Pan

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VI

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VI

Una tarde que estaba a la puerta de mi cabaña pasó un hombre y me dijo:

—¿No va usted ya de caza? Hace tres días que pesco por aquí cerca, y no le he oído disparar ni una vez.

No, no había vuelto de caza. Desde la visita de Eduarda no había salido, y sólo tres días más tarde, obligado por la falta total de víveres, me decidí a abandonar aquel ambiente denso de ensueños. El bosque me pareció más nuevo, más verde; por doquiera olía a tierra húmeda y a árboles retoñantes. Hasta de las ciénagas surgían ramas y flores de suaves matices. Algo aturdido por aquel esplendor, anduve largo rato, me senté a descansar con un mosconeo leve en las sienes, y volví a emprender la caminata. Sin querer me decía a mí mismo: «Quizá de regreso, en el lindero del bosque, me la encuentre hoy como aquella vez que la vi con el doctor… ¿Se pasearán todas las tardes…? ¿Qué tiene que ver con ella ese médico viejo y desgarbado…? Pero ¿qué me importa a mí todo esto? Ea, hay que pensar en otra cosa…». Maté dos grandes pájaros, y amarré a Esopo, disponiéndome a encender leña para el almuerzo, y comí tendido en tierra, bajo la calma inmensa apenas interrumpida por el temblor suave de la brisa o por el paso de algún pájaro. De tiempo en tiempo las ramas oscilaban con balanceo tenue: era que el viento cumplía su trascendental misión de transportar el polen para engendrar las floraciones nuevas; y dijérase que el bosque entero languidecía en fecundo éxtasis. Un gusanillo verde escalaba, infatigable, un árbol; sus ojos, casi ciegos, apenas le servían y a veces erguíase y palpaba en el vacío, temeroso de nuevos obstáculos, semejante a un hilo verde que cosiera por si solo, misteriosamente. Tal vez hasta muy avanzada la noche, cuando yo ni me acordase ya de su perseverancia humilde, lograría llegar al término de su viaje… Resonaban mis pasos en el imperturbable silencio de la Naturaleza. Deben ser cerca de las cuatro, y a las seis emprenderé el retorno hacia mi cabaña, con la esperanza inconfesada de cruzarme con «alguien». Aún me quedan dos horas para andar y reposar, y este lapso, a veces tan breve, me intranquiliza. Sacudo mi ropa salpicada de briznas de hierba, y me aventuro en un sendero, donde todo me parece amical, acogedor: las ramas, los recodos, las piedras, han estado durante mi ausencia como yo las dejé: las hojas crujen bajo mis pasos. Y la envolvente calma, el mismo susurro suave que en vez de turbarla la realza, los detalles no observados hasta hoy del paisaje, me halagan el alma cual una caricia, y una gratitud pura me penetra, cual si todo quisiera darme una bienvenida de hecho, mezclarse a mí, decirme en el lenguaje mudo de las cosas algo muy afectuoso y profundo. Movido por esta ternura que impele mi amor hacia las cosas más menudas, me inclino y recojo una ramilla seca: está casi podrida, su endeble corteza no ha podido preservarla de la muerte… Al proseguir, no la tiro lejos, sino que vuelvo a inclinarme para dejarla en el mismo sitio, sin violencia, como si fuera un ser sensible; y aún antes de alejarme, me vuelvo a mirarla con los ojos nublados; sin darme plena cuenta de que hay una fuerza ingenua, grande y nueva en mí, que me dicta esta ternura y este adiós.

Ya son las cinco, no sé si el sol o el deseo me han engañado; durante todo el día marché en dirección Oeste y debo estar con media hora de diferencia respecto al reloj de sol colocado a la entrada de mi cabaña. Aún puedo caminar un poco antes de dirigirme a la entrada del bosque, en donde la encontré aquella vez… Voy a pasos perezosos, complaciéndome en oír el murmullo casi vivo de las hojas en los árboles y el muerto murmullo que producen bajo mis pies. El tiempo pasa lentamente, lentamente.

Al llegar a una quiebra del terreno, veo en la hondonada el riachuelo y el molino, que durante todo el invierno estuvieron sepultados por la nieve. La muela ha empezado a girar, y su ruido me arranca del sueño. Me paro en seco, y digo en voz alta: «Ya debe ser tarde, acaso demasiado tarde». Y un sufrimiento agudo me entristece. A largos pasos emprendo el regreso, y aun cuando sé con súbita clarividencia que será vanamente, llego al fin al camino precedido de Esopo, que, cual si supiera cuánto me importa no perder tiempo, me estimula sobrepasándome jadeante y volviendo sobre sus pasos con la lengua fuera. Cuando llegamos al lindero del bosque está desierto; no hay nadie… Nadie. Y, sin embargo, yo esperaba encontrar…

Sin pensar bien lo que hago, impulsado por una fuerza irrazonada, paso ante mi cabaña, y sin dejar siquiera mis trabajos de cazador me encamino hacia el poblado seguido del perro. El señor Mack me recibe con galante fineza, y me invita a cenar.

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