“Pajas”

“Pajas”


23. Camino sin retorno

Página 25 de 31

23. Camino sin retorno

Sable se alegró mucho de oír mi llamada. Se ve que encontrar una «mula» no era tan fácil.

Me citó al día siguiente, domingo, a las once y media en una nave de un polígono industrial a un par de kilómetros al este de la ciudad. Según me dijo, ya estaba todo preparado; yo solo tenía que llegar, coger el coche y empezar a conducir.

Sandra y yo pasamos el resto de la mañana repasando minuciosamente el procedimiento a seguir y los tiempos. Nada podía quedar al azar.

—¿Estás seguro de lo que vas… de lo que vamos a hacer? —preguntó.

—Sí, ¿y tú? Sin ti esto no serviría de nada.

—Sí…

—Jamás te hubiera pedido algo así.

—No le des más vueltas. Lo haré. Lo que hace falta, primero, es que a ti te salga bien. Tú te arriesgas más.

—Por favor, quiero que te esfuerces por recordar si alguna vez le comentaste a tu novio dónde vivo o dónde trabajo realmente. Es de vital importancia.

—Ya te he dicho que no. Puedes estar tranquilo.

Decidí irme a mi apartamento y descansar como es debido antes de que llegara el domingo. Me despedí de ella con dos besos; ya no nos quedaba pasión después de tan larga noche, y estábamos nerviosos por lo que teníamos por delante. Aún a día de hoy me sigo sorprendiendo de la actitud y la frialdad de Sandra mientras encaraba aquel desesperado y arriesgado movimiento que yo había propuesto.

—Te llamaré desde algún sitio —dije.

—Cuídate.

Llegué a casa y volví a repasar una y otra vez los pasos a seguir hasta bien entrada la tarde. Todo comenzaría en unas horas, tan apresuradamente que no cabría una vuelta atrás. Vi mi ordenador, apagado y tan silencioso que me pareció irreal. No tenía ni ganas ni intención de masturbarme. Mi problema con el porno parecía cosa de otra era… ahora había sido completamente sustituido por asuntos de mayor calado; supongo que el ser humano tiene un límite de mierda que llevar a cuestas.

Pasé la noche navegando en internet, indagando sobre la pena de cárcel que podría caerme en caso de que me pillaran transportando doce kilos de cocaína. No saqué mucho en claro, pues había múltiples combinaciones (relación con mafias, posesión o no de antecedentes, etc.), pero vi un par de casos de siete años de condena por transportar un kilo. Leído aquello, llegó un momento en que me dieron ganas de echar al traste con todo y me tumbé en la cama, temblando. Después me convencí de que aquello era lo que mi vida necesitaba… una puta catarsis, un doloroso renacer, una repartición de justicia, una contribución a un mundo un poquito mejor. Quien no arriesga no gana. Yo arriesgaría para no seguir perdiendo, para no seguir sumergido en una vida que era como una comparsa de títeres en la que yo tenía reservado el monigote desgastado y feo del que todos se ríen. Me forcé a dormir unas horas, pues tendría que estar bien despierto cuando llegase la mañana.

El despertador sonó a las diez. Mi nevera estaba casi vacía, así que decidí darme un pequeño homenaje desayunando por todo lo alto en el bar-cafetería de un hotel cercano a mi apartamento. Me temblaban las manos mientras removía el azúcar en el café. Recordé mi etapa universitaria, en esas frías mañanas antes de exámenes en los que uno se jugaba el curso. Pero en esta ocasión me jugaba bastante más, y todo estaba siendo tan precipitado que me daba vértigo.

Llamé a un taxi y me recogió puntual a las once. Quince minutos más tarde me dejó a un par de calles del lugar señalado por Sable. El polígono estaba vacío y todos los comercios y naves permanecían cerrados. De cuando en cuando, rompiendo el silencio, pasaba por la avenida principal algún coche extraviado.

Recorrí a pie unos cien metros, confiando en no perderme por el laberinto de calles idénticas. A lo lejos vi una figura vestida de oscuro que fue haciéndose poco a poco más nítida. Era Sable fumando un cigarro en la acera, justo enfrente de un taller mecánico con la puerta metálica a medio abrir.

—Puntual como siempre, Pajas —dijo con el cigarro en la boca, dándome un apretón de manos—. Cómo me alegro de verte. Bueno, vamos al lío.

Me guió al interior del taller, que ocupaba una nave entera. Si ese local era una especie de tapadera no lo parecía. Había un par de coches con el capó abierto, uno de ellos en lo alto de una plataforma hidráulica. Todo guardaba el sucio y típico desorden; herramientas aquí y allá, manchas de grasa y calendarios con mujeres ligeras de ropa. El techo, alto, dejaba filtrar algunos rayos de sol entre las capas de polvo de los cristales de la cubierta. Parecía un viejo templo de lo rutinario. Nada hubiera podido llamar menos la atención.

—Por aquí.

Me guió al interior de una garita acristalada y rectangular, apartada de la zona de maniobras, con una mesita y un ordenador. En el extremo opuesto a la entrada, tras una estantería de madera semivacía y movida que terminó de apartar sin dificultad, apareció ante mis ojos una puerta grisácea, camuflada con el mismo color que la pared. Cuando la abrió pude observar el grosor de la hoja; que me maten si aquella hoja no era blindada.

Tras la misma, se abría un oscuro y estrecho pasillo con dos habitaciones a cada lado, abiertas y llenas de cajas, e iluminadas por bombillas desnudas colgando de un cable en el techo, que estaba plagado de enormes conductos de ventilación. En el centro de cada una de las habitaciones había una gran estufa de picón, como las antiguas, lista para arder. Sable me guió hacia la puerta del fondo, donde esperaba aquel desagradable hombre canoso, Copito, también con un cigarro en la boca y manipulando algo sobre una gran mesa; cuando me acerqué vi que lo que había sobre ella era un neumático.

—Justo a tiempo —dijo el larguirucho hombre—. Ya está listo y revisado.

—¿Ahí va todo? —pregunté.

—Exacto. La rueda es solo un forro. Por dentro va el «material», y todo se tapa con la llanta. No hay nada a simple vista. Cógela.

Me posó la rueda en los brazos y era cierto que nada hacía sospechar que se tratase de algo más que una simple rueda de repuesto, si acaso el peso, bastante mayor de lo que cabría suponer.

—¿Y si husmearan perros o algo así? —pregunté inquieto.

—No van a husmear perros, Pajas —intervino Sable—. Estate tranquilo y deja de montarte películas. Nada de eso va a ocurrir.

—Y si ocurriese, también es un tema que he previsto —soltó Copito—. Lo que hay dentro de la rueda son bolsitas herméticas, agrupadas de diez en diez en bolsas más grandes que también van rellenas de colonia barata. Eso confundiría hasta al mejor chucho. Uno cada vez va perfeccionando los métodos. Ningún novato sabría preparar esto como yo.

Sable sonrió, satisfecho:

—¿Ves? Te estamos enseñando todo esto para que sepas que no hay nada de lo que preocuparse.

Lo cierto es que aquello era una obra del más absoluto ingenio. Como suele decirse, la policía no es tonta, pero aquella rueda tenía un tacto sólido y no se notaba ninguna raja o manipulación. Pensé que aquellas cabezas, de haber nacido en otro barrio y con alguna oportunidad, habrían podido hacer cosas de provecho para el mundo. Sable me sacó de mis pensamientos:

—Vamos, es la hora.

Me condujeron de vuelta al espacio principal de la nave, hacia un portón trasero que daba a un callejón. Allí esperaba, con el maletero abierto y el compartimento de la rueda de repuesto vacío, un Ford Focus negro.

—¿Este es el coche? —pregunté a Sable.

—Sí. Más discreto imposible. Ni muy nuevo ni muy viejo, y con el color típico. Aquí no se improvisa nada.

—Ya veo… ¿y la matrícula?

—¿Qué quieres decir?

—¿Está en algún registro o algo así?

—Es una forma educada de preguntar si el coche es robado —injirió el otro.

—No, no es robado, Pajas. ¿Con quién crees que estás tratando? Escucha, tú céntrate en conducir y ya está. Te lo dije el viernes… esto es solo un paseo. Vamos, se nos echa el tiempo encima y te esperan en una hora.

Me abrió la puerta del piloto mientras Copito colocaba minuciosamente la rueda en su compartimento y la ocultaba con la alfombrilla del maletero, todo ello sin dejar de fumar su cigarro. El camuflaje estaba completado.

—Abre la guantera —me dijo Sable. Le hice caso y vi un pequeño GPS ya conectado y en funcionamiento—. Ahí está la ruta y el punto exacto donde tienes que parar. El camino es muy fácil; no te distraigas con el cacharrito.

Observé la pantalla y, efectivamente, el trayecto discurría en su mayor parte por autopista, para luego perderse en una serie de desvíos hacia mitad de la nada.

—Justo en ese punto te espera un hombre que directamente abrirá el maletero, pillará la rueda y volverá a cerrarlo. En ese momento te podrás ir. No hará falta que hagas nada más. Solo conducir de vuelta hasta aquí.

—¿Él no tiene que darme nada a cambio? —pregunté.

—No. El material va por un lado y el dinero por otro. Solo los tontos mezclan. O los novatos que no saben ni por dónde les da el aire —tanto él como Copito rieron entre dientes, mirándose y recordando alguna historieta del pasado de la cual yo no tenía ni idea—. Ir y venir. Eso es todo. No creo que haya ningún problema, pero si lo hubiese llama aquí —me tendió un papel con un número apuntado—; yo mismo lo cogeré.

El canoso me dio un par de palmaditas en el hombro y Sable me chocó la mano.

—Nos vemos en un par de horitas… con tu parte —guiñó el ojo y me cerró la puerta. En aquel momento me parecía que era un mono al que, sin comerlo ni beberlo, estaban a punto de lanzar al espacio. Después me acordé de lo que tenía que hacer y el corazón empezó a latirme tan fuerte que noté como quería salirse de mi pecho. Tomé aire y arranqué el coche, dejando atrás a aquellos dos hijos de puta sin escrúpulos.

En aquella mañana de domingo, fría pero soleada, la ciudad descansaba. La gente de bien, o simplemente la gente común, aprovechaba el día para recargar fuerzas con los amigos o la familia, y conducían hacia el campo o hacia algún restaurante. Yo, el solitario, viajaba cargado con doce kilos de cocaína ocultos en el maletero. Aquello era tocar fondo. Pero tenía que tocarlo para impulsarme hacia arriba.

Cuando llevaba recorridos unos treinta kilómetros, aproximadamente la mitad del camino, tomé un desvío hacia una vía de servicio y miré por el retrovisor. «Mierda, llegó el momento», pensé. Paré a un lado de la calzada. Saqué el papelito que Sable me había dado y marqué el número.

—¿Qué pasa? —respondió Sable al otro lado. Respiraba muy fuerte—. Pajas, ¿qué coño pasa?

—Me han parado.

—¿Qué?

—¡Un puto coche de policía! Me ha obligado a pararme en el arcén. No tengo mucho tiempo más. Uno se ha bajado y viene.

—¡No! ¡No es posible!

—¡Te digo lo que está pasando, joder! —grité—. Alguien ha hablado. Vienen dos policías.

—No, escúchame, nadie ha podido…

—Escúchame tú —corté—. Ahora voy a ser yo quien va a hablar. Si caigo yo caemos todos. Ya vienen.

Colgué y seguí mirando fijamente por el retrovisor.

Ir a la siguiente página

Report Page