“Pajas”

“Pajas”


22. Donde nacen las ideas

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22. Donde nacen las ideas

Llegué a la calle La Luna al borde de las nueve. Aquel día estaba siendo uno de los más largos de mi vida. Parecía que hubiese pasado una semana desde el tortazo de Álex, y sin embargo la cara me seguía ardiendo.

De nuevo usé el «truco del porterillo», y subí las escaleras hasta el tercero C para presentarme directamente ante su puerta. Me hubiera gustado que, algún día, ella me hubiese sorprendido así. Tenía la total tranquilidad de que Sable no molestaría esa noche.

Llamé al timbre y enseguida retumbaron unos pasos que se dirigían hacia la puerta.

—¿Quién es? —preguntó Sandra al otro lado.

—Un pajillero en rehabilitación.

—Joder.

Abrió, y antes de que dijese nada, no pude evitar hacerle un escaneo completo, de arriba abajo. Llevaba una camiseta sin mangas que le quedaba lacia sobre el cuerpo y mostraba el sujetador, y unos pantaloncitos grises y cortos, pantuflas y calcetines. Estaba espectacular incluso vistiendo de andar por casa. Todo en ella era puro morbo y hacía que mis problemas se desvanecieran durante un tiempo.

—No deberías haberte plantado aquí sin llamar —reprochó.

—Sabía que estarías sola, y sin ningún plan.

—¿Eres muy listo, no?

—Creía que ya lo sabías —bromeé sin demasiadas ganas—. ¿Puedo pasar?

—Solo si me cuentas por qué tenías tanta prisa y por qué tienes un lado de la cara completamente rojo… o morado, o yo qué sé qué color es.

—Todo a su tiempo. Pero dame un vaso de agua y algo de comer, por favor. No sabes el día que llevo.

Me dejé caer sobre uno de los sillones del salón. Solo entonces me di cuenta de que estaba tan sumamente cansado. Ella se dirigió a la cocina con sus peculiares andares.

—Ahora en serio… —me dijo desde la cocina mientras me preparaba un sándwich— no deberías haber venido sin avisar. Te lo dije. No entiendo por qué sabías que estaba sola, ¿me vigilas o algo así?

—No seas tonta —corté—. Sabía que estarías sola porque acabo de estar con tu novio.

—¿Qué? ¿Qué hacías con él?

—¿Ahora somos «amiguitos», no recuerdas? Pajas y Sable… en fin, luego te cuento —dije intentando eludir el tema. No me apetecía ponerme con ello en aquel momento— pero primero, ¿no quieres saber a qué se debe el color de mi cara?

Me acercó una bandeja con un buen vaso de agua lleno hasta el borde y un sándwich de pan integral, pavo y queso. Empecé a devorarlo sin contemplaciones.

—Desembucha —me dijo—. Y cuidado no te vayas a atragantar. Parece que llevaras días sin comer.

—Gracias. Prácticamente no he comido nada desde esta mañana. Ha sido un día intenso.

—Cuenta —dijo expectante—. ¿Seguiste a Paco? ¿Qué pasó?

—Lo seguí —dije. A decir verdad, en cierto modo estaba disfrutando con ella expectante, prestándome toda su atención—. Ya te puedes imaginar a dónde fue. Creo que tú fuiste la primera en adelantarlo.

—¿Prostitutas?

—Ajam.

—¿Fue a un club de alterne?

—Exacto. Y no era un club. Era el club.

—¿A qué te refieres?

—A mujeres despampanantes y guapísimas —me pareció ver un atisbo de celos pasando fugazmente por su mirada—, y no solo eso, sino juego; Paco estaba jugando una cara partida de póker con gente. Gente mucho más rica que él.

—¿Y de dónde saca el dinero para apostar? ¿Y para lo demás? ¿Pretende que tú le pagues la mala vida?

—No exactamente…

Le trasladé como buenamente pude la conversación que tuve con Paco. Mientras la historia se iba deslizando cansinamente por mi cabeza y mi boca, Sandra ponía todo un muestrario de caras: primero incredulidad, luego sorpresa, después ira y finalmente una mezcla de todas. Aun así estaba guapa, radiante en aquella gélida noche de enero, mientras que yo debía ser poco más que un espectro.

—Ese tipo es más imbécil de lo que pensaba —resolvió—. Nadie que esté en sus cabales se mete en esos líos.

—Más que imbécil, yo diría que se ha creído demasiado listo. Y ahora necesita ayuda para resolver la papeleta.

—Ayuda que por supuesto no le vas a prestar.

—Ya te dije que no pienso hacerlo, pero…

—… pero ahora viene lo de tu cara.

—Exacto —convine—. Bueno, en realidad esto fue antes de hablar con Paco. Ya te imaginas quién lo hizo. Él no atiende a razones ni a palabras. Es él de quien tengo miedo.

—Hijos de puta… pobre Richard —dijo mientras me acercaba la palma de la mano a mi mejilla. Noté el tacto caliente y energizante de su piel, y fue más balsámico que la mejor pomada—. Tienes que acabar con esto de una vez.

—Deja que lo posponga hasta mañana. Sí… mañana iré a la puta policía. Me voy a quedar con las ganas de hacerles sufrir por mí mismo, pero iré. Déjame descansar por hoy… descansar de este tema y mandarlo todo al cuerno aunque sea por unas horas. Estoy tan cansado, tan harto de todo…

—Se nota. Tienes mala cara: estás pálido… bueno, excepto esa parte de tu cara —intentó bromear.

—Muy graciosa.

—Perdona. Olvídate de todo y mañana será otro día. Bueno, mañana será el día en que harás lo que quizás tendrías que haber hecho desde el principio. Yo tengo parte de culpa en esto. Lo siento, Richard.

—No lo sientas, todo lo que he hecho y he dejado de hacer ha sido cosa mía.

Ella se incorporó sobre su asiento, se golpeó ligeramente las rodillas con los brazos y se puso en pie.

—¿Sabes qué? Algunas decisiones hay que celebrarlas. Por ejemplo, ésta última. Ya es hora de que dejes de pensar en este tema, levantes ese ánimo y te rías un poco. No te veo reír desde aquel día… —se dirigió a la cocina.

—¿Y cómo piensas conseguirlo? —pregunté. Estaba tan hecho añicos que sus pasos retumbaron en mi cabeza, recordándome que solo quería echarme a dormir—. Haría falta magia para hacerme volver a sonreír.

—Yo no hago magia, pero quizás esto sí —me enseñó una botella de vino sin abrir y dos buenas copas. Si hubiese estado en otra disposición, me habría excitado pensando en emborracharla y en verter el vino por su pecho.

—No sabía que te gustara el vino.

—Ni yo —dijo—. Lo compré por si organizaba alguna cena de navidad, y aquí sigue intacto. No creo que haya una mejor ocasión para abrirlo.

«Cualquier noche con tu novio», pensé, pero no quise decirlo. Parecía haber olvidado que venía de estar con él y yo no tenía ganas de recordárselo. Ya habría otra ocasión para hablar de ello.

Llenó las dos copas, con poca maña y casi hasta rebosar, y se sentó en el sofá:

—Aunque no lo creas, yo también llevo una semana de perros.

—¿Qué ha pasado, no funcionaba el lector de códigos?

—Estúpido…

—Lo siento, estoy más irónico que de costumbre.

—Estos días tras las vacaciones han sido una mierda —dijo—. Yo también le he dado muchas vueltas a lo tuyo, ¿sabes? No veo a Alberto desde el martes, y encima han echado a mi amiga Laura del trabajo.

—¿Laura? —pregunté—. ¿Te refieres a aquella rubia con la que te vi el primer día?

—La misma. No le han dado ningún motivo, pero todo el mundo sabe que ha sido por ser demasiado mayor. Y solo tiene cuarenta. Me he dado cuenta de que nada es para siempre.

«A buenas horas», pensé. En efecto, nada dura. Todo cambia más rápido de lo que uno desearía. Tan pronto uno se acostumbra o está satisfecho con la vida, ésta se empeña en darte una colleja para que tengas que volverte a levantar. Algunos como yo, en el fondo, ansiábamos ese golpe que nos hiciera sentir vivos y nos sacara de la rutina. Pero para otros puede ser un hecho destructivo y del que jamás se recuperarán.

Sandra comenzó a contarme sus temores como nunca antes mientras daba sorbos cada vez más largos a su copa. Era capaz de expresar con palabras y gestos lo que algunos solo podemos llevar muy adentro. Ella lo expulsaba y se liberaba. La escuché atentamente durante un tiempo indefinido. Habló y habló, y no fue como escuchar a otra más de aquellas mujeres que habían pasado por mi vida y cuyas infantilidades y estupideces me importaban menos que una piedra. Sandra consiguió, con la inestimable ayuda del vino (que yo también comencé a beber dando largos tragos) que empatizara con ella y sus miedos, que al fin y al cabo no eran tan distintos a los míos. Qué le estaba pasando a Richard_dreyfuss, allí parado escuchando a una mujer, sin pensar en nada más.

Solo después de un buen rato, y tras varios silencios en los que solo se oyó el líquido rojo y oscuro verterse de nuevo sobre las copas, comencé de nuevo a fijarme en el cuerpo que tenía ante mis ojos. El sueño, milagrosamente, estaba desapareciendo. Podía intuir el canalillo de Sandra a través de su camiseta, y cuando se inclinaba para rellenar las copas una y otra vez, los tirantes del sujetador se abrían ligeramente enseñando su apetecible carne. Sí, definitivamente el vino estaba haciendo su efecto y ya volvía el calor a mi entrepierna.

No recuerdo cuántas veces rellenó las copas. Yo no tuve que hacer nada excepto beber. Llegó un punto en que el alcohol hablaba por nosotros, o más bien potenciaba lo que teníamos dentro. La noche pasaba y en nuestra conversación pasaba de lo profundo a lo absurdo, del llanto a la risa. Y eso solo pasa cuando se está a gusto, cuando la confianza es mutua y bien cimentada. Los cimientos de nuestra relación eran de papel, pero aquella noche parecían de dura roca, como si nos conociésemos de toda la vida. Más adelante hubo solo risas; el vino y ella eran mágicos al fin y al cabo. Me olvidé de Paco, de Álex, de Sable, de la cocaína y de las decisiones erróneas. Todo sigue y nunca hay vuelta atrás.

A ella se le trabó la lengua un par de veces. Por mi parte, cuando me levanté para ir al baño constaté que estaba más ebrio que otra cosa, y me tambaleé al ponerme en pie. Era una de esas borracheras totalmente conscientes, que no lleva al ridículo pero en las que se sueltan las palabras y la risa. El pequeño reloj de pared colgado en la cocina marcaba las doce y media de la noche. Las horas con Sandra pasaban como minutos. Hubiera matado por una perpetua noche con ella, porque el tiempo no pasara, porque el mañana no llegara y se quedara eternamente suspendido en el futuro. El presente era bonito.

Me lavé las manos tras una interminable meada y me miré al espejo donde tan derrotado me vi una vez. El vino me había hecho recuperar algo el color de mi cara, y ya no me pareció que mi mejilla estuviese tan enrojecida. Quizás no era tan débil como suponía.

Cuando abrí la puerta del baño ella me esperaba allí, apoyada en la pared de enfrente, con los brazos cruzados en la espalda y sus ojos verdes bien abiertos.

—¡Eh! ¡Qué susto! —me sobresalté.

—¿Tan horrible te parezco? —sonrió.

—Sabes que no.

—¿Entonces?

—Me has asustado ahí parada. No me lo esperaba.

—Hay cosas que uno nunca se espera, ¿no crees?

—Sí.

—Qué paradito eres, Richard.

Aquella frase hizo que se me empezara a acelerar el corazón. Me sentí como un adolescente antes de su primer beso.

—Si tú lo dices… —balbuceé.

—¿Aún no sabes lo que quiero?

—Si me lo dijeras sería más fácil. No estoy para adiv…

Me cogió una mano y se la llevó a uno de sus pechos.

—Quiero que termines lo que empezaste aquella noche de mierda. Y quiero compensarte por todo lo que ha venido después.

Se abalanzó sobre mí como un león sobre su presa. Cuando me quise dar cuenta me estaba desnudando ferozmente. Mi camisa yacía en el suelo con tres botones arrancados y yo también empecé a desnudarla. Le agarré el culo, duro como una piedra, bajándole los pantaloncitos. No llevaba ropa interior y enseguida palpé con mi mano la humedad entre sus piernas. Estaba tan borracha, mojada, depilada y dispuesta que sentí como si me inyectaran vida en mi torrente sanguíneo. La estaba besando tan fuerte y tan intensamente que me hice daño en la boca con su piercing, pero me dio igual.

Allí estábamos, comiéndonos con la boca, las manos y los ojos en mitad del pasillo del apartamento. Toda nuestra ropa yacía hecha un barullo sobre el suelo, como un testigo mudo de lo que allí estaba sucediendo y de lo que yo aún no daba crédito. Esa noche era la noche, y el mañana poco importaba. Pronto mi polla fue un duro mástil y ella lo notó y sonrió. Tardó segundos en ponerse de rodillas, agarrarla y metérsela en la boca. La felación fue intensa, profunda y más placentera que una eternidad en el paraíso. Estuvo un buen rato moviendo la cabeza, adelante y atrás, y llevó mi mano hasta su pelo; le gustaba sentirse dominada. Con una de sus manos me masturbaba con movimientos rítmicos y rotatorios, y con la otra se acariciaba a sí misma el clítoris. Era toda una viciosa y aquello parecía una de las películas por las que solía navegar.

Se puso de pie y me guió hasta su habitación, esa que tan malos recuerdos me traía. Qué diferente sería todo esta vez, lo sabía. Con un barrido apartó de la cama todos los peluches.

—¿Ves esto? —cogió la webcam de lo alto de la pantalla de su ordenador, arrancó el cable y la tiró al suelo con fuerza—. Hoy solo somos tú y yo, Richard_dreyfuss.

Me lanzó sobre la cama y se sentó a horcajadas sobre mí. Estaba tan mojada que la penetré sin la menor dificultad. Lo estábamos haciendo sin ningún tipo de precaución, pero me daba lo mismo. No creía que Sandra fuese portadora de alguna enfermedad, y si así fuera, era bienvenida a mi cuerpo después de aquello. Uno tiene que apechugar con lo que hace. Comenzó a jadear y a cabalgarme como una amazona indomable mientras yo disfrutaba conteniendo con mis manos el pequeño respingo que daban sus pechos con cada acometida.

Llegó un momento en que dejó de follarme y empezó a moverse en círculos, y luego hacia delante y atrás, sobre mi miembro. Se estaba corriendo. Noté sus espasmos vaginales apretándome el pene. Miró hacia arriba y puso los ojos en blanco en un interminable grito de placer que a buen seguro despertó a los vecinos más lejanos del bloque.

—¡Joder! —gritó—. ¡Joder, joder, joder!

—Ahora me toca a mí, ¿ya es hora, no? —bromeé.

—Sí… ahora te toca a ti.

Se tumbó sobre la cama y levantó las piernas, bien juntas, de tal modo que las sujeté por los tobillos con una sola mano mientras que con la otra le masajeaba las tetas. La percutí durante un buen rato hasta que se corrió de nuevo. La estaba follando sin compasión, descargando mi rabia en cada embestida. «Por el hijo de puta de Paco, por el puto gigante, por el barriobajero de mierda». Empecé a alcanzar el clímax y mantuve el ritmo hasta que no pude aguantar más. Ella lo notó y se incorporó, masturbándome hasta que terminé sobre su pecho, que quedó perlado de sudor y semen.

Me di la vuelta y caí rendido sobre la cama durante unos minutos. Aquello no fue como en las películas: no nos quedamos dormidos y abrazados, tapados estratégicamente. Ella sonrió, me dio un beso en la frente y se fue corriendo a la ducha, con esa especie de pudor que nos invade a veces, tanto a hombres como a mujeres, después del sexo. En cuanto salió entré yo; estaba sudado como si acabara de correr una maratón, e impregnado de ese olor dulzón a sexo al igual que toda la habitación. Cuando salí de la ducha ella estaba cambiando las sábanas de la cama.

—¡Uf! —suspiró.

—¿Qué?

—Nada, que ha estado muy bien.

Yo estaba exultante pero a la vez muerto de cansancio, y no comenté nada. Siempre me parecían absurdas las conversaciones de ese tipo después de follar.

—Quédate a dormir —me dijo.

—¿Crees que hay suficiente cama para los dos? —bromeé.

—¿Quién ha dicho que vayamos a dormir los dos en la cama? —si de vacilar se trataba, ella siempre ganaba.

—De acuerdo, yo la cama y tú el sofá.

—Qué tonto eres, Richard. Acabas de comprobar que hay cama de sobra para los dos.

—Pero eso era porque estábamos uno encima del otro.

—Podemos pasar así el resto de la noche.

La proposición era imposible de rechazar. Lo hicimos dos veces más, más calmadas, a lo largo de la noche, que fue un extenso duermevela entre el sueño y el sexo. Me parecía estar viviendo en un mundo paralelo a mi realidad.

Acabábamos de hacerlo por tercera vez y mi móvil marcaba las cinco y media de la mañana. No quedaba mucho para el amanecer. Estábamos despiertos mirando al techo como dos adolescentes en celo.

—No puedo evitar sentirme mal por Alberto —me susurró. A mí solo me apetecía dormir unas horas más, pero sabía que ella tenía que soltar lo que llevaba dentro, y el momento más propicio para algunas mujeres suele ser justo después de un polvo. A ellas se les activa el habla y a nosotros el sueño. La naturaleza no es tan perfecta como la pintan.

—Es normal —contesté.

—Voy a dejarle —resolvió—. No me malinterpretes…

—Ya sé que no vas a dejarle por mí.

—Exacto. Voy a dejarle por mí, por lo que siento… o más bien por lo que he dejado de sentir.

—No es alguien para ti.

—Puede. Pero eso que acabas de decir es muy feo y además no puedes saberlo. Le conoces muy poco, y no me conoces tanto a mí.

—Creo conocerte bastante bien. Y a él… en fin, me ha bastado con el par de veces que le he visto.

—¿Par?

—No sé si lo recuerdas, pero ayer venía de hablar con él.

—Joder, se me había olvidado por completo. Recuerdo que me extrañó una barbaridad cuando lo comentaste. ¿Qué coño hacíais juntos?

—No quieras saberlo —me hice de rogar. Ella se puso una camiseta y se incorporó sobre la cama.

—Con una llamada puedo salir de dudas, así que no te hagas el interesante.

—No creo que te contase nada aunque le llamaras.

Ella se incorporó aún más, quedándose medio sentada en la cama y mirándome con atención.

—¿Ahora resulta que tenéis secretitos entre los dos? Vamos, habla, ¿qué hacías ayer con él?

—Joder… me dijo que no te dijese nada. A pesar de eso, anoche vine decidido a contártelo y preferí tu «magia». Además, supongo que imaginarás lo que tu novio se trae entre manos… lleváis muchos años juntos.

—¿Puedes hablar claro de una vez? —se empezaba a impacientar, y su cara adoptó una expresión que en la semioscuridad de la habitación seca y distante.

—Tu novio me ofreció un «trabajito» —dejé caer.

—¿Qué clase de «trabajito»?

—De transporte. Ya sabes de qué.

—¿Qué? —se empezó a reír, nerviosa. Y en un momento indeterminado, la risa se transformó en llanto. O es que quizás no había empezado a reír. Se volvió a tumbar sobre la cama y le gritó al techo—: ¡Cómo soy tan estúpida! ¡Cómo soy tan imbécil!

—¿Qué te pasa?

—Joder, Ricardo… ¿conoces la sensación de haber desaprovechado años enteros, muchos años? —preguntó. «Demasiado bien», pensé. Los tuyos han sido con una persona que no te convenía, y los míos delante de una pantalla—. Pues así me siento. Él me hizo una promesa. Me la hizo y no la ha cumplido. Me prometió no volver al trapicheo, me prometió que haría negocios sanos y legales. Me prometió que nunca se pondría en peligro a sí mismo con esa clase de mierda. ¿Eran drogas, verdad?

—Cocaína.

Al pronunciar esa palabra se derrumbó sobre mis brazos.

—¿Sabes lo que te digo? ¡Que me da igual! Iba a dejarle de todos modos. Pero me duele mucho, me quema por dentro que me haya engañado durante tanto tiempo…

—Los dos habéis tenido un problema de comunicación —le dije. Me dieron ganas de decirle que ella también lo había engañado a su manera, pero me lo guardé.

—¿Y a ti como se te ocurre prestarte a esa clase de cosas? —me gritó, pero aun así no se apartó de mis brazos. Su voz sonaba nasal por tanta lágrima derramada—. Puedes acabar muy mal, como debería acabar él. Se la ha jugado y la vida siempre devuelve lo que uno va sembrando.

—Eh, eh. Yo no me presté a nada. No me ofrecí ni nada por el estilo. Él me llamó.

—Además de mentiroso, un aprovechado.

—Tú lo has dicho. Para no hacerle quedar mal delante de sus amigotes, le dije que me lo pensaría. Supongo que ya habrán encontrado a otro que lo haga. Por lo que más quieras, aunque ésta sea la gota que ha colmado el vaso y vayas a dejarle, no le digas que te he contado nada.

—Me ha engañado todo este tiempo… —repitió—. Todo este tiempo…

La tranquilicé acariciándole el pelo. Nunca se me dio muy bien dar muestras de cariño, pero pareció funcionar. Por mi parte ya estaba todo dicho respecto a Sable, y me invadió una placentera sensación de deber cumplido.

—Duerme un poco más… —le dije.

Caí rendido y desperté sin Sandra en la cama. Eran las diez de la mañana. Fue entonces cuando recordé al completo el día anterior. Paco y sus deudas, Álex y sus amenazas, Sable y su maliciosa oferta. Todo se hizo real e hiriente, como si el haber descansado me permitiera de nuevo volver a sentir miedo, ira y rabia. El sexo con Sandra no había significado más que un consuelo temporal. Me quedé un buen rato rumiando mi desolación, mirando al techo como si en él estuviese la respuesta.

Finalmente me levanté y fui hacia el salón. Allí estaba Sandra, arrebujada bajo una manta en el sofá, con la televisión encendida pero mirando al infinito con sus ojos verdes enrojecidos y vidriosos. Me senté junto a ella sin decirle nada.

Tenía puesto un canal de noticias. Hablaban del descubrimiento de un barco hundido en alta mar, con toneladas de oro y plata en sus entrañas; un gigantesco tesoro que nunca llegó a su destino. Así, de la forma más casual y absurda, una idea se iluminó en mi cabeza. Era mejor que el todo el oro del mundo. Era justicia.

Iba a ser verdad que las mejores ideas nacían en los lugares y momentos más insospechados. Medité seriamente durante unos minutos y le expuse todo a Sandra con la mayor claridad, intentando ocultar mi emoción. Al principio me dijo que si estaba loco. Después se fue convenciendo. Mi plan no era un perfecto y conllevaba muchos riesgos, pero era un plan. Cuando me dijo un seco «de acuerdo», no tuve dudas de que me apreciaba, y mucho, o incluso me quería. La otra opción era que le deseaba mucho mal a Sable.

De él marqué el número dándome prisa y rezando porque no hubiesen encontrado a otro desesperado:

—Hola Sable. Voy a hacerlo.

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