“Pajas”

“Pajas”


26. Vendetta

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26. Vendetta

Febrero hizo su entrada con parsimonia, como siempre gélido y lluvioso, pero con la promesa de un marzo más cálido. Habían pasado justo ocho días desde que Paco accediera a tener un encuentro con Sandra. Se iba a llevar a cabo el penúltimo paso de mi venganza, una venganza silenciosa e inesperada, tan alevosa y premeditada como nunca la hubo. Todo estaba preparado. Estaba siendo un día tormentoso a más no poder, y quisiera o no esto daba un trasfondo siniestro al asunto.

El lunes anterior informé a Paco de que Sandra accedería a verle. Cuando aquel miércoles saliese de Puertas Arellano, tendría que presentarse en el centro comercial y esperarla junto a la caja veintitrés del hipermercado.

Sandra seguía sin tener señales de vida de Sable y los suyos, y tampoco esperaba tenerlas; podría haberme presentado en su casa sin riesgos. Sin embargo, y continuando con la precaución y cautela establecidas, los últimos flecos los discutimos por teléfono. Además, me hubiera sido difícil mirarle a la cara sabiendo lo que iba a hacer por mí.

Aquella tarde-noche de miércoles debía permanecer muy atento a mi móvil, pues Sandra se comunicaría conmigo mediante escuetos mensajes de texto. Su parte del plan era la siguiente: debía usar sus armas de seducción, de las que andaba sobrada, para acceder al apartamento de Paco. Era entonces cuando me enviaría el primer mensaje con la dirección exacta. Una vez que los dos estuviesen en el piso, Sandra debía observar con atención dónde dejaba las llaves, e intentar que lo hiciera en un sitio fácilmente accesible antes de llevarle al dormitorio. Si eso implicaba desnudarle en el salón, lo haría. Debía confirmarme con otro mensaje dónde estaban dichas llaves, las de su coche y su casa, y volvérselas a ingeniar para dejarme la puerta del apartamento abierta sin que Paco se diese cuenta. Lo que hiciera para entretenerlo en el dormitorio no era cosa mía, pero le recomendé llevarse sus «juguetes»: máscaras, geles… y cuerdas; toda clase de artilugios para mantener a Paco clavado en su cama mientras yo hacía lo que tenía que hacer.

A mediodía, saqué la rueda de repuesto falsa de debajo de la cama, como siempre con las manos bien guarecidas bajo los guantes, aquella vez de vestir para no levantar sospechas. Procurando no hacer ruido ni cruzarme con ningún vecino, la llevé hasta el garaje de mi edificio y sustituí la mía por ésta. Me alegré por la falta de contratiempos; encajaba a la perfección en el compartimento del maletero. Dejé la mía en el pequeño trastero junto a mi plaza de aparcamiento. Además, me metí una vieja navaja suiza en el abrigo, pues me serviría más adelante, o al menos confiaba en ello.

Pasé el resto de la tarde metido en casa, nervioso y mirando continuamente a la pantalla de mi teléfono, el cual tenía permanentemente enchufado a la corriente eléctrica para que no perdiese un ápice de la preciada batería. Se hacía cada vez más tarde. Le di mil vueltas a la imaginación respecto a lo que podía estar sucediendo en aquel momento entre Sandra y Paco, en cualquier parte de la ciudad. Estarían tomando un café o quizás una copa, ella intentando con disimulo propiciar que la cita siguiera donde realmente nos interesaba. ¿Habría fracasado? ¿Era Paco tan desconfiado como para no enseñar su casa a una chica despampanante? El plan podía estar fracasando, y dudé que Sandra estuviera dispuesta a una segunda o tercera cita para intentarlo. Tenía que resolverse aquel día.

Me entretenía mirando por la ventana con el teléfono en la mano. El cielo, ya completamente nocturno, se iluminaba de cuando en cuando con algún relámpago, mientras se derramaba sobre la ciudad una lluvia intensa pero intermitente. Calculé que llevaban nueve horas juntos, y Sandra aún no había dado señales de vida. Un trueno pareció prolongarse hasta hacer vibrar mi mano, poniéndome en marcha al instante. Era mi teléfono, y en él aparecía el esperado mensaje:

«Ven ya. Calle Bocanegra 19, 4.º B».

El nombre de la calle ni me sonaba. Cuando la introduje en el GPS del teléfono, me llevó a un barrio que sí conocía, en la otra punta de la ciudad, pero no lejos de Puertas Arellano. Estaba al oeste de la urbe, en la zona conocida como «Poniente». Había unas cuantas manzanas de bloques residenciales relativamente modernos, emplazados en torno a un centro comercial y una gran plaza de cemento sin ningún árbol. El de Paco era uno de estos bloques, dispuesto con las típicas comodidades: desde la foto aérea se veía una hermosa piscina y una pista de tenis. Me dio la impresión de que era un lugar para familias, no para solitarios como él. A decir verdad, no lo imaginé tomando el sol con su reluciente piel blanca, ni jugando al tenis con un amigo imaginario.

En quince minutos estaba aparcando no lejos del portal de Paco, pero tampoco tan cerca como para que de forma imprevista pudiera salir y reconocer mi coche.

«Estoy aquí», escribí a Sandra.

Era la una de la madrugada y no había ni un alma en la calle. La lluvia retumbaba contra los cristales del vehículo, azotada por fuertes rachas de viento. Las ventanas de los apartamentos lucían iluminadas; la gente hacía vida en su interior, y yo los envidié con toda mi alma. Quedé de nuevo agazapado en el asiento con el motor apagado. Volví a ser una sombra entre las sombras; me sentí como un bulto sin alma desechado por la sociedad. La espera se convirtió otra vez en parte de mi ser, de mi mente. Estaba en un permanente estado de latencia del que solo podía rescatarme Sandra con un nuevo mensaje. Ni quiera la tormenta era capaz de provocar el más mínimo movimiento de mi cuerpo.

No recuerdo cuánto rato pasó. Mi stand by concluyó con otra vibración en mi bolsillo.

«Cuento 1 minuto y abro portal y piso. Llaves colgadas en la cocina. Al entrar a la izquierda. Coche en sótano».

Salí a toda marcha del coche y me dirigí al portal. Esperé unos segundos y, pese a esperarlo, me sobresaltó el zumbido de la cerradura, tan corto que tuve que andar listo de reflejos para empujar la puerta mientras se producía. Pensándolo después, todo el plan podía haberse ido al traste de haberse tratado de uno de esos porteros automáticos modernos, que solo se accionan permitiendo el paso tras una llamada desde abajo. Supongo que la suerte también juega parte importante de la partida.

Subí las escaleras despacio hacia la cuarta planta, concentrado. Sandra estaba haciendo a la perfección su parte del trabajo, como si llevara toda la vida conspirando. Traspasé con todo el silencio posible una puerta antiincendios que estaba entreabierta, asomándome por su ojo de cristal antes de acceder al rellano donde se encontraban las dos viviendas, A y B, de aquella planta.

A la derecha estaba la segunda, mi destino. En la semioscuridad me acerqué y empujé la puerta de entrada. La madera se veía negra como el carbón, y solo pude ver la cerradura y el picaporte cuando por el cristal de la puerta antiincendios se coló la súbita claridad de un relámpago. Hice coincidir el movimiento de la puerta con el posterior trueno. Inspiré profundamente, intentando que los nervios no se apoderaran por completo de mí.

El piso estaba cálido, y puede decirse que era acogedor bajo la luz de una pequeña lámpara en la amplia entrada. A la derecha quedaba un salón comedor, iluminado de forma tenue por una lámpara de pie, y ocupado parcialmente con un sofá delante de un enorme televisor y una pequeña mesa redonda en la esquina más próxima. Al fondo se abría, hacia el patio interior de la urbanización, un balcón corrido. Delante de mí, una puerta acristalada daba acceso a un pasillo oscuro. En cuanto mis oídos se aclimataron al interior del piso, empecé a escuchar música de fondo. Sonaba un tema heavy. Sandra era más lista de lo que pensaba y me estaba proporcionando más facilidades, creando una capa de ruido sobre la que poder trabajar más cómodamente. A la izquierda, tal y como me había dicho, se encontraba la cocina; un espacio alargado con una encimera ocupando todo un lado.

No quise encender la luz y me iluminé temblorosamente con la linterna de mi teléfono, aún con los guantes puestos. Escudriñé cuatro veces la cocina de arriba abajo y empecé a ponerme aún más nervioso: no encontraba las llaves. La desesperación me sobrevino cuando miraba por quinta vez por en el fregadero y abría los muebles. «Debe ser más fácil», me dije. Acudí al frigorífico, justo a la entrada de la cocina, y en un lateral había un imán con un pequeño gancho. De él colgaban multitud de llaves en un único llavero, ese que Paco nunca sacaba de su bolsillo, o al menos no en Puertas Arellano. Lo cogí y volví a la entrada. Ahora, además de música, pude escuchar la voz de Paco, que me llegaba como un murmullo inteligible. Un murmullo que crecía, que parecía ir a más, que se acercaba. Me quedé petrificado durante un par de interminables segundos, y mi instinto decidió que me escondería.

Di dos zancadas y me dirigí hacia el salón, agachándome en una esquina tras la mesa y conteniendo la respiración. En mis manos, el manojo de llaves hizo un ruido que me pareció insoportable. En unos instantes Paco apareció por la puerta, en calzoncillos. Tarareaba con la boca cerrada, distraído. Abrió un mueblecito junto al televisor y sacó dos copas y una botella, no recuerdo de qué. Cuando ya creía que iba a salir de nuevo del salón, se paró en seco, así como mi corazón. Se dio la vuelta lentamente. Creía que ahí se acababa todo, que había oído algo, que me encontraba tan nervioso que había hecho ruido sin darme cuenta. Pero no. Se dirigió a la lámpara de pie y, sin soltar las copas ni la botella, la apagó, dejando la estancia en la casi completa oscuridad. No podía ver nada, pero escuchaba sus pasos: se dirigió de nuevo pasillo adentro, sin reparar en que yo estaba allí y en que la puerta del piso no estaba cerrada.

Pasé algunos minutos sin poder mover un músculo, congelado tras la mesa, escuchando la música, los murmullos y la lluvia que caía fuera. Finalmente me puse en pie y salí del piso, dejando la puerta de entrada tal y como Sandra me la había dejado, sin cerrar, ya que en pocos minutos tendría que subir de nuevo a dejar las llaves en su sitio.

Bajé al garaje del edificio, situado en planta sótano. Probé con cada llave del llavero hasta que una encajó y pude abrir la puerta. Aquel aparcamiento era inmenso, y mi presencia allí despertaría sospechas a cualquier vecino. Tras una búsqueda que pareció alargarse hasta la eternidad, encontré el viejo «tanque» de Paco, tan gris como siempre pero más limpio que de costumbre. Quizás se había tomado la molestia de lavarlo para recoger a Sandra. Una vez localizado y memorizado el camino más corto entre los interminables pasillos de pilares y vehículos, volví a salir hacia la calle. En el portal me crucé con una pareja de ancianos, empapados pese a llevar un gigantesco paraguas.

—Buenos días —dije. Me respondieron al unísono, pero me pareció que el viejo me miraba de soslayo con algún tipo de sospecha en sus ojos. Probablemente me estaba volviendo paranoico, y no era para menos.

Una vez junto a mi coche el que estaba empapado de nuevo era yo. La lluvia había arreciado aún más. Decidí hacer todo lo más rápido posible, cerciorándome de que no había sobre mí ninguna mirada ni presencia inesperada. Saqué la rueda falsa del compartimento de mi maletero y corrí de nuevo hacia el portal de Paco. Aquella vez encajó la segunda llave que probé. Bajé las escaleras hacia el sótano lo más rápido que pude, y a punto estuve de escurrirme y desnucarme, tan mojadas como llevaba las suelas de los zapatos. Recorrí deprisa y corriendo el camino que me separaba del coche de Paco y le abrí el maletero. Lo tenía lleno de bolsas y desperdicios polvorientos, como si llevara una años sin abrirlo.

Escuché unos pasos en el garaje. Cerré el maletero y me agaché tras el coche y contra la pared, con el neumático a un lado. Maldije en silencio; uno es casi incapaz de estar completamente solo cuando lo necesita. Un hombre pasó de largo por delante del coche, y no volví a ponerme en pie hasta que no pasó un buen rato desde que se perdieron de nuevo en la oscuridad. Ahora sí: abrí el maletero, dejé las cosas de Paco en el suelo, quité la alfombrilla y su rueda de repuesto y puse la que yo había traído. La condenada no encajaba del todo bien en el compartimento, así que tuve que hacer fuerza con todo mi cuerpo hasta que conseguí ajustarla, temiendo que se rompiera alguna bolsa interior desparramando colonia o algo peor. Una vez encajada, saqué la navaja del bolsillo de mi abrigo e hice, costosamente, una incisión en el neumático, levantando y desplazando la goma para que quedaran a la vista las bolsitas del delito. Finalmente volví a poner la alfombrilla y a desperdigar las pertenencias de Paco por encima, con el desorden en que me las había encontrado. Cerré el maletero y el coche y volví sobre mis pasos cargando con el neumático de Paco, que a su vez dejé en mi coche lo más rápido que pude.

De nuevo realicé un viaje corriendo hacia el portal. Era el tercero (y confiaba en que fuese el último). Subí las escaleras, sudando por cada poro de mi cuerpo bajo el abrigo y los guantes de ante.

Empujé la puerta, que por fortuna seguía como la dejé. Me dirigí en silencio hacia la cocina y volví a colgar las llaves del gancho imantado de la nevera. Antes de salir y cerrar con cuidado la puerta del apartamento, llegó a mis oídos un rumor que fue una pesadilla hecha realidad: era una serie rítmica de gemidos, entremezclados con el llanto de Sandra. Supe que esos sonidos me perseguirían durante el resto de mi vida.

Lo sucedido aquella noche fue una pesada deuda que contraje tanto con ella como conmigo mismo, y más tarde comprendería que era demasiado difícil de saldar.

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