“Pajas”

“Pajas”


21. Piso franco

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21. Piso franco

—¿Diga?

—¡Pajas! ¿Qué tal todo, campeón?

—Sable, qué alegría —mentí. No me apetecía hablar con nadie y menos andar fingiendo con él—. Aquí vamos, como siempre.

—¿Cómo va aquel tema del que estuvimos hablando tú y yo?

—Sin novedad.

—Entonces quizás te interese venir a verme.

—Mira, te lo tengo que decir, no me convenció demasiado lo que me ofrecieron tus dos amigos.

—Esto es diferente, hombre —se quejó—. Seguramente te interese. Venga, ¿recuerdas el Bar Vélez? Allí te veo en media hora.

—Estoy cansado —objeté—. ¿Por qué tanta prisa?

—Porque es algo que quiero cerrar cuanto antes. Es algo precipitado, pero si no tienes nada mejor que hacer deberías venir. Si no, la oportunidad pasará de largo y otro la va a aprovechar.

Ni a la comisaría ni a mi casa; finalmente se abría una alternativa, otro destino para aquella fría tarde. Sabía que en Los Girasoles no había nada que pudiese merecer la pena, pero acepté. Acepté por huir de mi realidad. Acepté por retrasar un poco más el paso definitivo que habría de tomar. Siempre he pecado de demorar enfrentarme a mis problemas, como si fuesen a desaparecer solos. Quizás por eso, por no coger el toro por los cuernos y no mirar de cara a las dificultades, he pasado gran parte de mi vida siendo un infeliz.

De cualquier manera y como suele decirse, cuando se cierra una puerta se abre una ventana. No siempre es así, pero en esta ocasión la ventana por la que tomar algo de aire fue la llamada de Sable.

Eran las seis de la tarde y yo tenía que devolverle el coche a Sandra. Hubiera sido muy poco inteligente aparecer con aquel vehículo rojo en las narices de su novio.

Me presenté en el número veinticuatro de la calle La Luna y llamé al tercero C con la tranquilidad de que Sable no andaría por allí.

—¿Quién es?

—Sandra, soy Richard. Aquí tienes tu coche. Te lo he dejado aparcado en la puerta.

—¡Richard! ¿Subes? Tienes que contarme…

—No tengo tiempo. Asómate a la ventana del salón.

Desde abajo, la vi aparecer con una toalla puesta en la cabeza. Estaría recién duchada; no pude pensar en otra cosa que en volver a ensuciarla.

—¿Y estas prisas? —preguntó. No me gustaba hablar a viva voz en la calle, como si fuésemos dos vecinas cotorras, pero no había otro remedio y realmente quería ser puntual a mi nueva cita en el Bar Vélez.

—Ya te explicaré.

—Joder, tienes un lado de la cara completamente rojo —observó preocupada.

—Te he dicho que ya te lo explicaré. Tírame mis llaves.

—¿Y las mías qué?

—Aquí van —se las lancé con fuerza y milagrosamente no tuve que lamentar mi falta de puntería.

—Estás loco.

—¿Dónde has aparcado mi coche?

—A unos veinte metros, en aquella bocacalle —dijo señalando con la mano. Le vi las mangas del albornoz, pero no tenía tiempo de pensar en más guarradas.

Fue a buscar mis llaves y me las dejó caer. Las cogí al vuelo haciéndome bastante daño en las manos.

—¿Estarás con alguien esta noche? —le pregunté, dándome la vuelta cuando ya me estaba dirigiendo hacia mi coche. Ella miró a ambos lados de la calle, como cerciorándose de que nadie escucharía su respuesta.

—Creo que no —contestó—. Llámame. Si respondo lo sabrás.

Le dije adiós con la mano.

Llegué a Los Girasoles justo a la hora acordada. No sería yo el impuntual. Me sorprendió comprobar cómo el miedo que sentí la primera vez que pisé aquel barrio había disminuido casi por completo. Aparqué y empecé a recibir miradas raras, pero nadie se me acercó. Los chiquillos y los yonquis permanecieron a distancia. Hacía solo un par de días que me habían visto paseando con Sable y eso parecía suficiente garantía para que no me molestaran.

En la puerta del Bar Vélez estaba aquel muchacho de ojos saltones, Furby. Esta vez no llevaba mono de trabajo ni estaba manchado de grasa, y es por eso que me resultó aún más familiar que la primera vez. Se parecía a alguien y no acertaba a decir a quién.

—Eh, Pajas —me llamó. Se quedó mirando sin disimulo mi mejilla colorada—. Vengo de parte de Sable.

—¿Dónde está?

—En el piso. Me ha pedido que te acompañe.

«El piso». Me resultó una expresión extraña.

—¿Por qué no ha bajado él? Me dijo que estaría aquí.

—Está ocupado —contestó tajante—. Vamos.

Le seguí un par de minutos bajo los soportales. Aquel chaval, poco más joven que yo, no era muy locuaz. Prefería eso a que fuese uno de esos tipos incapaces de dejar un segundo de silencio con su interlocutor, y que rellenan cada instante con cualquier gilipollez que les venga a la cabeza. Furby era callado y yo también. Estaba oscureciendo y los pocos negocios que se mantenían en el barrio eran casi lo único que iluminaba las sucias calles. Vi a cuatro niñatos sentados en la puerta de una peluquería esperando a otro colega; eran todos iguales, rapados, pero se habían dejado un puto cenicero de pelo en la cabeza, y reían orgullosos de cualquier imbecilidad. Aquel barrio era una reunión de catedráticos y futuros premios Nobel.

Anduvimos hasta un portal situado en la calle perpendicular al bar. Observé que en Los Girasoles no había cristales tras las rejas de los portales. Para qué ponerlos si iban a durar poco. El frío se colaba en las entrañas de los edificios.

No había ascensor, así que subimos por las escaleras hasta la primera planta. En las paredes del bloque había algunas pintadas con rotulador indeleble, pero no estaba tan sucio como habría supuesto. Finalmente Furby llamó al timbre, y le abrió un tipejo que me miró de arriba abajo con asco y por supuesto no me saludó. Era muy alto, moreno de cara y con el pelo largo y grisáceo por las innumerables canas. Tenía nariz aguileña e iba vestido con una camiseta de propaganda. Todo un jaque del siglo XXI.

Se oía a Sable hablando por teléfono en el interior del piso.

—Espera aquí —me dijo Furby, y se fue a la cocina con el perdonavidas. Poco después salieron con un plato lleno de embutido y me ofrecieron pasar al pequeño saloncito que se abría a la entrada. Al final resultaba que no eran tan malos anfitriones. Llevaba desde la mañana sin llevarme nada a la boca y agradecí el gesto. Pasé los siguientes minutos comiendo en silencio y con disimulo; no quería parecer un muerto de hambre ante aquellos tipos. La estancia estaba llena de cajas de cartón, unas cerradas y otras abiertas. Imaginé que allí se gestaba algún tipo de contrabando.

—¡Pajas! —exclamó Sable apareciendo sonriente en el salón—. Sabía que no me fallarías.

—La curiosidad siempre me puede.

—Vosotros dos —dijo dirigiéndose a Furby y al pelanas—, echad una partidita a la consola. Voy dentro a hablar tranquilamente con el muchacho. Por aquí, Pajas.

Me guió hacia una habitación situada al fondo del pasillo. El resto de puertas estaban cerradas. Aquel cuarto era una especie de despachito mal iluminado, con una mesa de escritorio y un par de sillones. Sobre la mesa había un flexo emitiendo una luz mortecina y amarillenta que iluminaba cientos de motas de polvo en flotación. Me pregunté cuántas veces al año se limpiaba ese piso.

—Siéntate —invitó. Parecía que el día consistía exclusivamente en sentarse frente a personas y escucharlas. Pero esa vez estaba allí voluntariamente y no quería pensar en Álex ni en Paco—. ¿Todo igual, eh?

—Si te refieres al problema que tengo entre manos, sí. Y si te refieres a mi vida en general, también —reflexioné.

—¿Una auténtica mierda, verdad? Levantarse por las mañanas a ganarse la vida cuesta mucho, pero que encima otras personas anden calentándote la cara debe hacerlo más difícil —dijo señalándose su mejilla y mirando a la mía. A él tampoco se le había pasado por alto—. Llegar por la noche a casa y darte cuenta de que no tienes más que facturas por pagar. Encender la puta tele y ver qué mierda echan para olvidarte de todo por un ratito, hasta quedarte dormido y que al día siguiente todo vuelva a empezar.

—Sí, en general todo es una mierda… —dije. Me sorprendieron las reflexiones de Sable. Un tipo como él había descrito a la perfección mi vida y la del ciudadano medio. Si hubiera cambiado «encender la tele» por «encender el ordenador y masturbarse» hubiera acertado de pleno.

—Pues tengo que darte una buena noticia —soltó, quedándose después callado y sonriente con aquellos ojos penetrantes bien abiertos, esperando que yo me emocionase o reaccionara de alguna manera.

—¿Cuál? —pregunté fingiendo algo de ánimo. La verdad es que tenía bastante curiosidad.

—A partir de ahora dependerá solo de ti que tu vida siga siendo una mierda. O por lo menos que siga siendo tan mierda.

—¿Y cómo es eso?

—Podrás preocuparte de lo que quieras excepto de temas económicos. Podrás pagarles a esos imbéciles de tu curro, o podrás comprar a alguien para que les pinche las ruedas del coche. Yo no entro en lo que cada uno hace con su dinero.

—¿De qué dinero me estás hablando? —aquello empezaba a inquietarme.

—Del que vas a ganar de una forma tan fácil que hasta no te lo vas a creer.

—No hay nada fácil ni nadie regala nada, y menos dinero —señalé.

—A veces sí que hay formas muy fáciles de ganar pasta… tan fáciles que son como un regalo.

—¿Legales? —pregunté—. No lo creo.

—Ahí es a donde quería llegar, Pajas —me guiñó un ojo.

—Me lo esperaba.

—Antes de seguir… quiero decirte que, si te sientes incómodo hablando de estos temas, o ya sabes de antemano que nada de lo que te diga te va a interesar, podemos dejarlo como está y no se hable más.

—Por mí puedes seguir —dije sin pensármelo, movido por la curiosidad—. Legal e ilegal son solo palabras.

—Esto que voy a comentarte, o a proponerte, es completamente ilegal y quiero que lo sepas para que no te asustes.

—No me asusto tan fácilmente.

—¿Ah no? ¿Y entonces qué fue eso de rechazar la ayuda de mis dos compadres? —dejó caer. Ahí estuvo bastante fino—. De hecho me he pensado si llamarte o no. Pero en fin, esto es otra historia. Aquí nadie va a resultar perjudicado.

—Cuando estamos hablando de ilegalidades, siempre suele haber perjudicados.

—A veces no —objetó—. Voy a ir al grano… ¿dominas el tema?

—¿Qué tema? —me pareció una de aquellas preguntas que supuestamente se hacen los gays en los locales nocturnos para iniciar el coqueteo.

—Hum… ya veo que no. Te lo explicaré de forma muy sencilla. Ya está bien de rodeos: resulta que hay un polvito mágico y blanquito que les encanta a todos, ya sean ricos o pobres, de pueblo o de ciudad. Y sin él no hay fiesta. Sin él… los fines de semana, las cenas de empresa y todo eso, se hacen más aburridas. ¿Comprendes?

Drogas. Era eso. La confirmación de que Sable no era un simple listillo de barrio. Su posición tenía que deberse a algo más, y aquí estaba la prueba. Por un momento me resultó cómico estar allí hablando de aquel asunto mientras que oía los gritos de gol que proferían Furby y el otro jugando en el salón. Aun así no me asusté demasiado. La droga es parte del día a día, más en aquel barrio, y no tenía por qué escandalizarme. O al menos debía intentar que no me notara sorprendido.

—Polvo blanco… —reflexioné—. ¿Cocaína, verdad?

—Por aquí la llamamos perico. Pero sí, eso es.

—¿Y qué tiene que ver la cocaína conmigo? No voy a meterme en ningún asunto de drogas —advertí.

—Eso es lo bueno. Que no te vas a meter en «ningún asunto de drogas». Ni siquiera vas a verla si no quieres.

—No te entiendo… —estaba cada vez más confundido.

—Verás. Lo único que tendrías que hacer es lo siguiente: llevar un coche desde un punto A a un punto B a sesenta kilómetros. Alguien te espera, abre el maletero, lo vuelve a cerrar y tú vuelves a traer el coche. Como máximo en una hora y media está todo hecho. Así de fácil y rápido.

—¿Lo que se llama una «mula», verdad?

Sable soltó una carcajada:

—Lo de mula es muy feo, hombre. Yo prefiero llamarlo «transportista».

—¿Y por qué yo? Quiero decir… ¿por qué has pensado en mí?

—Te voy a ser sincero —dijo—, nuestro transportista habitual ha fallado y, en vez de dar al traste con todo, enseguida he pensado en ti: eres perfecto para este trabajo porque eres un «chico bien». Nadie va a sospechar de alguien como tú. Tanto yo como mis compadres nos arriesgamos mucho si salimos de la ciudad, mientras que tú puedes hacerlo tranquilamente. Yo estoy fichado desde hace años así que me tienen agarrado por los cojones. Pero con esto, tú solo puedes ganar… y borrar de un plumazo esos problemas que tienes. Y, quién sabe, cuando todo salga bien y compruebes lo fácil que es, quizás hasta quieras repetir cuando haga falta.

Yo aún estaba estupefacto por lo que me estaba ofreciendo. Que los verdaderos tejemanejes de Sable se me hubieran revelado de forma tan simple podía significar dos cosas: la primera, que estuviesen realmente desesperados por una «mula» (verdadera palabra para definir el trabajo que me ofrecían); la segunda, que fuese una especie de prueba para saber en quién confiar en un futuro, o porque sospechasen de mí en mi primera visita a Los Girasoles.

—A ver si lo he entendido —dije intentando aclarar las ideas—. Me ofreces llevar cocaína en un coche, desde la ciudad a otro lugar a sesenta kilómetros y traer el coche de vuelta.

—Más o menos. Pero míralo así: tú sabes que es cocaína porque eres muy listo y muy curioso, pero no tendrías ni por qué saberlo. Simplemente se trata de conducir un coche. Es como darse una vuelta. Y créeme que nadie paga tan bien el darse un paseo.

Claro que no. Pero nadie pagaría a las «mulas» si no hubiese un grave riesgo de que fuesen pilladas. O peor aún, quizás estaba siendo protagonista de una de esas historias de envíos falsos, con poca cantidad de droga, de los cuales se da un chivatazo y sirven de señuelo para que la policía capture a alguien mientras que por otro lado se está realizando la verdadera operación. Quizás yo era la víctima perfecta de algo así, igual que lo estaba siendo del chantaje de Paco y Álex. Un saco de boxeo continuamente zarandeado y golpeado por todos lados. Ya estaba bien. No me interesaba meterme en más problemas, y menos con el transporte de drogas (por muy suaves que fuesen), pero decidí ir de frente y decirle a Sable lo que pensaba antes que andarme con remilgos como una niñita asustada.

—¿Qué me hace pensar que no sería una «mula» falsa?

—¿Cómo?

—Lo que oyes. ¿Qué garantías tendría de que nadie va a llamar a la poli para que me cojan mientras que estáis haciendo de forma segura otro transporte?

Sable se rió a carcajadas.

—Eres más listo que el hambre, Pajas. ¡Cómo se nota que eres ingeniero! Se ve que piensas en todo y que eres cauto, y precisamente eso me gusta de ti. Cuando estos te comenten como se va a hacer el transporte seguro que se te quita esa idea de la cabeza. Además, la falsa mula es de hijos de puta que no saben a lo que juegan. Esto es un negocio entre tú y yo. Créeme, soy el primer interesado en que no te pillen.

—Estos asuntos son muy peligrosos —concluí—, sobre todo para alguien inexperto como yo. Además, siempre tengo mala suerte; seguro que al arrancar el coche se me pincha una rueda con un coche patrulla a mi lado.

—Aunque te pasara eso, te puedo asegurar que no te iban a coger. Está todo pensado. Por lo menos, déjame que te de los detalles y te lo piensas. Pero no mucho.

—Está bien —dije por contentarle.

—Ven conmigo al salón. Furby y Copito te van a explicar el resto.

En cuanto los dos nos vieron aparecer, pausaron su partida y pusieron caras más serias.

—Este chaval le echa huevos a la vida —anunció Sable—, y está interesado en el tema.

No era exactamente eso lo que yo le había dicho, pero lo dejé estar.

—Qué sorpresa —dijo ese tal Copito—. No hubiera dado un duro por un pijito como tú.

—Este pijito tiene unos cojones más grandes que tu cabeza —intervino Sable—, así que a partir de ahora le hablas con respeto.

—Lo que tú digas —respondió de mala gana y me miró—. ¿Qué quieres saber?

Pensé que saciando mi curiosidad no haría daño a nadie:

—Principalmente la cantidad a transportar —dije—, cómo iría oculta en el coche y por supuesto cuánto se gana con esto.

—La cantidad son doce kilos, ni más ni menos. Van ocultos en la rueda de repuesto de una forma que yo he «patentado» —sonrió— y que no puedo decirte hasta que no sepa si se vas a hacerlo o no. Es imposible de detectar. Y lo que puedes ganar…

—… es esto —completó Furby, que había aparecido con un maletín sin que me diera cuenta. Lo abrió y vi paquetitos de billetes de cincuenta y de veinte euros. Muchos. Cuando yo mismo dije la cifra se sorprendieron de la exactitud con la que había estimado la cantidad. Era aproximadamente mi sueldo de medio año, y aun así supondría solo un pequeño porcentaje de lo que ellos ganarían con la operación. Mentiría si no dijese que, en cierto modo, aquello era tentador, muy tentador, y lo pintaban todo tan extremadamente fácil que a más de uno se le hubiera hecho la boca agua. Pero eran doce kilos. Una cantidad que a todas luces podría acarrear una gran temporada en prisión. Una cantidad que, seguramente y una vez llegada al destino que me proponían, se repartiese a continuación a otra u otras provincias.

—Como ves —indicó Sable—, el dinero ya está preparado para quien haga el trabajito. Ir y volver. Eso es todo. Un par de horitas en carretera y listo, el maletín es tuyo y con billetes que no de los que no se sospecha en ningún lado.

Por momentos reflexioné sobre la moralidad del asunto. Sobre el papel que juega el «repartidor» en el negocio de la droga. ¿Dónde está el límite de la culpabilidad? ¿Acaso quien reparte obliga a punta de pistola a drogarse a los jóvenes (y no tan jóvenes) de medio mundo? Sin embargo, ¿cuántas cabezas se habrían cortado en otros países con tal de que yo tuviese acceso a ese maletín de dinero? Es un tema que podría dar para mil y un ensayos y libros de ética. A mí me lo vendían como «llevar un coche de un punto A hasta un punto B». Y me lo vendían a mí porque, para ellos, seguramente yo fuese el tipo más pringado y maleable que había pasado por el barrio.

—¿Dónde tendría que dejar el «material»? —yo también empezaba a rehusar la palabra «cocaína» o «droga», como si esto quitara gravedad al hecho delictivo del que estábamos hablando—. Sé que el punto está a sesenta kilómetros, pero no sé dónde.

—Fácil —dijo Furby—. Conducirías por autopista y tomarías una salida y un desvío hasta una carretera comarcal. Ahí recorrerías un par de kilómetros hasta desviarte a un camino de tierra privado de un olivar y llegar a una casucha donde alguien te estará esperando para abrir el maletero, sacar la rueda y volverlo a cerrar.

—¿Nada más? —pregunté.

—Nada más —respondieron Sable y Furby al unísono.

—Sería imposible perderse —continuó este último—, porque en el coche hay instalado un GPS con el punto exacto.

—He de reconocer que me tienta, y mucho —dije al cabo de unos segundos—. Pero me lo tengo que pensar. No se puede decir que sí tan rápido a algo como esto.

—Piénsatelo, pero necesitamos saber tu respuesta antes de mañana a mediodía —indicó Sable—. El transporte se haría pasado mañana. Me cago en mi vida, odio los fines de semana tan moviditos. Tengo a «mi mujer» abandonada.

—¿Pasado mañana? ¿Tan pronto? Es muy precipitado, ¿no crees? —dije.

—Lo sé, lo sé. Te lo he dicho antes, nuestro transportista habitual nos ha fallado. Pero tenemos que mantener el día y la hora. Esto no depende solo de nosotros. Y además, los domingos son el día perfecto para hacerlo.

—Los domingos a media mañana —completó el canoso—. Si se hace muy temprano hay controles para la gente que sale de farra los sábados. Y si se hace muy tarde hay más poli en la carretera porque hay tráfico de personas volviendo a sus casas después del fin de semana.

—Exacto —dijo Sable.

Si todo estaba bajo tan estricto control, me pregunté por qué no lo hacían ellos mismos. Aun así me vi incapaz de decir que no a la mejor «oferta laboral» que había recibido en mi vida. Mis dudas morales estaban semienterradas por la atracción que ese maletín de dinero ejercía sobre mí. Dinero silencioso con el que contentar a los desgraciados de Paco y Álex y dejar de temer más amenazas. Dinero para mantener el statu quo de mi vida y no desmoronarla por completo. El ser humano (y por tanto yo como espécimen común del mismo), puede ser muy imbécil: transportar droga me resultaba, al fin y al cabo, mucho más tentador que ir a comisaría y poner una denuncia. Pero no, aquellos desgraciados querían que yo fuese quien, sin comerlo ni beberlo, tomase los mayores riesgos. Querían que fuese el eslabón débil, la zona de la cuerda que se parte sin que pase nada. Si tan fácil era, pensé, ellos mismos lo harían y ganarían más. Al carajo con ellos, y al carajo con seguir siendo el estúpido que se deja manipular. A todas luces eran gentuza indeseable y aprovechada.

—Piénsalo. Después ya sabes a quién tienes que llamar —me dijo Sable guiñando un ojo y acompañándome a la puerta—. Si no llamas antes de mañana a las doce buscaremos a otro.

—Lo pensaré, no lo dudes —concluí. No pensaba llamarles, pero cuanto más tiempo pasaran sin buscar a otro, más les jodería.

—Por cierto —me dijo bajando la voz e impidiendo que los otros le escucharan desde el salón—, sé que eres amiguito de Marina, pero no le comentes nada de lo que hoy se ha hablado aquí entre tú y yo, ¿de acuerdo? Esto son cosas de hombres y deben quedar entre hombres.

—Sin problema —dije. Me chocó la mano y me dio un pequeño abrazo.

—¡Furby, acompáñale al coche!

El muchacho salió conmigo de vuelta a la calle. Ya eran más de las ocho, noche cerrada, y las pandillitas se acumulaban en los bancos del parque al otro lado de la calzada. Me alegré de ir acompañado.

Cuando llegamos al coche, le miré y no pude soportarlo más:

—Perdona, Furby —dije—. Me suenas mucho de algo. ¿Tienes familiares que se parezcan a ti y que quizás yo conozca?

—No creo. Mi padre murió. Y tengo un hermano al que nunca veo.

—¿Cómo se llama?

—Joaquín, igual que mi padre, que en paz descanse.

—¿Joaquín, eh? Ahora no caigo en ninguno —mentí. En ese momento lo veía claro. Furby era una extraña versión, más joven y musculada, de mi compañero de trabajo.

—Se fue del barrio hace años. Ya no quiere saber nada de mí ni de mi madre.

—Una pena.

—Una pena no, que le den por culo.

—Bueno, me tengo que ir.

—Piénsate bien el viajecito —me dijo cuando ya me había metido en el coche—. Creo que merece la pena.

Arranqué y empecé a conducir tan ensimismado en mis pensamientos que ni me di cuenta de haber recorrido cientos de metros. El graciosillo y afable Joaquín era un descastado con una historia en Los Girasoles, un barrio donde absolutamente todos tenían cosas que ocultar.

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