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LA MUERTE DE GLAHN » V

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V

Vino a las diez en punto; desde mi alcoba oí su voz, y al través de la ventanuca la vi hablando con un chiquillo al que llevaba de la mano… ¿Por qué no entraba enseguida como otras veces? Una sospecha me penetró: aquel chiquillo y aquel tono descompasado de hablar podía ser una señal convenida; y el mal pensamiento tomó cuerpo al verla mirar insistentemente al piso alto. Acaso Glahn acabara de hacerle alguna señal… Lo que a todas luces me pareció evidente es que para hablar con un chiquillo no era preciso mirar hacia arriba.

En el mismo instante en que me disponía a ir a buscarla la vi soltar al chico y entrar; ¡menos mal que concluía por dónde debió haber empezado! Esta vez no sería tan débil: la reprimenda iba a ser dura. Ha entrado, sí; la oigo en el corredor, la siento detenerse ante mi puerta…; pero, de pronto, sigue, sube las escaleras de prisa, y antes de que pueda moverme entra en la alcoba de Glahn. ¿He soñado…? No, no se trata de una alucinación; abro de par en par la puerta y no hay nadie, nadie… Vuelvo a encerrarme y cargo mi fusil; poco más o menos, a medianoche subo muy despacio y me pongo a escuchar. No me equivoqué: Maggie prodiga a Glahn los tesoros de su amor, realzados sin duda por el largo deseo… Bajo otra vez y vuelvo a subir una hora más tarde: ya no se oye nada; se habrán dormido… Será preciso esperar a que despierten. Mi reloj marca las tres, las cuatro…, las cinco. Un susurro leve me anuncia el despertar, y vuelvo a subir, estúpidamente obstinado en comprobar mi desventura… «Ya se habrán despertado —me digo—; está bien… Está bien».

Los primeros trajines de la patrona me obligan a dejar el observatorio y a encerrarme de nuevo. Y al pasar por el pasillo me viene este pensamiento pueril y triste: «Anoche, a las diez, la oí pasar rozando esta puerta y subir para darse a ese maldito hombre».

Cuando sale el sol, mi cama está aún sin deshacer, y llevo largo rato sentado junto a la ventana con el fusil entre las piernas. Mi corazón no late: tiembla, casi, gime… Media hora más tarde oigo a Maggie bajar y la veo salir. Su faldellín de algodón está arrugadísimo y lleva sobre los hombros un chal que Glahn ha debido prestarle. Anda despacio, según su costumbre, y tarda un buen rato en desaparecer entre las próximas chozas, sin volver una vez siquiera la cabeza para mirar la ventana desde donde mi vista la sigue ansiosamente.

Glahn baja poco después con el fusil en bandolera, dispuesto a salir de caza. Trae semblante sombrío y no me saluda, pero observo que se ha vestido con esmero, «con la coquetería de un novio», me digo… Lo sigo, y marchamos largo tiempo mudos; las perdices que matamos son destrozadas por el empeño de servirnos del fusil. A mediodía las asamos bajo un árbol y comemos en silencio; al reanudar la marcha, Glahn, que se ha apartado un poco, me grita:

—¿Está seguro de que cargó otra vez? Podemos tener algún mal encuentro.

—Va bien cargado, descuide —le respondo.

Vuelve a alejarse y desaparece en una quiebra, dejándome a solas con mis ideas: «¡Ah! ¡Con qué alegría voy a matarlo como a un perro…!». Pero no en seguida…, aún tenemos tiempo por delante… Sin duda, él adivina mis propósitos; lo dice claro su pregunta de hace un instante… Hasta en el último día de su vida no ha podido resistir a la necesidad de brillar, de parecer valiente y de presentarse bien vestido y con camisa nueva… El mismo orgullo de su fisonomía tiene algo de vanidad intolerable.

Seguimos andando, y a eso de la una se volvió hacia mí, muy pálido, y me dijo en tono perentorio:

—No puedo más; vea si lleva bien cargado el fusil.

—Ocúpese sólo del suyo —le contesté.

No me pasaba inadvertida la causa de tanta inquietud, y mientras se alejaba con la cabeza baja, intimidado sin duda por mi tono, tiré sobre un pichón para demostrarle la excelencia de mis balas. Mientras cargaba de nuevo, se puso a observar desde detrás de un árbol y entonó una canción nupcial… ¡Bah! Aquel inoportuno canto, como su traje, era un medio más de seducir… Al terminar proseguimos el camino, él siempre delante, casi junto al cañón de mi fusil, pareciendo decirse a cada paso: «Va a disparar de un momento a otro…». Pero como pasaba el tiempo y no ocurría nada, se volvió de nuevo a decirme:

—Hoy no mataremos más; ya lo verá usted.

Sonreía, y hasta entonces tenía su sonrisa un extraño atractivo; porque dijérase que lloraba en el fondo de su alma y que, a pesar de la fuerza desplegada para sonreír, los labios le temblaban un poco ante la solemnidad decisiva de aquella hora.

Como soy un verdadero hombre, sus fanfarronerías no me importaban nada. Poco a poco empezó a impacientarse y a palidecer más, a dar vueltas en derredor mío… Al fin, serían las cinco, oí una detonación súbita y sentí una bala pasarme cerca de la oreja izquierda. Alcé los ojos y le vi frente a mí, a pocos pasos, con la carabina humeante aún… «¡Ah! ¿De modo que me quería matar?». Para castigarlo mejor, le dije:

—Le ha fallado el tiro… Desde hace algún tiempo no apunta bien.

No era verdad; tiraba como de costumbre; lo que quería era exasperarme. La prueba es que en vez de responderme me gritó:

—¡Vengase usted, por los clavos de Cristo!

—No me gusta vengarme antes de tiempo.

Apreté los dientes y lo miré cara a cara, esforzándome en reprimir la ira. Entonces se encogió de hombros y me dijo, lo mismo que si me escupiera:

—¡Cobarde…! ¡Cobarde…!

¡Ah! ¿Por qué pronunció la palabra injuriosa que ningún hombre puede aguantar? Me eché el fusil a la cara, apunté bien y oprimí el gatillo…

Cada cual acaba según anda.

La familia Glahn puede terminar cuando quiera sus vanas pesquisas. Me carga leer día tras día en los periódicos el estúpido anuncio que promete una recompensa a quien averigüe el paradero de un individuo que no existe ya… Los accidentes de caza ocurren en la India con gran frecuencia… La justicia escribió su nombre en un librote con esta mención sencillísima: «Muerto por accidente»; ni más ni menos.

FIN

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