Pan

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XVII

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XVII

Tenía pensado no asistir al baile, pero al regresar de caza me acometió el deseo imperativo de ir, y al ver que me había puesto desde por la mañana mi mejor traje de piel, comprendí que el designio estaba latente en mi voluntad. Desde antes de llegar a Sirilund oí el estrépito de la fiesta. Al verme, resonaron gritos de «¡Aquí está el cazador!». «¡Ya tenemos aquí al teniente!», y muchachos y muchachas me rodearon deseosos de ver, cual si fuera un espectáculo nuevo, los dos pájaros marinos que había cazado y el montón de peces que brillaban plateados en la red. Eduarda se acercó también sonriente y me dio la bienvenida. En seguida noté que estaba sofocada de tanto bailar.

—Yo también vengo a bailar —dije.

—Pues sea conmigo la primera pieza.

Y bailamos rápidos, con una especie de doloroso placer cual si se tratara de un combate. La cabeza me daba vueltas y a la preocupación de no caer ni tropezar con nada, se unió la de mis botas que rayaban el piso recién encerado. Al cesar la música, resolví no volver a bailar, felicitándome de no haber tenido en mi primer intento más que tropiezos leves.

Los dos dependientes del señor Mack y el doctor bailaban sin tregua. Había también cuatro o cinco muchachos: el hijo del Pastor, el del superintendente y un viajante, de paso en Sirilund, que de tiempo en tiempo tarareaba, con hermosa voz de barítono, melodías populares y remplazaba en el piano a las muchachas. Apenas si recuerdo estos detalles del principio de la fiesta, mas las últimas horas están fijas en mi memoria. La luz rojiza del sol nocturno entraba por las ventanas, desde una de las cuales pude ver los pájaros marítimos dormir sobre el roquedo. Varias veces nos sirvieron vinos y dulces. En la sala había tumulto de voces, dominado de tiempo en tiempo por la risa clara de Eduarda, que ni me dirigía la palabra siquiera. Deseoso de felicitarla por el éxito de la reunión, me acerqué a ella y vi que llevaba un traje negro —sin duda su traje de confirmación que se le había quedado corto—, y que, sin embargo, le sentaba a maravilla.

Cuando estuve a su lado se lo dije:

—¡Qué bien le sienta ese traje, Eduarda!

Fingiendo no oírme se levantó, y cogiendo de la cintura a una de sus amigas, alejóse. Lo mismo hizo otras veces que intenté aproximarme; y yo pensaba: «Si le sale del corazón hacer esto, ¿a qué poner el otro día cara triste cuando me fui? En fin, ella sabrá».

Una muchacha me invita a bailar y, como Eduarda está cerca, le respondo en alta voz:

—No, muchas gracias, ya me voy.

—¿Qué se va usted? ¡Se lo prohíbo! —interrumpe ella, después de clavarme su mirada inquisitiva.

Me muerdo los labios antes de contestar, y con cara me dirijo hacia la puerta.

—Lo que acaba usted de decir es demasiado, señorita… Hay personas a quienes basta prohibirles algo para que lo hagan.

El doctor se interpone entre la puerta y yo, y Eduarda aclara y dulcifica entonces su frase:

—No tome mis palabras al pie de la letra: quise expresarle simplemente mi deseo de verlo marcharse el último de todos; y como no es más que la una… ¡Ah! —añade con los ojos chispeantes—. Tengo que reñirle por su excesiva esplendidez. Sepan que le ha dado un billete de cinco escudos al remero que pescó mi zapato la otra tarde… Me parece una recompensa excesiva.

Y desata su risa luminosa, mientras yo me quedo confuso, con la boca abierta, casi más desconcertado que colérico.

—Señores —digo cuando logro reponerme—, Eduarda se burla. Bien sabe que no le di cinco escudos al marinero.

—¿De veras?

Va a la puerta de la cocina y llama al marinero, que no tarda en aparecer.

—¡Jacobo! ¿Te acuerdas de nuestra excursión a los islotes la tarde que pescaste mi botina?

—Sí —responde él.

—¿Recibiste o no cinco escudos en premio?

—Sí, usted me los dio.

—Está bien, vete.

¿Qué significa esta nueva farsa? ¿Es que quiere humillarme? Pues no ha de lograrlo de este modo… Y recogiendo toda mi serenidad le digo en alta voz:

—Se trata de un error o de una mentira, pues ni siquiera he tenido la idea de dar una propina de cinco escudos por servicio tan insignificante. Acaso debí pensar en ello, pero no me gusta engalanarme con plumas ajenas.

—No se ponga así. Vamos a bailar… a bailar.

Obstinado en exigirle una explicación me puse a espiarla hasta que pasó a una de las habitaciones contiguas, en la que estaba instalada la mesa con dulces y licores. Para hacerme presente le dije:

—A su salud, Eduarda. Choquemos.

—Mi vaso está vacío —respondió en tono áspero.

Y tenía el vaso lleno hasta los bordes frente a ella.

—¿No es ese el suyo?

—No; no sé de quién es.

—Perdone… Esperaré a su dueña para brindar.

Intentó rehuirme y ponerse a hablar con otro; pero la cogí del brazo y le dije en voz baja y colérica:

—Me debe usted una explicación.

Entonces, juntando las dos manos y adquiriendo un aire inesperado de humildad, repuso:

—Se la debo, sí; pero no me la pida hoy… ¡Estoy tan triste…! ¿Por qué me mira de ese modo…? Antes éramos buenos amigos.

Por completo desconcertado doy media vuelta y vuelvo a la sala. Poco después Eduarda viene a colocarse junto al piano con el rostro demudado, cual si tuviese sobre él un velo de angustia; y mientras la danza que toca el viajante llena melancólicamente el salón, me susurra, fijos en mis ojos los suyos:

—¡Cómo me gustaría tocar el piano…! ¡Feliz quien puede expresar lo que siente con la música!

Mi corazón no necesita más; y como si la viese caída y herida, mis ademanes se hacen tiernos y mi voz dulce:

—Verla así es para mí el mayor sufrimiento… Dígame qué tiene. ¿Por qué esa repentina tristeza, Eduarda?

—Lo peor es que no puedo decir por qué: por nada señor todo. ¡Quisiera que el mundo acabara, que todos me dejasen…! ¡Usted, no…! No olvide que debe ser el último en marcharse esta noche.

Estas palabras hacen renacer algo en mí; y por vez primera desde mi llegada, comparto la alegría del sol que lo enrojece todo. La hija del superintendente se me acerca y apenas obtiene de mí respuestas lacónicas; el recuerdo de lo que le dijo a Eduarda de mis ojos me lleva a no mirarla cara a cara. Acaso para disimular mi esquivez se pone a contar que una vez durante un viaje, en Riga, un hombre la siguió mucho rato de calle en calle. Yo me encojo de hombros, y creyendo halagar a Eduarda, murmuro lo bastante alto para ser oído:

—¿Estaba ciego?

Lastimada por mi grosería, la muchacha replica:

—Sin duda, puesto que seguía a una mujer tan vieja y fea.

Eduarda no parece agradecer mi conducta, y en prueba de ello llama a mi víctima y después de decirle algo al oído se alejan las dos, sonrientes. A partir, de esto, todos me dejan solo, rumiando mis impresiones contradictorias… Una hora pasa así; los pájaros marinos despiertan en el roquedo y su algarabía entra por las ventanas trayéndome la nostalgia de la soledad franca de la Naturaleza, libre de la hipócrita y hostil compañía de mis semejantes. El doctor ha recobrado aquel buen humor de la excursión y se ha erguido en el centro de un numeroso grupo que lo estimula y aplaude. Por primera vez pienso, mirando con complacencia su pierna torcida y su cuerpecillo enteco: «¿Será mi rival?»; y me acerco a oírle. Ha descubierto una especie de interjección, correcta: ¡Muerte y condenación!, que cree de lo más distinguido, y cada vez que la dice, un rumor alegre, al que yo contribuyo, le rodea. En mi desesperación, no se me ocurre nada mejor que esforzarme en realzar su éxito, y a cada frase suya aplaudo y digo sin ironía ninguna:

—Silencio, escuchemos al doctor.

—Adoro este valle de lágrimas —perora él—, y no partiré sino cuando me arranquen a viva fuerza. Todavía después de muerto espero que las potencias divinas me den un lugarcito en el limbo situado precisamente encima de París o de Londres, para que llegue hasta mí el murmullo de las grandes urbes.

Lanzo un formidable «¡Bravo!», y rompo en una carcajada tan estridente que todos me miran sorprendidos. Sin embargo, no he bebido nada; la borrachera no es de alcohol, y la risa se corta brusca cuando veo que ni siquiera ha podido sacar de su abstracción a Eduarda, que escucha al orador arrobada.

Se inician los adioses y me escondo en la habitación de al lado hasta que los oigo partir; el doctor es el último que se despide; poco después aparece Eduarda que, al verme, disimula su sorpresa y me dice sin dejar de sonreír:

—¡Ah, es usted…! Gracias por haberse quedado el último… ¡Tengo un cansancio horrible!

Viendo que no se sienta me levanto.

—Le hace falta reposo. Ya verá cómo su melancolía se disipa. ¡Si supiera qué pena me da verla sufrir!

—En cuanto duerma se me pasará.

No teniendo ya nada que decirle me encamino a la salida y le tiendo la mano.

—Gracias por haber venido —me dice.

—No me acompañe usted hasta la puerta, no vale la pena.

Pacientemente espera en el vestíbulo a que busque mi gorro, mi escopeta y mi morral. Al buscarlos observo que el bastón del doctor está todavía allí, y miro a Eduarda, que se ruboriza; su turbación demuestra que ignoraba el hecho. Al cabo, tras un minuto de silencio, dice con voz colérica:

—No vaya a dejar su bastón… Vamos, que es tarde.

Y me lo alarga como si no supiera a quién pertenece. Resuelto a no consentir la nueva burla cojo el bastón y, volviendo a colocarlo donde estaba añadí:

—Ya le he dicho que no me gusta adornarme con lo que no es mío; ese magnífico bastón es del doctor y no me explico cómo con su cojera ha podido prescindir de él.

Sin duda he dado en el blanco, porque enrojece y casi me grita:

—¿Quiere no hablar más de su cojera…? Usted no será cojo nunca, claro; pero cojo o no, no podrá jamás compararse con él… ¿Lo oye?

Como no encuentro apropiada respuesta retrocedo, gano la salida, y, casi sin darme cuenta, me encuentro en la calle. Ya en el camino mil pensamientos me torturan: «¿De modo que él había dejado su bastón?». Con sólo esperarlo podría verlo volver contento, convencido de que bastaba una estratagema tan burda «para que yo no fuera el último en verla aquella noche». Avanzo a pasos lentos hasta el lindero del bosque, mirando a todos lados, y media hora después mi esperanza se justifica: el doctor viene por una de las veredas, y al verme se dirige a mí. Deseoso de saber en qué tono ha de entablarse el diálogo, me quito el gorro y él corresponde quitándose el sombrero. Entonces con brusca ira le digo:

—Me he descubierto porque hace calor, no para saludarle.

Retrocede un paso y me pregunta:

—¿De modo que no me saluda?

—No.

Sigue un silencio en el que le veo palidecer; encogiéndose al cabo de hombros dice:

—Poco me importa su saludo… Voy a buscar mi bastón que dejé olvidado. Buenas noches.

Nada puedo objetarle y acaso por esto mi cólera es más seca, más fiera y me dicta una venganza absurda. Tendiendo la escopeta en tierra como hacen los domadores de los circos, le digo, cual si fuera un perro:

—¡Ea, a saltar!

Y chasqueo la lengua para incitarlo. Sin duda lucha consigo mismo, pues su rostro cambia varias veces de expresión, y acaba por morderse los labios y mirar al suelo. De pronto, los alza hasta fijarlos en los míos, y me pregunta con sonrisa equívoca:

—¿Me quiere explicar a qué viene esta farsa?

No respondo; pero su mirada y su pregunta me turban. El debe darse cuenta, porque tornándose por completo bonachón, me tiende la mano en signo de paz.

—Ea, ¿qué le pasa a usted? Más le valiera contarme sus penas, y tal vez…

Esta sola rendija abierta a la esperanza me vence, me domina, e impulsado por el deseo de reparar mis yerros, lo cojo del brazo y murmuro, casi conmovido:

—¡Perdóneme, no tengo nada…, nada! Pero le agradezco su buena intención… Me figuro que vuelve usted a casa de Eduarda, ¿no? Pues apresúrese, porque cuando yo salí se iba a acostar. ¡Estaba la pobre tan cansada! Vaya, vaya pronto.

Y sin despedirme echo a correr y me hundo en el bosque.

Cuando entro en mi cabaña me siento en la cama sin dejar mi morral ni mi escopeta, enloquecido por mil pensamientos de lucha… «¿Por qué he cometido casi la estupidez de confiarme al doctor?». «¿Por qué he sido tan cobarde de cogerlo del brazo y de mirarlo enternecidamente?». «Sin duda en este momento se estará riendo con Eduarda a costa mía». «Lo del bastón fue cosa convenida entre ambos». «Ni aun cuando fuese cojo podía compararme con él». ¡Ah! ¡Estas palabras, estas palabras!

Una decisión sombría se fragua en mí, y heme aquí en medio de la habitación. Es cosa de un segundo: cargo la escopeta, apoyo los cañones sobre un pie y tiro del gatillo… Los perdigones desgarran la bota, la piel y taladran el piso. Esopo expresa su miedo con un aullido breve y se excita en la atmósfera áspera de humo. El dolor me obliga a sentarme; casi no me doy cuenta de lo que he hecho. Poco después llaman a la puerta y el doctor entra.

—Perdone que le venga a molestar, pero se separó de mí tan bruscamente, que he pensado que un rato de conversación ha de ser útil a nuestras relaciones futuras… ¿No huele usted a pólvora?

No hay nada de titubeo ni de fingimiento en su voz. Después de comprobarlo, le pregunto:

—¿Pudo hablarle? Ya veo que rescató su bastón.

—Sí; pero Eduarda estaba acostada ya… ¿Qué es eso, Dios mío? Se desangra usted.

—¡Oh, no es nada…, casi nada! Fui a colocar la escopeta y se me disparó. No se preocupe. ¿Por qué he de explicarle a usted nada…? Lo importante es que ya tiene su bastón.

Sin hacer caso de mi excitación creciente, contempla la bota destrozada, la sangre que gotea, y con ese ademán diestro y noble del médico que va a curar, se quita los guantes y se me acerca en el mismo momento que voy a caer extenuado.

—No se mueva y déjeme. Verá cómo le quito la bota sin que lo sienta… ¡Quieto…! ¡Así…! ¡Ya me había parecido oír un tiro…!

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