Pan

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XXXIII

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XXXIII

¿Qué puedo escribir ya? Durante muchos días no volví a disparar un tiro, y refugiado en mi nueva cabaña no pensaba siquiera en que los víveres se habían concluido y en que sería preciso salir en busca de alimentos. Los restos de Eva fueron llevados a la iglesia en una embarcación pintada de blanco; yo no quise seguirlos, pero dando un gran rodeo por tierra me fui al cementerio para esperarla allí y ver cómo acostaban su pobre cuerpecito, tan bueno y tan dulce, Por última vez.

«Eva está muerta, muerta para siempre —dice dentro de mí una voz…— ¿Te acuerdas de su carita virginal de aquel gorrito que afinaba su óvalo y le daba aire de novicia? Sí, me acuerdo y no la podré olvidar nunca. Discreta, tímida, silenciosamente venía dejaba su fardo y se me acercaba sonriendo. ¡Ah, qué torrente intenso de vida desbordábase entonces de su manera de sonreír…! Estáte quieto, Esopo, no cortes el hilo de mi imaginación… Precisamente ahora que viene al recuerdo una leyenda relativa a Iselina, cuando Stamer, el seducido clérigo, vivía en estos contornos.

»Una muchacha estaba prisionera en un castillo a cuyo dueño amaba. ¿Por qué…? Pregúntaselo al viento y a las estrellas y al Dios señor de la vida, pues sólo ellos conocen misterios tan hondos… El señor había sido su amigo y su amante, pero un día conoció a otra mujer, y sus sentimientos se desviaron de la muchacha igual que un río cambia de curso.

»La había amado con amor juvenil, la había llamado muchas veces “su ángel tutelar, su paloma tierna”, la había abrazado muchas noches con ese abrazo apasionado y casi exasperado con que el amor pretende asirse eternamente a lo fugitivo; le había dicho: “Dame tu corazón”, y ella se lo había dado como quien no da nada… Cada vez que él le preguntaba: “¿Te puedo pedir una cosa?”, ella respondía que sí, feliz por tener aún algo que dar; y él aceptaba todo, sin pararse siquiera a agradecer un momento.

»Con la otra, en cambio, era un esclavo, un loco, un mendigo. ¿Por qué…? Pregúntaselo al polvo del camino, a las hojas que caen, a la divinidad misteriosa que rige el mundo; sólo ellos conocen misterios tan hondos… La otra no le daba nada, nada, ¡nada!, y por negarlo todo, él le decía gracias con palabras del corazón. En lugar de darle le exigía: “Dame tu reposo, tu inteligencia, dame tu dignidad”, y él se la daba, sintiendo que no se le ocurriera decirle: “Dame tu vida toda, dame la salvación de tu alma después”. Por eso la pobre muchachita enamorada y desdeñada fue encerrada en la torre.

»—¿En qué piensas, joven prisionera, que sonríes así?

»—Pienso en aquellos días de hace ya diez años cuando lo conocí, lo amé y fue bueno conmigo.

»—¿Aún te acuerdas de él?

»—Sí, todos los días, todas las horas… ¡Siempre!

»Y pasó más tiempo y le volvieron a preguntar:

»—¿En qué piensas, prisionera, que sonríes aún?

»—Estoy bordando su nombre en este lienzo.

»—¿El nombre del que te encerró en esa torre donde tu juventud se consume?

»—Sí, el del hombre que conocí y me amó hace veinte años.

»—¿Aún te acuerdas de él?

»—Su recuerdo no empalidece ni siquiera en sueños.

»Y pasaron más años, más años…

»—¿Qué haces, prisionera, de las canas color ceniza?

»—La vejez se me acerca y no veo ya bastante para bordar; pero araño con mis manos la pared, y cuando tenga bastante yeso haré un vaso para regalárselo.

»—¿Regalárselo a quién?

»—A mi amor… Al que me encerró aquí.

»—¿Y sonríes al pensar en tu encierro?

»—Sonrío porque pienso que dirá al recibirlo: “He aquí un vaso hecho por mi amante de hace treinta años… No me ha olvidado aún”.

»Y pasó más tiempo, más tiempo…

»—Prisionera encorvada, tus manos nada pueden ya hacer, y sonríes aún.

»—La vejez ha venido: soy ciega y torpe, mas el recuerdo no envejece.

»—¿Y piensas en el que te encerró hace cuarenta?

»—En él, siempre en él… Nos conocimos cuando éramos jóvenes, y con sólo unos días de amor cuarenta años se llenaron de recuerdos.

»—Pero ¿no sabes que ha muerto ya?

»¡Ah, pobre vieja enamorada; tus labios se mustian; tu voz, que iba a responder, se extingue; tus ojuelos se vidrian, una palidez lívida te cubre y caes inerte para siempre!».

Esta es la maravillosa leyenda de la mujer encerrada en la torre. ¡Óyela, Esopo, que acaso la entiendas…! ¡Eva, pobre cuerpo dorado, déjame que eche sobre tu tumba el primer puñado de tierra, y que cuando todos se vayan venga furtivo a besar tu fosa! Cada vez que te recuerdo, un rayo de sol atraviesa mi mente, y me siento colmado de bendiciones con sólo pensar en tu sonrisa… Tú dabas todo sin esfuerzo, pues la vida desbordaba en ti y estabas embriagada de luz, de caricias, de amor… Y, sin embargo, otra que me niega hasta el favor de su mirada me posee por completo, ¡por completo…! ¿Por qué…? ¡Pregúntaselo a los doce meses del año, a los navíos!, que cruzan el mar y al Dios insondable que gobierna los corazones.

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