Pan

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XII

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XII

A partir de ese día, nos veíamos todos; y antes de gozar de la dulzura de verla, mi deseo le salía al encuentro. Ya hace de eso dos años, y el recuerdo ocupa a menudo mi imaginación, pues todo en esta aventura me complació y distrajo. Nos citábamos en lugares distintos: junto al molino, en cualquier vereda, en mi misma cabaña. Eduarda, dócil, a nada se oponía. Llegaba siempre antes de la hora, y a su jubiloso «buenos días» respondía el mío, jubiloso y trémulo también.

—Estás alegre hoy; desde lejos he oído tu canto —me dijo una vez, con el fondo de los ojos lleno de chispas.

—Sí; hoy estoy contento, y siento crecer en el pecho un amor infinito hacia todas las cosas… Aquí mismo, en tu falda, hay una manchita de polvo, de barro quizá; pues bien, siento anhelos de besarla… Déjame que la bese; todo lo que es tuyo despierta mi ternura. A veces temo haber perdido por ti la facultad de razonar… Ya no puedo dormir como antes.

Y era verdad: muchas noches los sueños del amor no dejaban llegar al reparador sueño del cuerpo y del espíritu… Muy juntos, respirando casi la misma porción de aire, recorríamos lentamente las veredas. De vez en cuando me preguntaba:

—¿Por qué no me dices lo que te parezco? ¿Soy como tú creías y querías? ¿No me encuentras demasiado charlatana? Dime la verdad…, toda la verdad. ¡Si vieras…! A veces me parece que esto no ha de acabar bien.

—¿Por qué no?

—No acabará bien; ya verás. Y el mal será precisamente para nosotros. Aunque creas que es superstición, a veces siento un frío glacial correrme por la espalda, sobre todo cuando te toco… Debe ser la dicha.

—A mí me basta con mirarte para sentirlo… Pero ten la seguridad de que hemos de acabar muy bien. ¿Quieres que te friccione la espalda para ahuyentar ese escalofrío de mal augurio?

Aunque se esquiva, la aprisiono y golpeo su espalda con breves y secos golpecitos, preguntándole entre risas si le gusta.

—¡Oh, no! —responde—. ¿A quién le va a gustar ese género de caricias? Pareces un oso masajista. Más despacio…, ten la amabilidad de…

¡Ah, el encanto mimoso, sensual y a la vez infantil de esa frase incompleta! «Ten la amabilidad de…». Hace ya dos años, y aún me parece sentir la vibración penetrarme por los oídos hasta el alma…

Continuamos el paseo y, temeroso de haberla contrariado, me pongo a buscar en la memoria alguna anécdota con qué distraerla. Como estoy lleno de su amor, sólo imágenes de amor acuden al recuerdo.

—Hace tiempo, en una excursión, una muchacha, al verme temblar de frío, se quitó la bufanda y me la puso. No pude evitarlo, y le dije: «Mañana se la devolveré lavada». «¿Tiene frío todavía?», me contestó. «No; pasó ya». «Pues entonces devuélvame la bufanda ahora mismo; quiero conservarla como usted la ha llevado…». Tres años después la encontré, y le pregunté burlón: «¿Guarda usted la bufanda aún?». Ella, muy seria, me llevó ante su armario y me la mostró envuelta en un papel de seda… Ya ves.

—¿Y nada más?

—Nada más. No me negarás que es un rasgo de delicadeza.

—Extraordinario, sí… ¿Dónde está esa muchacha ahora?

—En el extranjero.

Callamos, y por lo pesado del silencio, comprendí que no había hecho bien. Al separarnos me dijo risueña:

—Pasa buena noche, y no vuelvas a pensar en la guardadora de bufandas; mira que yo no pienso más que en ti.

Había tal sinceridad en su expresión, que me sentí feliz, y aun después de haberme despedido, me volví a acercar a ella otra vez para decirle:

—Gracias, Eduarda. Eres demasiado buena conmigo, y de seguro te recompensará Dios por haber aceptado mi amor y por haberme dado el tuyo, que tanto bien me hace… Cualquier otro valdría, sin duda, más que el mío; pero soy tan completamente tuyo, que te juro que nunca podré ser de otra… ¿En qué piensas? ¿Por qué se te nublan los ojos?

—No es nada; es que me ha parecido extraño oírte decir que Dios me recompensará. Se te ocurren unas cosas… ¡Ah, si vieras cuánto te quiero!

Y en medio del camino, con ímpetu conmovedor, me abraza y me besa varias veces, escapando después… Ya solo, me hundo en el bosque, impulsado por la necesidad de aislarme en mi dicha. Y de pronto, cuando más ensimismado estoy, me parece escuchar pasos furtivos tras de mí. Me vuelvo de prisa, recorro con la vista todas las veredas y nada…, ¡nada!

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