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LA MUERTE DE GLAHN » I

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I

¡La familia Glahn puede continuar publicando el cargante anuncio de que se desea saber el paradero del teniente Tomás Glahn; por muchos periódicos en que lo inserte no ha de aparecer, pues sé que está muerto y bien muerto! ¡Si lo sabré yo!

Después de todo no me sorprende que sus parientes sigan con tanto ahínco las investigaciones, pues Glahn era hombre poco vulgar y generalmente estimado. Lo digo así para ser justo, aun cuando su memoria me inspire antipatía y baste su recuerdo para envenenarme el alma. Sin duda era hermoso, pujante de juventud y dotado de seducciones nada comunes; confieso además que mucha gente, y aun yo mismo, se dejaba subyugar por su mirada, parecida a la de las fieras. Cierta dama definió el magnético poder de sus ojos diciendo que cuando la miraba, se sentía desfallecer y se turbaba, como si en vez de mirarla la tocase.

Después de realzar sus cualidades no voy a callar sus defectos: a menudo decía tonterías de esas que suelen agradar a las mujeres, cuyo charloteo vano imitaba y aplaudía para cautivarlas. Recuerdo que un día, hablando de un individuo obeso, aseguró que parecía llevar los pantalones llenos de manteca, y como si fuera una observación ingeniosísima, estuvo riéndose largo rato. En otra ocasión me dio también nueva prueba de su mediocridad. Vivíamos entonces en la misma casa; la patrona entró a preguntarme qué quería desayunar, y le respondí: «Una rebanada de huevo con pan». Tomás Glahn se puso a reír de una manera idiota, repitiendo innumerables veces el inocente lapsus, hasta que me incomodé, y entonces, sorprendido se calló.

Podría contar rasgos análogos para ponerlo en ridículo; pero ya surgirán en el curso de esta narración; lo que desde luego prometo es no callarlos, pues tratándose de un enemigo no hay razón para ser generoso. Si he de ser del todo justo, debo anotar que jamás decía palabras imbéciles en su sano juicio. En las dos ocasiones referidas, sin duda no estaba en él; pero ¿acaso no basta para despreciar a un hombre decir que acostumbra a emborracharse?

Cuando lo conocí —otoño de 1859— tendría treinta y dos años, mi misma edad. Se dejaba la barba y usaba camisas abiertas para dejar al descubierto el pecho y el cuello, sin disputa admirables. Más tarde, al enemistarnos, comprendí que mi cuello no era menos juvenil y viril, sin que por ello tuviese la manía de exhibirlo. Lo conocí a bordo de un vaporcito fluvial; los dos íbamos de caza, y al llegar al término del ferrocarril decidimos, para internarnos, alquilar a medias un carrito tirado por bueyes.

A propósito omito el lugar adonde nos dirigimos; no quiero dar la menor pista; lo que sí aseguro es que la familia Glahn pierde tiempo y dinero en publicar anuncios, porque el teniente murió en ese lugar, del cual por nada del mundo diré el nombre.

Antes de conocerlo ya había oído hablar de él. No sé quién me contó su aventura amorosa con una muchacha noruega, a la cual comprometió de modo indigno, obligándola a romper las relaciones. Glahn juró vengarse, la muchacha no hizo caso alguno, y fue entonces cuando se hizo merecedor por su escandalosa vida de la más triste reputación. Se dedicó a beber, pidió licencia y se entregó a una existencia disoluta… ¡Extraña manera de vengarse de un fracaso matrimonial…!

Según otra versión, no fue que comprometiera a la muchacha, sino que la familia de esta lo rechazó, y ella misma dio poco después palabra de matrimonio a un conde sueco. La primera versión me parece más creíble, tal vez por ser enemigo de Glahn y suponerlo capaz de toda villanía. Sea como fuere él no aludió jamás a aquellas relaciones, ni tampoco yo traté nunca de sonsacarle. ¿Qué me importaba a mí?

No recuerdo que en el vaporcito ni en el tren hablásemos más que del poblado adonde nos dirigíamos. Glahn sacó de un bolsillo un mapa y haciéndome inclinar sobre él, me dijo:

—Iremos por aquí hasta encontrar el pueblo, en el cual me aseguran existe una parodia de hotel, donde quizá tengamos la suerte de alojarnos. La dueña es mestiza inglesa. También habita en el caserío un indígena que tiene muchas mujeres, algunas de las cuales no cuentan más de diez años.

Yo ignoraba tanto la existencia del jefe indígena y sus mujeres como la del hotel, así que nada dije; Glahn me miró, sonriendo satisfecho. Confieso que su sonrisa tenía atractivo singular… Pero a pesar de su belleza no era lo que se dice un verdadero macho: las variaciones atmosféricas lo ponían nervioso, y se quejaba de no sé qué dolor en el pie izquierdo, donde, según él, tenía una antigua herida de bala. ¡Sabe Dios si sería verdad!

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