Pan

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XXV

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XXV

Las hojas amarilleaban y en los sembrados invernizos surgían ya las primeras flores. Al concluir la prohibición de caza me lancé al bosque, en cuyo silencio resonaron mis tiros, que yo habría querido que el viento llevase hasta Sirilund. El primer día sólo maté varios pájaros y algunas liebres; otro, tuve la suerte de matar un águila. El cielo, muy alto, cobijaba la serenidad fundida del mar y del bosque; las noches eran frescas, los días límpidos; dijérase que el mundo preparábase en recogimiento casi penitencial para ir del verano al invierno por el paso melancólico del otoño.

Un día que tropecé con el doctor le dije:

—No he vuelto a tener noticias sobre la multa que por infracción de veda me puso el señor Mack.

—Eduarda se opuso a que se tramitara.

—Pues no se lo agradezco… Dígaselo.

Los últimos días estivales daban al bosque un encanto adolorido. Los senderos eran cintas grises en la inmensa masa amarilla: cada día encendíanse nuevas estrellas y la luna era sólo una sombra dorada envuelta en velos de plata… La primera vez que vi a Eva le dije:

—Dios te tiene que perdonar, Eva… Me han dicho que eres casada.

—¿No lo sabías?

—No, no.

Estrechó mis manos en silencio y bajó los ojos avergonzada.

—Tu marido ha de perdonarte por haber faltado a su fe… ¿Qué haremos ahora?

—Lo que tú quieras… Puesto que no te vas aún, seamos felices mientras estés aquí.

—No puede ser.

—¡Siquiera unos días!

—No nunca más; vete, Eva… ¡Vete!

Pasaron dos días y dos noches desde este encuentro y al tercero la vi cargada con un fardo tan grande que casi la ocultaba. ¡Cuántos leños ha cargado durante el verano ese pobre cuerpo delicioso! Me acerqué a ella enternecido y susurré:

—Deja los haces en tierra y ven a mi lado; quiero ver si tus ojos siguen siendo tan azules como antes…

Pero sus ojos estaban rojos, rojos de haber llorado esas lágrimas que por salir del alma dejan en la cara como una huella de fealdad.

—Sonríeme, Eva… Vuelve a ser la de antes; sólo con verte he quebrantado mi promesa… Mira, no quiero resistirte… Soy tuyo, tuyo, ¡tuyo!

Ha caído la noche y vamos juntos por el sendero; ella canta, y su voz es un grito jubiloso en el bosque. A su lado, mi sangre hierve.

—¡Qué bien cantas esta noche, Eva!

—Porque estoy contenta.

Como es más pequeña que yo, tiene que empinarse para abrazarme bien.

—Te estropeas las manos de tanto trabajar —le digo.

—No importa.

En su cara resplandece la alegría.

—¿Has hablado con el señor Mack?

—Sólo una vez.

—¿Y qué te dijo…? ¿Que le dijiste tú?

—Siempre fue duro con nosotros, pero ahora más. Mi marido trabaja hasta medianoche y yo no descanso. Me ha ordenado que trabaje lo mismo que los hombres; ya ves.

—¿Y por qué hace eso?

Eva baja los ojos al oír mi pregunta y susurra:

—Porque te quiero.

—¿Y cómo lo sabe?

—Se lo he dicho.

Callamos un instante y añado:

—¡Haga Dios que se dulcifique!

—¡Oh, no te preocupes…! ¡No me importa!

Y su voz vibra en el silencio de la selva como el canto de un pájaro feliz.

Cada día las hojas amarillean más; el otoño avanza, las estrellas aumentan en el firmamento, donde la luna parece ahora una sombra de plata envuelta en gasas de oro. No hace frío aún, pero un silencio fresco fluido desciende con las noches. En el bosque todo adquiere carácter de vida, casi de pensamiento; dijérase que cada árbol tiene su preocupación propia; los últimos frutos maduros caen de las ramas… Y así llegamos a la fecha del 23 de agosto, a las tres noches terribles de prueba.

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