Pan

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III

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III

Ante mi cabaña, a pocos pasos del sendero, erguíase una piedra gris, que llegó a adquirir para mí fisonomía amical. Dijérase un camarada que al verme venir me saludase complacidamente. Cada mañana, al salir, pasaba junto a ella, y a veces sentía la emoción de separarme de un amigo fiel, que esperaría paciente, afectuoso e inmóvil, mi regreso.

La caza me ocupaba casi todo el día, y me embriagaba con ella en la soledad rumorosa del bosque. A veces tenía suerte, otras no lograba matar ni un solo pájaro; pero todos los días era feliz. Más allá de las islas el mar explanábase en inmenso y pesado reposo; y desde las cimas, yo lo contemplaba con arrobamiento. En las épocas de calma chicha, las barcas no avanzaban nada, y durante tres o cuatro días aparecía ante mi vista el mismo paisaje inmóvil: las mismas velas, blancas como gaviotas, posadas sobre el agua a iguales distancias; mas en cuanto corría la brisa, las montañas distantes se ennegrecían de súbito, y densas nubes que parecían desprenderse de ellas cubrían el cielo. A veces sobrevenía la tempestad, dándome un espectáculo grandioso. La tierra y el cielo parecían juntarse con iracundia; el mar se agitaba convulso, dibujando fugitivas siluetas de hombres, de caballos, de monstruos gigantescos. Al abrigo de una roca, con las cuerdas del espíritu tensas por el terrible drama de las cosas sin alma y por la electricidad del aire, permanecía saturado de pensamientos confusos diciéndome: «Sólo Dios sabe lo que en este instante pasa ante mis ojos imposibilitados para ver el fondo verdadero de las cosas… ¿Por qué ahonda el mar ante mí tan terribles abismos? Si pudiera penetrar hasta lo hondo quizá percibiese el ígneo centro del planeta donde bulle el formidable caudal que nutre los volcanes». Esopo, inquieto de su propia intranquilidad y acaso de la mía, alzaba las narices con visible malestar, husmeando, trémulos los músculos; y como yo no le dirigía la palabra, se acostaba al cabo entre mis pies, y seguía con sus claros ojos la mirada de los míos, atentos al vaivén gigantesco del oleaje. Ni un grito, ni una palabra humana turbaba aquel embate de las fuerzas primordiales del mundo. Muy lejos, hacia el puerto, aparecía aislado un arrecife, y cuando una ola se quebraba contra él, en el reflujo, ahondaba una depresión, que permitía a la roca erguirse semejante a una deidad marina que saliera chorreando para contemplar el universo, y después de alzar su espumeante barba agitada, por el vendaval, volviese a sumergirse en sus misteriosos dominios.

Una tarde, en lo más recio del huracán, un vaporcito se aproximó afanosamente a la dársena. A mediodía pude divisarlo junto al muelle, donde se apiñaba la gente para verlo de cerca. Era la primera vez durante mi veraneo que veía tanta gente reunida, y noté que todos tenían los ojos azules. Cerca del grupo distinguí a una muchacha tocada con gorro de lana blanca, que realzaba vigorosamente su cara pura y apetitosa, como un fruto, coronada por oscuros cabellos. Al acercarme, me examinó con curiosidad, fijándose en mi traje de piel, en mi escopeta, y se turbó cuando dije: «Debías llevar siempre ese gorro, porque te sienta a maravilla». En el mismo instante, un hombre hercúleo, vestido con pelliza irlandesa, se acercó y la cogió autoritariamente por un brazo. «Tal vez sea su padre», pensé. Yo sabía que aquel hombre era el herrero del pueblo, porque pocos días antes le había llevado a componer una de mis armas, y no volví a acordarme ni de él ni de la sumisa muchachuela del gorro blanco.

La lluvia y el tiempo realizaron en poco tiempo su tarea de fundir la nieve, y soplos hostiles y gélidos recorrieron la comarca, las ramas podridas crujieron, los caminos se llenaron de hojas amarillas; las cornejas, con agrios graznidos, abandonaron sus nieblas en bandadas; y después, una mañana milagrosa, volvió a aparecer el sol, nuevo y esplendente, tras los montes. Una onda inefable de alegría me penetró al verlo trasponer los picachos; cogí mi escopeta, y me lancé al bosque poseído por una alegría tan profunda, que no cabía ni en gestos ni en palabras.

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