Pan

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XX

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XX

Jamás olvidaré la mañana feliz en que, repuesto ya, volví a penetrar en la selva, a sentirme solo entre el vasto rumor de los árboles, donde todo —insectos, hojas, ramas— parecía acogerme como a un hijo pródigo a quien se le da la tierna bienvenida, mezclada con algo de reproche. Aún estaba débil y, sin embargo, la dicha multiplicaba mis energías, y mis sentidos armonizábanse tan bien con la calma de la Naturaleza que, sin causa aparente, la emoción subió del corazón y se cuajó en lágrimas entre mis párpados; lágrimas de gratitud hacia el paisaje, cuyos brazos, cual los de un ser vivo, férvido y discreto, me estrechaban silenciosos y cariñosos… ¡Que la paz divina sea siempre contigo, bosque venerable y balsámico, que te entras en las almas y las agrandas y confortas…! Solo entre rumorosa quietud, me vuelvo hacia todas partes y saludo por su nombre a las flores, a los gusanillos minúsculos que serpean por las hojas, a los pájaros que pasan chillones entre las últimas copas de los árboles y el cielo fúlgido; miro hacia las cúspides de las montañas, y me parece que desde ellas una voz amiga y sin sexo me llama con tal solicitud que me veo obligado a responderle: «¡Ya voy, ya voy; no creáis que olvidé en mi prisión de enfermo dónde se encuentran los nidos mejores, los de las aves de presa que vuelan cara al sol; no creáis que mis pulmones renunciaron al ansia de sentirse dilatados en las cimas dónde el aire es más áspero, más luminoso, más sutil!».

Al filo del mediodía desatraco mi barca y remo lentamente, hasta llegar a la isla cercana al puerto; desembarco en una playa tapizada de flores color malva, cuyos tallos tiernos y ágiles me llegan casi a las rodillas. Ninguna huella de animal ni ningún paso de hombre veo en torno; tal vez jamás ser alguno holló este paraje a la vez bravío y suave. Marcho a pasos felices dejando detrás el leve murmullo del mar y la franja de espuma que pone a la isla una orla viva, trémula. Sin miedo alguno, los pájaros continúan piando sobre las rocas, y desde una más alta percibo la isla entera, y me parece que el agua trata de estrechar su asedio con el sólo propósito de abrazarme también y darme la bienvenida como el bosque… ¡Benditos sean la vida, la tierra, el cielo y hasta mis enemigos! En todo cuanto hay de bueno en el paisaje y en el pensamiento, se diluye mi alma, impulsada por un optimismo infinito que la mejora; y si en este minuto de plenitud se llegase hasta mí el más enconado de mis adversarios, me arrodillaría sonriendo ante él y le anudaría los cordones de sus botas… De una de las embarcaciones de la flotilla del señor Mack se alza un canto de marinero, que entra también en mi alma por el oído, cual entra el sol alegre por los ojos. Voy hacia la playa, paso ante las cabañas de los pescadores, embarco otra vez, y al caer el crepúsculo estoy ya en mi albergue, compartiendo con Esopo la cena para volver en seguida al bosque, del que sale una brisa perfumada que me acaricia y pone nuevas bendiciones en mis labios. «Bendito seas, céfiro viajero, por haber volado hasta mí, por haberte llevado los pensamientos oscuros, por haber acelerado la sangre de mis venas y el ritmo de mi corazón, que también parece decirte en su precipitado latir»: «¡Gracias…, gracias!».

Rendido de fatiga me tiendo sobre la hierba, y Esopo toma sitio a mi lado, el sueño cierra casi en seguida mis ojos, y sutiles imágenes, en concordancia con mis sensaciones, empiezan a pasar por la imaginación, que, acaso, debiera reposar también. Oigo campanas de argentino sonar, y al final de una perspectiva marina veo erguirse una montaña. De súbito me pongo a rezar dos oraciones: una por mi perro, la otra por mí; y heme aquí sin viaje alguno, en la falda del elevado monte, dispuesto a subirlo, cuando la puerta de mi cabaña se bate con estrépito y me despierta… El cielo de amortiguada púrpura, el sol medio apagado, la atmósfera nocturna, la línea lejana del horizonte, en la cual se aviva la luz, se me aparecen a manera de espectáculo insólito; y en la penumbra en donde reposo, rodeado de silencio, me vuelvo hacia Esopo para decirle: «No duermas intranquilo; mañana cesará la vagancia y volveremos a ser los cazadores de antes…». El sueño engañoso que me produjo la ilusión de ir a penetrar en el corazón de la montaña se ha disipado felizmente; pero no sé si estoy despierto del todo pues raras sensaciones me turban y renuevan; me siento aturdido, débil; dijérase que unos labios acaban de posarse tenuemente sobre los míos abro los ojos y miro en torno… ¡Nadie! Y sin saber por qué, pronunció el nombre de Iselina. Una ráfaga sutil riza la hierba con sedosos susurros. Percibo ruido: hojas que caen tal vez, pasos quizás… Algo como un roce vivo y sensual estremece la selva. ¿Será el respirar anheloso de Iselina, que viene a pasearse bajo la fronda propicia a los cazadores vestidos de verde y calzados de botas altas, por quienes tuvo siempre predilección…? La deidad del bosque habitaba en un castillo distante media legua de mi cabaña hace sólo cuatro generaciones, y desde su ventana escuchaba el son de las trompas de caza en el intrincado bosque, lleno entonces de lobos y osos. Uno de aquellos cazadores contempló un día sus pupilas y otro escuchó su voz… Bastaba esto para que no la olvidaran nunca. Y una noche de insomnio otro cazador joven abrió con esfuerzo y sangre de sus manos una galería al través de los muros del castillo, para llegar a la alcoba de Iselina y ver sobre la castidad de las sábanas el cuerpo voluptuoso, ágil, elástico… Tendría apenas dieciséis años cuando llegó un comerciante escocés que tenía numerosa flota y un hijo muy bello, llamado Dundas. Iselina conoció al mancebo y sintió por primera vez el amor…

Me despierto de nuevo con sobresalto y siento la cabeza pesada; vuelvo a cerrar los ojos y en seguida los labios de Iselina pasan sobre los míos en caricia leve y penetrante… «Ah, eres tú, Iselina, deidad hechicera del bosque, tentadora de hombres, ¿eres tú quién besas mi boca? Acaso Diderico está, como aquella vez, triste, oculto tras un árbol». Mi cabeza se torna de momento en momento más pesada. Ya no son imágenes de ensueño las que circulan dentro de ella; ya es el sueño denso, profundo… Y una voz musical, cuya vibración entra en mis venas y en mis nervios, me habla suavemente… Es la voz de Iselina.

»—¡Duerme, duerme —me dice—, que quiero contarte mi primera noche de amor…! Me había olvidado de correr el cerrojo, porque a los dieciséis años y en primavera, cuando los árboles retoñan y todo ríe en el mundo, la juventud no tiene tiempo de prevenir nada… Pues por aquella puerta entró Dundas como águila poderosa que va a hacer presa… Había llegado a la comarca hacía poco, y una mañana, antes de empezar la caza, le oí contar sus lejanos viajes. Tendría veinticinco años, y apenas sentí el contacto de su piel, lo amé. Su frente era vasta, y en ella dos manchas rojas, de un rojo febril, me inspiraron por primera vez en la vida el deseo de besar, no suavemente, sino con la boca entreabierta y entornados los ojos… Por la noche, después de la caza, salía a buscarlo al jardín, con un miedo angustioso de no hallarle, llamando en voz baja, para ver si me oía con el corazón… Y de pronto surgió tras de unos matorrales, y me dijo imperativamente: “¡Esta noche a la una!”; y volvió a desaparecer.

»Yo me quedé pensando: ¿Qué ha de pasar esta noche a la una? Acaso sea que partirá para uno de sus viajes… Pero si es así, ¿por qué ha venido a decírmelo de este modo? Y pensando en eso me olvidé de echar el cerrojo a la puerta… Al sonar la una entró y le pregunté ingenuamente:

»—¿No estaba corrido el cerrojo?

»—No, voy a correrlo ahora.

»Y quedé encerrada a solas con él. El ruido de sus botas me produjo espanto.

»—Ten cuidado, no vayas a despertar a la criada con el crujir de tus botas —le dije—. No, no te sientes así, que las sillas también crujen.

»—¿Puedo sentarme entonces junto a ti, en el sofá?

»Le respondí que sí, porque el sofá era el único mueble que no crujía; mas aunque le dejé mucho sitio se apretó contra mí, y entonces le besé los ojos. Mis labios debían estar fríos, porque me dijo:

»—Estás helada, dame tus manos… ¡Eres como una niña de nieve! Ven.

»Y me oprimió en sus brazos y cuando ya yo empezaba a confortarme cantó un gallo a lo lejos.

»—¿Oyes cantar el gallo? El día va a nacer.

»Yo murmuré desfallecida:

»—¿Estás seguro de que ha cantado?

»Las dos manchas rojas de su frente reaparecieron y quise levantarme, pero me lo impidió, y entonces mi boca, desoyendo a mi voluntad, posóse una y otra vez sobre ellas y mis ojos se cerraron cual si un peso infinito y delicioso juntase los párpados… Al despertar, ya entrado el día, no reconocí las paredes de mi alcoba, ni mis zapatos, ni mis ropas familiares… Algo nuevo cantaba, con murmurio de fuente, dentro de mí; y mientras me levantaba, no hacía más que interrogarme a mí misma: “¿Qué es esto que canta y que se exalta en todo mi ser…? ¿Qué hora será…? ¿Qué me ha pasado?”. Mas a todas las interrogaciones sólo respondía un recuerdo fijo: que me había olvidado de echar el cerrojo a la puerta… La criada me reconvino al entrar:

»—No has regado tus flores, Iselina.

»¡Las había olvidado, como todo!

»Y, acentuando la reprobación, añadió:

»—Toda tu ropa está arrugada.

»Las ganas de reír no me dejaron responder; pero pensé: “¿Cómo he podido arrugarme la ropa?”. Tal vez anoche…

»Y ella continuó inflexible, mientras un coche se detenía junto a la verja del jardín:

»—Tu gato maúlla de hambre; debías haberte ocupado de él.

»Mas, sin pensar en mis flores, en mis vestidos ni en mi gato, le dije:

»—¿Será el coche de Dundas? Ruégale que venga en seguida; es para…

»Y cuando se fue, me puse a preguntarme si al entrar Dundas volvería a acordarse de cerrar el pestillo… Llegó al fin y yo misma cerré la puerta como había él hecho la noche antes.

»—¡Iselina…! —exclamó en un beso largo, que tuvo mi nombre entre nuestras dos bocas vivo e incompleto durante un minuto; yo murmuré:

»—Conste que no te he mandado a buscar.

»—¡Ah! ¿No querías que viniera?

»Pero ya sus caricias me hacían languidecer, y la sinceridad me subió a los labios:

»—¡Sí, te mandé a buscar…! ¡Tenía ansias de verte! ¡No te vayas!

»Extenuada de amor, cierro los ojos y voy a caer, pero él me sostiene y dice sonriendo:

»—Oye bien, me parece que un gallo canta.

»—No —grito—. ¿Cómo va a cantar un gallo a esta hora? Será alguna gallina inoportuna.

»Sonríe de nuevo y me besa en el cuello, en el pecho; y antes de verme del todo rendida, murmura:

»—Espera, voy a cerrar bien la puerta.

»—Ya está —susurro.

»E hicimos del día noche; y cuando llegó la verdadera noche, se fue dejando en mis venas un filtro delicioso y diabólico. Sola en mi alcoba, desnuda, me puse ante el espejo a mirar mi propia imagen con ojos encendidos de amor, y mientras más miraba aquel cuerpo que había sido yo, más se encendía el fuego y se intensificaba el veneno sensual en mis venas… ¡Ay, jamás me había inclinado sobre mí misma para besar mi propia boca con avidez, como si fuera una flor, como si fuera la boca embriagadora de Dundas…!

»Acabo de contarte mi primer amor; basta por hoy… Otro día te hablaré de Suen Herlufsen, que vivía en la isla próxima, todas las noches remaba largo rato para ir a entregármele… Y te hablaré de Stamer, un sacerdote a quien amé también… Y de otros. ¡Mi corazón no sabe negarse!».

Rompiendo la superficie de mi sueño, el canto verdadero de un gallo me llegó desde Sirilund, y desperezándome suspiré:

—¿Has oído, Iselina? El gallo canta para nosotros.

Entonces me despierto del todo y veo a Esopo en pie… ¡Esopo y nadie más! Se ha ido —murmuro con doloroso acento—, y vivamente excitado salgo para oír de nuevo el canto de los gallos de Sirilund. Al salir veo a Eva ante mi puerta; va hacia el bosque y lleva una cuerda para atar los haces. La luz se recrea en sus ojos y en su boca, en su pecho agitado por el anhelo, y la dora de cabeza a pies. Al verme inicia un ademán de disculpa:

—No vaya a creer que…

—¿Qué es lo que he de creer, Eva?

—Que pasé por aquí a propósito para verlo… Ha sido por casualidad.

Y se ruboriza deliciosamente.

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