volví a bajar. Después de esta advertencia no se atrevería sin duda a salir de caza al otro día… Pero si era tan inteligente, ¿por qué fue a galantear a Maggie debajo de mi misma ventana…? ¿Por qué no acababa de irse, ya que la famosa carta de la condesa lo llamaba…? Sin duda una enorme batalla se libraba en su cerebro, pues a veces apretaba los dientes y murmuraba: «¡Nunca, nunca!…». ¡Prefiero la condenación…! ¡Nunca!

A la mañana siguiente, a pesar de mi clara amenaza, entró a despertarme:

—¡Arriba, camarada, hace un tiempo magnífico para cazar…! ¡Ah, y conste que lo que me dijo anoche es de lo más estúpido que he oído!

No serían más de las cuatro, y viendo que desdeñaba mi advertencia, me levanté y, delante de él cargué cuidadosamente el fusil. En seguida vi que hacía un tiempo horrible y comprendí que sus palabras anteriores habían sido una nueva burla, un nuevo insulto. No obstante, nada dije y salí con él.

Durante todo el día erramos por el bosque sin hablarnos, fallando todos los tiros quizá porque íbamos pensando en otra cosa. A eso de mediodía Glahn se obstinó en ir siempre delante de mí, sin duda por bravuconería, para indicarme que me daba facilidades para cumplir mi amenaza; a pesar de ello nada hice, y toleré la nueva ofensa; de modo que cuando regresamos, ya de noche, me dijo: «Sin duda comprenderá que tengo razón y dejará ya en paz a Maggie». Nos acostamos temprano y al separarnos le oí murmurar:

—¡Ha sido el día más largo de mi vida!

Después de esto siguió de humor sombrío, sin duda a causa de la carta, y muchas veces, por las noches, hablaba solo, repitiendo a modo de desesperado estribillo: «No puedo resistir más… ¡No puedo, no puedo!». Su ensimismamiento era tal que hasta dejaba de responder a nuestra amable hostelera. ¡Cuántas cosas debía la conciencia de reprocharle! ¿Por qué no se iba? Acaso el demonio del orgullo le impidiera presentarse ante la que ya una vez viose obligada a romper con él.

Todas las noches seguía viendo yo a Maggie, a quien Glahn no había vuelto a dirigir la palabra. Desde hacía poco la mestiza no mascaba ya nada, y esto aumentaba sus encantos. Un día, después de mil rodeos, preguntó por Glahn: «¿Estaba enfermo? ¿Se iba por fin?». Yo le respondí en tono brusco:

—Si no se ha ido sin despedirse o se ha muerto de asco, debe estar acostado en su habitación… Por mí ya puede hacer lo que le venga en gana.

Al acercarnos al hotel lo vimos tendido en pleno campo sobre su estera, con las manos cruzadas tras de nuca y los ojos perdidos en el azul. Maggie corrió junto a él y le dijo:

—Mira, ya no masco nada: ni plumas, ni pedazos de papel, ni monedas… ¡Nada…, nada!

Glahn apenas le hizo caso y permaneció inmóvil. A viva fuerza la aparté de allí, y cuando estuvimos lejos échele en cara el haber faltado a su promesa de no volverle a hablar; pero me aseguró que lo había hecho para darle una lección.

—¿Entonces fue por él por quién te corregiste de tu fea costumbre?

No respondió, e inquieto por su silencio insistí:

—¿No me oyes…? ¿Ha sido por él?

—No, no; por ti sólo.

No tuve más remedio que creerla. Al fin y al cabo, ¿qué motivos tenía para preocuparse de Glahn? Me prometió venir a buscarme por la noche y cumplió su palabra.

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