“Pajas”

“Pajas”


27. La llamada

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27. La llamada

Llegué a mi apartamento sin dejar de pensar en lo que acababa de hacer y en lo que acababa de oír. Sandra se había implicado hasta el final. Nadie le había puesto una pistola en la cabeza para que lo hiciera, pero yo me sentía un monstruo. Notaba el vértigo de alguien que ha dado un paso que no tiene vuelta atrás, de quien se ha lanzado al vacío. Por momentos pensé que mi venganza había sido, o iba a ser, tan desmedida que rompería todos mis esquemas y me volvería loco. Y por último, y aunque no lo supiera, intuía que algo se había perdido definitivamente entre Sandra y yo.

Incapaz de conciliar el sueño, cogí las matrículas del Focus abandonado, volví a bajar al coche y me dirigí a un canal al norte de la ciudad con un cuchillo de cocina. Detuve el vehículo en un puentecito lleno de grafitis, saqué la rueda de repuesto de Paco y la rajé con furia, una y otra vez, hasta que se deshinchó visiblemente. Entonces la lancé por los aires hacia el agua poco profunda del canal; la vi alejarse despacio hasta que se perdió en la negrura. Después lancé las dos placas medio dobladas, y vi como se hundían poco a poco.

Aquella noche del ocho de febrero fue febril e interminable hasta que sonó el despertador. Volví a plantarme en Puertas Arellano con mis ya habituales ojeras y mi desgana. No servían de nada los cafés ni los ánimos de Begoña y Joaquín. No llamé a Sandra hasta que vi a Paco aparecer con su «tanque». Jamás podría imaginar el regalo que le había dejado en el maletero. Solo necesitaba unos días más, y que no pinchara una rueda.

—Ricardo, no tengo ganas de hablar —dijo Sandra justo después de descolgar—. Espero que hicieras lo que debías.

—Lo hice. ¿Qué tuviste que hacer tú?

—Demasiado. Y te he dicho que no tengo ganas de hablar.

—¿No estás trabajando? Creía que no me cogerías el teléfono.

—No he ido a trabajar. No me encuentro bien.

—Joder, ¿qué te ha hecho…?

—Por tercera y última vez. No me apetece hablar del tema. Adiós, Ricardo —colgó.

En aquel momento Paco apareció en mi despacho con una mueca sonriente que dudé que hubiese visto antes.

—¿Qué quieres? —pregunté.

—Vaya amiguita que tienes, Ricardo.

—Estoy muy ocupado, Paco —mentí. No tenía ganas de escuchar detalles, y menos de su sucia boca.

—Solo quería darte las gracias. Me costó más de lo que pensaba y tuve que portarme como un caballero: invitarla a cenar y luego al cine. Pero mereció la pena, ya lo creo que sí.

Se quedó plantado en la puerta, esperando que le dijese algo, pero yo me quedé callado mirando al ordenador, intentando que la amargura no se hiciese dueña de mi cara.

—Imposible que uno no quiera repetir con ella —dijo—. Ya hablaremos.

Terminó mi jornada y fui veloz a la calle La Luna. Al cuerno con las precauciones. Me presenté allí sin avisar, directamente llamando a su puerta. Llamé al timbre tres veces, y sentí sus pasos al otro lado de la puerta y su presencia acercándose a la mirilla, pero no abrió.

—Vamos —susurré—. Sé que estás ahí.

—Joder, Ricardo. No tengo ganas de hablar, ya te lo dije por teléfono.

—Ábreme. O me quedaré aquí día y noche hasta que tengas que salir.

Abrió con parsimonia. Estaba vestida con una bata sobre un pijama de pantalón largo y unos gruesos calcetines como único calzado. Tenía mala cara, y dos ojeras casi tan marcadas como las mías.

—Lo siento —la abracé. Por primera vez en mucho tiempo, realmente me salía del alma tener ese gesto con una persona. Ella permaneció quieta, sin mover los brazos.

—No tienes que sentir nada. Lo hice porque quería ayudarte.

—Pues me ayudaste, y no sabes cuánto. Lo más difícil ya está hecho.

—Me alegro.

—Sandra… te oí antes de irme. ¿Te forzó a algo?

—Me forcé yo misma. No podía arriesgarme a que volviese a salir de la habitación. Sabía que tú estabas por allí, y la puerta abierta. Aun así, estuve a punto de dar al traste con todo cuando… me dio tanto asco. No pude evitarlo, Ricardo…

Se derrumbó y rompió a llorar. Intenté que se echara sobre mis brazos pero me esquivó.

—No sabes lo que es esto —balbuceó entre las lágrimas—. Me siento como una puta.

—Joder, lo siento tanto…

—Te he dicho que no sientas nada. Tenía una deuda contigo.

—La has pagado con creces. Has pagado demasiado.

—Eso es cosa mía. Ahora vete. Vete, por favor. Necesito estar sola. Suerte con lo que queda. Yo ya no tengo nada que ver. Ni tampoco he tenido nada que ver, quiero que te quede claro. Yo callaré y tú callarás.

—Está bien. Te dejaré estar sola. Pero te haré más visitas, y te contaré lo que…

—No más visitas ni más historias —interrumpió—. Estaré sola hasta que deje de preguntarme por qué he hecho esto por ti.

—Quizás no ha sido solo saldar una deuda… —dije—. Quizás sientes algo por mí.

Me sentí extraño al lanzarle esa frase de aquella manera y en aquella situación.

—«Algo»… —repitió ella—. Algo puede ser mucho o puede ser muy poco. Incluso puede ser nada, Ricardo.

Aquella última frase me dejó algo tocado. No esperaba un «sí», pero tampoco tantas dudas. A esas alturas yo tenía claro que, si me daba la oportunidad, seguiría conociéndola hasta que explorásemos juntos nuestros límites, nuestras virtudes y defectos, nuestras coincidencias y divergencias. Pero ella no parecía por la labor.

Le di un último y salado beso. Ella apenas movió los labios. Nos despedimos con los ojos, sin decir palabra alguna, y cuando me di la vuelta oí la puerta cerrarse detrás de mí.

Durante los días que siguieron, se me hizo raro pensar que quizás Sandra no aparecería de nuevo en mi vida. No pensaba llamarla, pues era ella quien tenía que aclarar sus ideas, pero he de confesar que la echaba de menos, y mucho. No solo su presencia, que me fue escasa en las semanas anteriores, sino el saber que estaba ahí, al otro lado del teléfono, dispuesta a escucharme, a comprenderme, a ayudarme. Dicen que el ser humano se adapta increíblemente rápido a todo tipo de situaciones, pero no me acostumbraba al vacío, a no escuchar su voz. Si unos meses atrás me hubieran dicho que echaría de menos de esa forma a una mujer, no me lo hubiera creído. Por fortuna, tenía algo por resolver, tan importante que impidió que cayera en una de esas pseudo-depresiones tras una decepción con el sexo contrario. Mi relación con Sandra podía quedar suspendida hasta un futuro a medio plazo, pero en aquel momento se presentaba ante mí la consumación definitiva de mi venganza.

En Puertas Arellano seguí siendo un autómata, haciendo mi trabajo con la máxima diligencia que mi cabeza me permitía, e intentando actuar con normalidad con Paco, aunque mi normalidad era no hablarle en absoluto y evitarle en los descansos, a la entrada y en la salida. Nuestra relación era no mirarnos a la cara cuando nos cruzábamos por los pasillos, ignorarnos concienzudamente. Únicamente tuvimos que sentarnos juntos y cruzar un par de palabras por asuntos estrictamente laborales. Supuse que él mismo estaría intentando gestionar su siguiente cita con Sandra, y confié en que fracasara, una vez que yo ya tenía todo lo que necesitaba.

Llegó el final de Febrero. Todos cobrábamos y yo tenía que volver a pagar, y el pago sería, en aquella ocasión, mi coartada perfecta. La aceptación de la extorsión como parte de mi vida. Además, debía proteger a Sandra. Paco nunca debería relacionar lo que iba a ocurrir con la noche que pasó con ella, y por tanto era mejor que se enfriara y quedara en el olvido. Mi compañero, el hombre-serpiente, rompió su silencio el día anterior:

—Ya sabes, Ricardo —me dijo en el aparcamiento, como a él le gustaba—. Mañana. Ah, y me temo que el «descuento» lo tendremos que dejar para otro mes.

Había sido un engaño más de aquella sucia rata. Pero ya no importaba. Agaché la cabeza y seguí mi camino.

Dejé pasar una semana más, la última de mi larga noche. Era el viernes nueve de marzo, y hacía exactamente un mes que no hablaba con Sandra. Aquel día, pensé, tampoco lo haría. Pero sí hablaría con otras personas, que confiaba en que me hicieran caso.

La tarde estaba seca y despejada, y un vientecito cálido hacía promesas de primavera. Como digo, era viernes… y era una tarde perfecta para que Paco siguiera con sus rutinas sin sospechar que yo pretendía cambiarlas para siempre. Decidí no arriesgarme a seguirle. Después de todo el minucioso plan, en el último momento decidí que haría mi llamada a ciegas, confiando en el destino y en mi instinto; si Paco no estaba en la Casa Damaris, probablemente todo habría sido una equivocación. Si estaba, algo tendría que suceder.

Después de comer, dejé el coche en casa, me metí un trapo en el bolsillo de la chaqueta y me di un largo paseo hasta que perdí la cuenta de mis pasos. Llegué a un barrio residencial con cientos de casitas adosadas. Recorrí las calles en zigzag hasta que encontré una solitaria cabina telefónica. Volví a observar minuciosamente la calle, de un extremo al otro, cerciorándome de que no había cámaras de seguridad ni de tráfico. Eché cuatro o cinco monedas, enrollé el trapo alrededor del micrófono y marqué el número de la policía. Un agente contestó y se quedó a la espera. Tomé aire y tras unos instantes comencé a hablar, falseando mi voz como podía y apretando la cara contra el auricular.

—Buenas tardes —dije con la voz temblona—. Me gustaría hacer una denuncia anónima.

—Solo se permite la colaboración ciudadana en llamadas que especifiquen algún tipo de delito relacionado con…

—… ¿Drogas? ¿Explotación sexual? —interrumpí—. Hay un club. Hay prostitutas, alguna que otra es del este, y dudo que estén aquí de forma legal.

—Entiendo.

—Pero eso no es todo. En ese club se organizan partidas ilegales. Yo formaba parte de ellas, hasta que me echaron como a un perro. Se ve que el dinero ha dejado de alcanzarle a alguno para seguir jugando, y ahora piensa pagar en cocaína. Y cuando digo ahora me refiero a ahora.

—¿Cómo conoce usted esa información?

—El caso es que tengo fuentes fiables… conocidos que frecuentan ese club. Y, como le digo, ha llegado a mis oídos que hoy tendrá lugar un intercambio. En un viejo Renault Laguna gris, para más señas. Yo solo les estoy informando; ahora es vuestra responsabilidad qué hacer al respecto.

Tras un largo silencio, el policía volvió a hablar:

—Señor, ¿cómo se llama ese club y dónde está?

—Casa Damaris. En la avenida del Diamante. Dense prisa o la partida se va a terminar.

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