Pan

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IX

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IX

He tenido una larga conversación con Eduarda.

Hela aquí.

—Pronto tendremos lluvia —le dije para empezar.

—¿Qué hora es? —me responde.

Después de consultar el sol, contesto:

—Cerca de las cinco.

—¿Y ve usted eso claramente en el sol?

—Sí, como en un reloj.

—Y cuando no hay sol, ¿cómo se las arregla para saberlo?

—Nunca faltan indicios: las mareas, la hierba, que se acuesta sobre el suelo a ciertas horas; el canto de los pájaros, las flores que se abren y cierran, el verde de las hojas, unas veces brillante y otras mate… Además, tengo el sentido de la duración del tiempo y…

—¡Ah! ¿De veras? —me dice de un modo que no sé si es ingenuo o malintencionado.

Temeroso de la lluvia, y no queriendo retenerla por más tiempo en pleno bosque, lejos de su casa, esbozo un signo de despedida; pero ella, sin cuidarse de las nubes, me acosa con un alud de preguntas, acometida de una curiosidad súbita sobre las causas de mi afición a la caza, de mi retiro a la cabaña y de cien particularidades, en las que ni sospechaba se hubiese fijado. La respondo que me limito a matar los bichos necesarios para sustentarme, y que mi perro no se podrá quejar de un trabajo excesivo. Entonces sonríe y se turba, lo que me revela que sus preguntas le han sido dictadas por alguien, y que la franqueza de mi respuesta la desorienta. Esta sumisión a una voluntad ajena reanima en mí la primera simpatía que me inspiró su carita de niña medio huérfana, y al ver sus brazos caídos a lo largo del cuerpo, sin coquetería alguna, pienso en que no tiene madre que la guíe, y me enternezco sin querer.

—No —le digo ya en otro tono—. No me mueve el placer del exterminio, sino la necesidad de vivir, créame. Si me basta para comer hoy un pájaro, tenga la certeza de que no tiraré el segundo tiro. ¿Para qué? Cuando oiga usted sonar mi escopeta, esté segura de que me ha sido imposible dejar de disparar.

Le explico el placer puro de vivir en el bosque, haciéndome la ilusión de ser hijo de la Naturaleza. A partir del primero de junio, la caza de conejos y liebres y la caza con liga están prohibidas, y para no infringir la ley ni encarnizarme en pájaros baldíos, me alimento de pesca. Ahora mismo —le digo— estoy esperando que su padre me cumpla la promesa de prestarme una barca… Ya ve que mi afición de cazador es casi pretexto para pasar el día entero en el bosque. ¡Ah, usted ignora el bienestar prístino[4]!, de encontrarse rodeado por la Naturaleza, de comer no rígidamente sentado en una silla, sino tendido en tierra, sin mesa, sin miedo a pasar por chiflado, ¡cuanto el corazón dicta a la boca…! Y a todo este placer de la soledad, unir el de no estar solo en absoluto; el de sentir el alma del bosque manifestarse en una flor, en un susurro, en una brisa… ¿Me comprende siquiera?

—Sí, sí.

Y sintiendo su mirada penetrante en la mía, como si quisiese ir a espolear mi imaginación, continúo:

—¡Si usted supiera cuántas cosas descubro en mis paseos solitarios! En invierno distingo en la nieve las huellas de los pajarillos, siguiéndoles hasta donde batieron las alas, no sin dejarme, por la dirección fácilmente descifrable del vuelo, indicaciones del mejor camino para hallar madrigueras de conejos y liebres. Con ser tan nimio esto que acabo de decirle, ofrece un interés nuevo cada vez… En otoño, el cielo es de noche más fúlgido y se desprenden de él estrellas que ponen en el espacio momentáneas rayas de plata; y al verlas, me digo: «¿Será algún mundo en convulsión, a cuyo despedazamiento asisto, pobre hombre solitario, perdido en otro mundo que acaso se despedace también algún día…?». En verano veo hasta en las hojas más chicas agitarse animales minúsculos: unos carecen de alas y permanecen largas horas inmóviles; viven y mueren sobre la misma hoja en que nacen. ¿Se da cuenta de esta ejemplar maravilla? Infinidad de bichejos, prodigiosamente activos, surgen de todos lados: insectos desconocidos, moscas azules… Pero, ¿no la aburro? Dígamelo con franqueza.

—No, no; siga. Lo comprendo muy bien.

—A veces me divierto en contemplar durante mucho rato alguna planta, con el temor recóndito de que ella me está también mirando. ¡Qué sabemos de la extensión de su vida indudable! ¿No le parece? Y cuando cualquier hierbecilla tiembla, me digo: «He aquí que palpita…». ¡Ah, el bosque! En cada árbol hay por lo menos una rama capaz de hacer ensoñar durante muchas horas… Y, además, cuando creo estar más solo y feliz en ese aislamiento, me encuentro con alguien en el recodo de un camino.

Eduarda, inclinada hacia mí, escucha con vivo interés. De pronto, no me parece la misma: está casi fea; el labio inferior, algo caído, da a su rostro algo de estupidez. En ese instante, una gota de lluvia la arranca de su estupor, casi pudiera decir de su éxtasis.

—Ya llueve —le digo.

—Sí, sí… Adiós.

La dejo alejarse, y me encamino despacio hacia mi cabaña, sin apresurar la marcha porque la lluvia aumente. De súbito oigo pasos precipitados tras de mí; me vuelvo y la veo de nuevo; pero ahora tan ruborosa y sonriente, que me vuelve a parecer otra…, la de la vez primera.

—Había olvidado lo principal —me dice jadeante—. Mañana vamos de excursión a la Isla con el doctor… ¿Puede usted venir?

—¿Mañana? Sí, sí, puedo.

—Pues contamos con usted… No falte.

Y cuando se aleja sonriente, feliz, ya no vuelvo la cara hasta ver perderse entre los árboles su figurilla rápida y grácil, su busto exiguo, sus piernas carnosas y finas que el viento y la lluvia moldean…

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