Pan

Pan


XXXV

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XXXV

La primera nevada cayó, y aun cuando tenía la chimenea siempre encendida, empecé a sufrir de frío. La leña ardía mal; además, las grietas dejaban penetrar el cierzo, a pesar de todas mis reparaciones. Acababa el otoño y los días eran más cortos cada vez; el sol derritió las primeras nieves y limpió los campos; pero por las noches el frío era tan vivo que el agua se congelaba y morían las plantas y los insectos.

También los hombres envolvíanse en un silencio misterioso; hasta los más torpes parecían meditar, y todos los ojos dijéranse esforzados en ver la llegada del invierno. Ya no partían alegres gritos de los secadores, el puerto dormía soñando con la estival animación y el paisaje preparábase a esa larga noche boreal, en que el sol dormita escondido en los mares.

El ruido de los remos de una barca, aislada en la quietud, resonaba como algo insólito. Era una muchacha la remera.

—¿Adónde has ido, muchacha?

—A ninguna parte.

—¿Cómo que a ninguna parte? No me tomes por importuno; recuerdo que nos conocemos: este verano estuvimos juntos una vez.

Atraca cerca de donde estoy y amarra el bote; entonces concluyo de explicarle:

—Te encontré guardando un rebaño y haciendo labor… Y aquella misma noche nos vimos, ¿no te acuerdas?

La sangre sube a sus mejillas y ríe torpemente turbada.

—¿Ves cómo no te has olvidado? —le digo—. Ven a mi cabaña y charlaremos. No creas que he olvidado tu nombre… Te llamas Enriqueta.

Pero ella sigue su camino sin responder. El fresco del otoño, el frío del invierno, han entumecido sus sentidos, que dormirán castamente hasta la primavera… No, no vendrá ni ella ni ninguna mientras las plantas estén sin flor y el cielo sin esplendor… Es tiempo de reposar, de recordar… El sol se ha hundido ya en las olas y tardará en volver a alzarse.

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