Pan

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XXIV

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XXIV

Al día siguiente, muy temprano, oí sus pasos detenerse ante mi puerta en el momento en que iba a salir. Durante la noche había reflexionado y adoptado una determinación. ¡No, no volvería a ser juguete de aquella muchacha frívola e ineducada, vivo retoño de Iselina, sin el atractivo de la ingenuidad y el paganismo! Mucho había durado la huella que en mi corazón dejara su nombre, ¡huella dolorosa que aún me hacía daño…! Bastaba, pues. La experiencia adquirida el día antes decíame que la ironía era la mejor arma para rechazarla, y mis burlas, bien templadas por la reflexión, estaban de nuevo dispuestas… Al abrir la vi junto a la piedra del recodo final de la vereda; parecía excitadísima. Al verme hizo ademán de lanzarse hacia mí con los brazos abiertos; mas mi actitud la detuvo. La saludé inclinando la cabeza y me dispuse a seguir mi camino.

—¡Glahn —me dijo entonces, maltratándose las manos desesperadamente—, hoy si que tengo una cosa que decirle; una nada más!

Dejé de andar y me volví hacia ella, en espera.

—Sé que la otra noche lo vieron en casa del herrero cuando Eva estaba sola.

No pude retener un gesto de sorpresa y dije:

—¿Quién?

—Le aseguro que no me dedico a espiarle; mi padre me lo contó al verme entrar mojada y adolorida, después de preguntarme enfadado por qué había insultado al barón… «Yo no le he insultado: sólo le dije la verdad». Y entonces me preguntó: «¿De dónde vienes?». «De ver al teniente Glahn, no lo niego».

Sobreponiéndome al dolor que ya renacía en mi, a pesar de mis propósitos de ironía, le dije:

—Fui a pagarle la visita… Como ha venido varias veces a verme…

—¿Aquí? ¿A su cabaña?

—Sí, y hemos hablado como buenos amigos.

—¿De modo que Eva ha estado aquí?

Siguió un momento de anheloso silencio, en el cual me propuse no dejarme enternecer, y proseguí:

—Y ya que es tan amable de interesarse por mis asuntos, me permitirá que yo me mezcle en los suyos, por pura caridad, claro: ayer abogué por la candidatura del doctor, ¿se acuerda? Supongo que se habrá decidido… Le repito Eduarda que el príncipe no le conviene.

Dos relámpagos simultáneos y hostiles brillaron en sus ojos, y la cólera precipitó en su boca frases silbantes, insinceras, a la vez amargas y pueriles.

—Sepa de una vez que no puede ni compararse con el barón… Al menos él es un verdadero señor, incapaz de romper los vasos ni de pagar su rabia en el zapato de una pobre chica… Ayer mismo aguantó su pena con dignidad, y no se puso en ridículo como usted… ¡Sí, sí! ¡Sepa que me avergüenzo de haber sido siquiera su amiga, y que me es usted insoportable!

A pesar mío, sus flechas dieron en el blanco, porque bajé la cabeza y respondí:

—Tiene razón: soy torpe en sociedad y necesito de la indulgencia… Sólo en el bosque, donde mi falta de cortesanía no molesta a nadie, vivo bien; en cuanto abandono esta querida soledad, necesito vigilarme yo mismo y hasta tener quien me vigile.

—Sus inconveniencias son tantas, que es imposible no cansarse de sufrirlas y de prevenirlas.

La frase fue tan cruel que titubeé ante su empuje, sin embargo, faltaba aún el ariete final.

—Puesto que necesita que lo vigilen, encargue de ello a Eva… ¡Qué lástima que esté casada!

—¿Casada Eva?

—Sí, casada, claro.

—¿Con quién?

—Con el herrero; no se haga de nuevas.

—Le juro que creía que era su hija.

—Pues es su mujer… Puede enterarse.

Mi sorpresa fue tan grande que murmuré como un ritornelo:

—Eva es casada…, casada…

—Ha escogido usted muy bien, muy bien —añadió.

La indignación comenzaba a barrer en mí todo, y dije para terminar:

—En fin, hablemos de lo importante: cásese usted con el doctor; el príncipe no es más que un viejo idiota.

La ira me llevó a exagerar absurdamente sus defectos, y aseguré que tenía sesenta años, que era calvo, casi ciego y de una vanidad necia, pues llevaba hasta en los botones de la camisa la corona nobiliaria. Se trataba de un ser grotesco, sin personalidad…

Eduarda cortó mi diatriba:

—¡Es mucho más que tú, salvaje, y te aseguro que me casaré con él y lo querré con toda mi alma, y pensaré en él día y noche desde hoy…! Puedes traer a tu Eva cuando quieras; ya no me importa… Acuérdate de lo que te he dicho: lo amo a él tanto como te detesto, y te juro que mi mayor deseo es perderte de vista.

Echó a andar a pasos precipitados, y al volver el camino se volvió, horriblemente pálida, y me gritó:

—¡No quisiera volver a verte nunca…, nunca!

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