Pan

Pan


XVI

Página 18 de 48

XVI

Después de esto, ¿qué podía sucederme ya de malo? Puesto que el principio del daño no fue causa mía, resolví no desesperarme. Acaso viniese toda mi incapacidad de comprender a esas gentes norteñas, tan poco claras como brumosas; gentes de enigma, pensamientos oscuros, sobre todo cuando el sol los alumbra día y noche…

¿Qué visiones persiguen sus ojos azules y lejanos? ¿Qué quimeras crecen tras de sus frentes? ¡Bah! Una sola persona me importaba, y en ella parecían concentrarse los enigmas de todos. Mecánicamente, sin que el espíritu tomase parte alguna, continué mi vida; preparé mis redes, engrasé mi escopeta para colgarla ya que los pájaros grandes habían cesado de volar, y durante largas horas permanecí en mi cabaña despierto, atento por si se acercaban unos pasos… que llegaron al fin.

—¡Oh, Eduarda; hace cuatro días que no la veo!

—Cuenta usted bien; pero ¡he tenido tanto que hacer…! Venga a casa y verá.

Ya en su casa me lleva a la sala principal, de cuyo centro ha desaparecido la mesa; las sillas, alineadas junto a las paredes, indican el deseo de dejar el mayor espacio posible; todo ha cambiado de lugar, y las lámparas de telas de colores. El piano ocupa un rincón… Sin duda son los preparativos para el baile.

—¿Cómo lo encuentra todo? —me pregunta.

—Extraño, claro…; pero bien.

Salimos de la sala, y en un pasillo, con voz enternecida, le pregunto:

—¿Me has olvidado del todo, Eduarda?

—No lo entiendo… Puesto que ha visto lo que he tenido que hacer en cuatro días, ¿cómo podía ir a verle?

—Es verdad, no le quedaba tiempo para ir.

Fatigado por la falta de sueño y enervado por la inconformidad intranquila de tantos días de espera, no pude contenerme y sólo tuve palabras inoportunas.

—No discuto que no haya podido venir; lo que si afirmo es que hay entre nosotros algo, un cambio, una causa… ¡Ah, si yo pudiera leer tras de esa frente de cuyo misterio sólo ahora me doy cuenta…!

—¡Pero si le digo que no lo he olvidado! —dice, ruborosa, cogiéndose a mi brazo para convencerme.

—Puede ser que no me haya olvidado… Acaso ni sepa lo que digo.

—Mañana recibirá la invitación y bailaremos juntos… No se ponga así… Ya verá qué bien vamos a bailar.

—Bueno… ¿Quiere acompañarme siquiera hasta el cruce de las veredas?

—¿Ahora? No, no puede ser. Dentro de un minuto va a venir el doctor para ayudarme a dar la última mano a la sala… ¿Verdad que no resulta mal?

Un coche se detiene en la puerta y no puedo contener la irónica pregunta:

—¿Es que viene el doctor en coche?

—Sí, le he mandado un caballo para…

—Para que no se resienta de su cojera con tanto ir y venir… Está muy bien. Déjeme salir… ¿Cómo está usted, doctor? Siempre el mismo gusto en verlo. ¿Su salud buena? Con su permiso, tengo que irme…

Ya fuera, me vuelvo y observo que Eduarda separa las cortinas para verme, y que su cara tiene una sombra pensativa; esto me comunica de pronto una alegría ridícula enorme. Toda mi laxitud desaparece y me alejo a pasos rápidos, entornados los párpados, manejando mi escopeta en el transcurso del soliloquio, cual si fuera un junquillo: «¡Ah, que sea mía, y volveré a ser el hombre de antes…! ¡Que sea mía y aunque tenga los más extravagantes caprichos, haré lo posible y lo imposible por satisfacérselos…! ¡Besaré su vestido, como aquella noche, y sus piececitos, y el suelo que pise!». Y, dejándome caer, beso la hierba húmeda cual si ya fuera mía y para probarme me hubiese dicho: «¡Bésala!».

En ese instante estaba casi seguro de ella y atribuí a particularidades desconocidas de su carácter las mudanzas que tanto efecto me causaron. Puesto que había salido a la ventana para verme, ¿no estaba claro todo? ¿Podía, acaso, hacer otra cosa? Y la alegría satisfacíame hasta el punto de hacerme olvidar que un momento antes tenía un hambre atroz. Esopo ladró de súbito, y junto a mi cabaña vi a una mujer cubierta con un pañuelo blanco. Era Eva, la hija del herrero.

—Buenos días, Eva —le grité desde lejos.

Con la cara enrojecida, algo inclinada, se chupa uno de los dedos con gesto dolorido.

—¿Qué te pasa…? ¿Te has hecho daño?

—Me ha mordido Esopo —respondió bajando los ojos púdicamente.

No puede ser cierto, pues el perro no se apartó de mí. Al ver la mordida compruebo que es de ella misma, y una sospecha aventa[5] por primera vez mis pensamientos.

—¿Hace mucho tiempo que me esperabas?

—No mucho… Ayer esperé más… y usted no llegó.

Sin añadir una palabra la cojo de la mano, la empujo hacia dentro y cierro la puerta.

Ir a la siguiente página

Report Page