Pan

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XXXVI

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XXXVI

Me puse el uniforme por primera vez y me dirigí a Sirilund. Mi corazón latía agitado, y en el camino rememoré cuantos acontecimientos se habían sucedido desde el día en que Eduarda me abrazó y besó ante todo el mundo… Durante largos meses me mortificó cruel y me hizo encanecer… La culpa era mía por haber renunciado a la voluntad, dejándome extraviar por mi falsa estrella… Al acercarme, pensaba: «¡Cuánto se divertiría si cayese a sus pies y le revelara mi secreto…! Sin duda al verme llegar me ofrecerá una silla, pedirá vino para obsequiarme, y antes de chocar su vaso contra el mío me dirá»: «Quiero darle las gracias, señor teniente, por las horas inolvidables y felices que hemos pasado juntos», y al ver renacer la esperanza en mí, fingirá beber y dejará sobre la mesa el vaso intacto, no para hacerme creer que ha bebido, sino esforzándose en mostrarme el injusto desaire… Ese es su carácter y nada puede intentarse contra él… Ea, menos mal que la última partida del doloroso juego ha empezado ya.

Antes de entrar continúo el curso de mis reflexiones: «Mi uniforme la impresionará; las charreteras y los galones son nuevos, los botones brillan, el sable tintineará sobre el piso…». Y una risa nerviosa me sacude: «¡Bah, quién sabe aún si la última hora será la de mi triunfo…!». Y alzo la cabeza en vanidoso ademán «No, nada de bajezas… Guardemos el sentido de la dignidad, y pase lo que pase sepamos mostrar indiferencia sin intentar nada concreto; eso es… Perdone usted, señorita insoportable, que me vaya y sin solicitar su no siempre bien lavada mano».

El señor Mack me sale al encuentro en el zaguán, pálido y con los ojos más hundidos que nunca.

—¿De veras se va usted? —me dice—. Verdad es que en estos últimos tiempos, después del incendio de su cabaña, no estaba nada bien instalado.

Y sonríe de tal modo, con tan perfecta naturalidad, que me parece tener ante mí al mejor actor o al hombre más inocente del mundo.

—Entre usted, señor teniente —añade, antes de alejarse con la cabeza baja, rumiando sus ideas—. Eduarda está en la sala. Yo tendré el gusto de despedirle en el muelle.

Eduarda alza la cara de un libro, y no puede evitar un gesto de sorpresa al verme de uniforme. El rubor y su boca entreabierta me dan un anticipo de victoria.

—Vengo a despedirme —murmuro.

Se levanta de un salto, cual si mis palabras la hiriesen.

—¿De modo que se va usted… Ahora?

—Cuando venga el vapor —le digo.

Y torpemente, contra todos mis propósitos, cojo sus manos y susurro, mirándola al fondo de los ojos:

—¡Ah, Eduarda, Eduarda!

Como por encanto tórnase fría, hermética, y el instinto de hombre me advierte que todo en ella se apresta a resistirme. Ante su figura rígida me curvo en la actitud odiosa de un mendigo, suelto sus manos, y sólo tengo aliento para repetir muchas veces: «¡Eduarda, Eduarda!», hasta que con tono altanero de impaciencia me interrumpe:

—Y bien, ¿qué quiere usted? ¿Acaso tiene algo que decirme?

No puedo contestar, y añade:

—¿De modo que se va? Buen viaje… Sabe Dios a quién tendremos en su lugar el año próximo.

—A cualquiera… Sin duda reconstruirán la cabaña.

Sigue un silencio en el que muestra gana de reanudar la lectura; para indicarme el fin de la entrevista, dice:

—Siento que mi padre no esté aquí; ya me encargaré de despedirle.

Como no puedo responder me acerco, y tocándole la mano, suspiro más que pronuncio:

—Adiós, Eduarda.

—Adiós.

Al abrir la puerta para salir advierto que ya ha reanudado su lectura. ¡Ah, mi adiós no le ha producido la menor impresión…! Permanezco quieto un instante y toso después; ella alza la vista y pregunta:

—Pero ¿no se había usted marchado? Me pareció oírle salir.

Su sorpresa es demasiado viva para ser real; sin duda la exagera, y sabía bien al preguntármelo que en lugar de irme me había quedado allí estúpidamente, mirándola, mirándola…

—Voy a irme ahora —explico.

Entonces, acercándose a mí me pide:

—Quisiera guardar un recuerdo suyo… Pero tal vez sea demasiado… ¿Quiere dejarme a Esopo?

Sin titubear respondo que sí.

—Gracias… ¿Me lo traerá mañana?

Salgo, y con infinita ansiedad vuelvo la vista para ver si miran unos ojos tras la ventana como otra vez… no mira nadie. ¡Esto se acabó!

La última noche pasada en la cabaña fue de insomnio; las horas sonaron entre mis meditaciones sin unirlas y muy de mañana preparé el desayuno. El día anunciábase húmedo y gélido… Las meditaciones seguían aún: «¿Por qué me ha pedido que le llevara el perro? ¿Quería hablarme otra vez?». ¡No, no; no tengo nada que oírle…! Además, ¿cómo tratará a Esopo…? Esopo, mi pobre y fiel Esopo, no quiero darte, porque te haría sufrir… Para vengarse de mí te martirizaría… Tal vez te acariciaría muchas veces, para martirizarte mejor te maltrataría sin motivo cuando menos lo merecieras… ¡No, no, yo no puedo pagar así tu amistad pura! ¡Ven, Esopo, ven…!

Y cuando el perro pone sobre mí sus patas y tiende la cabeza, anhelante hasta juntarla con la mía, cojo la escopeta, y sin condolerme al ver que él se excita pensando sin duda que se trata de una de nuestras partidas de caza, le coloco el cañón en la nuca y oprimo el gatillo.

Poco después un mandadero lleva a Eduarda el pobre cadáver en mi nombre.

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