Pan

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Nunca olvidaré aquel día de fiesta en que el estío empezó verdaderamente para mí. El sol, que brillaba durante veinticuatro horas seguidas, había secado el suelo, y después de la lluvia, el aire quedó límpido, fluido. Antes de mediodía llegué al embarcadero; era un mediodía luminoso, jubiloso. El agua estaba en calma, y conversaciones y risotadas de los jóvenes empleados en la preparación del pescado llegaban desde la Isla. Poco después estábamos reunidos los compañeros de excursión. Dos grandes cestas de provisiones prometían la merienda. Yo me sentía contento, tan contento que no podía dejar de cantar a media voz, y miraba tan pronto el mar como las blusas claras de las muchachas.

¿De dónde podían venir todas aquellas muchachas? Estaban la hija del gobernador del distrito y las del médico, con sus institutrices; estaban también la señora del pastor y su hermana. A todas las veía por primera vez y, sin embargo, me trataron amablemente como a un viejo amigo. Mi olvido de las costumbres ciudadanas me hizo faltar más de una vez a las conveniencias; tuteé a las muchachas, y dije a una «querida» y a otra «querida mía»; pero todo me fue perdonado, y hasta tuvieron la delicadeza de fingir no darse cuenta.

El señor Mack, que, según costumbre, llevaba prendido sobre la camisa floja el alfiler de diamantes, parecía de humor excelente, y gritó a los de la otra barca, pues hubimos de repartirnos en dos:

—¡Cuidado con las botellas, loca juventud…! ¡Doctor, usted me responde de los licores!

—Desde luego —gritó el doctor.

Y las palabras, cruzándose de una a otra barca, vibraban con acentos alegres, festivos.

Eduarda llevaba el mismo traje que la víspera, no sé si por capricho o por carecer de otro. Sus zapatos tenían aún el barro de la caminata hasta mi cabaña, y sus manos me parecieron de dudosa limpieza; en cambio, el sombrero era nuevo, adornado con plumas, y bajo la chaqueta teñida, que se quitó para sentarse sobre ella, vestía la misma blusa que le viera en casa la noche de la reunión.

Para complacer al señor Mack, disparé al atracar en la Isla los dos tiros de mi escopeta, y la salva fue acogida con un «¡hurra!», contestado por los trabajadores. Mientras el señor Mack hablaba con ellos, nosotros nos esparcimos en busca de margaritas y de campanillas azules. El sol esplendía, los pájaros graznaban sobre la playa, festoneada de espuma y rubia de sol.

Nos acomodamos sobre el césped, cerca de un macizo esmaltado de esos frutos leves y de débil corteza que los hace parecer casi flores. El padre de Eduarda descorchó las botellas solemnemente, y hubo alegre tumulto: rebullir de ropas claras, de ojos azules, vasos entrechocando, una voz que entona una canción… oleadas de púrpura tierna en todas las mejillas…

Mi espíritu participa por completo de la fiesta, y hasta los menores incidentes me parecen interesantes. Una gasa flota detrás de un sombrero, cual si fuese la estela de la muchacha que lo lleva; algunas trenzas se desatan; hay párpados entornados por la suave molicie y por la risa… ¡Oh, qué día tan delicioso, tan inolvidable!

—Me han dicho que vive usted en una cabaña digna de Robinson, señor teniente.

—Sí, un verdadero cubil, que no cambiaría por los más suntuosos alcázares. Venga un día a verlo, señorita, vale la pena… Está en la misma entrada del bosque, como un centinela avanzado.

Otra muchacha me dice amablemente:

—¿Y es la primera vez que viene a nuestras regiones septentrionales?

—Sí, pero ya conozco la comarca como si hubiera nacido aquí. Por las noches me encuentro frente a frente con las montañas, con la tierra, con el sol, sin amedrentarme de su grandeza y de su belleza… ¡Oh!, no tema usted, no voy a pronunciarle un discurso; lo único que se me ocurre decir es esto: «¡Qué maravilloso estío tienen ustedes!». Llega una noche, mientras todo el mundo está dormido, y a la mañana siguiente se da uno cuenta de que ya está aquí. Ayer mismo me asomé a una de las ventanas —mi cabaña tiene dos, a pesar de ser tan pequeña—, y vi que había llegado.

Otra muchacha de rostro tierno y adorables manos inquietas, se acercó al grupo, y me propuso:

—¿Vamos a cambiar nuestras flores? Dicen que trae suerte.

Atraído por su gracia primordial, le tendí las dos manos, diciéndole:

—Sólo con que usted me lo haya propuesto me considero afortunado. ¡Es usted tan bonita! Cuando veníamos en la barca, su voz me pareció como una música.

Sorprendida, contrariada sin duda, sin que me explique por qué, retrocede y me replica en tono seco:

—¿Pero qué le pasa? No era con usted con quien quería cambiar las flores.

¡Ah, qué desilusión! Avergonzado de mi ligereza, me acomete el deseo de desaparecer, de sentirme solo en mí cabaña, donde únicamente el viento me habla con su voz siempre áspera, no tan pronto atractiva como engañadora. Todo trémulo, apenas si acierto a decir:

—Discúlpeme, perdóneme usted… He sido un torpe.

Las otras muchachas se apartan, haciéndose las distraídas para no agravar mi vergüenza; y en el mismo instante, una se precipita hacia el grupo con extraño ímpetu: es Eduarda. En cuanto está a mi lado, me abraza, me envuelve en un torbellino de palabras dulces, y me besa una y otra vez en la boca. Sin explicarme su actitud, en vano trato de debatirme. Su mirar ardoroso me fascina, me quema, y cuando al fin se aparta de mí, veo que algo violento pasa por bajo la tersura de su garganta. Ante el corro atónito, en actitud de reto, permanece unos instantes, y su delgadez, su aire mitad de mujer, mitad de niña, contrasta con el llamear de sus ojos. Por segunda vez, el hechizo de las cejas perfectas me penetra hondamente.

—¿Qué ha hecho usted, Eduarda? —le digo.

Mi voz, velada por la emoción, contrasta con la suya, firme y entera al responder:

—He hecho lo que he querido, lo que me dictaba mi alma; ya lo oyen todos. ¿Le importa a alguien?

Sin saber qué hago, me quito la gorra, me aliso el pelo, y mientras la miro, cada vez con más estupor repito en un tono que debe parecerles idiota:

—Claro que a nadie le importa…, a nadie.

La voz del señor Mack nos llama desde el otro extremo de la Isla, y en seguida me doy cuenta de que no ha podido ver la escena. Esto me tranquiliza, y deseoso de poner punto al incidente, me encaro con el grupo, y con fingido aplomo, sonriendo, hablo así:

—Ustedes sabrán disimular mis inconveniencias… El hecho de confesarlas les indica que yo mismo empiezo a castigarme… Faltando a todas las buenas costumbres, he aprovechado el momento en que íbamos a cambiar las flores para ultrajar a Eduarda, a quien pido perdón delante de todos. Ruego que, para juzgarme mejor, se pongan en mi caso; he perdido en la soledad las costumbres sociales, y, además, como no bebo vino nunca, el de hoy se me ha subido a la cabeza. Sean, pues, indulgentes.

Embrollándome, trato de echar a broma la aventura, pero la risa se resiste en mis labios. Rebelde a mi propósito, Eduarda no muestra contrariedad ninguna ni se ocupa de borrar la desagradable impresión que su extravagancia, que en vano trato de atribuirme, ha producido. En lugar de desviarse de mí, me busca, y cuando nos ponemos a jugar al juego de la viuda deseosa de elegir nuevo marido, dice:

—¡Si me toca quedarme, escojo de antemano al teniente Glahn; conste que no quiero a ningún otro!

Yo le digo brusco, en voz baja:

—¿Quiere usted callarse de una vez?

Una expresión de sorpresa empaña su fisonomía, y su boca se contrae dolorosamente, de tal modo, que me siento removido de lástima, y toda su persona recobra para mi la plenitud de su atractivo. Por aquel dolor, por aquella desilusión tan mal disimulada, no sólo me gusta otra vez, sino que la quiero; y estrechando su manita frágil y angosta, le susurro al oído:

—No se ponga triste… Cuando estemos solos…, mañana, ya no la diré que calle… y hablaré yo también.

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