Pan

Pan


XIV

Página 16 de 48

XIV

La alegría embriaga; sin más ni más, a modo de salvas en honor de mí mismo, disparo los dos tiros de mi escopeta, y ecos simultáneos, casi indivisibles, van de monte en monte, se extienden sobre el mar y llegan a sacar de su marasmo a un pescador extenuado por la larga e infructuosa espera. ¿Por qué estoy contento? Ha bastado para ello un pensamiento, un recuerdo, la imagen de un ser humano… Pienso en ella con los ojos cerrados para verla mejor, contando los minutos que me faltan para tenerla junto a mí… Me inclino a beber de un arroyo; para hacer tiempo, cuento cien pasos de un lado y cien de otro… «Ya es tarde», me digo; y de nuevo me abandono a ideas que la envuelven, la tocan, y si se apartan de ella es para volver en seguida a ceñirla… Ha transcurrido un mes, y a pesar de sus temores, ni el más pequeño obstáculo surge en nuestro camino. ¡Bien corto es, en verdad, un mes, sobre todo un mes tan delicioso; pero mucho más corto es un minuto, un segundo, y en ellos podemos tropezar con la piedra fatal que determine la caída…! ¿Por qué no viene aún? Para abreviar la espera, se me ocurre mojar mi gorro y ponerlo a secar en una rama alta… Ya está hecho… Mi medida de cálculo son las noches; ha habido algunas en que no ha podido venir al bosque; mas nunca, como esta vez, dos noches seguidas. Las otras veces nada le había ocurrido. ¿Por qué esta inquietud? ¿No tendré, al recobrarla, la sensación de que mi dicha alcanza su apogeo? En este momento, unos pasos resuenan y mi busto se inclina, mis brazos se abren ansiosos… Ya está aquí.

Y hablamos, hablamos como siempre, asimilando todas las imágenes a nuestro amor, cual si fuera un río, y las cosas del mundo entero arroyuelos que viniesen a aumentar su caudal.

—¿Te has fijado, Eduarda, en cuán agitado está el bosque esta noche? Rumores vagos recorren los árboles; el césped se comba, se riza, se estremece; las hojas grandes tiemblan con temblor torpe; diríase que alguna cosa oculta se elabora en la selva… Un pájaro canta, y la brisa lleva su mensaje de amor. Hace ya dos noches que viene a cantar al mismo sitio, insistente, fiel… ¿No te complace escuchar su gorjeo?

—Sí. ¿Por qué me lo preguntas?

—Por nada. Es la segunda noche que canta de este modo. Comprendo que me empeño en dar a todas las cosas un sentido; pero no te preocupes; no es de nada de eso de lo que quiero hablarte… ¡Gracias por haber venido hoy, Eduarda mía! Te hubiera esperado toda la noche y mañana también, feliz casi del todo, sólo con la esperanza de verte.

—También a mí se me hace largo esperar, y para que veas que pienso en ti a todas horas, mira los pedacitos del vaso que rompiste la primera noche que viniste a casa. ¿Te acuerdas…? Anoche se fue papá, y por eso no pude venir; ya ves que tuve motivo. Mientras le arreglaba las maletas pensaba que estarías esperando, y casi lloraba, y estaba a la vez contenta por saber que estabas aquí solo, pensando en mí.

Sus excusas se acomodaban perfectamente a la última noche; pero, ¿y la anterior? De esa no me decía nada, y un instinto secreto me hacía buscar la verdad, no en sus palabras, sino en sus ojos, que estaban sombríos, sin el brillo gozoso de antes.

Una hora pasó en seguida. El pájaro dejó de cantar y el bosque quedó inerte. Pasó una onda de frío, y ella se apretó contra mí; su cuerpo estaba tibio, trémulo. ¡No, no; sintiéndola cerca, nada podía turbar mi dicha! Eran malas figuraciones las que me torturaban. Al despedirnos y tener sus manos entre las mías, le pregunté con timidez ansiosa:

—¿Hasta mañana?

—No; mañana, no.

Me invadió una tristeza tan grande que no me atreví ni a investigar el motivo; pero ella me dijo entre risas:

—Mañana será la prometida excursión. Pensaba sorprenderte con una invitación escrita; pero has puesto una cara tan triste, que no tengo valor de dejarte así.

Mi corazón vuelve a latir ligero. ¡Cuán pocas palabras han bastado para descargarlo de peso tan enorme! Eduarda se aleja a pasos cortos, saludándome con inclinaciones de cabeza. Sin moverme del sitio le pregunto:

—Dime cuánto tiempo hace que recogiste los pedazos del vaso.

—¿Qué cuánto tiempo?

—Si. ¿Una semana…? ¿Dos quizá?

—Quizá dos, sí… Pero no, no vuelvas a ponerte triste; voy a decirte la verdad: fue ayer.

—¡Ah, ayer…! Ayer todavía pensaba en mí. ¡Qué feliz soy!

Ir a la siguiente página

Report Page