Pan

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XVIII

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XVIII

¡Cuánto me arrepentí de mi locura! No merecía la cosa tal insensatez, estéril como suelen ser casi siempre los arrebatos. Su única utilidad fue retenerme largo tiempo en mi cabaña en una quietud propicia a las meditaciones, a los arrepentimientos. Mi inmovilidad duró dos semanas, durante las cuales, gracias a la planchadora, que venía a traerme provisiones y a arreglarme la habitación, no sufrí demasiado el aislamiento. Las consecuencias de aquel tiro no se borrarán nunca en mi memoria.

Un día el doctor me habló de Eduarda y, contra mi miedo, su nombre, al mezclarse en la conversación, no me impresionó; le oí referirse a sus opiniones, a sus actos, sin emoción alguna, cual si se tratase de persona o, más bien, de cosa lejana, sin la menor relación con mi vida; y esta sensación, a la vez balsámica y triste, me hacía pensar una y otra vez: «¡Qué de prisa olvidamos!».

—Puesto que me habla usted de Eduarda, doctor —dije en voz alta—, franquéese del todo. ¿Qué opina de ella? Le confieso que hace varias semanas dejó por completo de interesarme, así que no tema mortificarme con cualquier confidencia…, aun cuando sea amatoria. ¿Ha existido algo serio entre ustedes? No es preciso ser suspicaz para figurárselo: siempre están juntos, y recuerdo que el día de nuestra excursión al islote hicieron ustedes los honores como una pareja oficial… No me responda si no lo juzga oportuno, y conste que no le pido una explicación… En fin, hablemos de otra cosa más grata. ¿Cuándo podré disponer de nuevo de mi pie?

Mis últimas palabras constituían un triunfo de mi voluntad, y el temor de oír responder al doctor a mis primeras interrogaciones me turbaba. ¿Qué me importaba Eduarda ya? ¿Acaso no la había olvidado del todo, del todo…? Y como el doctor insistiese en hablarme de ello, lo interrumpí temeroso y curioso a la vez de saber lo que había en el fondo del pensamiento de aquella muchacha que, no sé si cruel o ligeramente, había jugado con mi tranquilidad, robándome el equilibrio y el sosiego.

—¿Por qué me interrumpe así? —exclamó el doctor. ¿Es que no puede soportar ni que se pronuncie su nombre?

—No tanto… Hasta me gustaría saber qué opinión le merece a usted.

—¿Mi opinión?

—Sí, a título confidencial y con la firme promesa de guardarle el secreto. No titubee usted; ¿es que ha pedido ya su mano y le ha sido concedida? Dígame si debo felicitarle.

—Sin duda es eso lo que más teme.

—Ni eso ni nada que con ella se relacione… Basta de bromas.

Hubo un breve y pesado silencio; él, cambiando de tono, volvió a reanudar la plática:

—No, no he pedido su mano; y ahora pienso que tal vez sea usted quien la pidiera…; no hay que olvidar que Eduarda es uno de esos seres que no se dan ni se dejan pedir, sino que escoge a quien le parece, poniendo toda su enorme voluntad en cada capricho… ¿Se figura que es una palurda porque vive en esta desolada región casi polar? ¡Bah…! Se trata de un ser que ha trocado sus obstinaciones de niña jamás castigada en caprichos de mujer segura de su seducción. Si la cree usted fría se hallará con todo lo contrario: si la juzga apasionada, esté seguro de ir a estrellarse contra el hielo… «¿Qué es en suma?», me dirá usted… Pues, en concreto, una muchacha menuda donde caben inmensas y misteriosas contradicciones… ¿Sonríe? Está bien: trate de ejercer un influjo dominador sobre ella y ya verá usted lo que es sagacidad y energía para desasirse. Su mismo padre, que cree mandarla, no hace sino obedecer sus menores veleidades… Dice que tiene usted pupilas de fiera.

—Conozco la opinión; pero no es de Eduarda, sino de otra muchacha.

—¿De cuál?

—No sé, de una de sus amigas: al menos ella me lo dijo.

—Pues a mí me ha asegurado varias veces que cuando usted la mira le parece tener frente a frente los ojos de un tigre o de un leopardo… No sonría usted creyendo tener por eso ventaja… Mírela bien, fije en las suyas las pupilas fascinadoras, y en cuanto note el deseo de dominio se dirá: «He aquí un hombre que porque los ojos le brillan piensa tenerme a merced suya». Y de una mirada o de una palabra fría y cortante lo rechazará, para volver a atraerlo cuando se le antoje. Créame a mí que la conozco… ¿Qué edad se figura que tiene?

—Si nació en 1838…

—No es verdad. Tiene ya veinte años, aunque sólo represente quince… Y no crea que es feliz: una marejada de ideas opuestas combate en su cerebro; a veces cuando contempla las montañas y el mar, su boca se contrae de tal modo que se ve que se siente desgraciada, inferior a cualquiera; si no fuera tan orgullosa, lloraría entonces… Su imaginación novelesca y su desenfrenada fantasía son sus enemigos peores… Tal vez espera la llegada de un príncipe… ¿Qué le pareció la invención del billete de cinco escudos dado de propina al marinero?

—Una farsa, una burla.

—Pero una farsa significativa. A mí también me hizo algo semejante, hace ya un año; estábamos a bordo de un vapor donde íbamos a despedir a no sé quién. Hacía frío, llovía, y una pobre mujer tiritaba con su niño en brazos. Eduarda se acercó a preguntarle: «¿No tiene frío ni teme que se le enferme el nene? ¿Por qué no baja al salón que está tan templado?». La mujer le respondió que su billete de tercera no le daba derecho a bajar, y entonces, volviéndose a mí me dijo: «No tiene más que para un billete de tercera. ¿Qué le parece?». «¡Qué se le va a hacer!», le dije yo, comprendiendo bien su intención, pero recordando al mismo tiempo que soy pobre y no puedo permitirme tan dispendiosas caridades… «¡Qué pague ella, si su padre se lo autoriza!», me dije… Efectivamente, pagó, y cuando la mujer, deshaciéndose en palabras de gratitud la bendecía, le dijo naturalmente, señalándome a mí, que me había alejado algunos pasos, con el mismo acento de verdad que a usted la otra noche: «No me dé usted las gracias a mí, sino al señor». Y no tuve más remedio que soportar las alabanzas de la pobre… ¿Qué le parece a usted? Podría contarle muchas anécdotas más de esa índole, pero creo que las dos que conoce le bastarán. No dude que le dio los cinco escudos al marinero, y que, de habérselos dado usted, se habría colgado a su cuello en un transporte de pasión. ¡Ah, si hubiera usted sido un gran señor capaz de pagar a ese precio un zapatito náufrago! Su generosidad disparatada habría hecho concordar la imagen real con la que ella se ha forjado de usted… Por eso dio los cinco escudos en su nombre, y si se fija verá que hay en este, como en todos sus actos, una maravillosa mezcla de cálculo y de alocamiento.

—¿Entonces es imposible conquistarla?

—¡Quién sabe…! —dijo evasivamente—. Necesita una lección severa, ya que sólo obedece a su fantasía y está acostumbrada a triunfar siempre y a encontrar de continuo seres a quienes tiranizar. ¿Se ha fijado en cómo yo la trato? Como si fuera una colegiala. La riño, corrijo hasta su manera de hablar y aprovecho todas las ocasiones para humillarla. Esto la mortifica en extremo, pero su soberbia le impide dejarlo traslucir. Desde hace un año la castigo del mismo modo, y me parecía ya que empezaba a recoger los frutos de mi paciente siembra, hasta el extremo de haberla hecho incluso llorar; cuando usted llegó empezó a admirarla sin reservas, y lo echó todo a perder. Si uno la abandona, ella encuentra en seguida otro adorador más incondicional y fervoroso; cuando usted se vaya pasará lo mismo.

Mientras le oía hablar me preguntaba: «¿Podría obrar así este hombre si no tuviese contra ella un resentimiento?»; y como el silencio que siguió a sus palabras pesaba entre nosotros, le dije sin poder contenerme, en tono brusco:

—¿Por qué me cuenta todo esto? ¿Pretende tal vez que yo le ayude a castigarla?

Mas sin molestarse por mi impertinencia, prosiguió:

—De lo que sí estoy seguro es de que arde como un volcán. ¿No me preguntaba si creía imposible conquistarla? No, no lo creo. Espera a su príncipe, que tarda ya y que la ha causado más de una decepción; durante unos días se figuró que era usted; se lo figuró por sus pupilas de fiera, por el misterio de su vida… ¡El príncipe que llegaba de incógnito…! ¡Ah, si usted hubiese traído su uniforme, señor teniente, cuánto camino a su favor! Yo la he visto retorcerse las manos, febril de esperar al que ha de venir a raptarla de esta vida pobre, triste, fría, para ser dueño de su alma y de su cuerpo y dar vida a sus sueños… Será condición indispensable que ese príncipe sea extranjero, que surja mientras más extrañamente mejor… Su padre lo sabe también, y por eso se ausenta de vez en cuando, aunque no siempre logre el objeto de su viaje… Una vez volvió acompañado de un señor.

—¿De un señor?

—Sí; pero no era el galán esperado —dijo sonriendo amargamente—. Era un individuo de mi edad, cojo… Ya ve usted que no se le podía confundir con un príncipe.

—¿Y dónde vive ese señor ahora?

—¿Qué dónde vive? —respondió turbándose—. No sé ni importa saberlo… Ya hemos charlado bastante de este asunto… Dentro de ocho días podrá andar como si nada; adiós…

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