Pan

Pan


XIII

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XIII

Noche de verano, mar apacible, silencio infinito sobre el bosque y el mar; seres y cosas parecen dormir o meditar más bien; ninguna voz, ningún grito, ningún paso turba la quietud; sólo mi corazón golpea con jubiloso ritmo, cual si hubiese bebido un vino generoso.

Algunos insectos penetran por la ventana, atraídos por la luz y el aroma del asado, y su bordoneo torpe va tan pronto a las vigas del techo como a mi calabaza de pólvora, llenándome los oídos y comunicándome su temblor. Son menudos, ágiles, bulliciosos; parecen pensamientos escapados de una cabeza loca.

Después de comer salgo a la puerta a escuchar el silencio. Miríadas de luciérnagas ponen en el aire una claridad lentísima; las hierbas y las flores tienen movimientos lentísimos; se siente vivir a las cosas mudas; un arbusto florece, y en la noche es algo maravilloso el nacimiento de aquella flor modesta, hacia la cual va mi ternura, casi segura de ser correspondida… ¡Gracias, Dios mío, por todas las flores que me has permitido ver en el mundo! ¡No por las flores lozanas y presuntuosas de los jardines, sino por las flores humildes, que son el ornato del bosque: por esta florecilla violeta, por esta campanilla azul tan tenue, por estos clavelillos salvajes que dan generosamente su perfume, por estas flores anchas, blancas y castas, que ahora se abren en el silencio con un temblor de cálices, que me hace pensar que, en pago de mi amor, me has permitido verlas respirar…! Insectos golosos van de unas a otras, haciéndolas agitarse, a modo de pétalos embriagados y vivos… De pronto siento pasos rápidos, un aliento cálido que me envuelve, un alegre «buenas noches», y heme aquí de rodillas, besando, lleno de gratitud, los piececitos que me han traído la querida imagen y el borde del vestido que la envuelve…

—Buenas noches, Eduarda… ¡Eduarda mía!

Así murmuro una y otra vez, y ella, convencida por la elocuencia de ese homenaje, que no logra expresarse en palabras, me dice:

—¡Cuánto me quieres!

—Te quiero más que a todo, más que a todos, y mi cariño se transforma continuamente en gratitud… Eres mía, y me sirves como de piedra de toque para comprobar las bellezas del mundo… A veces, sólo con pensar en ti, con pensar que mi boca te ha besado, me ruborizo de orgullo.

—Pero esta noche me parece que me quieres todavía más.

Tiene razón; siempre la quiero más. ¡Oh, el poder magnético de su mirar bajo las arqueadas pestañas, el atractivo de su piel tan dulce a los labios!

—Amo en ti todas las cosas, Eduarda; eres para mí un espejo donde las cosas feas se oscurecen y las otras se perfeccionan. Cuando estoy solo, doy gracias a los árboles, a las flores, al viento, por tu belleza y por tu salud. Cualquier accidente nefasto y fácil habría hecho que fueras diferente… Una noche, en un baile, vi a una muchacha desconocida permanecer sentada, en silencio, mientras todas se abandonaban al torbellino alegre del vals. Su cara melancólica me impresionó, y me acerqué a invitarla; pero ella movió la cabeza denegando. «¿Es posible que no le guste bailar?», le dije. «Ya ve usted —repuso— mi madre era una mujer admirable de belleza, mi padre era también un hombre sano; se amaron apasionadamente, y… ¡yo soy coja de nacimiento!».

—Sentémonos —me dice Eduarda.

Nos sentamos sobre el césped, y de súbito exclama:

—¿Sabes lo que me ha dicho una de mis amigas de ti? Que tienes pupilas de fiera y que con sólo mirarla la haces ruborizar… Que tu mirada le parece un contacto.

Una onda de alegría recorre mi ser, y no por vanidad propia, sino por la complacencia que veo en Eduarda al contármelo. ¿Qué me importan las demás mujeres? Sólo me importa una, y esa no me dice el efecto que le produce mi mirar… Durante un minuto lo espero en vano, y pregunto al fin:

—¿Se puede saber quién es esa amiga?

—No. Confórmate con saber que es una de las que fueron con nosotros a la Isla.

Su cara se nubla y cambia de conversación.

—Papá piensa marchar dentro de poco a Rusia, y proyecto organizar una excursión durante su ausencia. ¿Has ido alguna vez a los islotes? Llevaremos, como la otra vez, dos cestas de merienda, y las señoras del presbítero vendrán también. Pero me has de prometer no mirar a mi amiga, a la que le gustas; si no, no te invito.

Sin añadir nada, me abraza de nuevo, y separándose poco a poco, fija su mirar en mis ojos, respirando con ansia. Su insistencia me turba, me inquieta, y me levanto; afectando tono indiferente, le digo:

—¿De modo que tu padre va a Rusia?

—¿Por qué te has levantado tan pronto?

—Porque es tarde, Eduarda… Mira, las flores blancas se empiezan a cerrar; el sol va a salir.

La acompaño hasta el camino, y cuando me separo, prolongo aún la compañía con la mirada. Antes de desaparecer me grita con voz contenida:

—¡Buenas noches…!

Poco después la puerta de la casa del herrero se abre, y un hombre con camisa blanca floja, sobre la cual relampaguean diamantes, sale cauteloso, mira en derredor, se echa el sombrero sobre la frente y toma el camino de Sirilund.

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