Pan

Pan


XXXIV

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XXXIV

Viéndome tan abatido, alguien me dijo:

—¿Ya no caza usted…? Esopo corretea por el bosque levantando liebres inútilmente.

—Mátelas por mí —le contesto.

A los pocos días vino a verme el señor Mack; traía grandes ojeras, y en vano me esforcé en descifrar el secreto de sus ojos febriles. ¿Aquella facultad de leer en las almas se había nublado…? Me habló de la catástrofe, atribuyéndola a un accidente funesto y casual en el cual ni él ni yo teníamos la menor culpa.

—Si alguien se propuso separarme de ella lo ha conseguido; que Dios lo maldiga.

Lanzó sobre mí una mirada oblicua y se puso a hablar atropelladamente del lujo del entierro, en el que no había omitido ningún gasto. No pude menos de admirar su ductilidad acomodaticia.

—¿Me permitirá —le dije— que le pague al menos la barca?

—¡Por Dios, mi querido teniente! ¿Cómo ha podido suponer…?

Y al decírmelo sus ojos se cargaron de odio… Durante tres semanas no vi a Eduarda; es decir, sí: la vi de paso en la tienda. Estaba en la sección de ropas escogiendo unas telas, y la saludé con un «buenos días» seco; volvió la cabeza y no me respondió. Sin saber por qué decidí no comprar en su presencia el pan que iba a buscar, y pedí en su lugar pólvora y plomo; mientras me servían la examiné de reojo: su traje gris, gastado ya en los ojales, me pareció más corto. ¡Cuánto había crecido en pocos meses! Su pecho exiguo se alzaba y deprimía bruscamente, y bajo su frente, sin duda pensativa, las cejas trazaban dos arcos enigmáticos… Sí, todos sus movimientos revelaban cierta madurez; miré sus manos, y sus dedos afilados y pálidos me produjeron casi la sensación física de estremecimiento… Continuaba escogiendo telas sin preocuparse de mí, y sentí deseos de que Esopo fuese cerca de ella, para tener pretexto de llamarlo y anudar la conversación.

—Aquí tiene usted la pólvora y las balas —dijo el muchacho que me servía.

Pagué, tomé los dos paquetes y, saludando, salí. Ella alzó los ojos, pero no contestó a mi adiós.

—¡Bah, todo va bien! —me dije a mí mismo—. Sin duda el barón se llevó con sus colecciones la palabra matrimonio… Es cosa hecha.

Y me alejé sin comprar el pan, volviéndome, a trueque de quebrantar mi propósito, para convencerme de que sus ojos odiados y queridos, estaban fijos en la tela, sin interesarse por el que acababa de salir.

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