Pan

Pan


XXIII

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XXIII

Desde mi asiento de roca, al abrigo de un saliente del acantilado contemplo el mar, fumando sin tregua. Cada vez que cargo la pipa, el tabaco se enrojece bajo las cenizas; de igual modo se encienden en mi mente, al menor recuerdo, las ideas… Cerca de mí algunas ramas dispersas dicen que allí hubo un nido tibio y lleno de susurro: parecido a estas ramas dispersas donde ya nada queda de dulce, está mi corazón.

Me acuerdo hasta de los menores detalles de ese día y del siguiente. ¡Ah, qué duros días de adversidad! Heme sentado en la montaña; el aire me trae los mugidos del mar, su aliento salobre, y propaga sus alaridos por las anfractuosidades del roquedo. Dijérase que bajo el mar luchan innumerables colosos contorsionados sus miembros en un paroxismo que alza enormes espumas o más bien, parece que diez mil demonios se divirtiesen en arrancar del agua, con aletazos invisibles, un hervor constante. Entre los celajes, a lo lejos, la imaginación me finge un tritón que sacude sus barbas algosas para ver, aún más lejos, un velero desmantelado que se va hacia alta mar…

Me acuerdo hasta de los menores detalles de aquella soledad indómita, y cuando el viento arrecia me pego más y más a la montaña, con la grata certidumbre de que nadie podrá espiarme ni ver mis ojos, más húmedos de las ráfagas interiores que devastan mi alma, que del vendaval. Dos pájaros tienden su vuelo sobre mí, y el estridor de sus gritos domina durante un instante el clamor del viento; al mismo tiempo una enorme piedra se desprende, rueda por la montaña y se sepulta entre las olas. Yo permanezco inmóvil, gozando una súbita paz que nace y crece en mí; en el seguro de mi abrigo, rodeado de tumulto, el bienestar se aquilata; y cuando la lluvia cae oblicua por el ábrego, me abotono la pelliza y doy gracias a Dios mientras el sueño va envolviéndome, dominándome…

Es ya mediodía cuando despierto y llueve aún; no obstante, me decido a embarcar, y al ir hacia el embarcadero tengo un encuentro imprevisto, desagradable casi. Eduarda surge ante mí empapada por el chaparrón, y me mira sonriente. La cólera me hace crispar los dedos sobre la escopeta y echar campo a traviesa, como si no la hubiera visto; pero su voz me detiene.

—Buenos días —dice en tono humilde.

Como no puedo dejar de contestarle, le respondo:

—Buenos días, señorita… Y eso que, como ve, se me ha estropeado al final.

Permanece un instante atónita ante mi burla; luego vuelve a insinuar otra sonrisa tímida y me pregunta:

—¿Viene del monte? Debe estar calado… ¿Quiere hacerme el favor de aceptar mi bufanda? De nada me sirve, se lo aseguro… Entre amigos nada tiene de particular.

Baja los ojos, tal vez porque la ira se anticipa en los míos a la palabra.

—¿Su bufanda? —le digo—. De ningún modo… Precisamente iba a ofrecerle yo mi pelliza, que casi me sobra… Como que se la daría a cualquiera; tómela sin reparo; ya le digo que a la última mujer del último pescador se la ofrecería de buena gana…

Su atención era tal, que con la boca abierta y los ojos fijos estaba casi fea. Como seguía con la bufanda en la mano casi extendida, me apresuré a quitarme la pelliza, y entonces salió de su ensimismamiento.

—¡Vuélvasela a poner, por Dios…! ¿Qué le he hecho para que me trate tan mal? Si no se la pone en seguida se va a calar hasta los huesos.

Mientras la obedecía lentamente, le pregunté con voz opaca:

—¿Adónde va usted?

—A ninguna parte… No me explico que con este tiempo se haya atrevido a quitarse el abrigo así.

—¿Qué ha hecho usted hoy de su barón…? A la edad que tiene el señor conde no se atreverá a salir al mar.

—¡Glahn…! No me hable así; tengo que decirle una cosa.

—No deje de presentar al señor duque mis respetos.

Nuestras miradas se cruzan como dos armas y me siento dispuesto a interrumpirla otra vez si intenta hablarme; pero poco a poco sus ojos se apagan y sus facciones se contraen dolorosamente; entonces, casi a pesar mío, le digo:

—En serio, Eduarda: rechace usted los homenajes de ese príncipe; una mujer no se casa nunca con un título, sino con un hombre; y él está tan orgulloso de su corona, que tengo la certeza de que todos los días pregunta si se rebajará hasta casarse con usted… Le aseguro que no es el marido que le conviene.

—No hablemos de eso, Glahn… ¡Si supiera cuánto he pensado en usted! Sin embargo, usted habría sido capaz de quitarse la pelliza por cualquiera, mientras que yo salí con la bufanda sólo porque sabía que la lluvia lo habría sorprendido en el bosque…

Ya el recuerdo de sus veleidades me ha vuelto a agriar, y encogiéndome de hombros, la interrumpo:

—Déjeme proponerle el candidato verdaderamente único: el doctor. ¿Qué tiene que decir de un hombre como él, en plenitud de energía y de inteligencia? Se trata de un hombre superior, téngalo presente.

—Escúcheme siquiera un minuto.

—Mi fiel Esopo me está esperando en la cabaña —le digo. Y quitándome respetuosamente la gorra, le vuelvo a repetir la irónica salutación:

—Buenas tardes, linda señorita.

Al verme alejar, lanza un grito, y las palabras salen a borbotones de sus labios:

—No me martirices así… No te he encontrado por casualidad, sino que te he espiado durante días y días, con la esperanza de que te acercaras a mí otra vez… Ayer, sin ir más lejos, creí volverme loca: mi cabeza era un verdadero volcán del que tú eras todo, la lava y la ceniza; y hoy estaba en la sala cuando entró ese y… Sin necesidad de mirarle supe quién era. «Ayer —me dijo— remé durante un cuarto de hora por lo menos». «¿Y no se fatigó?», le respondí. «Sí, mucho; tengo las manos llenas de ampollas», repuso tristemente. ¡Y yo pensé que aquellas ampollas eran la causa única de su tristeza! Poco después añadió: «Anoche oí bajo mi ventana un murmullo tierno de voces; sin duda, una de las criadas se entiende con un empleado». «Se van a casar pronto». «De todos modos, eran las dos de la noche y…». «Para los enamorados no hay noches…». Se colocó mejor los lentes y añadió: «Tiene usted razón; ¿pero no le parece que a la hora de dormir todos los coloquios estorban?». No le quise responder, y lo menos pasamos diez minutos callados. «¿Me deja ponerla el chal? Hace frío», se atrevió al cabo a decirme… «No gracias». «Si me atreviera a coger una de sus manitas…». Mi pensamiento estaba tan lejos que ni respondí, y entonces él me tendió un estuche que contenía un alfiler con una corona de oro guarnecida con diez brillantes… Aquí está, Glahn, míralo… Ya sabrás por qué está magullado y torcido… Al dármelo le dije: «¿Qué quiere que haga con este alfiler?». «Ponérselo». Se lo devolví, diciéndole lealmente: «No puedo aceptarlo: estoy comprometida». «¿Comprometida?». «Sí, con un cazador que en vez de joyas me ha regalado dos incomparables plumas verdes…; tome usted su alfiler,». Se negó a cogerlo, y sólo entonces alcé los ojos para clavarlos furiosos en los suyos. «No volveré a cogerlo —aseguró—, puesto que lo compré para usted; haga de él lo que quiera». Me levanté, y poniéndolo en el suelo taconeé hasta torcerlo así… La cosa pasó esta mañana, y después de comer, salí y me lo encontré casi en la puerta. «¿Adónde va usted?», me preguntó. «A buscar a Glahn para pedirle que no me olvide…». Y desde poco después te espero aquí… Desde detrás de un árbol te vi venir como a un dios por ese camino tan querido; todo lo tuyo, tu barba, tu estatura, tus ojos, me enloquece… Pero te impacientas y quieres marcharte… No piensas más que en eso… Te soy indiferente, y mientras te digo que te adoro, ¡ni siquiera me miras!

Apenas dejó de hablar volví a iniciar mi interrumpida marcha: los sufrimientos me habían endurecido el corazón tanto, que mirándola, le dije otra vez con mala sonrisa:

—Me parece haberle oído antes que tenía algo que decirme.

Esta ironía pudo ya más que su constancia, y cambiando de tono respondió:

—¿Decirle algo…? Ya se lo he dicho. Si no ha entendido tanto peor… ¡Ya no tengo nada…, nada…, nada que decirle!

Mientras su voz temblaba, no sé si de dolor o de cólera, yo permanecía tranquilo, sin sentir la menor emoción.

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