Pan

Pan


XXVII

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XXVII

Ya está aquí el otoño; el verano ha huido con igual precipitación que llegó; apenas fue un relámpago feliz del que, en estos días fríos, sólo queda el tibio recuerdo. A veces sube del mar la niebla y envuelve todo en penumbras fantásticas; pero pesco, cazo y canto en mis largos paseos por el bosque, sin cuidarme del tiempo. Voy a consignar lo que casualmente me ocurrió en una de mis incursiones.

Sin saber cómo, me encontré frente a la casa del doctor y vi a muchos jóvenes de ambos sexos, casi todos los que fueron a merendar a las Islas, reunidos. Bailaban, y se detuvieron al pararse ante la puerta un coche, del que descendió Eduarda. Yo estaba ya cerca, y ella, al verme, no pudo contener un gesto. Quise esquivarlos con un adiós cortés, pero el doctor no me lo consintió, y hube de aproximarme. Ya junto a ella, parecióme turbada, pesarosa quizá de su conducta pues no me sostuvo el mirar ni un momento, y aun cuando poco a poco recobró su serenidad y se atrevió a preguntarme algunas nimiedades, persistió su intensa palidez. La neblina envolvía su carita en un velo frío.

—Vengo —dijo dirigiéndose a todos— de la iglesia, en donde esperaba encontrarles; así que me agradecerán los cuatro o cinco kilómetros de camino y la invitación que para mañana, con motivo de la próxima marcha del barón, vengo a hacerles… Se bailará y lo pasaremos muy bien; no falten.

Todos se inclinaron en signo de aceptación y gratitud, y entonces, dirigiéndose a mí, añadió:

—Espero de su amabilidad que no deje de venir… No vaya a última hora a mandarnos una esquelita de pretexto.

Se fue en seguida, y colmado por tanta amabilidad, me aislé en el baile para saborear mi dicha, y me despedí poco después. ¡Cuánta bondad, cuánta inesperada bondad! ¿Cómo podría corresponderla? El frío entumecía mis manos y una sensación deliciosa de inexistencia me impedía cerrar los puños. Llegué tarde a mi cabaña porque di un rodeo para ir a preguntar al muelle si el vapor llegaría al día siguiente antes de la noche… Por desgracia, hasta la próxima semana no estaría allí; así que cuando me encontré en mi albergue me puse a sacar del cofre el traje mejor y a limpiarlo y zurcirlo con ganas hondas y pueriles de llorar… Al terminar la obra me acosté; mas una idea importuna le cerró el paso al sueño: «Ha sido una estratagema —me dije—; de no haber estado allí, no habría sido invitado… Y, sin embargo, no se puede negar que me instó y hasta mostró miedo de recibir a última hora una excusa».

Pasé mal la noche, y muy de mañana salí para el bosque, transido, malhumorado, febril… ¡Ah! ¿De modo que se preparaba una gran recepción en Sirilund en honor del barón? Pues lo que yo debía hacer era no ir ni disculparme… Estaba decidido… ¡No faltaba más!

La neblina extendióse densa y una humedad glacial me impregnó la ropa y entorpeció mis movimientos; no llovía, mas sentía la cara mojada y yerta de frío. De tarde en tarde alguna ráfaga hacía circular sobre el paisaje jirones dormidos de bruma. El día pasó y sobrevino el crepúsculo, verdadero heraldo de una noche sin luz y sin estrellas. Como no tenía prisa, erré tranquilamente, y hasta me aventuré en dirección desconocida con el deseo de perderme en una de las partes inexploradas del bosque. Cuando ya me pareció muy tarde dejé la escopeta contra un árbol y requerí la brújula para orientarme, calculando que debía ser cerca de las nueve y que sería preciso largo rato para llegar a mi cabaña.

La casualidad me reservaba una sorpresa: a la media hora de andar oí música, y poco después vi que estaba en pleno Sirilund, junto a la casa de Eduarda. ¿Por qué me había llevado la brújula hacia el único sitio de que quería huir? Cuando iba a alejarme, la voz del doctor me detuvo, otros vinieron, y en medio de amical tumulto hube de entrar.

Tal vez el cañón de la escopeta desviase la aguja imantada… No sé qué pensar… Habrá que tirar esta brújula, que ya me ha engañado dos veces.

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