Pan

Pan


V

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V

¿Voy a continuar indefinidamente este Diario? No; seguiré sólo un poco, para contar el maravilloso triunfo de la primavera y cómo los campos se revistieron de un esplendor cuya contemplación me abrevió tantas horas. Se anunció el renuevo por el olor de azufre exhalado por la tierra y el mar: hálito de las hojas muertas al descomponerse. Los pájaros comenzaron a transportar ramitas para mullir sus nidos, y dos días después de esta observación, los arroyuelos, exhaustos, engrosaron y se cubrieron de espumoso murmullo. Las primeras mariposas fueron, como flores locas, de un sitio a otro; y en el puerto comenzaron a aparejar las lanchas de pesca para salir al encuentro de los bancos de peces que venían de los mares cálidos. Una semana más tarde los dos bergantines del señor Mack llegaron y descargaron frente a los islotes sus plateados cargamentos, sobre los que el sol hacía brillar la sal. El puerto, antes silencioso e inactivo, se animó de súbito; desde mi ventana veía el tumulto alegre de los secaderos, sin sentir, sin embargo, turbada mi deliciosa soledad. Apenas si tarde en tarde algún paseante cruzaba mis dominios; un día fue Eva, la hija del herrero, y reparé que la primavera causábala un efecto parecido al de los árboles, pues rojos granitos manchaban su tez.

—¿Qué vienes a hacer por aquí? —le dije.

—Voy al bosque —respondió dulcemente, mostrándome la cuerda con que solía atar los leños.

Como la vez anterior, llevaba puesto el gorrito blanco, que tanto la agraciaba, y cuando se apartó de mi la seguí largo trecho con la vana esperanza de verla volver la cabeza. Su recuerdo se desvaneció poco a poco, y así transcurrieron varios días, sin que nadie volviera a cruzarse conmigo.

La primavera avanzaba esplendorosa, y todo el bosque se vestía de claro. Constituía un goce purísimo el ver algunos pájaros escalar las más altas ramas de los árboles para saludar desde allí al sol con jubiloso piar. Era como si el mundo renaciese. Muy a menudo me levantaba a las dos de la mañana para tomar parte en la alegría de aquel despertar; pero mi sangre, con la caminata, avivaba su ritmo; y la escopeta hacía de las suyas. De regreso, proyectaba siempre sacar y arreglar mis utensilios de pesca, mas la molicie contemplativa me captaba y todo se quedaba para el otro día. Un presentimiento alegre y confuso me hacía esperar algo; y una tarde Esopo se irguió de repente y comenzó a ladrar hacia la puerta. «Ya está ahí», me dije sin saber a quién me refería, y me apresuré a quitarme la gorra para recibirlo mejor. La voz de la hija del señor Mack sonaba ya cerca de la puerta, y no tardó en aparecer; según me dijo, venía con el doctor a cumplir la promesa de visitarme.

—Lo he dejado un poco atrás, pero ya está ahí.

Y entró, tendiéndome con naturalidad de niña su mano morena. En seguida me dijo:

—Vinimos ayer, pero usted no estaba.

Se sentó en el borde de mi cama, y empezó a examinar mi casita. El médico llegó entretanto y ocupó sitio en el banco, junto a mí. La conversación no tardó en animarse. Yo les hablé de la mucha caza que se hallaba en el bosque y de la reciente prohibición de matar especies diezmadas. El doctor apenas hablaba, y como Eduarda se lo reprochase, tomó pretexto de que sobre mi vasija de pólvora estaba grabada la imagen del dios Pan, para contarnos el mito. Interrumpiéndole, cual si en realidad no le escuchara, Eduarda me preguntó:

—¿Y de qué se alimentará usted cuando la veda sea absoluta?

—De pescado; siempre tendré más de lo que necesito para vivir.

—Mejor sería que viniera a comer con nosotros. El año pasado alquiló esta casita un inglés, pero era menos huraño que usted y venía a comer al pueblo.

Varias veces nuestras miradas se cruzaron, y yo sentí como si una nueva caricia, anticipo de la primavera, me envolviese. Acaso estuviera en la tibia luminosidad del día la raíz de mi bienestar; pero es forzoso decir que toda la figura de la hija del comerciante me era gratísima y que la curva graciosa de sus cejas antojábaseme algo perfecto. Durante un rato la oía hacer preguntas y observaciones acerca de mi albergue, cuyas paredes estaban cubiertas con pieles y con alas de pájaros, lo que daba a la cabaña un aspecto selvático. «Es la verdadera cueva de un oso», le dije sonriendo; y ella aprobó mi comparación, y la repitió mostrándome la doble fila de sus dientes, que eran casi tan perfectos como sus cejas. Como no tenía nada que ofrecerles, propuse asar un ave, que comimos a la manera de los cazadores, sirviéndonos sólo de los dedos. Esto dio ocasión a muchas bromas e hizo recaer de nuevo la plática sobre el inglés antecesor mío, un maniático que hablaba consigo mismo a veces y —según Eduarda— debía ser católico, pues llevaba siempre un librito de oraciones impreso en letras negras y rojas.

—Sería irlandés —dije.

—¿Irlandés?

—Sí era católico, sí.

Eduarda se ruborizó, apartó sus ojos de los míos, y dijo en tono seco.

—Acaso tenga usted razón.

Pero vi que su confiado júbilo se desvanecía, y me sentí arrepentido de haberla contrariado; deseoso de reparar mi falta añadí:

—¡Bah…! No me haga caso… Sin duda es usted la que tiene razón, estoy seguro de que era un inglés.

Satisfecha en su vanidad, volvió a sonreír, y convinimos que un día, muy pronto, tomaríamos una de las barcas de su padre para ir de excursión hasta cualquiera de las islitas próximas donde se secaba el pescado. Cuando se fueron, los acompañé y luego regresé a mi cabaña y me puse, al fin, a remendar mis redes y a aguzar mis anzuelos. Y mientras trabajaba lentamente, innumerables e inesperados pensamientos me asaetearon. Me pareció, de pronto, que había hecho mal en dejarla sentada en mi cama en vez de ofrecerle un sitio en el banco. Recordé que para alargarse el talle, según la moda, llevaba demasiado bajo el delantal; al detallar en la memoria cada uno de sus rasgos, casi sentí ternura cuando llegué a sus manos, llenas de hoyuelos y siempre virginalmente indecisas. Y contrastando con este recuerdo de pureza, me vino a la memoria su boca ancha, roja, casi triste de materialismo.

Cual si mis evocaciones pudieran atraerla, me levanté de pronto, abrí la puerta y me puse a escuchar, mas nada oí. ¿Qué había de oír en mi soledad obstinada? Volví a cerrar, y paseé a largos trancos, seguido de Esopo, que había dejado su refugio al ver mi agitación. De repente, tuve la idea de correr tras Eduarda y de pedirle un poco de hilo para remendar mis redes. Para demostrarle que no era un subterfugio, podía enseñarle más de una malla rota… Ya estaba casi en camino, cuando recordé tener en una caja mucho más hilo del necesario para remendar mis redes cien veces. Y lentamente, desconcertado por la verdad, renuncié.

Cerré las puertas, pero un efluvio desconocido penetraba no sé por dónde en mi cabaña, haciéndome estremecer, suspirar… Toda la noche la pasé intranquilo…, como si no estuviera solo.

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