Pan

Pan


XI

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XI

He dormido mal, sobresaltado por sueños en los que predominan peripecias de caza; y en uno de esos momentos en que el alma está en el límite misterioso entre la vigilia y la inconsciencia, me pareció sentir a Esopo removerse en su rincón y gruñir. Como el perro entraba en las imágenes de mi sueño, no me desvelé, y al levantarme vi con sorpresa huellas desde mi puerta hasta el camino. Salí, y a los pocos pasos Eduarda vino a mi encuentro, ruborosa y embellecida por la alegría.

—¿Me oyó usted anoche? Tuve miedo de que me oyera.

Tardé un instante en relacionar su pregunta con lo ocurrido, y en vez de responderle, la interrogué:

—¿No ha dormido usted bien?

—No, nada… No he podido dormir.

Y me contó que había pasado parte de la noche en una silla, con los ojos cerrados, atenta sólo a las imágenes interiores, y que ya muy tarde no pudo resistir la tentación de dar un paseo.

—Esta ha sido noche de duendes —le dije entonces—. Por cierto que uno ha venido hasta la puerta de mi cabaña.

Al verla cambiar de color le tomé las manos.

—¿No habrá sido usted ese duendecillo? —le dije.

—Sí… —confesó entonces apretándose contra mí en un ademán de humilde y amoroso abandono—. ¿Verdad que no le desperté…? Andaba muy despacio, muy despacio…, como si pisara su sueño… ¡Quién iba a ser sino yo…! ¿Verdad? Necesitaba estar cerca de usted… ¡Ah, si viera cuánto, cuánto, cuánto le quiero!

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