Pan

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XV

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XV

Las dos embarcaciones esperan intranquilas en el puesto, y parten en cuanto las llenamos. Durante el viaje se canta y charlotea; los islotes están frente a la costa, más allá de la Isla, y el viaje es largo. El doctor, que viste de claro como las damas, está decidor como nunca y se mezcla en las conversaciones de las mujeres, en lugar de oírlas en silencio, a ejemplo de los demás. Su hablar es tan incesante que tengo la sospecha de que no haya esperado la hora de la merienda para beber. Cuando desembarcamos pronuncia una especie de discurso, y al verle consultar a Eduarda con los ojos, me digo: «Sin duda ella lo ha designado para que sustituya a su padre en las funciones de anfitrión».

Amable en extremo con las damas, afectuoso y casi paternal con Eduarda, sin desprenderse del tonillo de pedantería que ya había observado en él, fue el verdadero protagonista de la fiesta. Su manía directiva se muestra a veces en detalles pueriles; por ejemplo: Eduarda dice: «Yo nací el año 38». Y él corrige muy serio: «En el 1838». Las pocas veces que yo hablo, me escucha atentamente, sin manifestar el menor desvío.

Una muchacha de las que han venido en la otra barca se acerca a saludarme, y no la reconozco al punto. Es una de las hijas del superintendente, la que yo había invitado a visitar mi cabaña en la excursión anterior; y nuestra plática esta vez es más larga y cordial. Mas, en general, no me divierto. Bebiendo con cautela, yendo de un grupo a otro, sin cometer esta vez faltas graves, echo de menos algo, y acaso más para evocarlo que por ignorancia del arte de responder a las amabilidades, empiezo a hablar con la incoherencia selvática de aquella tarde; al ver que no me lo toman en cuenta, me malhumoro y callo.

Ante la inmensa piedra que nos sirve de mesa, el doctor habla con elocuencia presuntuosa, abriendo los brazos en ademanes ridículos, que, a pesar de ello, a nadie hacen reír.

—¡Ah, el alma! ¿Y qué es el alma? —dice.

La hija del superintendente lo ha acusado de librepensador, y esto desata su elocuencia: «¿Acaso todo el mundo no tiene derecho a pensar libremente? Nos representamos el infierno como una mansión subterránea, y al diablo como una especie de jefe de Negociado; y, sin embargo, el diablo es también una majestad». Hablando del retablo que hay sobre el altar de la iglesia, dice: «Representa a Cristo, algunos hebreos de ambos sexos, una fuente metamorfoseada en fuente de vino… Bien; y el Cristo se distingue de los demás por la aureola. ¿Saben ustedes la verdadera significación de la palabra aureola? Supongo que no creerán que es un simple disco amarillento».

Y como dos señoras juntan las manos en un aspaviento místico, sale del atolladero así:

—Lo que acabo de decir es horrible, ¿verdad? Lo reconozco; pero basta decirlo siete u ocho veces seguidas pensando bien en ello, para que parezca menos espantoso. En fin…, permítanme, señoras y señores, que beba a su salud.

Arrodillado sobre el césped, frente a las dos devotas, alzó su sombrero con la mano izquierda y vació el vaso de un sorbo. A pesar mío, su aplomo me cautiva, y hasta pienso en proponerle que choquemos los vasos; mas en el suyo no queda nada ya.

Eduarda no le pierde de vista. Despechado y esperanzado aún, me acerco a ella y le digo, muy quedo.

—¿No jugaremos hoy a la viudita que elige marido?

Se estremece y, levantándose, susurra:

—Ten cuidado de no tutearme aquí.

Esta advertencia es injusta, pues no la he tuteado; así que me separo del grupo, y empiezo a notar que el tiempo no pasa de prisa. De tener otra barca a mi disposición, regresaría solo… Quizá Esopo esté en ese instante pensando en el abandono de su dueño… En cuanto a Eduarda, de seguro no piensa en mí porque habla del placer que tendría en viajar, en conocer otros países. El color de sus mejillas dice bien claro su entusiasmo, y hasta su voz adquiere un tono rápido, el tono del que está impaciente por partir.

—Nadie será más dichoso que yo el día que…

—Dichosa —rectifica el doctor.

—¿Qué dice?

—Que, tratándose de una mujer, se dice dichosa.

—¿Sí…? ¡No comprendo!

—Que ha dicho usted «más dichoso que yo».

—Bueno; el caso es que por nadie me cambiaré el día que salga para un viaje largo. ¡A veces siento la nostalgia de no sé qué paisajes!

¡Ah, quiere viajar, no se acuerda de mí; leo en su cara la huella indudable del olvido…! ¡Nada puedo hacer; mas quédame el menguado consuelo de decir que jamás leí página tan triste! Los minutos pasan con lentitud de angustia, y al fin propongo el retorno, so pretexto de que dejé a Esopo atado y sin comida; pero mi proposición se pierde; nadie piensa aún en regresar.

Por tercera vez me dirijo a la hija del superintendente seguro ya de que es ella la que encontró fiero y turbador mi mirar, y chocamos los vasos. Sus ojos, inquietos, fascinados, no pueden apartarse de mí.

—¿No cree usted, señorita, que los individuos de aquí son comparables a estos veranos tan fugaces como embrujadores?

Hablo en alta voz y a propósito, y a propósito también la insto a que visite mi cabaña.

—Dios la bendecirá por esa buena obra y yo procuraré acogerla como merece y darle en recuerdo un presente que le sea grato.

Y no acabo de decírselo cuando pienso que si viene nada le podré regalar, a no ser que quiera llevarse mi calabaza llena de pólvora… Eduarda, sin volver siquiera la cabeza, me deja hablar; pero aun cuando parece atenta a la conversación general, en la cual toma parte, estoy seguro de que me oye.

El doctor se ha erigido en augur y lee la buenaventura a las muchachas, una de las cuales le coge al fin una de sus manos, también femeniles y adornada con sortijas, para predecirle a su vez no sé qué confusos sucesos. Sintiéndome abandonado, me aparto y me dejo caer, abatido, sobre una piedra. El día va menguando ya.

La única que podría apartarme de este aislamiento —me digo—, en nada se preocupa de mí… ¡Bah…! Después de todo, ¿qué me importa…? Este «qué me importa» es una bravata; la sensación de abandono me empequeñece; oigo las conversaciones como si hasta las palabras más inocentes fuesen dichas contra mi. Eduarda ríe, y al oírla reír, algo imperativo me hace levantar e ir hacia el grupo; y cuando me encuentro en él, sin saber qué decir y sin poder callarme empiezo a hablar, excitado, con ese hablar voluble del hombre inseguro:

—Se me acaba de ocurrir que tendrán mucho gusto en ver mi caja de entomólogo. Aquí la tienen; mírenla a su sabor, porque hay en ella cosas curiosas. Fíjense en estas moscas rojas y en estas amarillas.

Con una mano tiendo la caja, que nadie recoge, y con la otra tengo la gorra, que al ver a todos cubiertos, me vuelvo en seguida a poner. Rompiendo el embarazoso mutismo, el doctor dice:

—Traiga usted; es curioso ver cómo las fabrican.

—La he hecho yo mismo —digo en tono humilde, lleno de gratitud.

Después me pongo a explicar mi procedimiento, que es el más elemental: «Compro plumas y las voy pegando en el exterior de la caja… Claro que en las tiendas se encuentran cajas mucho más primorosas».

Eduarda lanza sobre mi obra y sobre mí una mirada distraída, sin interrumpir su conversación.

—Con bellos materiales no hay obra fea —asegura el doctor—. ¡Las plumas son tan lindas…!

—Las verdes sobre todo —dice inesperadamente Eduarda—. Déjemelas ver de cerca, doctor.

—Quédeselas usted… Sí, se lo ruego. Será un verdadero favor que me haga… Quédeselas en recuerdo de hoy.

Eduarda las mira muy atenta, y sin responder en el primer instante, observa:

—No se sabe si son verdes o moradas; depende de cómo se las mire… Puesto que usted se empeña en ofrecérmelas, las acepto.

—Desde luego, sí.

Despega poco a poco las plumas, y el doctor me devuelve la caja, que, a pesar de estar desguarnecida, me parece más bella. Nos levantamos, y el doctor asegura que ya es hora de pensar en volver. Una oleada cordial me sube a la garganta, y me hace decir:

—Volvamos, por Dios; recuerden que mi pobre perro, mi mejor amigo, está amarrado, y que en cuanto me vea se alzará de patas sobre el pretil de la ventana para saludarme… Puesto que el día ha sido delicioso y la noche empieza a caer ya, vámonos… Y gracias a todos.

En el embarcadero me quedo de los últimos para ver en qué barca monta Eduarda, y tomar la otra; pero cuando menos lo espero me llama, y con la cara enrojecida, tendiéndome la mano, me dice:

—Muchísimas gracias por las plumas. Tomamos la misma barca, ¿verdad?

—Si usted quiere…

Nos sentamos sobre la misma bancada, y su rodilla toca la mía; pero más que este contacto me conforta su mirada, que de tiempo en tiempo me busca y me envuelve. En un instante me resarzo con creces de las vicisitudes de aquel día que, para no serme del todo propicio, me permite verla con sus postreras luces volverme de súbito la espalda y ponerse a hablar con el doctor, que va de timonel. Durante un inmenso cuarto de hora no existo para ella, y el injusto abandono me impulsa a cometer una acción absurda; uno de sus botines se le cae, e inclinándome rápido, lo cojo y lo tiro al agua… ¡Que se ocupe siquiera un momento de mí, no importa por qué! Es cosa de un segundo, en el cual para nada entra la reflexión. Al verme, las mujeres gritan, y yo mismo quedo estupefacto, cual si la insensatez fuese realizada por otro; mas ya es tarde: el zapatito flota lejos, y el doctor grita:

—Remad más fuerte, más fuerte…

Y dirige el bote con tal destreza, que uno de los remeros puede rescatar la prenda en el instante en que va a hundirse. Al levantarla con el brazo mojado, de las dos barcas sale un «¡hurra!», que me da la sensación de mi derrota, de mi ridículo. Sin dejarme limpiar el botín con mi pañuelo, Eduarda me lo arrebata silenciosa; luego dice:

—En mi vida vi nada igual.

—¿Verdad que no? —le respondo, tratando en vano de adoptar un aire zumbón, como si alguna intención profunda hubiese determinado el acto incomprensible.

Pero ¿cómo convencer a nadie de ello? Por primera vez el doctor me mira con desvío, con desdén, y no puedo sostener su mirada… Cuando los botes se acercan al puerto, el malestar general se disipa. Algunos cantos se elevan sobre la plata del mar. Eduarda dice entonces:

—Puesto que no hemos bebido todo el vino, y hay que terminarlo, organizaremos pronto una fiesta, un baile, en casa, por ejemplo… ¿Aprobado?

—¡Aprobado!

Al desembarcar intento disculparme.

—Tengo impaciencia por llegar; perdóneme que me vaya en seguida… el día ha sido para mí demasiado cruel.

—¿Está seguro, señor teniente, de que ha sido demasiado?

—De todos modos, puedo asegurarle que le he quitado parte de su alegría sin encontrarla yo…

—Sí que fue una idea.

—Menos mal que le llama usted idea… ¡Perdóneme!

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