Pan

Pan


VIII

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VIII

Sin incidentes memorables, pasaron algunos días y nunca como en ellos sentí la soledad y la indiferencia del vasto silencio que me rodeaba. La primavera esplendía ya con plenitud de ardor, e innumerables hojas tiernas verdecían los prados, engalanados con las más tempranas florecillas. La quietud era tan profunda que, a veces, sacaba del bolsillo algunas monedas y me ponía a entrechocarlas para interrumpir el silencio. Un efluvio terrenal y antiguo emanaba todas las cosas, y sin saber por qué, imágenes legendarias venían a mi recuerdo, haciéndome pensar:

«¡Si Diderico e Iselina se me apareciesen de pronto, marchando juntos por cualquiera de estas veredas!».

Las noches habían ido acortando hasta extinguirse, el sol, después de hundir su disco de fuego en el mar, reaparecía inmediatamente, dorado y rojo, cual si el baño lo hubiese restaurado. Al llegar a este momento solemne en que, tras la sideral ablución, la Naturaleza revestíase de un esplendor nuevo, las sienes me bordoneaban y multitud de ideas quiméricas pasaban por mi mente en tropel… Antojábaseme que el dios Pan, cabalgando en una de las ramas más gruesas del bosque, observaba con irónica complacencia mis gestos. ¿Por qué tomaba grotescas posturas, apareciéndoseme tan pronto felinamente replegado, como en la actitud imposible de tener el vientre abierto y de ir a beber en la fuente extraña de su ombligo? Me espiaba sonriendo, callado, y cuando mi meditación degeneraba en una quietud sin pensamiento alguno, bamboleaba el árbol que le servía de cabalgadura para traerme a la realidad. El bosque entero estremecíase en una vibración pánica; relinchos de brutos, sensuales llamadas de pájaros, indudables e incomprensibles signos de seres y cosas… El susurro torpe de los patos mezclábase al zumbar de las falenas, y algo como un balbuceo de resurrección corría de hoja en hoja… ¡Cuántas voces misteriosas, profundas y dignas de ser escuchadas! Estuve más de cincuenta horas sin dormir, y a modo de ritornelo[3] tenaz, las imágenes de Diderico e Iselina volvían de tiempo en tiempo.

Posible es que se me aparezca, me decía… Iselina llevará a Diderico junto a un árbol y le dirá en voz baja: «Quédate aquí de centinela mientras voy a gastarle una broma a ese cazador alucinado, rogándole que me anude los cordones de mis zapatitos».

Y el cazador sería yo. Con una mirada de sus ojos fúlgidos y lentos me lo haría comprender… Mi corazón lo comprendería rápido y aceleraría su latir cuando se acercase maravillosamente desnuda bajo la traslúcida batista, y poniéndome su mano cargada de electricidad sobre el hombro, dijera:

—Los cordones de mis zapatos se me han desatado, ¿quieres atármelos, cazador?

Sucedería un silencio trémulo, y acercándoseme hasta dejarme respirar su aliento, murmuraría, primero insinuadora, y en seguida franca, encendida:

—¡Oh, no importa que no atines a hacerme los lazos como estaban, amor mío…! Levántate y ven aún más cerca de mí.

El sol, rodando fatigado y turbio hacia Poniente, bajaría sediento hasta el mar para reaparecer en seguida satisfecho, lavado. La atmósfera vibraría llena de susurros, de laxitud, de sensual pereza. Una hora más tarde, ya con sus labios de fruta pegados a los míos, Iselina me diría en un susurro:

—¡No tengo más remedio que dejarte…! Y al alejarse, cuando no pudiera ya oír su voz, despediríase con su manita acariciadora, alejándose a pasos felices, como una estatua de fuego no ya devorador, sino de ese fuego tierno y extasiado que se consume poco a poco. Al verla llegar, Diderico la acogería con estas palabras de reproche:

—¿Qué has hecho, Iselina…? ¿Qué has hecho? Todo lo he visto desde aquí.

Y ella:

—¿Y qué, Diderico? ¿Acaso he cometido algún mal?

Partían los dos y, durante un rato, la voz viril no dejaría de repetir con el celo sombrío e imponente del que nada puede contra quien lo engaña:

—¡Te he visto, Iselina; te he visto!

Ella, pecadora feliz, precipitaría sobre el bosque la cascada tumultuosa de su risa. ¿Hacia dónde iría…? ¡Ay, entonces me tocaría a mí estar triste…! ¡Iría en busca de otro cazador para renovar su pecado!

Este ensueño ha durado hasta medianoche. Esopo, que consiguió romper la cuerda, caza solo, sin comprender mi marasmo. Lo oigo husmear y alejarse. Una pastorcita pasa haciendo media, y cantando sin dejar de mirar en derredor, con su mirar a la vez desconfiado y lúbrico. «¿Dónde dejaste tu rebaño, pastora, y qué te trae aquí a la hora del reposo? ¡Nada! ¿Qué sé yo ni me importa? Tal vez algún trémulo ensueño no te haya dejado descansar como a mí; acaso alguna alegría recóndita que proviene de tu juventud y de la primavera, y que no se resigna a estar encerrada en un cuartucho, te impele hacia el vasto bosque, hacia el mar…». El perro regresa ladrando, y pienso que sus ladridos anticiparán a la campesina la noticia de que no está sola; así que me levanto y me acerco a ella después de contemplarla un instante. Esopo mira también su cuerpo delicado, casi infantil, y corretea en torno, cual si de verla tan niña le viniesen ganas de retozar.

—¿De dónde vienes? —le pregunto.

—Del molino.

No debe decirme verdad… ¿Qué ha podido ir a hacer tan tarde al molino? ¿Acaso cuando cesa de moler los granos, se dedica el molino a moler ilusiones y ensueños…? Y otra vez la interrogo:

—¿Cómo te atreves a venir sola al bosque a estas horas, siendo tan jovencita?

Se echa a reír y responde:

—No soy tan joven; tengo ya diecinueve años.

Lo menos se aumenta dos… ¡Ya le llegará el tiempo de arrepentirse…!

—Siéntate… —le digo—. ¿Cómo te llamas?

Obedece ruborosa, y responde que se llama Enriqueta.

—¿Tienes novio, Enriqueta…? ¿No te ha besado nunca tu novio?

—Sí —responde entre risas, con un «sí» tras el cual hay algo que no se atreve a confesar.

Guarda silencio, pero sonríe; inclinándome hacia ella insistí:

—¿Cuántas veces?

—Dos —responde muy bajo.

Y entonces, acercándome más, le digo:

—¿Y te sabía besar…? ¿Acaso te besaba así…, así?

—Sí…, así —murmura toda trémula, desfallecida.

El tiempo ha pasado en un soplo; son ya las cuatro.

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